Engendrar en la belleza según el cuerpo y el alma
Entender la maravilla que significa el engendrar en la carne gracias al
espíritu o, con otras palabras, el «dar lugar» a un espíritu, desde el
propio espíritu, a través de la carne.
Por Tomás Melendo Granados *
Arvo Net, 01.08.2006
La unidad en el ser
Desde el punto de vista que deseo utilizar en este escrito, el amor conyugal
es distinto de cualquier otro por encontrarse enriquecido por el don de la
fecundidad biológico-personal.
Según comenta Carlo Caffarra, «la comunión interpersonal entre el varón y la
mujer está adornada de una bendición particular: la bendición de la
fecundidad. Esta comunión interpersonal, por lo tanto, es el lugar en el
cual y desde el cual surgirán las otras personas humanas. La inherencia de
la fecundidad en las entrañas de la donación interpersonal entre el varón y
la mujer constituye uno de los puntos centrales del pensamiento cristiano
sobre la sexualidad humana. Un punto que debe ser continuamente reexaminado
filosófica y teológicamente»[1].
Un extremo, añado yo, que remite ineludiblemente a una correcta
interpretación del hombre y de la conjunción de los principios que lo
componen, por cuanto en la fecundidad biológica ha de intervenir —en su
ensamblaje y continuidad— la totalidad de la persona humana: cuerpo y alma.
Por eso, para llevar a término el examen al que animaba Caffarra, las
conocidas palabras de Platón que dan título a este escrito servirían, a lo
más, de apoyatura polémica. Porque, en realidad, la «y» que ejerce de enlace
entre el «engendrar en la belleza según el cuerpo y según el alma», posee
para el maestro de Aristóteles una función más disyuntiva que conjuntiva. La
prueba está en que, después de cincelar su definición del amor, el filósofo
griego apenas si atiende al afán de engendrar en la belleza según el cuerpo,
mientras que se entretiene con profusión en el anhelo de hacerlo según el
alma, dejando claro que este segundo modo de generar —el del espíritu—
constituye una actividad muy superior a la ejecutada según la carne[2].
Pero si el aserto platónico es verdadero en lo que afirma, no lo es en
absoluto en lo que niega. Su dualismo le impidió entender la maravilla que
significa el engendrar en la carne gracias al espíritu o, con otras
palabras, el «dar lugar» a un espíritu, desde el propio espíritu, a través
de la carne.
Platón no pudo entrever que la dignidad del cuerpo era, participadamente,
idéntica a la del espíritu que lo anima; ni, en consecuencia, que su
peculiar fecundidad —fecundidad personal, como enseguida veremos— podía
contribuir sobremanera a la identificación y feracidad de los espíritus.
¿Por qué? Porque, para él, las almas eran dioses que, como castigo, se veían
encadenados temporal y extrínsecamente al cuerpo que les servía de cárcel.
Con Aristóteles la cosa cambia; pero tampoco él resultó capaz de percibir
del todo la sublime nobleza del cuerpo humano y la distancia infinitamente
infinita que lo separaba de cualquier otra materia, animada o inanimada. Por
consiguiente, tampoco el sucesor de Platón en la Escuela de Atenas pudo
fundamentar la excelsa aportación del «amor corporal» a la unificación y
fertilidad estrictamente personales; o, si se prefiere, tampoco supo
descubrir la «inherencia de la fecundidad en las entrañas de la donación
interpersonal entre el varón y la mujer».
En el fondo de esta debilidad casi congénita —menor en Aristóteles que en
Platón— se encuentra un déficit metafísico. Una carencia que la teoría
aristotélica de la unión substancial solo colma cuando se la entiende —con
una inteligencia esclarecida por los principios de Tomás de Aquino— como
unidad de toda-la-substancia-y-sus-accidentes en el ser.
En efecto, la clave ontológica para llegar a comprender la magnificencia
casi inaudita del cuerpo humano y de cuanto lleva aparejado —como las
relaciones conyugales—, es una aportación exclusiva del acto de ser
descubierto por Tomás de Aquino. Doctrina que, en lo atinente a nuestro
problema, se podría resumir con estas brevísimas palabras del Santo Doctor:
«ipsa anima habet esse subsistens […], et corpus trahitur ad esse eius»:
entre todas las formas substanciales que comunican con la materia, solo el
alma humana posee un ser subsistente, y el cuerpo es elevado hasta el
interior de semejante acto de ser[3].
Sabemos que todo ello exige de manera inequívoca la creación directa de cada
alma humana por parte de Dios. Pero ahora me interesa resaltar que el hecho
de que semejante alma posea un ser en propiedad, el hecho de que sea un
espíritu —aunque imperfecto—, la sitúa abismalmente por encima de las
restantes formas substanciales… que tienen el ser no en sí mismas sino, por
decirlo de alguna manera, «en su conjunción» con la materia.
De ahí deriva el que cualquier realidad infrapersonal se encuentre
intrínsecamente sometida a la acción empobrecedora de la materia: generación
y corrupción, cambio constante, indigencia entitativa con tendencia a
utilizar a los otros en su propio beneficio, sometimiento a la especie y al
conjunto del cosmos, de los que no es sino una simple «fracción», etc.[4].
Por el contrario, en su calidad de persona, el hombre trasciende y supera
esas condiciones depauperantes; pues, en cuanto no depende de manera
intrínseca y radical de la materia, su alma es inmortal y constituye un
cierto absoluto: vale por sí misma y no se halla ontológicamente subordinada
a nada ni a nadie, con excepción del Absoluto… que es precisamente quien ha
hecho de ella —de la persona humana toda— un «absoluto», la ha querido como
un fin en sí, y la ha destinado a una felicidad imperecedera[5].
