Carta del Papa Francisco a E. Scalfari, no creyente: Podemos "quizás, comenzar a hacer una parte del camino juntos".
El diario La Repubblica, edita hoy
(11-09-2013) una carta que el papa Francisco ha enviado a su fundador,
Eugenio Scalfari, sobre fe, laicidad, vida eterna, misericordia de Dios, y
otros temas de gran importancia para quien cree y para quien no. En dos
artículos publicados el 7 de julio y el 7 de agosto pasados, Scalfari había
lanzado previamente 8 preguntas sobre Dios, la fe y la salvación al Pontífice
en relación con la Encíclica Lumen Fidei (La luz de
la fe).
El papa Francisco responde a las principales preguntas invitándo a Scálfari
a “hacer un trecho de camino juntos” superando clichés de oscurantismo y
abatiendo muros de incomunicabilidad.
Eugenio Scálfari, 89 años, es un periodista y escritor italiano, fundador
del diario La Repubblica, que cambió el estilo de hacer periodismo. Sus
artículos dieron inicio a batallas ideológico-culturales, como los que
llevaron al referendum sobre el aborto y el divorcio en los años 70. Su
inspiración política es de matriz liberal social y declara que es “no
creyente y no busca a Dios", aunque “estoy desde hace muchos años
interesado y fascinado por la predicación de Jesús de Nazaret, hijo de María
y José, hebreo de la estirpe de David" (La Repubblica, 7 de julio y 7 de
agosto).
En 1996 se retiró de la dirección de su periódico, pero es editorialista de
la edición dominical.
Muy apreciadío doctor Scalfari:
Es con profunda cordialidad que al menos a grandes líneas quisiera tratar de
responder a la carta que, desde las páginas de La Republica, se ha querido
dirigir a mí el 7 de julio con una serie de reflexiones personales, que
luego ha enriquecido en las páginas del mismo diario el 7 de agosto. Le
agradezco, en primer lugar, por la atención con la que leyó la encíclica
Lumen Fidei (La Luz de la Fe). La cual en la intención de mi amado predecesor, Benedicto XVI,
que la concibió y escribió gran parte, y la que con gratitud, heredé, se
dirige no solo a confirmar en la fe en Jesucristo a aquellos que en aquella
ya se reconocen, sino también para despertar un diálogo sincero y riguroso
con los que, como Usted, se define "un no creyente por muchos años,
interesado y fascinado por la predicación de Jesús de Nazaret".
Por lo tanto, creo que es muy positivo, no solo para nosotros
individualmente, sino también para la sociedad en la que vivimos, detenernos
para dialogar de algo tan importante como es la fe, que se refiere a la
predicación y a la figura de Jesús. Creo que hay, en particular, dos
circunstancias que hacen que este diálogo sea hoy sea un deber y algo
valioso.
Como se sabe, uno de los principales objetivos del Concilio Vaticano II,
querido por el papa Juan XXIII y por el ministerio de los papas, es la
sensibilidad y contribución que cada uno desde entonces hasta ahora ha dado
según el patrón establecido por el Concilio. La primera de las
circunstancias --como se recuerda en las páginas iniciales de la Encíclica--
deriva del hecho que a lo largo de los siglos de la modernidad, se produjo
una paradoja: la fe cristiana, cuya novedad e incidencia sobre la vida del
hombre desde el principio han sido expresados precisamente a través del
símbolo de la luz, a menudo ha sido calificada como la oscuridad de la
superstición que se opone a la luz de la razón. Así entre la Iglesia y la
cultura de inspiración cristiana, por una parte, y la cultura moderna de
carácter iluminista, por la otra, se ha llegado a la incomunicación. Ahora
ha llegado el momento, y el Vaticano II ha inaugurado justamente la
estación, de un diálogo abierto y sin prejuicios que vuelva a abrir las
puertas para un serio y fructífero encuentro.
La segunda circunstancia, para quien busca ser fiel al don de seguir a Jesús
en la luz de la fe, viene del hecho de que este diálogo no es un accesorio
secundario de la existencia del creyente: es en cambio una expresión íntima
e indispensable. Permítame citarle una afirmación en mi opinión muy
importante de la Encíclica: visto que la verdad testimoniada por la fe es
aquella del amor –subraya-- «está claro que la fe no es intransigente, sino
que crece en la convivencia que respeta al otro. El creyente no es
arrogante; por el contrario, la verdad lo hace humilde, consciente de que,
más que poseerla nosotros, es ella la que nos abraza y nos posee. Lejos de
ponernos rígidos, la seguridad de la fe nos pone en camino, y hace posible
el testimonio y el diálogo con todos» ( n. 34 ). Este es el espíritu que
anima las palabras que le escribo.
