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CON UN CORAZÓN HUMANO  CAPITULO 1: E. J. Cuskelly, M.S.C.

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I) A veces decimos cosas muy bonitas sobre nosotros mismos, sin percibir realmente lo que estamos diciendo. Pongamos por ejemplo la palabra humanidad. Algunos de sus significados serían: actitud humana, benevolencia, compasión, gesto benevolente. Escrito en nuestro lenguaje, sería la creencia de que es más humano ser amable que ser listo. Es más humano pasar hambre para que un niño pueda comer, que ser egoísta o despreocupado.

Los hombres se matan, hacen trampas y roban. A menudo son insensibles a los sufrimientos ajenos. Mientras puedan satisfacer sus propios deseos, se desentienden de los que puedan quedar at margen del camino o viven en penuria y enfermedad. Y sin embargo, todo esto ha sido calificado como “inhumanidad del hombre para con el hombre”. Seguimos creyendo que todo esto es verdad: que la humanidad del hombre es todo to contrario, que está compuesta de bondad y compasión. Sean los que sean los crímenes cometidos, seguimos creyendo que somos capaces o, at menos, estamos Ilamados a acciones mejores. Sabemos que un corazón saturado de odio es menos humano que un corazón que ha aprendido a amar.

De acuerdo, pues, que estamos Ilamados a acciones mejores. Pero cuando contemplamos el mundo que nos rodea, cuando recordamos nuestra historia humana, nos preguntamos si de verdad la humanidad es capaz de cosas mejores. La aseveración de Hobbes de “homo homini lupus” (el hombre es un lobo para el hombre), no parece una afirmación tan desatinada de la realidad humana. De hecho, concuerda con la descripción de San Pablo de Ío que el hombre fue y será siempre, a no ser que Cristo entre en su vida: “Hubo un tiempo en que nosotros también éramos ignorantes, desobedientes, descarriados y esclavizados por toda suerte de pasiones y placeres, viviendo en malicia y envidia, aborrecibles y aborreciéndonos unos a otros” (Tito 3,3).

Pero “el hombre no puede vivir sin amor. Sigue siendo un ser incomprensible para mismo, su vida carece de sentido si el amor no Ie es revelado, si no Ío experimenta, si no Ío hace suyo, si no Io comparte íntimamente. Así es como Cristo, el Redentor, se revela totalmente así mismo...; ésta es la dimensión humana del misterio de la Redención" (Rd. Hom. 10). En Cristo, el hombre descubre su propia humanidad.

 

Fácilmente Ilega a conocer y a creer que es amado. Sin esta convicción jamás comprendería realmente la razón de su existencia y la finalidad de su vida. La “humanitas” (humanidad, amabilidad) de Dios nuestro Salvador” (Tit. 3,4) nos fue revelada con la venida de Cristo Jesús. “El trabajó con manos humanas, pensó con mente humana, actuó con una voluntad humana y amó con un corazón humano” (G. et S. n. 22). No solamente dio a conocer el amor de Dios, el Padre, a todos nosotros, “sino que reveló totalmente at hombre mismo” (ib.); nos enseñó cómo ser humanos. Precisamente vino a eso. Amaba con un corazón humano, para que aprendamos a amar con verdadera humanidad.

Esto no to conseguiremos nunca si no aprendemos primero Ío que significa la entrada del amor de Dios en nuestras vidas. La consideración del texto de Tito 3,4 puede ayudarnos: “Cuando fue manifestada la bondad de Dios, nuestro Salvador, y su amor a los hombres, Él nos salvó no por obras de justicia que hubiéramos hecho nosotros, sino según su misericordia, por medio del baño de regeneración y renovación del Espíritu Santo, que derramó sobre nosotros con largueza por medio de Jesucristo nuestro Salvador”.

Nos salvó por pura compasión. Siempre que pensemos en el amor de Dios a los hombres, debemos a la vez afirmar y negar. Afirmamos toda la belleza, generosidad y ternura que el amor humano nos ha enseñado; pero habremos de negar todas sus limitaciones. Siempre tendemos a pensar con símiles humanos; y “el amor humano necesita evaluación humana, ¿porqué, pues, pretender colocar Tu amor a un nivel diferente del de ese puñado de barro humano, el más vil de todos, que es todo hombre?”.

Francis Thompson describe aquí una duda que apesadumbra el corazón humano. Nuestro amor humano hacia otros, está habitualmente exigido por la bondad que vemos en ellos, por esa capacidad de ser amados que vemos en ellos. ¿Qué puede, pues, ver Dios en nosotros que le haga reaccionar de esa manera? Uno de los puntos más vitales de la fe es la maravillosa seguridad de que Dios no reacciona así. El amor de Dios aparece antes de que nada bueno exista en nosotros, es más bien El el que Io causa y le da la existencia. Dios nos ha amado provocando nuestra existencia. Nos invita a que nos dejemos amar, humildemente, agradecidamente, más allá y por encima de todo “merecimiento humano”.