Hasta aquí podría tal vez (?) haber llegado Platón. Pero lo que de ningún
modo habría sido capaz de descubrir —y de ahí los límites radicales de su
planteamiento— es que todas estas excelencias del alma humana, y bastantes
otras que cabría enumerar, se encuentran como «condensadas» en el acto de
ser por y en el que Dios crea a cada una… y son comunicadas al cuerpo.
Pues el esse es el acto primordial, la energía primigenia en la que se
contiene y de la que deriva toda la riqueza entitativa y operativa de
cualquier realidad. En nuestro caso, por encontrarse recibido en una forma
subsistente, constituye el acto capital en que se origina el entero
esplendor ontológico del alma humana, con toda la sublimidad que le
corresponde. Ahora bien, como nos acaba de decir Tomás de Aquino, el alma da
a participar ese inefable acto de ser al cuerpo: el mismo ser, exactamente
el mismo, que ella posee. Semejante acto de ser, por el hecho de comunicarse
«posteriormente» a la materia, no solo no decae de su nivel ontológico, sino
que en cierto modo lo ve reforzado, por cuanto el cuerpo viene a colmar las
deficiencias, sobre todo operativas, que para el alma derivan de su ínfima
situación —por debajo de los ángeles— en la escala de los espíritus.
Por eso afirma Tomás de Aquino que el cuerpo «trahitur» hasta el acto de ser
del alma: que resulta sublimado y encumbrado, hasta verse introducido en
idéntico grado de realidad, en la misma excelsitud ontológica, que
corresponde al alma humana. Se entiende, entonces, que ese grandioso
organismo, vivificado en último término por el mismo y dignísimo acto de ser
del que participa «primero» el alma, repercuta con extraordinaria pujanza en
la consolidación y en la feracidad de la unión espiritual de las personas:
que el cuerpo colabore en el amor fecundo y unitivo, y en la felicidad,
estrictamente espirituales.
Cosa que ni siquiera entrevió Platón, para quien el ensamblaje entre alma y
cuerpo es extrínseco y antinatural; ni podría haber fundamentado
Aristóteles, a causa del desconocimiento de la doctrinas del acto de ser y,
aunque en menor medida, de la participación.
· Ciertas perplejidades…
Según sostiene multitud de veces Tomás de Aquino, «el que el cuerpo se una
al alma no va en detrimento de esta, sino que contribuye a la perfección de
su naturaleza»[6]
Semejante afirmación, que leemos claramente expuesta en el siglo XIII, se
vio oscurecida con el paso de los años… de manera consectaria al olvido del
ser como acto o actus essendi. Por eso han despertado un gran entusiasmo las
muchas aseveraciones de Juan Pablo II en la misma línea, y un cierto estupor
las similares, pero de exposición más «escandalosa», de Benedicto XVI.
Recojo solo algunos textos, pues tengo a medio redactar todo un libro sobre
este extremo concreto.
El status quaestionis, expuesto dentro de un estudio de la doctrina de Juan
Pablo II sobre el cuerpo humano, se encuentra bastante bien reflejado en el
siguiente párrafo: «Efectivamente, el cuerpo humano que individua mi ser
[mejor: que es principio de individuación de mi ser], que conforma mi
naturaleza, y me pone en relación con el mundo y con los demás, no puede ser
un elemento negativo y simplemente material enfrentado a una conciencia
espiritual pura y a una libertad desencarnada»[7].
Al que le sirve de complemento este otro, también necesitado de algún matiz:
«El cuerpo es la misma persona masculina o femenina en su visibilidad: en
los escritos de nuestro autor, el Papa Wojtyla, se afirma con nitidez que el
“sexo” es constitutivo de la persona [humana], no simple atributo suyo; esto
demuestra lo profundamente que el hombre, con toda su soledad espiritual,
con la unicidad e irrepetibilidad propia de la persona, está constituido por
el cuerpo como “él” o “ella”. La persona se expresa mediante su cuerpo, el
cuerpo es el lenguaje de la persona. Por eso los gestos y las palabras
exteriores manifiestan a la persona, sus sentimientos y su querer. La
expresión corporal son formas de expresar lo que uno es y tiene»[8].
El propio Juan Pablo II lo había dicho, entre otras, de esta manera: «La
sexualidad es una riqueza de toda la persona —cuerpo, sentimiento y
espíritu— y manifiesta su significado íntimo al llevar la persona hacia el
don de sí misma en el amor»[9].
Y, con gracia y galanura femeninas, lo afirma Marta Brancatisano: «El
instinto del hombre está “contaminado” por las facultades espirituales, y la
llamada atracción física no surge solamente ante la belleza, sino más bien
ante esa cierta forma de ser bello que una persona ve en la otra. “The way
you sip your tea, the way you hold my hand, the way you wear your hat...”
(“El modo como sorbes el té, el modo como coges mi mano, el modo como te
pones el sombrero…”), así esbozaba Frank Sinatra el retrato ideal de la
amada, demostrando que ser bello no depende solamente de las proporciones
físicas sino también de la forma de hablar, de mirar, de la voz, de las
manos, de la sonrisa y de muchas otras cosas que únicamente un ojo enamorado
es capaz de captar»[10].
En la actualidad son ya pocos quienes se asombran ante la afirmación tajante
de que la condición masculina o femenina constituye también un atributo de
las dimensiones espirituales de la persona humana. Sin embargo, aunque
estimo que sin motivo alguno, han causado cierto revuelo las explicaciones
de Benedicto XVI que sacan las consecuencias de lo anterior, sobre todo en
el sentido de que el alma humana solo alcanza su plenitud en unión con el
cuerpo (y, por consiguiente, que también el amor entre los hombres pone en
juego sus dimensiones corpóreas).
