El Sagrado Corazón de Jesús, Corazón del Verbo encarnado
Guillermo Juan Morado
catholic.net
Adoramos el Corazón de Cristo porque es el corazón del
Verbo encarnado, del Hijo de Dios hecho Hombre.
Contenido
El Sagrado Corazón de Jesús. Una devoción permanente y actual
El fundamento del culto al Corazón de Jesús: la Encarnación
El Corazón de Cristo transparenta el amor del Padre
La ternura de Jesús
El misterio de la Cruz
Una inagotable abundancia de gracia
Los sacramentos
El envío del Espíritu Santo
El Sagrado Corazón de Jesús. Una devoción permanente y actual
La Iglesia celebra la Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús el viernes
posterior al II domingo de Pentecostés. Todo el mes de junio está, de algún
modo, dedicado por la piedad cristiana al Corazón de Cristo.
Hay quien podría pensar que la devoción al Sagrado Corazón es algo
trasnochado, propio de otras épocas, pero ya superado en el momento actual.
Sin embargo, el Papa Juan Pablo II, en la carta entregada al Prepósito
General de la Compañía de Jesús, P. Kolvenbach, en la Capilla de San Claudio
de la Colombière, el 5 de octubre de 1986, en Paray-le-Monial, animaba a los
Jesuitas a impulsar esta devoción:
"Sé con cuánta generosidad la Compañía de Jesús ha acogido esta admirable
misión y con cuánto ardor ha buscado cumplirla lo mejor posible en el curso
de estos tres últimos siglos: ahora bien, yo deseo, en esta ocasión solemne,
exhortar a todos los miembros de la Compañía a que promuevan con mayor celo
aún esta devoción que corresponde más que nunca a las esperanzas de nuestro
tiempo".
Esta exhortación a promover con mayor celo aún esta devoción que corresponde
más que nunca a las esperanzas de nuestro tiempo, se fundamenta, según el
pensamiento del Papa, en dos motivos, principalmente:
1) Los elementos esenciales de esta devoción "pertenecen de manera
permanente a la espiritualidad propia de la Iglesia a lo largo de toda la
historia", pues, desde siempre, la Iglesia ha visto en el Corazón de Cristo,
del cual brotó sangre y agua, el símbolo de los sacramentos que constituyen
la Iglesia; y, además, los Santos Padres han visto en el Corazón del Verbo
encarnado "el comienzo de toda la obra de nuestra salvación, fruto del amor
del Divino Redentor del que este Corazón traspasado es un símbolo
particularmente expresivo".
2) Tal como afirma el Vaticano II, el mensaje de Cristo, el Verbo encarnado,
que nos amó "con corazón de hombre", lejos de empequeñecer al hombre,
difunde luz, vida y libertad para el progreso humano y, fuera de Él, nada
puede llenar el corazón del hombre (cf Gaudium et spes, 21). Es decir, junto
al Corazón de Cristo, "el corazón del hombre aprende a conocer el sentido de
su vida y de su destino".
Se trata, por consiguiente, de una devoción a la vez permanente y actual.
Esta exhortación de Juan Pablo II enlaza con la enseñanza de sus
predecesores. Como es sabido, existe un rico magisterio pontificio dedicado
a explicar los fundamentos y a promover la devoción al Corazón de Jesús:
desde las encíclica “Annum
Sacrum” y "Tametsi
futura", de León XIII; pasando por "Quas
primas" y "Miserentissimus
Redemptor", de Pío XI; hasta "Summi
Pontificatus" y "Haurietis
aquas", del Papa Pío XII. Igualmente, Pablo VI dirigió en 1965 una
Carta Apostólica a los Obispos del orbe católico, "Investigabiles
divitias". En ella animaba a:
"actuar de forma que el culto al Sagrado Corazón, que - lo decimos con dolor
- se ha debilitado en algunos, florezca cada día más y sea considerado y
reconocido por todos como una forma noble y digna de esa verdadera piedad
hacia Cristo, que en nuestro tiempo, por obra del Concilio Vaticano II
especialmente, se viene insistentemente pidiendo..."