En realidad, el hombre que se jacta y se siente satisfecho de sus méritos humanos, nunca conocerá las maravillas de la bondad de Dios. “El corazón humilde es aceptable a Dios” (Salmo 50); pues tan solo el corazón humilde puede aceptar el amor de Dios con alegría y gratitud. Solamente el hombre que conoce que no es más que un puñado de barro, puede emocionarse con la idea de que Dios le está buscando, individual y personalmente, a pesar de todos los pesares.

San Pablo aprendió esta verdad por su propia experiencia: “Yo soy el último de los apóstoles, indigno de ser llamado apóstol, porque perseguía la lglesia de Dios. Pero por la gracia de Dios soy Io que soy” (I Cor. 15,9.10). Habiendo visto la Iuz de Dios brillar en la oscuridad de su propio corazón (2 Cor. 4,6), evoca ahora a Tito esa oscuridad humana en la que la luz del amor de Dios ha venido a brillar: "vivíamos entonces en malicia y envidia, aborrecibles y aborreciéndonos unos a otros" (3,3).

Sobre este fondo de la "inhumanidad del hombre hacia el hombre", aparece la sorprendente revelación de la bondad y amabilidad de Dios, nuestro Salvador, hacia la humanidad. La Vulgata traduce como benignitas et humanitas las dos palabras griegas krestotes y philanthropis. Dios es bondad y amabilidad, palabras tiernas y Ilenas de compasión por cada hombre.

Porque se abusa a menudo del poder, el hombre siempre ha tendido a culpar a Dios de inhumanidad. San Pablo insiste que es precisamente todo Io contrario, que Dios posee aquella "humanidad” por la que los soberanos eran elogiados cuando obraban con bondad con sus súbditos (Cf. II Macabeos 19,9). Cuando encontramos a alguien, poderoso e importante, y vemos que está Ileno de bondad y comprensión, decimos que es “muy humano".

En Cristo se nos ha revelado de un modo sorprendente que Dios “es humano” de verdad. “El amor de Dios hacia nosotros fue revelado cuando Dios envió a su Hijo único a este mundo, para que por medio de ÉI consiguiéramos la vida" (I Jn. 4,9). Cuando oímos que

Cristo "amaba con corazón humano", no es su “debilidad” humana lo que nos consuela (necesitamos fortaleza, si pretendemos alzarnos por encima de nuestras flaquezas), sino su comprensión y su compasión. De hecho, la carta a los Hebreos recalca la flaqueza humana de Jesús como prueba de su continua y compasiva comprensión. "No es como si tuviéramos un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras miserias, sino que tenemos a uno que ha sido probado en todo igual a nosotros, menos en el pecado” (Heb. 4, 14).

En la base misma de la condición de cristiano está la visión de un Cristo que tenía compasión de las multitudes (Mt. 9,36; Lc. 10,33); Jesús que invita a todos a acudir a El, cuantos sufren y están sobrecargados, sabiendo que su amor comprensivo aligerará la carga (Mt. 1 1, 28—30). Es el Cristo que nos ha enseñado a Ilamar a Dios "Padre nuestro".

Un cristiano es, pues, por encima de todo, una persona consciente de ser amada; uno que puede decir con convicción que Cristo “me amó y se entregó a la muerte por mi” (Gal. 2,21); alguien que se "atreve a decir: Padre nuestro”. Como dice San Pablo, “el Espíritu Santo ha sido infundido en nuestros corazones, capacitándonos para decir: Abba-Padre” (Rom. 5,15—I 7). Se nos urge aquí a sentirnos en familia con Dios, nuestro Padre. Dejemos de Iado el término más formal y respetuoso de "Abi” por el más íntimo y confiado “Abba", que Jesús usara con José y con su propio Padre celestial. Por encima de todo temor y formalidad, un cristiano tiene la osadía de decir "Abba”, Padre, que tiene un significado íntimo y familiar. Nuestra creencia en el amor de Dios (I Jn. 4,16) puede ir tan lejos o Ilegar tan cerca como eso.