Tal vez los dos pasos más claros sean los que siguen:
· «El hombre es realmente él mismo cuando cuerpo y alma forman una unidad
íntima; el desafío del eros puede considerarse superado cuando se logra esta
unificación. Si el hombre pretendiera ser solo espíritu y quisiera rechazar
la carne como si fuera una herencia meramente animal, espíritu y cuerpo
perderían su dignidad. Si, por el contrario, repudia el espíritu y por tanto
considera la materia, el cuerpo, como una realidad exclusiva, malogra
igualmente su grandeza»[11].
· [Hoy en día] «la aparente exaltación del cuerpo puede convertirse muy
pronto en odio a la corporeidad. La fe cristiana, por el contrario, ha
considerado siempre al hombre como uno en cuerpo y alma, en el cual espíritu
y materia se compenetran recíprocamente, adquiriendo ambos, precisamente
así, una nueva nobleza»[12].
Sin duda, los análisis fenomenológicos de los últimos decenios han arrojado
bastante luz sobre la corporeidad humana y la relevancia de la sexualidad en
el conjunto de la persona masculina o femenina. Con todo, una explicación
metafísica cabal puede —y tal vez deba— encuadrarse en los principios de
Tomás de Aquino que nos están sirviendo de orientación, sin que con ello
pretenda negar que el propio Santo Tomás se quedó muy corto en este extremo,
e incluso realizó (incoherentes) aseveraciones, del todo rechazables.
· … y algunos amagos de solución
Apunto tan solo, por el momento.
· Frente a lo que afirman algunos estudiosos, intentando llevar hasta sus
últimas consecuencias la verdad hoy palpable del carácter sexuado de
bastantes de las manifestaciones espirituales del sujeto humano, no es el
alma el origen de la masculinidad o feminidad del hombre; ni, mucho menos,
si no yerro, puede defenderse que es ella —en y por sí misma masculina o
femenina— la que aporta la sexuación al entero compuesto.
· Estimo metafísicamente insostenible que un espíritu sea sexuado por sí
mismo (la corrección necesaria: el alma humana es un espíritu imperfecto,
que solo comienza a ser en el cuerpo al que anima: la consideración del alma
al margen del cuerpo, y viceversa, resulta siempre abstracta, sobre todo si
se apunta de algún modo —de naturaleza o cronológico— a un «antes» de la
instauración de la persona toda).
El origen metafísico de la sexualidad de la persona humana se encuentra en
la materia que el alma informa… igual que está en la misma materia (en
cuanto cuantificada… a causa de la forma) el principio de su
individuación[13].
Lo que no quita que, en los dos casos, lo que resulta en fin de cuentas
individual y masculino o femenino sea toda la persona y, si queremos hilar
más fino, el acto personal de ser… que «pone» radicalmente (y no solo
actualiza) al alma y, a través de ella, al cuerpo.
· Por su parte, el alma resulta individuada-y-sexuada al «adecuarse» a la
materia a la que informa, que la contrae; y de esta suerte, individuada y
sexuada, puede recibir en sí misma el acto de ser que, individuado y
sexuado, a su vez participa al cuerpo… haciéndolo ser personal, individual…
y sexuado. Todo ello, no hay que decirlo, simultáneamente (esta especie de
paradoja de dos principios que actúan recíprocamente constituye, en mi
opinión, la clave y la mayor causa de dificultad de los planteamientos
metafísicos estrictos: parece que existe contradicción en ese «causarse
mutuo» de los co-principios… porque no se adopta el punto de vista correcto
y, a menudo, porque se exige una claridad y distinción que la realidad no
nos ofrece).
· De modo que, en fin de cuentas, el fundamento real y actual (en su sentido
más fuerte, y no el simple «principio» o «condición»[14]) de la
individualidad y de la masculinidad o feminidad de cualquier persona humana
es el propio acto de ser, acto de todos los actos y perfección de todas las
perfecciones… en virtud del cual todo lo que es y realiza un varón es
masculino y todo lo que es y realiza una mujer es femenino (con mayor o
menor intensidad en la medida en que más o menos hondamente afecte al núcleo
de la persona misma, emparentado o constituido por el ser).
· · Tal como lo veo, el problema de la «sexuación» resulta análogo al de la
individuación (análogo, que quiere decir no idéntico, sino a la par similar…
¡y radicalmente distinto!). Ya que, en cierto modo, la sexualidad constituye
una prolongación o, mejor, una intensificación de la individualidad de los
seres vivos.
· Pienso que podría resumirse del siguiente modo. En la individuación
rectamente entendida de las realidades corpóreas, el principio o condición
es la materia. Pero tanto o más que ella interviene la forma, que hace
surgir en el compuesto, como «primer accidente», la cantidad y, con ella,
una individualidad que admite multitud de grados: desde el mínimo de lo
inerte, con una casi nula organización interna y muy poca distinción del
entorno, hasta la de los animales superiores, que constituyen auténticos
organismos, en los que cada «parte» influye en las otras (indivisum in se) y
que se diferencian de manera bastante nítida de los demás individuos de su
especie y, más aún, de las restantes (ab aliis vero divisum)[15].
En este sentido, cabe perfectamente concluir que la intensidad de la
individualidad de cada ente corpóreo —inerte o vivo— deriva en fin de
cuentas de la categoría de su propia forma. Y que semejante individualidad
alcanza un nivel muy superior, casi un salto cualitativo —¡de ahí la
analogía!—, en las realidades sexuadas.
