¿Cómo hablar de Dios hoy? (Benedicto XVI)
Queridos hermanos y hermanas:
La cuestión central que nos planteamos hoy es la siguiente: ¿cómo hablar de
Dios en nuestro tiempo? ¿Cómo comunicar el Evangelio para abrir caminos a su
verdad salvífica en los corazones frecuentemente cerrados de nuestros
contemporáneos y en sus mentes a veces distraídas por los muchos
resplandores de la sociedad? Jesús mismo, dicen los evangelistas, al
anunciar el Reino de Dios se interrogó sobre ello: «¿Con qué podemos
comparar el Reino de Dios? ¿Qué parábola usaremos?» (Mc 4, 30). ¿Cómo hablar
de Dios hoy? La primera respuesta es que nosotros podemos hablar de Dios
porque Él ha hablado con nosotros.
La primera condición del hablar con Dios es, por lo tanto, la escucha de
cuanto ha dicho Dios mismo. ¡Dios ha hablado con nosotros! Así que Dios no
es una hipótesis lejana sobre el origen del mundo; no es una inteligencia
matemática muy apartada de nosotros. Dios se interesa por nosotros, nos ama,
ha entrado personalmente en la realidad de nuestra historia, se ha
auto-comunicado hasta encarnarse. Dios es una realidad de nuestra vida; es
tan grande que también tiene tiempo para nosotros, se ocupa de nosotros. En
Jesús de Nazaret encontramos el rostro de Dios, que ha bajado de su Cielo
para sumergirse en el mundo de los hombres, en nuestro mundo, y enseñar el
«arte de vivir», el camino de la felicidad; para liberarnos del pecado y
hacernos hijos de Dios (cf. Ef 1, 5; Rm 8, 14). Jesús ha venido para
salvarnos y mostrarnos la vida buena del Evangelio.
Hablar de Dios quiere decir, ante todo, tener bien claro lo que debemos
llevar a los hombres y a las mujeres de nuestro tiempo: no un Dios
abstracto, una hipótesis, sino un Dios concreto, un Dios que existe, que ha
entrado en la historia y está presente en la historia; el Dios de Jesucristo
como respuesta a la pregunta fundamental del por qué y del cómo vivir. Por
esto, hablar de Dios requiere una familiaridad con Jesús y su Evangelio;
supone nuestro conocimiento personal y real de Dios y una fuerte pasión por
su proyecto de salvación, sin ceder a la tentación del éxito, sino siguiendo
el método de Dios mismo. El método de Dios es el de la humildad —Dios se
hace uno de nosotros—, es el método realizado en la Encarnación en la
sencilla casa de Nazaret y en la gruta de Belén, el de la parábola del
granito de mostaza. Es necesario no temer la humildad de los pequeños pasos
y confiar en la levadura que penetra en la masa y lentamente la hace crecer
(cf. Mt 13, 33).
Al hablar de Dios, en la obra de evangelización, bajo la guía del Espíritu
Santo, es necesario una recuperación de sencillez, un retorno a lo esencial
del anuncio: la Buena Nueva de un Dios que es real y concreto, un Dios que
se interesa por nosotros, un Dios-Amor que se hace cercano a nosotros en
Jesucristo hasta la Cruz y que en la Resurrección nos da la esperanza y nos
abre a una vida que no tiene fin, la vida eterna, la vida verdadera. Ese
excepcional comunicador que fue el apóstol Pablo nos brinda una lección,
orientada justo al centro de la fe, sobre la cuestión de «cómo hablar de
Dios» con gran sencillez. En la Primera Carta a los Corintios escribe:
«Cuando vine a vosotros a anunciaros el misterio de Dios, no lo hice con
sublime elocuencia o sabiduría, pues nunca entre vosotros me precié de saber
cosa alguna, sino a Jesucristo, y éste crucificado» (2, 1-2).
