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UN CORAZÓN NUEVO Y UN ESPÍRITU NUEVO de  E. J. Cuskelly MSC: Creemos en un Amor Paciente, capítulo 11

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CAPITULO ONCE

CREEMOS EN UN AMOR PACIENTE

Nuestros documentos oficiales hacen poca referencia al texto de 1 Cor 13. Sin embargo, las cosas dichas en ese texto resumen muy bien una de las grandes cualidades del P. Chevalier y expresan muy bien lo que trataba de enseñar por la palabra y por el ejemplo. "El amor es paciente, servicial, . . . todo lo excusa, todo lo cree, lo espera, lo recibe" (I Cor 13, 4—7). El Padre C. Spicq comenta este texto de la manera siguiente.

"La paciencia, en los Salmos, es alabada como atributo divino bajo la expresión hebraica ' lento a la ira'. Es la longanimidad frente a las injurias; las recibe sin devolverlas. Así como Dios refrena su ira y retrasa el castigo para dar al pecador el tiempo de convertirse, así también los hijos de Dios deben vencer el resentimiento y hacer callar los impulsos de venganza. No se podría alcanzar esa victoria sin mucho amor y humildad, sobre todo que la paciencia cristiana se ha de ejercer con todos de todas formas posibles. La paciencia cristiana supone una fuerza de espíritu y llena al hombre caritativo de bondad y de mansedumbre. Esa unión entre lo suave y lo enérgico expresa claramente el dominio de sí guardado por el cristiano. Gracias a la longanimidad, clemente para con los ofensores y valerosa en la adversidad, el cristiano queda arraigado en la paz interior. Esta "paciencia" nunca amargada y desconocedora tanto de la desesperación y de la pusilanimidad como de las recriminaciones y de la susceptibilidad, está muy cerca de la magnanimidad"[1]. (1).

En el capítulo XI de "Julio Chevalier" he citado los elogios del sacerdote Belleville:". . . las pruebas son naturalmente inevitables v sobrenaturalmente necesarias. El P. Chevalier se encontró con ellas a lo largo de su camino. Ni lo sorprendieron ni le desanimaron. Ni siquiera perdió aquella serenidad de alma que le caracterizó" (J. Ch., pág., 320), “Él fue un hombre fuerte y en su propia vida personal esta fuerza fue usada para ejercitarse en adquirir la virtud de la mansedumbre" (Ib. P. 336). Esa virtud de la mansedumbre es la virtud del hombre fuerte; y tiene que serlo porque ella es fundamentalmente fuerza, una fuerza dirigida y controlada (I, p. 336). En esto podemos ver su vida personal. Sin embargo, la caridad llega más lejos, . . . es paciente, todo lo soporta, lo tolera, lo espera, . . . no se desanima, . . . no es amargada . . .

 

En la vida de nuestro fundador encontramos sólidas enseñanzas y ejemplos alentadores. Escribía: "Valor, fortaleza, constancia, son virtudes del Corazón de Cristo, porque expresan las verdaderas cualidades del amor". Aspiraba indudablemente a que ese valor, esa paciencia, fuera parte integrante de la espiritualidad de sus misioneros.

 “El mismo tuvo esa valentía de acometer empresas difíciles, por la causa de Cristo. . . Tuvo la valentía constante y de perseverar en medio de las múltiples dificultades en el transcurso de la vida. Tuvo la valentía de seguir confiado, aunque no lo hacían y creían que no había futuro para la vida religiosa" (J. C. p. 137).

 “Julio Chevalier fue un hombre fuerte; con esa extraordinaria fortaleza que, basada en la confianza en DIOS, puede afrontar dificultades aparentemente insuperables" (J. C. p. 139).