La fe, para mí, nace de un encuentro con Jesús. Un encuentro personal, que
ha tocado mi corazón y ha dado una dirección y un nuevo sentido a mi
existencia. Pero al mismo tiempo es un encuentro que fue posible gracias a
la comunidad de fe en la que viví y gracias a la cual encontré el acceso a
la sabiduría de la Sagrada Escritura, a la vida nueva que como agua brota de
Jesús a través de los sacramentos, de la fraternidad con todos y del
servicio a los pobres, imagen verdadera del Señor.
Sin la Iglesia –créame--, no habría sido capaz de encontrar a Jesús , mismo
siendo consciente de que el inmenso don que es la fe se conserva en las
frágiles odres de barro de nuestra humanidad. Y es aquí precisamente, a
partir de esta experiencia personal de fe vivida en la Iglesia, que me
siento cómodo al escuchar sus preguntas y en buscar, junto con Usted, el
camino a través del cual podamos, quizás, comenzar a hacer una parte del
camino juntos.
Perdóneme si no sigo paso a paso los argumentos propuestos por usted en el
editorial del 7 de julio. A mí me parece más fructífero --o por lo menos es
más agradable para mí-- ir de una determinada manera al corazón de sus
consideraciones. No entro ni siquiera en el modo de exposición seguida por
la Encíclica, en la que Usted advierte la falta de una sección dedicada
específicamente a la experiencia histórica de Jesús de Nazaret.
Observo únicamente, para empezar, que un análisis de este tipo no es
secundario. Se trata de hecho, siguiendo después la lógica que guía el
desarrollo de la encíclica, de centrar la atención sobre el significado de
lo que Jesús dijo e hizo, y así, en última instancia, de lo que Jesús fue y
es para nosotros. Las cartas de Pablo y el evangelio de Juan, a los que se
hace especial referencia en la Encíclica, se construyen, de hecho, en el
sólido fundamento del ministerio mesiánico de Jesús de Nazaret, que llegan a
su auge resolutivo en la pascua de muerte y resurrección. Así es que, es
necesario confrontarse con Jesús, diría yo, en la realidad y la rudeza de su
historia, así como se nos relata sobre todo en el Evangelio más antiguo, el
de Marcos.
Observamos entonces que el «escándalo» que la palabra y la práctica de Jesús
causan alrededor de él, derivan de su extraordinaria «autoridad»: una
palabra, esta, atestiguada desde el Evangelio de Marcos, pero que no es
fácil reportar bien en italiano. La palabra griega es «exousia», que
literalmente se refiere a lo que «viene del ser», de lo que es. No se trata
de algo externo o forzado, sino de algo que emana de su interior y que se
impone por sí mismo. Jesús realmente golpea, confunde, innova --como él
mismo dice-- a partir de su relación con Dios, llamado familiarmente Abbà,
lo que le da a esta «autoridad» para que él la emplee a favor de los
hombres.
Así, Jesús predica «como quien tiene autoridad», cura, llama a sus
discípulos a seguirle, perdona... cosas todas que en el Antiguo Testamento,
son de Dios y solo de Dios. La pregunta que más retorna en el Evangelio de
Marcos es: «¿Quién es este que ...?» , y que tiene que ver con la identidad
de Jesús, nace de la constatación de una autoridad diferente a la del mundo,
una autoridad que no tiene la intención de ejercer el poder sobre los demás,
sino para servir , para darles la libertad y la plenitud de la vida. Y esto
al punto de jugarse la propia vida, hasta experimentar la incomprensión, la
traición, el rechazo; hasta ser condenado a muerte, hasta caer en el estado
de abandono sobre la cruz.
Pero Jesús se mantuvo fiel a Dios hasta el final. Y es precisamente entonces
--como exclama el centurión romano al pie de la cruz, en el Evangelio de
Marcos--, cuando Jesús se muestra, paradójicamente, ¡como el Hijo de Dios!
Hijo de un Dios que es amor y que quiere, con todo su ser, que el hombre,
cada hombre, se descubra y viva también él como su verdadero hijo. Esto,
para la fe cristiana, está certificado por el hecho de que Jesús ha
resucitado: no para demostrar el triunfo sobre aquellos que lo han
rechazado, sino para dar fe de que el amor de Dios es más fuerte que la
muerte, que el perdón de Dios es más fuerte que todo pecado , y que vale la
pena emplear la propia vida, hasta el final, para dar testimonio de este
gran regalo.