Repitamos que, para valorar el amor de Dios hacia nosotros, ponemos por delante toda la belleza, generosidad y ternura que el amor humano nos ha enseñado. Pero a la vez necesitamos negar todos los fallos y limitaciones que encontramos, tan a menudo, en el amor humano. Necesitamos corregir incesantemente nuestra tendencia a medir el amor de Dios por el del hombre. Un ejemplo de esta tendencia lo encontramos en la manera como Filp. 2,7 es traducido e interpretado:

“Su condición (de Cristo) fue divina, sin embargo, él no se apegó a su igualdad con Dios, sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres”. El sin embargo es revelador. Si un hombre estuviera cómodamente instalado en el cielo, requeriría un esfuerzo de su parte “para inmiscuirse" en problemas humanos, hasta el punto de aceptar una muerte de cruz. Si esto es así, apliquemos una actitud semejante a Dios y a su Hijo. Aunque el Hijo era divino y fuera del alcance del sufrimiento humano, “sin embargo” (como si fuera algo muy costoso) se hizo hombre. Pero, “EI es Dios, no hornbre", y no encontramos el “sin embargo" en el texto griego.  Porque él era divino, porque él era el Hijo de Dios a quien nosotros conocemos como amor (“eI Señor es compasión y amor" Salmo 103,8), Él quería hacerse hombre, a causa del amor que nos tenía. Y to hizo gustosamente, porque estaba IIeno de “humanidad" en su grado más perfecto.

 

II) La respuesta del cristiano a esta visión de fe es:

—Que amemos a Dios "con un corazón humano", y

—que amemos a los demás con verdadera "humanidad". (Cf. Mt. 27,34—40; Mc. 12,28-34).

Estamos Ilamados a amar a Dios con un corazón humano, humano en sus debilidades, en sus vicisitudes, en sus inconsistencias. No existen superhombres espirituales. En un hermoso pasaje del evangelio de San Juan, Jesús nos muestra la clase de amor humano que eI espera de nosotros. El pasaje es bien conocido, aunque dificultades de traducción han oscurecido a veces su pleno significado:

"Después de la comida, Jesús dijo a Simón Pedro: Simón, hijo de Juan, ¿me quieres tú más que estos? El contestó: Sí, Señor, tú sabes que te amo. Él le dijo: Apacienta mis corderos. Vuelve a decir le por segunda vez: Simón, hijo de Juan, ¿me amas? El replicó: Sí, Señor, tú sabes que te quiero. Jesús le dijo: Apacienta mis ovejas. Entonces le dijo por tercera vez: Simón, hijo de Juan, ¿me quieres? Se entristeció Pedro que le preguntara por tercera vez: ¿Me quieres? y le dijo: ¡Señor, tú Io sabes todo, tú sabes que te quiero! " (Jn. 21, 15—25).

De este pasaje se ha sacado a menudo la conclusión de que uno no está calificado para apacentar el rebaño de Cristo si no siente verdadero amor hacia el Señor. La conclusión es válida. Sin embargo, otra importante lección contenida en este texto se refiere a la clase de amor que Jesús le pide a Pedro, y que nos pide a todos nosotros. Si queremos valorar debidamente esta lección, necesitamos recordar el tipo de hombre que era Pedro: seguro de sí mismo, confiado en su lealtad con el Señor. Creía tanto en la fortaleza de su amor que aseguró a su Maestro: “Yo daré mi vida por ti" (Jn. 13,37). Su opinión hacia los otros apóstoles no era tan aita; no le sorprendería que traicionaran al Señor, pero él, Pedro, le sería fiel: “Aunque todos pierdan la fe en ti, yo nunca la perderé...; aunque tenga que morir contigo, yo nunca te negaré” (Mt. 26,33—35. Cf. Mc. 14,29).

Cuando llegó el momento, la caída de Pedro fue más aparatosa que la de sus compañeros. Muchos huyeron por temor. Pedro, deliberada y repetidamente, negó al Señor tres veces,”echando imprecaciones y jurando: yo no conozco al hombre del que estáis hablando” (Mc. 14,66=-72).

Ahora, después de la resurrección, Jesús quiere asegurarse el amor de Pedro, no un amor engreído y seguro de sí mismo, sino el amor de un corazón que es humilde, purificado por la caída y el remordimiento. Su primera pregunta a Pedro es: “Simón, hijo de Juan, ¿me quieres tú más que estos? " Pedro recuerda ahora cómo había opinado sobre los demás, juzgándolos indignos y capaces de fallar. En su respuesta, omite deliberadamente toda referencia a los otros: “Sí, Señor, tú sabes que te amo". Ya no se considera superior a los otros; prefiere confesar su debilidad, antes que juzgar a los otros. Esto Io había aprendido de su caída y en su segunda pregunta Jesús omite también mencionar a los demás.