 Esta era la "fuerza de espíritu" que, según los comentadores, es traducida por paciencia y magnanimidad en 1 Cor 13, 4. Fortaleza y constancia, pues, son virtudes del Corazón de Cristo. ¿Las ponemos en práctica en nuestra vida y en nuestro apostolado? Claro, no es cosa fácil y los motivos de desaliento son numerosos: carencia de vocaciones, disminución del personal, actitudes de unos “personajes”, etc. ¡que la melancolía no nos abrume! La tentación del desaliento —es cosa harto conocida— se apodera también del apóstol. Es el caso típico de Elías narrado por el Libro de los Reyes: ¿no tuvo el Señor, que sacarlo de debajo de un árbol donde el profeta se quejaba hasta quererse morir?

"La vida religiosa ya se acabó, al menos en ciertos países", oímos decir hoy. A principios del siglo se decía lo mismo, como lo hemos visto ya. Pero el P. Chevalier replicaba que un poquito de fe nos hacía ver lo tonto de ese dicho. Siendo viejo ya, ochenta años, Julio Chevalier luchó contra los masones y la policía, y se enfrentó a la oposición de un arzobispo de mente estrecha y a la apatía de unos compañeros. Lo hizo con valentía, constancia y perseverancia, para mantener intacta en Issoudun la base de la Sociedad que él había fundado. De no haberlo hecho, ninguno de nosotros sería hoy MSC.

Al recordar todo esto, tengo dificultad en reconocer como a hijos suyos a la cuadrilla de "blandos", de pusilánimes y de cobardes de hoy. No soy partidario de un falso optimismo: no reconocer las dificultades sería la irresponsabilidad. Sin embargo, no debemos retirarnos frente a los desafíos de la fe y a la necesaria búsqueda de soluciones nuevas. Necesitamos ese espíritu tan bien expresado por Juana de Arco: "Luchemos y Dios dará la victoria". No olvidemos ni una sola de esas dos facetas de la paciencia cristiana: el esfuerzo personal y la ayuda de Dios

Para perseverar con valentía es preciso ver con claridad todo cuanta amenaza con hacernos abandonar el esfuerzo. Entre los motivos de abandono hay uno que fue mencionado anteriormente; es el dominio que ejercen sobre nosotros las esperanzas suscitadas por los progresos de la era técnica moderna. Señalo simplemente el hecho; no quiero repetir lo dicho ya, solo quiero que reflexionen sobre ello. Para ilustrar otro factor de abandono, voy a comunicarles un caso que me sucedió y que me dejó bastante preocupado.

Daba yo un retiro a una comunidad de Hermanos docentes, y tuve una conversación con un hombre que me causó una gran impresi��n. Él era entonces Superior de un gran colegio, después de haberlo sido de una comunidad bastante numerosa durante seis años. Según la opinión de ambas comunidades, él era un Superior muy bueno. En el momento de nuestro encuentro, pensaba dimitir como Superior y más aún dejar la vida religiosa. Era un hombre   y culto, pero completamente desanimado según sus palabras, no podía soportar la mezquindad de ciertos compañeros. Yo estaba bien impresionado por este hombre, y regresé a casa pensando en que él era, quizás, uno de esos individuos cuyas reales cualidades le hacían imposible el quedarse en la vida religiosa. Y por cierto me volvía a la mente aquella afirmación frecuentemente escuchada•. "Nuestros mejores hombres se marchan". Esta conclusión en la que, a pesar mío, me detenía a cavilar en nada me agradaba, pues no era ningún elogio al sacerdocio y a la vida religiosa. Poco tiempo después me puse a leer un libro del P. Karl Rahner cuyo título es "Homilías Bíblicas". De ese libro no he retenido más que una cosa: los comentarios que hace el autor acerca de la parábola del "administrador inicuo", en Lucas 16. Aquel administrador era un estafador y un ladrón. Sin embargo, y como lo manifiesta Rahner, Cristo, el más sagaz y el más sensible de los hombres, utilizó ese caso sórdido como parábola del Reino de los Cielos. Reflexionando sobre eso, Rahner concluye que la verdadera nobleza cristiana abarca la capacidad de “soportar la mezquindad y de permanecer abierto a la generosidad". (Y mi problema se resolvió).  No aprobamos la mezquindad, pero la toleramos. Y la toleramos por ser algo natural e inevitable de la naturaleza humana y porque recibiríamos una indecible e inútil frustración si tuviéramos que lanzar una cruzada con el fin de liberar a la Iglesia y a nuestras comunidades de toda mezquindad. (¡Para lograrlo, sería menester recurrir a la guillotina!).