La fe cristiana cree que esto: que Jesús es el Hijo de Dios que vino a
dar su vida para abrir a todos el camino del amor. Por lo tanto tiene razón,
querido doctor Scalfari , cuando ve en la encarnación del Hijo de Dios la
piedra angular de la fe cristiana. Tertuliano escribía: «caro cardo
salutis», la carne (de Cristo) es la base de la salvación. Porque la
encarnación, es decir, el hecho de que el Hijo de Dios haya venido en
nuestra carne y haya compartido alegrías y tristezas, triunfos y derrotas de
nuestra existencia, hasta el grito de la cruz, experimentando todo en el
amor y en la fidelidad al Abbà, testimonia el increíble amor que Dios tiene
respecto a cada hombre, el valor inestimable que le reconoce. Cada uno de
nosotros, por lo tanto, está llamado a hacer suya la mirada y la elección
del amor de Jesús, para entrar en su manera de ser, de pensar y de actuar.
Esta es la fe, con todas las expresiones que se describen puntualmente en la
Encíclica.
Siempre en el editorial del 7 de julio, Usted me pregunta también cómo
entender la originalidad de la fe cristiana, ya que esta se basa
precisamente en la encarnación del Hijo de Dios, en comparación con otras
creencias que giran en trono a la absoluta trascendencia de Dios. La
originalidad, diría yo, radica en el hecho de que la fe nos hace partícipes,
en Jesús, en la relación que Él tiene con Dios, que es Abbà y, de este modo,
en la la relación que Él tiene con todos los demás hombres, incluidos los
enemigos, en signo del amor.
En otras palabras, la filiación de Jesús, como ella se presenta a la fe
cristiana, no se reveló para marcar una separación insuperable entre Jesús y
todos los demás: sino para decirnos que , en Él, todos estamos llamados a
ser hijos del único Padre y hermanos entre nosotros. La singularidad de
Jesús es para la comunicación, y no para la exclusión. Por cierto, de
aquello se deduce también --y no es poca cosa--, aquella distinción entre la
esfera religiosa y la esfera política, que está consagrado en el «dar a Dios
lo que es de Dios y al César lo que es del César», afirmada claramente por
Jesús y en la que, con gran trabajo, se ha construido la historia de
Occidente.
La Iglesia, por lo tanto, está llamada a diseminar la levadura y la sal del
Evangelio, y por lo tanto, el amor y la misericordia de Dios que llega a
todos los hombres, apuntando a la meta ultraterrena y definitiva de nuestro
destino, mientras que a la sociedad civil y política le toca la difícil
tarea de articular y encarnar en la justicia y en la solidaridad, en el
derecho y en la paz, una vida cada vez más humana. Para los que viven la fe
cristiana, eso no significa escapar del mundo o de la investigación de
cualquier hegemonía , pero al servicio de la humanidad, a todo el hombre y a
todos los hombres, a partir de la periferia de la historia y suscitando el
sentido de la esperanza que impulsa a hacer el bien a pesar de todo y
mirando siempre más allá.
Usted me pregunta también, al término de su primer artículo, qué debemos
decirle a nuestros hermanos judíos sobre la promesa hecha a ellos por Dios:
¿acaso quedó en el vacío? Es esta –créame-- una pregunta que nos desafía
radicalmente, como cristianos, ya que con la ayuda de Dios, especialmente a
partir del Concilio Vaticano II, hemos descubierto que el pueblo judío sigue
siendo para nosotros, la raíz santa de la que germinó Jesús. También yo, en
la amistad que he cultivado a lo largo de todos estos años con nuestros
hermanos judíos, en Argentina, muchas veces me cuestioné ante Dios en la
oración, sobre todo cuando la mente se iba al recuerdo de la terrible
experiencia de la Shoah. Lo que puedo decirle, con el apóstol Pablo, es que
nunca ha fallado la fidelidad de Dios a su alianza con Israel y que, a
través de las pruebas terribles de estos siglos, los judíos han conservado
su fe en Dios. Y por esto, con ellos nunca seremos lo suficientemente
agradecidos Enviarcomo Iglesia, sino también como humanidad. Ellos
justamente perseverando en la fe en el Dios de la alianza los invitan a
todos, también a nosotros cristianos, al estar siempre a la espera, como los
peregrinos, del regreso del Señor y que por lo tanto, siempre debemos estar
abiertos a Él y nunca cerrarnos ante lo que ya hemos alcanzado.