Discurriendo sobre todo este diálogo, vemos un instructivo juego de palabras, que no fueron vertidas del original griego a las versiones inglesas. En esas últimas, se utiliza solamente una palabra para amor, mientras que la griega usa dos: agapan — philein. En la versión de los Setenta la palabra agapan tiene un significado técnico, que indica la consagración a Dios que se expresa en una total fidelidad y obediencia. La palabra philein es menos fuerte, aunque también significa una verdadera y sincera adhesión afectiva.

Sobre ese fondo de la llamada de Pedro, con su confiada declaración de amor y su negación, este pasaje de San Juan se vuelve muy rico y de una gran belleza humana. Con todas estas cosas en la mente de ambos, Jesús dice a Pedro: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas tú (agapas) con un amor fuerte y fiel, más que todos estos? ". San Pedro ya no quiere compararse a los otros. Ya no puede ni se atreve a asegurar que su amor es fuerte, o que será fiel. De ahí que use un término diferente para amor; al responder, dice simple y humildemente: “Sí, Señor, tú sabes que en mi débil corazón humano existe una profunda afección hacia ti (philo)".

El Señor nota enseguida la omisión de toda referencia a los otros y le pregunta por segunda vez: “Simón, hijo de Juan, ¿Me amas (agapas)? " incluso en esta segunda ocasión, aunque se le invita a hacerlo, Pedro no se decide a repetir la palabra fuerte sugerida por Jesús. Repite simplemente su philo, reafirmando su afecto humano hacia el Señor y sugiriendo que “sólo tú conoces cuán fuerte y fiel podrá ser, ya que sólo tú puedes fortalecerlo". Esto es suficiente para Jesús; es incluso necesario, pues un amor que está muy seguro de sí mismo, fallará con seguridad. El único amor que puede perdurar es el amor que, consciente de su fragilidad humana, busca en Dios su fortaleza. Como dice San Agustín: “Nuestra fortaleza contigo, es verdadera fortaleza; pero fuera de ti, sólo es debilidad".

En su tercera pregunta, Jesús mismo adopta la palabra de Pedro que significa amor (phileis), preguntando: “¿Simón, hijo de Juan, tienes realmente en tu corazón este profundo afecto humano hacia mí? ". Esto apena profundamente a Pedro, el que Jesús pueda realmente dudar de la profundidad de su afecto humano. Fuera Io frágil que fuera, era profundo y auténtico. Por eso dice: “Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que mi amistad es real, aunque sin tu ayuda continuaría siendo débil y humano". Y Jesús queda satisfecho. Confirma a Pedro en su misión de apacentar el rebaño de Cristo, recordándole sin embargo que debe tener siempre presente que son “mis ovejas", aquellas por las que he dado mi vida y hacia las que los pastores deben mostrar la misma tierna compasión que el Buen Pastor.

A cada uno de sus seguidores dirige Jesús la misma pregunta: “¿Me amas? " ¿Quién de entre nosotros se atrevería a replicar con un agapao, la confiada seguridad de que yo amo al Señor, guardo sus mandamientos, que mi amor será siempre fiel? Esta no es la respuesta que él busca, como sabemos por la parábola del Fariseo y el Publicano. El prefiere nuestro philo, la seguridad de que en medio de nuestra fragilidad y a pesar de nuestras caídas, Io seguimos amando con nuestros corazones humanos. Un himno del breviario inglés pide a Dios que guíe “los deseos de nuestro corazón, para amarte a tí, Señor"." Se nos ha dicho que deberíamos “amar al Señor, nuestro Dios, con todo nuestro corazón y toda nuestra mente y toda nuestra alma". ¿Quién de entre nosotros se atrevería a decir que así Io hace, a Io menos en la medida indicada? Sin embargo, esta debe ser nuestra ilusión, este es el deseo que brota eternamente de nuestro pecho humano: amar al Señor nuestro Dios.

Amamos con un corazón humano. Es un amor humano con sus debilidades, que continúa    existiendo junto con el profundo deseo de amar. Es un amor humano con su ceguera, no distinguiendo claramente cuáles son los caminos del Señor. Es un amor humano con sus inclinaciones a buscar al camino fácil y con su prontitud para justificar el camino fácil que hemos escogido.

Sin embargo, podemos decir que de verdad amamos con un corazón humano si nuestro corazón permanece abierto a todo to grande y noble, si sigue manteniendo el deseo de conocer la verdad y de ser fortalecido para obrar el bien.

Cristo, el Hijo de Dios, nos amó con un corazón humano, por su compasión y comprensión de la flaqueza humana, capaz de sentir con nosotros en nuestras debilidades y necesidades humanas. Debilidad y culpabilidad nunca han de ser una razón para no sentirse amado. Esta es la tragedia de Judas, no el que traicionara al Señor, sino el que le faltara la fe en el amor misericordioso, que era mas grande que todas las traiciones, que podía "liberarnos del pecado por medio de su gran amor’’.