Pues, aunque no estemos ante una ley matemática y sin excepciones, la
presencia del sexo —¡en lo finito!— es claro índice de superioridad o
categoría entitativa y, por ende, de individualidad.
De hecho solo encontramos reproducción asexual en formas poco desarrolladas
de vida: bacterias, algas, hongos y algunos invertebrados.
Por el contrario, el sexo trae consigo mayor individualidad; es decir, mayor
interdependencia interna y una nueva y más rica relación con el mundo: pues
para el animal sexuado, el mundo no es ya algo distinto pero homogéneo, en
parte peligroso y en parte acogedor y comestible; sino también el lugar que
contiene otros seres —los del sexo complementario, tomados en general, no
este o aquel— especialmente relacionados con él.
Cuando se trata del hombre, el sexo se eleva hasta la categoría de
sexualidad. Podría esto expresarse diciendo que el ser humano es el más
sexual —por ejemplo, las mujeres no atraviesan momentos puntuales de celo,
sino que son receptivas durante todo el ciclo reproductivo— y, ampliando la
perspectiva, y puesto que todos estos caracteres se encuentran en cierto
modo ligados, el más social, el más lleno de aspiraciones, el más abierto e
inteligente…
Con otras palabras, que van a la raíz del asunto: cuando el alma es la de
una realidad destinada al amor y, por tanto, a la fusión recíproca
constitutiva de una nueva unidad, la individuación «pasa» necesariamente por
una diversificación «previa» (orden de naturaleza), que hace a las personas
corpóreas, en todos sus elementos, complementaria y eminentemente sexuadas:
es decir, aptas para realizar la mutua unión amorosa, pero no ya con
cualquier persona del sexo complementario, sino, en la medida en que la
sexualidad madura, con una sola persona, elegida de por vida como término
del propio amor[16].
Aquí, la categoría superior de la persona se manifiesta como máxima
individuación… también de las dimensiones sexuadas y sexuales.
Como expone Cardona, «Esa peculiaridad del hombre en relación a cualquier
otra naturaleza corpórea, hace de la persona, de cualquier hombre, algo muy
superior a un simple individuo de una naturaleza común, donde la especie es
superior al individuo, donde el individuo —por la fuerza irresistible de su
instinto— está al servicio de la especie; y esta, al servicio de la ecología
cósmica. Esta superioridad de la persona proviene justamente de que su ser
le es dado directamente por Dios, y no es una parte del ser material del
cosmos. De ahí se origina también la directa relación que le vincula a Dios.
La relación a Dios en la criatura sigue a su efectiva creación. Así, la
relación —de efecto a Causa— que cada individuo material dice a Dios es solo
una parte de la relación que el universo material dice a Dios, en cuanto
“todo” causado por Él. En cambio, la relación que la persona dice a Dios es
una relación propia, que sigue a su creación directa y singular. Por eso la
persona humana es intrínsecamente religiosa, tiene directa relación con
Dios, por su propio acto de ser personal, como a su propio Origen y como a
su propio Fin»[17].
· Con consecuencias
Estimo que, en su voluntario esquematismo, cuanto acabo de exponer da razón
de bastantes de los fenómenos que observamos en el varón y la mujer, así
como de afirmaciones fundadas de los mejores entre los filósofos.
Por ejemplo, de nuevo con palabras de Prieto Solana, que «el simple hecho de
dejar el cuerpo, para el cristianismo, no da la beatitud al alma, sino que
es fuente de infelicidad, porque comporta la imperfección del ser
humano»[18].
Pero también ahora con una corrección, que juzgo de gran interés, aunque no
pueda sino apuntar.
· Realmente, cuando el término «ser» se toma en su sentido más propio, como
acto de ser (actus essendi), este no resulta intrínsecamente afectado por la
muerte del hombre, puesto que, como hemos visto, es el mismo ser el que da
vida al alma y al cuerpo (y ese mismo ser sigue haciendo subsistir al alma
separada).
· La que propiamente resulta mermada, y esto no es en absoluto indiferente
para la persona como tal, es la esencia o naturaleza del individuo muerto:
y, por estar incompleta la esencia, no puede hablarse de plenitud entitativa
del sujeto; a su vez, esa misma esencia, en cuanto principio de operaciones
o naturaleza, explica que el obrar de tal persona, al margen de una
intervención extraordinaria de la gracia, no alcance su plenitud, que solo
advendrá —en sentido estricto— con la resurrección del cuerpo… con la que
también se incrementará la correspondiente felicidad.
· Considero que estos apuntes, en los que el acto de ser constituye la clave
última de toda la explicación, tornan aún más verdadera la siguiente
aseveración de Prieto Solana: «Santo Tomás de Aquino […] logra integrar de
modo extraordinario las categorías del pensamiento de Aristóteles en una
visión antropológica fuertemente metafísica, que afirma la absoluta unidad
del cuerpo/alma, en línea con el pensamiento bíblico cristiano. Encontramos
en la doctrina tomista la primera visión equilibrada sobre el hombre…»[19].