Por lo menos, que no nos venza la realidad de la mezquindad. Hemos de. quedar abiertos a la grandeza. Continuamos creyendo en el prójimo y, por medio de esa confianza y de la aceptación que ella misma engendra, lo elevamos también a una cierta grandeza (es casualmente lo que significa la expresión de San Pablo: "El Amor todo lo cree"). De hecho, nuestra vocación se debe a que hemos encontrado en nuestra vida gente que sin reparar en nuestra mezquindad cree en nuestras capacidades de superación. Por eso, hemos de creer que Dios puede servirse de nosotros, a pesar de nuestra pequeñez, para ayudar a los demás en el camino de la superación.

Otro motivo que hace a menudo "flotar" nuestra valentía, es este que nuestra fe en la Iglesia de los pobres no hace más que reducirse. Me pueden decir que la única Iglesia en la cual creen es la de los pobres; antes de concluir demasiado afirmativamente, les pediría hacer conmigo un pequeño recorrido sobre algunos puntos de consideración útil.

En todas las partes del mundo hay pobres. Con frecuencia alargan la mano para recibir una limosna. En tales circunstancias, ¿cuál es la reacción de ustedes? ¿Les dicen que no molesten o les tienen compasión, aunque no puedan ayudarles?

Hay ciegos que buscan a tientas su camino en las calles de las grandes ciudades como París, Roma, Nueva York. Cuando ustedes caminan por esas caIles, ellos les detienen 'les molestan o, tal vez, hasta tropiezan con ustedes. ¿Cómo reaccionan ustedes? ¿Les dicen que no impidan el paso, que se quedasen en casa? En todos los países hay enfermos incurables, lisiados, personas seniles, enajenados mentales. Ellos son una carga para la humanidad, pero sería inhumano querer deshacerse de ellos bajo el pretexto de que son una carga para la sociedad.

Hay ciegos en todas las avenidas del mundo y hay individuos limitados por su debilidad, por sus "hándicaps”, por su pobreza. No son otra humanidad. ¿no está constituido el Pueblo de Dios, espiritual e intelectualmente, también por tales hombres? Aún aquellos que nos gobiernan, los sacerdotes, los obispos, el Papa, están hechos de la misma pasta humana. Y a causa de ello, hay gente que dicen perder la fe en la Iglesia, pretextando que no pueden tolerar sus limitaciones y sus pequeñeces.

iPor Dios! ¿En qué clase de Iglesia pretenden creer'? ¿En una Iglesia de puritanos? ¡He aquí una de las más viejas herejías! Una herejía que fue formulada de varias maneras desde Prisciliano hasta nuestros días. Uno se asombra frente a la inconsecuencia humana. Por ejemplo, antes de Vaticano II, muchos repudiaban a la Iglesia por su triunfalismo y porque ella se proclamaba una, Santa, Católica. Hoy, ella se reconoce Iglesia de pecadores, imperfecta, en necesidad constante de reforma, y por eso mismo muchos se alejan de ella. Cómo si el peregrino pueblo de Dios pudiera ser otra cosa. Otros ni la repudian ni la dejan, pero hallan en su miseria una piedra de tropiezo. Para ellos es una excusa fácil para su falta de ánimo y de esfuerzo, y les sirve para manifestar su disgusto y sus críticas.