En Jesús, el Hijo del Hombre en fin amaba a Dios con su corazón que era verdaderamente humano, por encima de todo egoísmo, aunque no por encima de toda fragilidad. Nos mostró Io que significa dejar que el amor nos eleve hacia la bondad y el amor. Él es nuestro camino, nuestra verdad y nuestra vida. Es El el que “revela totalmente el hombre al propio hornbre".

 

III)       "El que ama a su prójimo, ha cumplido la ley" (Rom. 13,8). Siendo "humanos, benevolentes y compasivos" con los demás, seguimos siendo cristianos y mostrando una verdadera "humanidad". Por eso la Madre Teresa de Calcuta es una figura amada y admirada; es una lección viviente de lo que es la naturaleza humana en su mejor proyección. Naturalmente hay muchos elementos sobreentendidos en ser totalmente humano. "En esa inquietud creadora (del corazón humano) late y palpita Io que es más definitivamente humano, es decir, la busca de la verdad, la sed insaciable de lo bueno, el hambre de libertad, la nostalgia por Io hermoso y la voz de la conciencia" (Redemptor hominis, n. 18). Sin embargo, ahora deseo concentrarme en aquel aspecto de amar a los demás con verdadera compasión. Como respuesta cristiana, tiene su origen en el amor de Dios revelado en Cristo. Y en la capacidad del Espíritu de amor adquiere su fuerza.

"Mirad cómo esos cristianos se aman mutuamente", era el juicio que emitían sobre los miembros de la primitiva Iglesia. A muchos modernos esto les suena como una frase entresacada de una antigua leyenda. "¿Es que soy acaso el guardián de mi hermano?", fue la despreocupada respuesta de Caín a Dios, después de haber asesinado a su hermano Abel. En cierto sentido hay muchos discípulos de Caín entre los que se profesan seguidores de Cristo.

Yo conozco a un hombre que no va a la iglesia. Cree en Cristo; acepta sólo un mandamiento: "Si puedes hacer el bien a los demás, estás obligado a hacerIo". Esto me hace pensar en el texto de San Marcos 12,34. A un hombre con puntos de vista análogos, "Jesús, viendo que había habIado sabiamente, le dijo: Tú no estás lejos del reino de Dios".

Jesús habla mucho de un amor práctico a nuestro prójimo. Dio su "mandamiento nuevo" para que sus seguidores se amaran mutuamente (Jn. 13,34; Cf. Mat. 22,34-40). Dijo que seríamos juzgados según la medida con que diéramos de comer a los hambrientos, de beber a los sedientos y cuidáramos de los desamparados, desnudos y extraños (Mt. 25,31-46). Sus enseñanzas están repetidas en las cartas de San Pablo, San Juan y Santiago.

Sin embargo, ¿cuántos cristianos hay que sitúen su amor práctico at prójimo como el elemento central de su cristianismo, después del amor a Dios? Al interrogarse sobre lo que significa ser católico, a menudo se da esta clase de respuesta: significa ir a misa los domingos, guardar los mandamientos, no practicar el control de la natalidad. Muchos católicos creen que hacer algo en la Iínea de "caridad", es una cosa que está por encima de la estricta obligación.

"El que ama a su prójimo ha cumplido la ley". Muchos "cristianos", si bien se jactan de "cumplir la ley", prefieren no verse involucrados en los problemas de otra gente. En el mundo occidental, tan competitivo, se enseña que cada uno ha de valerse por sí mismo.

Las naciones mantienen su arsenal atómico a punto, para lanzarlo contra otros seres humanos. Los hombres de negocios, avispados y sin entrañas, siempre están dispuestos a hacer sus ganancias de la forma que sea; vividores y tramposos se ceban en los incautos y sencillos. Miembros de las naciones ricas regatean su ayuda a las más pobres, a las que consideran insuficientemente industriosas. No se aplican a sí mismas las palabras de San Agustín: "Da de tus riquezas. ¿Pues de qué riquezas das sino de las suyas...? ¿Qué es Io que posees que no lo hayas recibido? (en Salmo 95,14-15).

El problema es cómo ayudar a nuestro prójimo en este mundo moderno, a veces tan complicado. Esto no ofrece una fácil solución. La respuesta adecuada no la encontrará nunca esa gente que se preguntan por qué han de ser ellos los guardianes de sus hermanos. Tener problemas que resolver no es el mayor problema. Lo que preocupa es que tenemos demasiados cristianos que opinan que resolver dichos problemas no es asunto suyo.