Visión que, en lo que respecta a nuestro estudio, recogen estas palabras de
Cardona: «La naturaleza humana incluye un componente material, corporal: el
cuerpo. Eso nos introduce en el tiempo, en el devenir histórico: en parte,
como los seres no espirituales. Y es aquí donde aparece propiamente la
sexualidad. Pero esta sexualidad, que en los animales sin alma espiritual es
simplemente medio escogido por Dios para la “reproducción” de la especie y
su permanencia en el tiempo, en los hombres —compuestos de alma y cuerpo, de
materia y de espíritu— adquiere una dimensión que trasciende el tiempo, una
dimensión de eternidad. En el hombre, la “reproducción” es “procreación”: es
decir, algo que se pone en favor de la creación: que es privilegio divino,
dar el ser. De ahí que la diferencia “macho-hembra” animal quede
transfigurada en diferencia “varón-mujer”: personas sexualmente
diferenciadas, con vistas sobre todo a la creación de nuevas personas
humanas, que es la finalidad primordial del matrimonio. Eso explica la
diferencia, anatómica y fisiológica, que hay entre el varón y la mujer. Pero
el componente espiritual de la persona humana eleva esa diferencia también a
lo espiritual, originando determinadas cualidades anímicas distintas en el
varón y en la mujer: distintas para ser complementarias. De este modo,
resulta que, sobre la participación del ser divino personal que es ya la
persona como tal, se añade ahora una participación diversificada en el varón
y en la mujer, diversificada para complementarse; esencialmente para
constituir familia: lugar donde, según el querer de Dios, ha de nacer el
hombre y donde puede madurar como persona, desarrollarse, alcanzar su
plenitud personal, educarse»[20].
· Del ser al amor
En mi opinión, y reconociendo sin problemas los déficits del Tomás de Aquino
histórico, no cabe exagerar el alcance de esta revolucionaria concepción
metafísica de la persona humana.
Pues:
· hace posible concebir que la corporeidad del hombre participa de la
mismísima dignidad que su alma;
· · explica también cómo la condición personal sexuada pueda comunicarse
hasta los extremos más «lejanos» de la propia materia y hasta el acto en
apariencia más insignificante realizado «a través de» o «con» el cuerpo; y,
lo que todavía goza de mayor relevancia, permite discernir por qué las
actividades y los gestos corporales poseen la capacidad de revertir sobre
los dominios del espíritu, incrementando, por ejemplo, la intensidad y el
temple del amor voluntario —al que otorga una peculiar fecundidad— y de la
dicha propiamente humana.
· Centrándome en el hecho recién mencionado, intentaré poner en claro cómo
la íntima unión entre cuerpo, alma y acto de ser torna hacedero el que la
condición de dádiva fecunda correspondiente a la grandeza ontológica del
hombre en cuanto persona[21] se transmita, desde el hontanar de su acto de
ser —donde en fin de cuentas radica— no solo al alma sino, por medio de
ella, a los distintos componentes y a cada uno de los gestos de su
cuerpo[22].
En este sentido, afirmaba Ratzinger: «La dignidad se revela también en la
corporalidad. A ella debe corresponder la lógica del donarse inscrita en la
creación y en el corazón del hombre. Santo Tomás lo ha expresado con estas
sublimes palabras: “El amor es por su misma esencia el don originario del
que derivan naturalmente los demás dones” [S. Th. I, q. 38, a. 2 c]»[23].
Pero el «don originario», desde una perspectiva más estrictamente
ontológica, es el propio acto de ser, otorgado a cada sujeto humano —en
propiedad privada, inalienable e inamisible— por el Ser subsistente. El ser,
como acabo de apuntar, constituye el acto de todos los actos y la perfección
de todas las perfecciones que pertenecen a cualquier realidad y desde ella
dimanan hacia su entorno. Y ese mismo ser, por su suprema condición de acto,
tiende a comunicarse, a difundirse y a generar entidad, en la misma medida y
proporción en que es: pues, con palabra de Tomás de Aquino, «es propio de la
naturaleza de todo acto el que se comunique cuanto le es posible»[24].
En el caso de la persona humana, el ser —como acabo de recordar— es
concedido por Dios en propiedad privada. Por eso el hombre resulta también
dueño de sus acciones —se configura como libre—, por cuanto el obrar sigue
al ser; y, por eso, en un acto supremo de voluntaria generosidad, puede
hacer donación de su propio ser a la persona que ama. Ese ofrecimiento —cuyo
«lugar» paradigmático es la alianza conyugal— expresa de manera sublime lo
que cabría calificar como efusividad o «difusividad horizontal» de la
persona humana: una excelsa comunicación de sí, que se encuentra en la base
de la comunión conyugal (máximamente unitiva).
Y, cuando la entrega es plena, con el ser se ofrenda toda la virtualidad
operativa en él compendiada, y en la que se incluye, como elemento
particularmente significativo, lo que podríamos designar como «difusividad
vertical»: la posibilidad de complementar el propio ser con el de una
persona de sexo contrario, para dar origen a realidades absolutamente
inéditas… a las que Dios confiere el esse también en propiedad privada: a
nuevas personas.
En la sublime índole activa del ser personal se encierran, pues, todas las
prerrogativas que hacen de la persona humana un sujeto orientado por
naturaleza al amor, con capacidad máximamente unitiva y procreadora.
De ahí que solo en la superior perspectiva de Tomás de Aquino, en la que Ser
y Amor se identifican, quepa encuadrar con corrección —en sus coordenadas
más propias— cuanto se refiere a la fecundidad humana. Y, más en particular,
que solo desde semejante punto de vista se pueda fundamentar metafísicamente
la grandeza de la generación que —ahora sí en sentido conjuntivo— se realiza
a la par según el cuerpo y según el alma: puesto que, en último término, uno
y otra remiten a la fecundidad constitutiva de un acto de ser que, creado a
imagen y semejanza del Ser-Amor divino, debe asimismo caracterizarse como
amor.
Por eso, la fecundidad específicamente conyugal es también —¡ha de serlo!—
«cosa del espíritu»; y, en consecuencia, debe configurarse como una «efusión
de amor». Es el amor radicado en el ser lo que, por su misma naturaleza,
resulta intrínsecamente fecundo. Y, en el matrimonio, la difusividad del
amor personal humano, el de dos personas finitas y, por eso, necesariamente
corpóreas y sexuadas, alcanza hasta la comunicación-constitución de un nuevo
sujeto personal.