Al honrar el corazón de Jesús, la Iglesia venera y adora, en palabras de Pío
XII, "el símbolo y casi la expresión de la caridad divina" . Poco después
del Gran Jubileo de los 2000 años del nacimiento de Jesucristo, meditar
sobre la devoción al Corazón de Jesús es un medio propicio para secundar la
iniciativa del Papa que nos invitaba a contemplar el acontecimiento de la
Encarnación del Hijo de Dios, misterio de salvación para todo el género
humano.
El
fundamento del culto al Corazón de Jesús: la Encarnación
El fundamento del culto al Corazón de Jesús lo encontramos precisamente en
el misterio de la Encarnación del Verbo, quien, siendo "consustancial al
Padre", "por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo, y
por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo
hombre".
Adoramos el Corazón de Cristo porque es el corazón del Verbo encarnado, del
Hijo de Dios hecho hombre, de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad
que, sin dejar de ser Dios, asumió una naturaleza humana para realizar
nuestra salvación. El Corazón de Jesús es un corazón humano que simboliza el
amor divino. La humanidad santísima de Nuestro Redentor, unida
hipostáticamente a la Persona del Verbo, se convierte así para nosotros en
manifestación del amor de Dios. Sólo el amor inefable de Dios explica la
locura divina de la Encarnación: "tanto amó Dios al mundo que entregó a su
Hijo unigénito, para que el que crea en él no muera, sino que tenga la vida
eterna" (Jn 3, 16). Es el misterio de la condescendencia divina, del
anonadamiento de Aquel que "a pesar de su condición divina, no hizo alarde
de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la
condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un
hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una
muerte de cruz" (Flp 2, 6 ss).
El Corazón
de Cristo transparenta el amor del Padre
En la vida de Jesucristo se transparenta el amor del Padre: "Quien me ve a
mí, ve al Padre" (Jn 14, 9): "Él, con su presencia y manifestación, con sus
palabras y obras, signos y milagros, sobre todo con su muerte y gloriosa
resurrección, con el envío del Espíritu de la verdad, lleva a plenitud toda
la revelación y la confirma con testimonio divino..." (“Dei Verbum”, 4).
Toda su existencia terrena remite al misterio de un Dios que es Amor,
comunión de Amor, Trinidad de Personas unidas por el recíproco amor, que nos
invita a entrar en la intimidad de su vida.
La ternura de Jesús
El Evangelio deja constancia de la ternura de Jesús. Él es "manso y humilde
de corazón". Es compasivo con las necesidades de los hombres, sensible a sus
sufrimientos. Su amor privilegia a los enfermos, a los pobres, a los que
padecen necesidad, pues "no tienen necesidad de médico los sanos, sino los
enfermos".
La parábola del hijo pródigo resume muy bien su enseñanza acerca de la
misericordia de Dios. El Señor, con su actitud de acogida con respecto a los
pecadores, da testimonio del Padre, que es "rico en misericordia" y está
dispuesto a perdonar siempre al hijo que sabe reconocerse culpable. "Sólo el
corazón de Cristo, que conoce las profundidades del amor de su Padre, ha
podido revelarnos el abismo de su misericordia de una manera a la vez tan
sencilla y tan bella" (Catecismo de la Iglesia Católica, 1439).
La parábola del hijo pródigo es, a la vez, una profunda enseñanza acerca de
la condición humana. El hombre corre el riesgo de olvidarse del amor de Dios
y de optar por una libertad ilusoria. Por el pecado se aleja de la casa del
Padre, donde era querido y apreciado, para ir a vivir entre extraños. El mal
seduce prometiendo una felicidad a corto plazo. El hombre sigue así un
camino que lleva a la esclavitud y a la humillación.
Nuestra época constituye un testimonio claro de este engaño. Vivimos en una
cultura que margina positivamente lo religioso, que, dejando a Dios de lado,
prefiere rendir culto a los ídolos falsos del poder, del placer egoísta, del
dinero fácil.
Es importante - lo recordaba el Papa - ayudar a descubrir en la propia alma
la "nostalgia de Dios". En el fondo de todo hombre resuena una llamada del
Amor; una llamada que no debe ser desoída. Quizá el ruido externo no permite
captarla y por eso es urgente crear espacios que no ahoguen la dimensión
espiritual que todo ser humano posee en tanto que creado por Dios y llamado
a la comunión de vida con Él.