¿Cómo ha sucedido que tengamos tantos cristianos practicantes que no consideran un deber cristiano el mostrar una compasión práctica y una seria preocupación por los pobres y los que sufren? ¿En cuántos hogares los padres cristianos han inculcado con la palabra y el ejemplo a sus hijos el sincero deseo de ayudar a los necesitados y de amar a todos sus hermanos en Cristo? ¿Con cuánta eficacia nuestra catequesis ha enseñado a la gente a creer en el amor y a practicarIo de verdad?

 

  

IV)       La Iglesia: Signo y heraldo del amor de Dios.

“La Iglesia es el sacramento universal de salivación; hace conocer la existencia del misterio del amor de Dios hacia el hombre y Io hace presente entre los hombres" (G. et S. 45).

Todo el que conozca la historia de la Iglesia sabe que es bien cierta esta afirmación. A través de los siglos, la Iglesia ha sido el heraldo del amor de Dios al hombre; ella ha sido de muchas maneras el signo del amor compasivo de Dios, presente entre los pueblos. Sin embargo, esta imagen de la compasión de Cristo en el rostro de la Iglesia no ha estado siempre sin ninguna mancha y como desfigurado; no ha brillado siempre diáfanamente, especialmente cuando se la mira a distancia. Nosotros, que somos la Iglesia, tenemos que examinar nuestra conciencia para ver cómo proyecta en todas las épocas la Iglesia a través nuestro esta imagen.

Para hacer una distinción, que puede ser cuestionable en teoría, pero que es cierta en la realidad, la Iglesia y sus maestros oficiales han aparecido a veces como más interesados en la verdad, que “en poner en práctica la verdad en el amor".

La llamada preocupación por la verdad parecía excluir la verdadera caridad humana y cristiana. Podemos recordar la inquisición, la quema de herejes y las recriminaciones de la época pre-ecuménica para concluir cuán cierto es todo esto. Existen medios modernos de insistir sobre la verdad que al parecer excluyen la compasión y el amor. La verdad tendría que ayudar a amar. ¿Pero es que alguien puede abarcar toda la verdad?  ¿Y cuántas veces Io que vienen a Ilamar insistencia por la verdad no ha destruido en realidad la caridad cristiana? Es muy fácil aparecer despreocupados por las personas al “preocuparse por la verdad”.

Hasta el momento actual esto parece cierto en cualquier época de la Iglesia, hasta el punto que parece haber fallado ésta en su misión de ser el sacramento del amor de Dios, tan compasivo y bondadoso. A este respecto algunos fallos son inevitables, pues ciertos adultos son como chiquillos que consideran toda imposición disciplinaria como ausencia de amor. El amor verdadero es exigente. Pero sus exigencias serán aceptadas en la medida en que son consideradas como exigencias de amor. La Iglesia tiene que predicar la verdad; pero la verdad primordial del amor de Dios hacia el hombre debe ser predicada más solemnemente que todo Io demás. Cuando pensamos en las realidades de nuestras vidas, sobre Dios y su voluntad en el mundo, por encima de todo “estamos en la presencia de un gran corazón" (Cardenal Wojtyla):

En la medida en que la lglesia hace presente el misterio del amor de Dios hacia el hombre, nos coloca delante de la presencia del Cristo de los Evangelios.

“Cuando estaba a la mesa en casa de Mateo, vinieron muchos publicanos y pecadores y estaban en la mesa con Jesús y sus discípulos. AI verlo los fariseos, decían a los discípulos: ¿Por qué come vuestro maestro con los publicanos y pecadores? Más él, aI oírlo, dijo: No necesitan médico los que están fuertes, sino los que están mal. Id, pues, a aprender to que significa aquello de: Misericordia quiero, que no sacrificio. Porque he venido no a llamar a justos, sino a pecadores" (Mt. 9,10—13).

La verdad básica que la Iglesia tiene que proclamar es que Jesús ama a los pecadores, a los publicamos, a los divorciados y a la gente que practica el control de nacimientos. Solamente Él puede liberarlos del pecado con la fuerza de su gran amor.

La Iglesia proclama el amor de Cristo a cada hombre, a cada mujer, sea cual sea su situación, sea cual sea su modo de obrar. No puede aprobar todas las situaciones o todas las conductas. Debe afirmar constantemente ciertos valores, como la fidelidad en el matrimonio, su visión del plan de Dios en relación con el sexo y con la vida humana. Sin embargo, no califica de “pecadores" a todos los que no viven de acuerdo con estos valores o se encuentran en situaciones que no puede aprobar. Como Cristo ama a cada persona humana, así Io hace ella; y se esfuerza en amar con la "humanidad" que Cristo le mostró. Sabe que, en respuesta al amor de Dios, cada hombre y cada mujer deben “amar con amor humano", humano en su deseo de amar, pero humano también por sus debilidades y cogido en los complicados engranajes de su situación humana. Como ha afirmado un documento oficial de la Iglesia:

“Las peculiares circunstancias que rodean a un acto objetivamente malo, aunque no pueden hacerlo objetivamente virtuoso, pueden en cambio disminuir su gravedad, la culpa o hacerlo subjetivamente defendible. En un último análisis la conciencia es inviolable, y nadie puede ser forzado a obrar contra su conciencia, como atestigua la constante tradición de la Iglesia" (Sgda. Cong. para el Clero. Documento en el "caso de Washington" 1970).