Llego así a las tres preguntas que me pone en el artículo del 7 de agosto.
Me parece que, en los dos primeros, lo que le su corazón quiere es entender
la actitud de la Iglesia hacia los que no comparten la fe de Jesús.
En primer lugar, me pregunta si el Dios de los cristianos perdona a los que
no creen y no buscan la fe. Teniendo en cuenta que --y es la clave-- la
misericordia de Dios no tiene límites si nos dirigimos a Él con un corazón
sincero y contrito, la cuestión para quienes no creen en Dios es la de
obedecer a su propia conciencia. El pecado, aún para los que no tienen fe,
existe cuando se va contra la conciencia. Escuchar y obedecerla significa de
hecho, decidir ante lo que se percibe como bueno o como malo. Y en esta
decisión se juega la bondad o la maldad de nuestras acciones.
En segundo lugar, Ud. me pregunta si el pensamiento según el cual no existe
ningún absoluto, y por lo tanto ninguna verdad absoluta, sino solo una serie
de verdades relativas y subjetivas, se trate de un error o de un pecado.
Para empezar, yo no hablaría, ni siquiera para quien cree, de una verdad
«absoluta», en el sentido de que absoluto es aquello que está desatado, es
decir, que sin ningún tipo de relación. Ahora, la verdad, según la fe
cristiana, es el amor de Dios hacia nosotros en Cristo Jesús. Por lo tanto,
¡la verdad es una relación! A tal punto que cada uno de nosotros la toma, la
verdad, y la expresa a partir de sí mismo: de su historia y cultura, de la
situación en la que vive, etc. Esto no quiere decir que la verdad es
subjetiva y variable, ni mucho menos. Pero sí significa que se nos da
siempre y únicamente como un camino y una vida. ¿No lo dijo acaso el mismo
Jesús: «Yo soy el camino, la verdad y la vida»? En otras palabras, la verdad
es en definitiva todo un uno con el amor, requiere la humildad y la apertura
para ser encontrada, acogida y expresada. Por lo tanto, hay que entender
bien las condiciones y, quizás, para salir de los confines de una
contraposición... absoluta, replantear en profundidad el tema. Creo que esto
es hoy una necesidad imperiosa para entablar aquel diálogo pacífico y
constructivo que deseaba desde el comienzo de esta mi opinión.
En la última pregunta me interroga si, con la desaparición del hombre sobre
la tierra, desaparecerá también el pensamiento capaz de pensar en Dios. Es
verdad, la grandeza del hombre está en ser capaz de pensar en Dios. Y por lo
tanto, en el poder vivir una relación consciente y responsable con Él.
Pero la relación es entre dos realidades. Dios --este es mi pensamiento y
esta es mi experiencia, ¡y cuántos, ayer y hoy lo comparten!--, no es una
idea, aunque sea un alto fruto del resultado del pensamiento del hombre.
Dios es una realidad con la «R» mayúscula. Jesús lo revela --y tiene una
relación viva con Él--, como un Padre de infinita bondad y misericordia.
Dios no depende, por lo tanto, de nuestra forma de pensar. Y de otro lado,
mismo cuanto terminará la vida del hombre sobre la tierra – y para la fe
cristiana de todos modos, este mundo así como lo conocemos está destinado a
tener un fin-- el hombre no acabará de existir, y en una manera que nosotros
no sabemos, tampoco el universo que fue creado con él. La Escritura habla de
«cielos nuevos y tierra nueva» y afirma que, al final, en el dónde y en el
cuándo, que está más allá de nosotros, pero hacia el cual, en la fe tendemos
con deseo y espera, Dios será «todo en todos».
Estimado doctor Scalfari, concluyo así mis reflexiones, suscitadas por lo
que ha querido decirme y preguntarme. Acójalas como una respuesta tentativa
y provisional, pero sincera y confiada, con la invitación que le hice de
andar una parte del camino juntos. La Iglesia, créame, a pesar de todos los
retrasos, infidelidades, errores y pecados que haya cometido y todavía pueda
cometer en los que la componen, no tiene otro sentido ni propósito que no
sea vivir y dar testimonio de Jesús: Él que fue enviado por el Abbà «para
anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la
liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a
los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor» (Lc. 4, 18-19).
Con fraternal cercanía,
Francesco