Estamos ante una conclusión a la que debería dedicarse una atención
prioritaria: la peculiar y nobilísima fecundidad conyugal, y la excelsa
unión de que procede y que a su vez incrementa, derivan en última instancia
y siempre deben ser referidas al acto personal de ser, que, por su misma
naturaleza, es participada y constitutivamente amor: un amor, semejanza del
Amor del que procede, que tiende a traducirse, en el plano operativo, en
don, en dádiva feraz.
· La unidad en el amor
· · Con la mediación del cuerpo, habría que repetir de inmediato[25]. Y,
entre otras, por una razón de estricta índole ontológica, que ahora
corresponde esbozar: porque el amor humano es doblemente participado y, por
ello, para «cumplirse» como amor, requiere de la cooperación o ayuda de
realidades y funciones… inferiores y en cierto modo derivadas de él.
·Estamos ante una consecuencia de lo que apuntaba al inicio, y que ahora
prosigo brevemente. El espíritu humano —el alma— es, entre todas las
realidades espirituales, la que ocupa un rango más bajo en la escala de los
seres, la que posee menor densidad o categoría ontológica. Por tanto, el
cuerpo, lejos de añadirse como un apéndice que adviniera de forma
extrínseca, se encuentra exigido por el alma —es propter eam: para ella—, y
la sirve con el fin de que esta supere su relativa debilidad y pueda ejercer
todas aquellas acciones que le son propias, pero que no lograría ejecutar
sin ayuda de la materia.
El cuerpo, pues, no solo constituye la manifestación visible del alma que lo
anima, sino también el «complemento ontológico» requerido por ese espíritu
«menos perfecto» para poder desplegar toda su actividad y componer así una
persona (esencialmente) «completa»[26].
Resulta lógico, entonces, que coopere en todas las actividades propias de la
persona y, de manera muy especial, en aquellas por las que los espíritus
expresan y consolidan ese amor recíproco en el que consiste su propia
substancia. Aun dotada de más categoría que el cuerpo, el alma necesita
ineludiblemente del apoyo que este le proporciona.
Para entender esta que suelo llamar «ley primordial de la participación», la
relación entre sensibilidad e inteligencia resulta esclarecedora: también en
este ámbito lo inferior se pone al servicio de lo superior, pero
ofreciéndole un auxilio tan indispensable que, sin él, el elemento más noble
sería incapaz de ejercer su propia operación. En efecto, a pesar de su
indiscutida superioridad, ni en su adquisición ni en su ejercicio posterior
puede el entendimiento humano pasar al acto de conocer sin el auxilio de la
sensibilidad (al menos, de la interna): es decir, de algo que, siendo
claramente de menor categoría que él desde el punto de vista ontológico y
operativo, completa sin embargo su relativa indigencia.
Pues una cosa muy similar sucede con la voluntad humana. El acto elícito de
querer (el amor), como afirmación del ser y búsqueda de la plenitud del
otro, constituye el núcleo del amor humano, y el fin de la persona toda,
puesto que sin ese «querer» las obras externas resultan antropológicamente
vanas. Pero, a su vez, el «amor» solo voluntario o espiritual, se revela
insuficiente. El simple querer de la voluntad, aun cuando no fuere
veleidoso, resulta en la mayor parte de los casos ineficaz: tiene que
«continuarse» a través del imperio que la voluntad instaura sobre las demás
potencias, incluido el entendimiento, y con las que efectivamente
«construye» y «confiere el ser» a los bienes que pretende ofrecer a la
persona amada.
Toda la grandeza del trabajo[27], por ejemplo, deriva de este configurarse
como una prolongación operativa del querer amoroso —el trabajo es «amor
(incógnito y) participado»— y de contribuir a la vez a hacer más pleno, más
acabado y más total el querer voluntario: sin esa eficaz operatividad que
«elabora» el bien para los demás y amorosamente se lo brinda, el acto
elícito de la voluntad humana no alcanzaría la eminencia e integridad
propias de los amores plenos y auténticos.
Y algo similar —aunque todavía más hondo— habría que decir al comparar el
amor conyugal, como acto elícito de la voluntad que quiere el bien para el
cónyuge, y el uso amoroso de la sexualidad humana, con el que ese amor «da
vida» a uno de los bienes más preciados del matrimonio —los hijos—, a la par
que trasciende su índole de amor meramente voluntario y se «completa»,
originando un amor personal —de la persona toda—, un amor íntegro y
cumplido. Pues, en condiciones normales, si no se expresa y consuma
físicamente mediante las relaciones íntimas, el amor conyugal —que confiere
a ese trato todo su sentido— no alcanza a conquistar la plenitud unitiva, ni
la feracidad, a que se encuentra llamado.
Pienso que no es difícil de entender: igual que el alma —por su particular
índole participada— necesita del cuerpo para desplegar el conjunto de
operaciones que virtualmente contiene[28], el amor matrimonial, anclado en
la voluntad, requiere del concurso del cuerpo para madurar precisamente como
amor (conyugal)… y para hacer efectiva la fecundidad virtual que lo
caracteriza intrínsecamente en cuanto «tal tipo de» amor.
Gracias al concurso del cuerpo, el amor propiamente conyugal incrementa su
poder de unificación y la felicidad con él emparejada: se torna más
completo, y contribuye al incremento de la dicha de los esposos. Y buena
parte de ello, por cuanto coopera —de manera ineludible— al despliegue
enterizo de la fecundidad más plena inscrita en el corazón ontológico de la
persona humana, pero que esta no puede conquistar sin el auxilio del cuerpo.