Tal vez la Iglesia haría bien en predicar desde encima de los tejados Io que ha afirmado en secreto. Pero aquí también hay verdades que forman parte del mensaje del amor de Dios al hombre. Algunas autoridades tienen miedo de que, si proclamamos estas verdades, podría aparecer que establecemos normas dobles, o aprobamos ciertas situaciones éticas. Naturalmente no se trata de esto. Pero la Iglesia debe mostrar que, como su Señor y Maestro, también ella ama con un corazón humano, o sea amable, compasivo, y Ileno de comprensión para con la flaqueza humana.

“Si por un Iado es una excelente manifestación de caridad con las almas no omitir nada de la doctrina salvífica de Cristo, por otro Iado esto tiene que compaginarse con la tolerancia y la caridad. El Señor mismo en su conversación y contactos con los hombres, nos ha dejado un ejemplo de esto. Pues cuando vino no para juzgar sino para salvar al mundo, ¿no fue acerbamente severo con el pecado, pero paciente y lleno de misericordia con los pecadores? Por Io tanto, los esposos y esposas cuando estén profundamente acongojados por las dificultades de su vida, tienen que encontrar, grabado en el corazón de sus sacerdotes, una voz y un amor semejantes a los del Redentor". Escuchamos aquí “la voz y el amor del Redentor" que nos viene como un eco de la voz oficial de la Iglesia, (de hecho, es la voz misma del Papa Pablo VI en Humanae Vitae n. 29). La voz insistente que es amor al hombre, no un fanatismo por la verdad abstracta, lo que le urge a proclamar el pleno mensaje de Cristo que revela nuestra humanidad total. Al mismo tiempo, el amor aporta tolerancia y pleno reconocimiento de la fragilidad humana.

Con esta tolerancia las Conferencias Episcopales han reconocido que hay grados de "crecimiento espiritual (en los que) el penitente puede sentirse incapaz de aceptar esta doctrina (de la Iglesia) de un modo total y en la práctica" (Conferencia Episcopal de Australia, septiembre de 1974). "Tales personas pueden estar libres de culpabilidad; ciertamente, no se habrían alejado de la Iglesia; y actuando de acuerdo a su conciencia pueden estar sin falta objetiva" (ib). Esto es un eco de Io que la Sagrada Congregación para el Clero dijo en 1971: "El consejero... no debe presumir demasiado rápidamente... un rechazo deliberado de los amorosos mandatos de Dios, en el caso de una persona que honestamente trata de mantener una buena vida cristiana".

He aquí la voz de Io que en un artículo posterior el Padre Kane llama "una Iglesia que afirma": una Iglesia que obviamente habla con “la voz y el amor del Redentor". Ella asegura que, en medio de la humana fragilidad y sinceridad, Dios contempla "el deseo de nuestro corazón de amar al Señor" y con esto queda satisfecho. Porque El sabe que, Ilegado el momento, puede” limpiarnos de pecado por la fuerza de su gran amor" y conseguir que vivamos con una respuesta más perfecta a su amor.

 

V)        Aquí tenemos los elementos de una respuesta a la pregunta enunciada previamente, referente a la anomalía de “los convencidos católicos practicantes" que muestran tan poco interés práctico por las necesidades de los otros. Recordamos Io que San Juan escribía en su primera carta: “Mirad que amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios... En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único, para que vivamos por medio de EI: ... Queridos, si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros" (I Jn. 3,1;4,9;4,11).

El cristiano es más que uno que “obra bien"; no se limita simplemente a ser fiel a un mandamiento de ser caritativo con los demás. No es primeramente una persona que ha aprendido a creer “en todas las verdades que Dios ha enseñado y que la Iglesia propone". Por encima de todo, es uno que “ha aprendido a creer en el amor que Dios tiene por nosotros" (I Jn. 4,16). Cuando va a la Iglesia los domingos, va no cumpliendo a desgana una ley, sino que va con gozo a celebrar junto con otros que creen en el amor de Dios las maravillas de ese amor que se nos ha dado. Tiene que reflexionar en el significado del amor de Dios que ha sido dado a los demás.