Nuestras iglesias, nuestras comunidades, pueden ser uno de estos espacios
propicios para escuchar la brisa en la que Dios se manifiesta. Al entrar en
una iglesia, el hombre de nuestro tiempo debe tener aún la posibilidad de
preguntarse sobre el motivo que anima a quienes la frecuentan. La vida de
los cristianos debe ser para todos un indicador que apunta hacia Dios, una
señal de que por encima de todo está Él.
El misterio de la Cruz
"Con amor eterno nos ha amado Dios; por eso, al ser elevado sobre la tierra,
nos ha atraído hacia su corazón, compadeciéndose de nosotros" (Antífona 1 de
las I Vísperas del Sagrado Corazón).
La Cruz del Señor es el momento supremo de la manifestación de su inmenso
amor al Padre en favor nuestro. El Señor nos "amó hasta el extremo"(Jn
13,1), ya que "nadie tiene un amor más grande que el que da la vida por sus
amigos" (Jn 15, 13).
Su Corazón es un corazón traspasado a causa de nuestros pecados y por
nuestra salvación. Un corazón que nos ama personalmente a cada uno. Toda la
humanidad está incluida en ese corazón infinitamente dilatado. Ya nadie
puede sentirse solo o desamparado, pues al ser amado por Cristo es amado por
Dios.
No hay fronteras ni límites que contengan el alcance de la redención: Él se
ha puesto en nuestro lugar, ha cargado con todo el pecado y la culpa de la
humanidad, para expiar con su muerte nuestro alejamiento de Dios. Él es el
Cordero Inmaculado que con su entrega obediente repara nuestra
desobediencia.
En el sufrimiento y en la muerte, "su humanidad se convierte en el
instrumento libre y perfecto de su amor divino que quiere la salvación de
los hombres. De hecho, Él ha aceptado libremente su pasión y su muerte por
amor a su Padre y a los hombres que el Padre quiere salvar: `Nadie me quita
la vida, sino que yo la doy voluntariamente´ (Jn 10, 18)" (Catecismo de la
Iglesia Católica, 609) .
En la Cruz se expresa la "riqueza insondable que es Cristo". En la Cruz se
comprende "lo que trasciende toda filosofía": el amor cristiano, un amor
que, muriendo, da la vida.
Una inagotable abundancia
de gracia
En la oración colecta de la Misa del Corazón de Jesús se pide a Dios
todopoderoso que, al recordar los beneficios de su amor para con nosotros,
nos conceda recibir de la fuente divina del Corazón de su Unigénito "una
inagotable abundancia de gracia". Del Corazón traspasado de Cristo muerto en
la Cruz brotan el agua y la sangre, dando nacimiento a la Iglesia y a los
sacramentos de la Iglesia.
La Iglesia, Esposa de Cristo, es hoy presencia viva en el mundo del amor
compasivo de Dios. A imagen de su Señor, la Iglesia debe hacerse obediente
hasta la muerte, sirviendo a los hombres para que puedan "acercarse al
corazón abierto del Salvador" y "beber con gozo de la fuente de la
salvación".
El motor que mueve a la Iglesia no es otro que el amor. Lo expresó
bellamente Teresa de Lisieux en sus “Manuscritos autobiográficos”:
"Comprendí que la Iglesia tenía un corazón, un corazón ardiente de Amor.
Comprendí que sólo el Amor impulsa a la acción a los miembros de la Iglesia
y que, apagado este Amor, los Apóstoles ya no habrían anunciado el
Evangelio, los Mártires ya no habrían vertido su sangre... Comprendí que el
Amor abrazaba en sí todas las vocaciones, que el Amor era todo, que se
extendía a todos los tiempos y a todos los lugares... en una palabra, que el
Amor es eterno" (“Manuscritos autobiográficos”, B 3v).
Los sacramentos
Los sacramentos que edifican la Iglesia son los cauces de gracia a través de
los cuales nos llega la vida nueva de la redención.
El agua del bautismo nos purifica y nos hace miembros del Cuerpo de Cristo.