Lo confirman, con ciertos tecnicismos, los siguientes juicios de Caffarra:
«Ya se ha visto que una de las diferencias fundamentales entre el espíritu y
la materia es que el primero “puede de alguna manera llegar a ser todo”, o
sea, puede entrar en comunicación con algo distinto de sí sin destruir la
alteridad. Por el contrario, la materia puede ser solo lo que es y es
incapaz de instituir una relación con lo otro en cuanto otro. En otras
palabras, solo el espíritu es capaz de entrar en una relación de comunión,
mientras que la materia está inseparablemente constreñida dentro de sí
misma. Se podría decir que el espíritu es universal: unum versus alii; que
la materia es solo individual: dividida de cualquier otro.
»La “paradoja ontológica“ de la persona humana es que es unidad sustancial
de materia y espíritu. Hemos reflexionado largamente sobre la unidad
sustancial de la persona humana como presupuesto de toda reflexión ética
sobre la sexualidad. No nos repetiremos. Sin embargo, hay un punto de esa
reflexión que ahora debe recordarse. La unidad sustancial hace que si, por
una parte, el cuerpo llega a ser capaz de expresar el don de la persona en
su subjetividad espiritual (el cuerpo “lenguaje de la persona”), por otra,
el espíritu (humano) encuentra exclusivamente en el cuerpo la posibilidad de
expresar el don de la persona. Reflexionemos atentamente sobre este segundo
aspecto de la comunión entre las personas humanas: el cuerpo base
imprescindible del don»[29].
· El lenguaje del cuerpo
Como venimos observando, las raíces ontológicas de la mutua aunque
jerarquizada cooperación cuerpo-alma son, antes que nada, las que permiten
afirmar que el cuerpo —siempre sexuado— constituye la expresión más adecuada
y completa del espíritu que lo anima. Que ambos hablan, aunque en distinto
«idioma», un mismo lenguaje: el del amor.
Ye he insinuado tales razones. En la metafísica de Tomás de Aquino, toda
potencia participa del acto del que es sustento. Así, no solo puede
afirmarse que el (acto de) ser pertenece al alma como a su sujeto propio,
sino, además, que el alma participa de ese mismo ser que le corresponde y
que le otorga su entera realidad como espíritu (imperfecto).
Y el cuerpo, que a su vez participa del alma, lo hace, a través de ella, del
único y exclusivo ser que confiere toda su realidad al individuo humano: ese
acto de ser establece al alma entre los existentes y se difunde, canalizado
por ella, hasta el cuerpo. De esta suerte, el cuerpo expresa en el ámbito
físico justamente lo mismo que el alma realiza en los dominios del espíritu.
Y, en consecuencia, es la «traducción» o «manifestación» corpórea y sexuada
del ser y el vigor espirituales del alma, constitutivamente amorosos.
En este contexto, sostiene Carlo Caffarra: «solo la afirmación según la cual
el mismo e idéntico acto (actus essendi) que hace ser al espíritu es el que
hace ser al cuerpo, elevándolo a ser cuerpo-persona, explica con plenitud la
experiencia» de que «el cuerpo humano está ordenado interiormente para
expresar, en el mundo del universo visible, a la persona en cuanto tal: en
cierto modo, el cuerpo es la manifestación de la persona»[30].
El cuerpo, por tanto, considerado en general, es una elocución del espíritu
que lo anima. Pero cabe dar un paso más. Cuanto acabo de apuntar permite
intuir también por qué la fusión intimísima de los cuerpos —cuando deriva de
un querer voluntario realmente amoroso— constituye la más adecuada
exteriorización visible de la unión y, así, del amor siempre unitivo de los
espíritus encarnados. Se configura como una privilegiada «palabra» de amor,
tal vez la más conforme con la naturaleza espíritu-corpórea y sexuada de dos
sujetos humanos[31].
Y como esa unión, la de las personas en cuanto personas, resulta
intrínsecamente fecunda —por cuanto el acto (personal) de ser es difusivo y
comunicativo de suyo—, también tenderá a serlo su expresión visible a través
del cuerpo. Desde este punto de vista, la conjunción íntima entre los
cónyuges compone la palabra «fundamental» del lenguaje personal-amoroso del
cuerpo. Lenguaje que, con los mismos signos con que «representa» la
identidad de almas, expresa y realiza, también, la fecundidad
biológico-personal propia del amor conyugal.
No solo la expresa, decía, sino que la «realiza». Y es este el segundo y
fundamental aspecto de la cuestión el que pretendo comentar: considerada con
el enfoque que propongo, la unión corpórea no solo «expone» o «reproduce» la
de las almas respectivas, sino que la «completa», confiriéndole ese
acabamiento que el espíritu humano —a causa de su índole finita, doblemente
participada— no puede por sí mismo conquistar.
El acto personal de ser «prosigue» su virtualidad expansiva, más allá del
alma y a través de ella, hasta el cuerpo que la concluye y manifiesta. El
esse de la persona humana continúa diciendo su «canción de amor» —fecunda y
unitiva— a través de una palabra que hay que calificar como «fundamental».
Y es que el carácter sexuado del cuerpo humano —que lo configura
intrínsecamente como destinado a la donación a una persona del sexo
complementario— constituye, en el ámbito visible, la manifestación
privilegiada de toda la persona humana, encaminada por su misma naturaleza a
transformarse en amor. Por eso mismo, la fecundidad connatural al espíritu
humano, que tiende a difundirse al darse y entrar en comunión con el otro,
encuentra su paralelo visible en la entrega conyugal amorosa, dotada también
de una peculiarísima fecundidad unitiva.