Era en los días en que la comunidad cristiana vibraba realmente con la convicción de que "Dios nos ama tanto" que los otros dirían: “Mirad cómo se aman los cristianos". Los dos amores corrían paralelos: amor a Dios y amor a los demás. Cristo había dicho: "Si me amas, guardarás mis mandamientos" (Jn. 14,15). Y San Pablo declara: “Todos los mandamientos: No adulterarás, no matarás, no robarás, no codiciarás y todos los demás preceptos, se resumen en esta fórmula: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. La caridad no hace mal al prójimo. La caridad es por tanto la ley en su plenitud” (Rom. 13,9—10).

Este aspecto de la visión cristiana fue expresado por la Madre Teresa de Calcuta, en diciembre de 1979, en el momento de recibir el premio Nobel de la Paz: “Nuestros pobres son personas importantes, que se hacen amar. No necesitan nuestra compasión y simpatía, Io que necesitan es nuestro amor comprensivo y necesitan nuestro respeto. Necesitamos decir a los pobres que para nosotros son algo importante; que ellos, también, han sido creados por la misma amorosa mano de Dios, para amar y ser amados”.

AI descubrir que las otras personas son dignas de amor, descubrimos nuestra propia “humanidad".

Amamos con un corazón humano. Y porque es humano es limitado, con necesidad de ser guiado e iluminado. En su ansia de libertad, puede pensar que sería más humano rechazar las "imposiciones y limitaciones" de la religión. La gente que opina de este modo se olvida de recordar de que todos obedecemos. Todos tenemos que conformarnos a ciertas normas. Del acierto de escoger a quién obedecemos depende la posibilidad de la verdadera libertad. Podemos obedecer a los dictados del principio del placer, de buscarnos a nosotros mismos, del materialismo, y entonces caemos en la esclavitud de las dictaduras del mundo y de nuestra época. Cristo vino para revelar la verdadera humanidad del hombre, su verdadera libertad:” Yo caminaré por la senda de la libertad, puesto que busco tus preceptos” (Salmo 119,45).

La voluntad del Dios que nos ha creado tiene que ser necesariamente liberadora y humanizante. Sin embargo, no es éste el mensaje difundido por el mundo, un mensaje consignado al principio de la Biblia, cuando fue declarado por Satanás que el hombre no moriría si se decidiera por la desobediencia a su Creador. El mensaje sigue siendo repetido hoy día: No morirás si desobedeces, si tomas drogas, si dejas de valorar la fidelidad, la honestidad, la justicia; no morirás si satisfaces todas tus tendencias al placer. Lo cierto es precisamente Io contrario, algo morirá dentro de ti y serás menos humano. Serás menos feliz (aunque te parezca que gozas de más placer), te sentirás menos realizado, aun cuando seas más induIgente contigo mismo.

En muchos aspectos, los cristianos, al igual que Cristo, serán inevitablemente “un signo de contradicción” (Lc. 2,34). No nos proponemos por principio contradecir lo que otros dicen o hacen. Pero nuestra afirmación de los valores cristianos y humanos es un signo de la gran contradicción de los valores tal como son predicados por el mundo en la faz del mundo. El mensaje cristiano tiene que recalcar que mucho de lo que este mundo tan centrado en sí mismo afirma, está en contradicción con los valores cristianos, los verdaderos valores humanos: la negación del valor de la vida, de la fidelidad, de la dignidad de la persona humana, de la primacía de Io espiritual...

A causa de estas contradicciones, necesitamos mirar cuidadosamente a Cristo, para entender cómo Cristo el Redentor revela totalmente las maneras como estamos convocados a vivir y amar con un corazón humano.

“La Iglesia parece hacer profesión de la misericordia de Dios de una manera muy especial, y de venerarla, cuando se dirige al Corazón de Cristo. En realidad, es precisamente este acercarse a Cristo en el misterio de su Corazón que nos permite detenernos en este punto, —un punto en el sentido céntrico y muy accesible en eI nivel humano—, de la revelación del amor misericordioso del Padre, una revelación que constituyó el contenido central de la misión mesiánica del Hijo del Hombre.

El Concilio Vaticano II habló repetidas veces de la necesidad de hacer el mundo más humano y dice que la realización de esta tarea es precisamente la misión de la Iglesia en el mundo moderno. La sociedad puede volverse más humana solamente si introducimos dentro de las múltiples facetas de las relaciones interpersonales y sociales, no solamente la justicia, sino también el “amor misericordioso", que constituye el mensaje mesiánico del Evangelio” (Juan Pablo II, Dives in Misericordia, 1980).

 

 

 

 

 

 











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