Dios infunde en nuestra alma las virtudes teologales para que podamos
conocerle por la fe, amarle por la caridad, tender hacia Él como meta de
nuestra existencia por la esperanza.
Dios es el que nos otorga, por pura gracia, la posibilidad de amarle sobre
todas las cosas y de amar a los hermanos por amor a Él. Si somos dóciles y
no obstaculizamos la acción del Espíritu Santo, la caridad irá poco a poco
informando nuestra vida, animándola con un principio nuevo que unificará
nuestra acción, a fin de que nuestro corazón se vaya asimilando
progresivamente al de Cristo.
De este modo será un corazón engrandecido en el que todos tendrán cabida,
pues nos dolerán las almas y desearemos ardientemente que todos conozcan el
amor de Dios.
La Eucaristía nos alimenta con el pan de la inmortalidad. Dentro de poco
celebraremos la Solemnidad del Corpus Christi. En este "sacramento
admirable" el Señor quiso dejarnos el "memorial de su Pasión". La Eucaristía
es una muestra excelsa de los "beneficios del amor de Dios para con
nosotros". El Señor quiso dejarnos esta prueba de su amor, quiso quedarse
con nosotros, realmente presente bajo las especies del pan y del vino, para
hacernos partícipes de su Pascua.
La Penitencia renueva nuestra alma para que podamos presentarnos ante Dios,
cuando Él nos llame, limpios de nuestros pecados. Igualmente, el sacerdocio
es un don del Corazón de Jesús.
El envío del Espíritu Santo
Acerquémonos al Corazón de Cristo. Respondamos con amor al Amor. Que nuestra
vida sea un homenaje - callado y humilde - de amor y de cumplida reparación.
"Quiero gastarme sólo por tu Amor", escribía Santa Teresita del Niño Jesús.
También nosotros le pedimos al Señor la gracia de corresponder - en la
medida de nuestras pobres fuerzas - a su infinita compasión para con el
mundo. Señor, ¡qué nos gastemos sólo por tu Amor". Qué prendamos en las
almas el fuego de tu Amor.
La primera señal del amor del Salvador es la misión del Espíritu Santo a los
discípulos, después de la Ascensión del Señor al cielo, recuerda Pío XII
(“Haurietis aquas”, 23). El Espíritu Santo es el Amor mutuo personal por el
que el Padre ama al Hijo y el Hijo al Padre, y es enviado por ambos para
infundir en el alma de los discípulos la abundancia de la caridad divina.
Esta infusión de la caridad divina brota también del Corazón del Salvador,
en el cual "están encerrados todos los tesoros de la sabiduría y de la
ciencia" (Col 2, 3).
Al Espíritu Santo se debe el nacimiento de la Iglesia y su admirable
propagación. Este amor divino, don del Corazón de Cristo y de su Espíritu,
es el que dio a los apóstoles y a los mártires la fortaleza para predicar la
verdad y testimoniarla con su sangre.
A este amor divino, que redunda del Corazón del Verbo encarnado y se difunde
por obra del Espíritu Santo en las almas de los creyentes, San Pablo entonó
aquel himno que ensalza el triunfo de Cristo y el de los miembros de su
Cuerpo: "¿Quién podrá separarnos del amor de Cristo? ¿La tribulación?, ¿la
angustia?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el riesgo?, ¿la persecución?, ¿la
espada?... Mas en todas estas cosas triunfamos soberanamente por obra de
Aquel que nos amó. Porque estoy seguro de que ni muerte ni vida, ni ángeles
ni principados, ni lo presente ni lo futuro, ni poderíos, ni altura, ni
profundidad, ni criatura alguna será capaz de apartarnos del amor de Dios
manifestado en Jesucristo nuestro Señor" (Rm 8, 35.37-39).
El Espíritu Santo nos ayudará a conocer íntimamente al Señor y a descubrir,
junto al Corazón de Cristo, el sentido verdadero de nuestra vida, a
comprender el valor de la vida verdaderamente cristiana, a unir el amor
filial hacia Dios con el amor al prójimo. "Así - como pedía el Papa Juan
Pablo II - sobre las ruinas acumuladas del odio y la violencia, se podrá
construir la tan deseada civilización del amor, el reino del Corazón de
Cristo" (Carta al P. Kolvenbach).