Tal como lo escribía Manaranche, estos se parecen a la gente que invierte el sentido de la siguiente oración de la misa: "Señor Jesucristo, no mires nuestros pecados sino la fe de tu Iglesia y concédele la paz y la unidad", En efecto ellos dicen: "No mires los pecados de tu Iglesia ni las limitaciones de sus obispos sino mira nuestra fe, nuestras ideas brillantes y nuestra sinceridad".

Nuestra Iglesia es la Iglesia de los pobres. . . ya que existe una pobreza mayor que la que viene de la carencia de bienes materiales: la miseria producida por la oscuridad, por la duda, por las ideas estrechas, o simplemente por la ignorancia de no saber qué hacer para sanar el mundo. Si no podemos aceptarla tal cual es, entonces manifestamos nuestra falta de realismo. Pero es en esta Iglesia en que hemos sido hechos hijos de Dios; no podemos dejarla sin abandonar a Cristo.

Profesamos en el amor que Dios tiene a los hombres. A los hombres con sus sufrimientos, sus violencias, sus drogas, sus ambiciones, su ignorancia y su indiferencia. Si existe una verdad de la cual estoy más y más convencido, es la de que los hombres necesitan de redención. Para su estímulo, permítanme citar el siguiente texto: "La crucifixión fue el signo de la total solidaridad de Cristo con este mundo de fealdad y de belleza, de vida y de muerte, de odio y de amor, de esperanza y de desesperación. Cristo no ha rogado para que sus discípulos fuesen retirados del mundo sino para que fuesen liberados del mal. El mal produce un fastidio que no tiene nada que ver con la agonía de Cristo; es una falsa agonía, una labor estéril, que no engendra ninguna vida nueva y que no conduce sino a una amargura y a una frustración grande (lo que es contrario a la caridad que es paciente, benévola y tolerante). La agonía de Cristo es la del amor que engendra una vida nueva. Es la agonía que grita "Padre", que dice "amigo" al traidor, que proclama en medio del odio, del miedo y de la ambición que nada ni nadie nos obliga a que dejemos de creer en el amor de Dios por él y por los demás".

Profesamos creer en su amor.

La paciencia de orar. . .

 P. Chevalier escribió un día que no éramos una "orden de contemplativos. iEn este punto, al menos, muchos de nosotros lo hemos tomado en serio! El P. Piperón, alma más contemplativa por naturaleza, pensaba que, de acuerdo con la idea que tenía de un fundador perfecto, no había bastante tiempo consagrado a la oración en la vida del P. Chevalier.  El sacerdote Belleville, por su parte, escribía que el Chevalier era hombre de una sola idea y de una obra. La idea "era una idea mística. . . por haber nacido, por así decir, en el Corazón de Cristo; no la abandonará nunca, por nada". Creo que Julio Chevalier tenía lo que debemos adquirir y que con demasiada frecuencia he llamado "mística de la misión". Con eso quiero completar la idea de misión que tenemos demasiadas veces y que tiende a hacer creer que aquel que es enviado a la misión no necesita más motivo que el de estar allí por gusto propio. El misionero debe tener también preocupación y solicitud para con el prójimo. Pero se puede tener esto sin ser misionero cristiano o un MSC. Para serlo, es necesario haber encontrado a Cristo quien, más que cualquier otro, lleva en su Corazón la solicitud de todo el género humano. Hay que tener también la convicción de que, unidos a Él, somos incorporados a su misión, pero viviendo y actuando El en nosotros.

Cristo dijo: "El que me envió está conmigo. No me deja nunca solo. En realidad, no estoy solo. El Padre está conmigo" (Jn. 8, 29; 16, 32). Al escudriñar en el fondo de su corazón, todo hombre descubre la apremiante necesidad que tiene de no quedarse solo, sobre todo cuando debe vivir y trabajar en el campo de la fe y del apostolado.