Por lo tanto, la primera realidad es que Pablo no habla de una filosofía que
él ha desarrollado, no habla de ideas que ha encontrado o inventado, sino
que habla de una realidad de su vida, habla del Dios que ha entrado en su
vida, habla de un Dios real que vive, que ha hablado con él y que hablará
con nosotros, habla del Cristo crucificado y resucitado. La segunda realidad
es que Pablo no se busca a sí mismo, no quiere crearse un grupo de
admiradores, no quiere entrar en la historia como cabeza de una escuela de
grandes conocimientos, no se busca a sí mismo, sino que san Pablo anuncia a
Cristo y quiere ganar a las personas para el Dios verdadero y real. Pablo
habla sólo con el deseo de querer predicar aquello que ha entrado en su vida
y que es la verdadera vida, que le ha conquistado en el camino de Damasco.
Así que hablar de Dios quiere decir dar espacio a Aquel que nos lo da a
conocer, que nos revela su rostro de amor; quiere decir expropiar el propio
yo ofreciéndolo a Cristo, sabiendo que no somos nosotros los que podemos
ganar a los otros para Dios, sino que debemos esperarlos de Dios mismo,
invocarlos de Él. Hablar de Dios nace, por ello, de la escucha, de nuestro
conocimiento de Dios que se realiza en la familiaridad con Él, en la vida de
oración y según los Mandamientos.
Comunicar la fe, para san Pablo, no significa llevarse a sí mismo, sino
decir abierta y públicamente lo que ha visto y oído en el encuentro con
Cristo, lo que ha experimentado en su existencia ya transformada por ese
encuentro: es llevar a ese Jesús que siente presente en sí y se ha
convertido en la verdadera orientación de su vida, para que todos comprendan
que Él es necesario para el mundo y decisivo para la libertad de cada
hombre.
El Apóstol no se conforma con proclamar palabras, sino que involucra toda su
existencia en la gran obra de la fe. Para hablar de Dios es necesario darle
espacio, en la confianza de que es Él quien actúa en nuestra debilidad:
hacerle espacio sin miedo, con sencillez y alegría, en la convicción
profunda de que cuánto más le situemos a Él en el centro, y no a nosotros,
más fructífera será nuestra comunicación. Y esto vale también para las
comunidades cristianas: están llamadas a mostrar la acción transformadora de
la gracia de Dios, superando individualismos, cerrazones, egoísmos,
indiferencia, y viviendo el amor de Dios en las relaciones cotidianas.
Preguntémonos si de verdad nuestras comunidades son así. Debemos ponernos en
marcha para llegar a ser siempre y realmente así: anunciadores de Cristo y
no de nosotros mismos.
En este punto debemos preguntarnos cómo comunicaba Jesús mismo. Jesús en su
unicidad habla de su Padre —Abbà— y del Reino de Dios, con la mirada llena
de compasión por los malestares y las dificultades de la existencia humana.
Habla con gran realismo, y diría que lo esencial del anuncio de Jesús es que
hace transparente el mundo y que nuestra vida vale para Dios. Jesús muestra
que en el mundo y en la creación se transparenta el rostro de Dios y nos
muestra cómo Dios está presente en las historias cotidianas de nuestra vida.
Tanto en las parábolas de la naturaleza —el grano de mostaza, el campo con
distintas semillas— o en nuestra vida —pensemos en la parábola del hijo
pródigo, de Lázaro y otras parábolas de Jesús—. Por los Evangelios vemos
cómo Jesús se interesa en cada situación humana que encuentra, se sumerge en
la realidad de los hombres y de las mujeres de su tiempo con plena confianza
en la ayuda del Padre. Y que realmente en esta historia, escondidamente,
Dios está presente y si estamos atentos podemos encontrarle.