Decimos que hemos aprendido a creer en el amor que Dios nos tiene (l Jn. 14, 16) Pero, el texto añade: "El que permanece en el amor, en Dios permanece y Dios en él". La oración del apóstol consistirá en tratar de permanecer en Dios y en pedirle el permanecer en nosotros por el don de su espíritu y por su influencia en nuestro apostolado; o, como lo dice la escuela francesa de espiritualidad, que Cristo esté en nuestros corazones y en nuestras manos.

La oración es don de Dios. En un sentido es el don del Espíritu Santo, el aliento de Dios, "la respiración de Dios en nosotros por la que participamos de su vida íntima y que nos hace re-nacer. De este modo, la paradoja de la oración está en que nos exige un esfuerzo serio mientras no podemos recibirla como un don de Dios. No podernos concebir, organizar ni manipular a Dios; pero, sin una fuerte disciplina, tampoco podemos acogerle"[2]. (2).

 

Sin la oración la alianza se vuelve contrato, nada más. El celibato es imposible sin la oración, pues supone una soledad que no puede ser llenada y colmada más que por el amor de Cristo. Sin la oración la soledad se vuelve aislamiento y la comunidad, un club. Sin la oración la misión no es más que una empresa y la fidelidad se deteriora volviéndose rito o rutina.

 

Al principio de su primera carta, San Juan tiene un pasaje muy hermoso acerca de eso: "lo que existía desde el principio, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos mirado y nuestras manos han tocado acerca del Verbo que es vida". Estas palabras evocan en nosotros la representación instantánea y manifiesta de la relación interpersonal íntima y gozosa entre Juan y Jesús, durante la vida terrestre del último, Estas palabras expresan las maravillas de una estrecha amistad a lo largo de los años pasados en compañía de Jesús. Es suficiente como para suscitar nuestra envidia. Tal experiencia y tales evocaciones deberían facilitar la oración a los apóstoles. Pero si ustedes examinan más de cerca estas palabras, descubrirán que en ellas hay mucho más que lo que pueden creer.

De un modo único, ellos (los discípulos de Cristo) han visto, han mirado con ojos atentos, han contemplado. Por medio de esa mirada iluminada por la gracia, han podido penetrar el velo de las apariencias sensibles para ver en el hombre de Nazaret al Hijo unigénito del Padre. También ellos tuvieron que horadar un velo y esforzarse.

 

"Nuestras manos han tocado". Aquí el verbo tocar significa sentir, "conocer", palpar un objeto en un contacto prolongado y delicado, midiendo y valorando los pormenores, tratando de suplir los detalles de la propia visión natural. Pensemos en el ciego que tantea el rostro de una persona con el fin de llegar a conocerla. En los Hechos (17, 27), San Pablo habla de "los hombres que buscan a Dios; para ver si lo descubren, aunque fuera a tientas”, como ciegos en su oscuridad. San Juan, después de su conocimiento inicial de Cristo por los sentidos, nunca dejó de buscar un mejor conocimiento y una posesión más cabal de El por el amor, tanteando en la oscuridad de la fe.

Debemos tener la paciencia de orar: un esfuerzo paciente y constante para llegar a conocer a Cristo en quien creemos. No hay otro camino. Si perseveramos pacientemente en ese esfuerzo, llegaremos a ver con asombro cómo hemos aprendido verdaderamente a creer en su amor. En sus Reglas, el P. Chevalier escribió: "Los misioneros tendrán una tierna devoción al Corazón adorable de Jesús; no olvidarán que es el manantial de todas las gracias, un horno de luz y de amor, un abismo de misericordia; acudirán a él con frecuencia en sus oraciones, en sus pruebas, en sus fastidios, en sus dificultades" (Ib., p. 339). "Se unirán íntimamente al Corazón divino para dejarse penetrar de sus sentimientos y cooperar como dóciles instrumentos con sus designios de misericordia" (Ib., p. 138).



[1] (1) "Agapé dans le Nouveau Testament", II París, Gabalda, 1959, P. 78.

[2] (2) H. Nouwen, "Reaching out", London, Collins, 1976, p. 116.

 

 

 

 

 

 











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