Y los discípulos, que viven con Jesús, las multitudes que le encuentran, ven
su reacción ante los problemas más dispares, ven cómo habla, cómo se
comporta; ven en Él la acción del Espíritu Santo, la acción de Dios. En Él
anuncio y vida se entrelazan: Jesús actúa y enseña, partiendo siempre de una
íntima relación con Dios Padre. Este estilo es una indicación esencial para
nosotros, cristianos: nuestro modo de vivir en la fe y en la caridad se
convierte en un hablar de Dios en el hoy, porque muestra, con una existencia
vivida en Cristo, la credibilidad, el realismo de aquello que decimos con
las palabras; que no se trata sólo de palabras, sino que muestran la
realidad, la verdadera realidad. Al respecto debemos estar atentos para
percibir los signos de los tiempos en nuestra época, o sea, para identificar
las potencialidades, los deseos, los obstáculos que se encuentran en la
cultura actual, en particular el deseo de autenticidad, el anhelo de
trascendencia, la sensibilidad por la protección de la creación, y comunicar
sin temor la respuesta que ofrece la fe en Dios. El Año de la fe es ocasión
para descubrir, con la fantasía animada por el Espíritu Santo, nuevos
itinerarios a nivel personal y comunitario, a fin de que en cada lugar la
fuerza del Evangelio sea sabiduría de vida y orientación de la existencia.
También en nuestro tiempo un lugar privilegiado para hablar de Dios es la
familia, la primera escuela para comunicar la fe a las nuevas generaciones.
El Concilio Vaticano II habla de los padres como los primeros mensajeros de
Dios (cf. Lumen gentium, 11; Apostolicam actuositatem, 11), llamados a
redescubrir esta misión suya, asumiendo la responsabilidad de educar, de
abrir las conciencias de los pequeños al amor de Dios como un servicio
fundamental a sus vidas, de ser los primeros catequistas y maestros de la fe
para sus hijos. Y en esta tarea es importante ante todo la vigilancia, que
significa saber aprovechar las ocasiones favorables para introducir en
familia el tema de la fe y para hacer madurar una reflexión crítica respecto
a los numerosos condicionamientos a los que están sometidos los hijos.
Esta atención de los padres es también sensibilidad para recibir los
posibles interrogantes religiosos presentes en el ánimo de los hijos, a
veces evidentes, otras ocultos. Además, la alegría: la comunicación de la fe
debe tener siempre una tonalidad de alegría. Es la alegría pascual que no
calla o esconde la realidad del dolor, del sufrimiento, de la fatiga, de la
dificultad, de la incomprensión y de la muerte misma, sino que sabe ofrecer
los criterios para interpretar todo en la perspectiva de la esperanza
cristiana.
La vida buena del Evangelio es precisamente esta mirada nueva, esta
capacidad de ver cada situación con los ojos mismos de Dios. Es importante
ayudar a todos los miembros de la familia a comprender que la fe no es un
peso, sino una fuente de alegría profunda; es percibir la acción de Dios,
reconocer la presencia del bien que no hace ruido; y ofrece orientaciones
preciosas para vivir bien la propia existencia. Finalmente, la capacidad de
escucha y de diálogo: la familia debe ser un ambiente en el que se aprende a
estar juntos, a solucionar las diferencias en el diálogo recíproco hecho de
escucha y palabra, a comprenderse y a amarse para ser un signo, el uno para
el otro, del amor misericordioso de Dios.
Hablar de Dios, pues, quiere decir hacer comprender con la palabra y la vida
que Dios no es el rival de nuestra existencia, sino su verdadero garante, el
garante de la grandeza de la persona humana. Y con ello volvemos al inicio:
hablar de Dios es comunicar, con fuerza y sencillez, con la palabra y la
vida, lo que es esencial: el Dios de Jesucristo, ese Dios que nos ha
mostrado un amor tan grande como para encarnarse, morir y resucitar por
nosotros; ese Dios que pide seguirle y dejarse transformar por su inmenso
amor para renovar nuestra vida y nuestras relaciones; ese Dios que nos ha
dado la Iglesia para caminar juntos y, a través de la Palabra y los
Sacramentos, renovar toda la Ciudad de los hombres a fin de que pueda
transformarse en Ciudad de Dios.
(Audiencia General, Sala Pablo VI, Miércoles 28 de noviembre de 2012)