Por consiguiente, a la fecundidad inherente y configuradora de la persona
como espíritu da réplica, y complementa, la fecundidad connatural al cuerpo
sexuado, en el que el espíritu se expresa, continúa y consuma. Y esa sublime
feracidad se halla indisolublemente aparejada a un excelso poder de
conjunción: por cuanto la fusión de cuerpos ostenta y refuerza, llevándola a
cumplimiento, la de las almas. De esta suerte, la unión y la fecundidad
espirituales encuentran su cauce más adecuado en el amoroso enlace
físico-personal de los esposos. El amor conyugal se demuestra, a la par,
máximamente unitivo y máximamente fecundo.
Pero todavía cabe afinar más. A los asertos que aseguran que el espíritu
humano se expresa a través del cuerpo, y al que le agrega que las relaciones
íntimas representan una palabra fundamental de ese lenguaje, podría
añadirse, con Cormac Burke, que «la máxima expresión del deseo de darse a sí
mismo», con el que se encarna y pone de relieve la fecunda cohesión de
espíritu entre los esposos, consiste primordial y plenamente en «dar la
semilla de sí»[32], los gérmenes capaces de engendrar una nueva vida humana.
¿Por qué? En definitiva, porque lo que Burke califica como semilla es la
máxima «encarnación» biológica de la «espiritualidad» o de la
efusividad-difusividad, constitutivos esenciales de la persona. De esta
suerte, y por los mismos motivos, se configura también como adecuadísimo
complemento de ese engarce de espíritus al que compete una virtual feracidad
«onto-génica» o «biológico-personal».
Para entender estas afirmaciones en toda su hondura, es menester advertir lo
que sigue: en el trato conyugal virtualmente fecundo no solo se entrega el
cuerpo sin más, que es participación de la persona en el mismo ser del alma,
sino precisamente «aquello» —la semilla— que en el plano físico traduce
máximamente la «comunicatividad» substancial del espíritu.
Lo que se ofrenda es la capacidad de ser «onto-génicamente» fértiles, la
posibilidad de continuarse cada uno de los cónyuges —en intimísima
ensambladura espiritual con el otro— en una existencia personal inédita. Es
decir, se ofrece, en el ámbito biológico, la expresión «reduplicativa»
—«personalmente personal», podríamos decir— del yo, de la persona, entendida
como tensión hacia el don, hacia la dádiva fecunda[33].
Y el resultado de esa donación de sí, mediante la semilla, constituye la
suprema expresión de fertilidad, en la que los esposos conquistan, también,
la más plena identificación mutua posible: a saber, el hijo (síntesis viva
del-padre-y-de-la-madre… y de Dios, que pone el alma).
Concluyendo: solo cuando se respeta la continuidad entre espíritu, cuerpo
sexuado y unión conyugal completa —sin impedir la transmisión de los
gérmenes vitales— el lenguaje del cuerpo expresa eficazmente el del espíritu
y genera un incremento del amor de los esposos y de su específica felicidad
conyugal.
Únicamente entonces se engendra bellamente en la belleza.
Málaga, 16 de julio de 2006
Notas
[1] Caffarra, C., Sexualidad a la luz de la
antropología y de la Biblia, Rialp, Madrid 1990, p. 35.
[2] Comenta Jean Guitton: «Para el autor de El
Banquete, el amor sigue dos direcciones: una temporal y, por decirlo así,
horizontal, que es el deseo de engendrar cuerpos para la sociedad; la otra,
que llamaría de buena gana vertical, que asciende hacia el éxtasis y la
eternidad» (Guitton, J., Ensayo sobre el amor humano, Ed. Sudamericana,
Buenos Aires 1968, p. 29).
[3] Tomás de Aquino, De spirit. creat., q. un.,
a. 2 ad 8.
[4] Para profundizar en este tema, me permito
remitir a Melendo, T., Introducción a la antropología: La persona, Eiunsa,
Madrid 2006.
[5] Guardini lo expone con precisión y belleza:
«Persona es el ser conformado, interiorizado, espiritual y creador, siempre
que —con las limitaciones de que todavía hablaremos— esté en si mismo y
disponga de si mismo. “Persona” significa que en mi ser mismo no puedo, en
último término, ser poseído por ninguna otra instancia, sino que me
pertenezco a mi. Puedo vivir en una época en que existe la esclavitud, es
decir, en una época en que un hombre puede comprar a otro y disponer de él.
Este poder no lo ejerce, empero, el comprador sobre la persona, sino sobre
el ser psicofísico, y aun así, solo bajo falsa categoría de equiparar al
hombre con el animal. La persona misma se sustrae a la relación de
propiedad. Persona significa que no puede ser utilizado por nadie, sino que
soy fin en mi mismo. Puedo encontrarme, sin duda, en un sistema de trabajo,
cuyo superior me trata como un elemento en el todo de una máquina. Lo que
utiliza, empero, es solo mi trabajo, no mi yo como mi yo. Y esta utilización
tiene lugar en virtud de una concepción que, es verdad, ahorra fuerza y,
hasta cierto punto, es adecuada prácticamente, pero que, en verdad, pone en
lugar del hombre una máquina altamente desarrollada. Este error se paga
después de manera gravísima. El cálculo así planteado no sale nunca, y la
construcción edificada sobre él no funciona, pues se trata de hombres y no
de aparatos. Persona significa que yo no puedo ser habitado por ningún otro,
sino que en relación conmigo estoy siempre solo conmigo mismo; que no puedo
estar representado por nadie, sino que yo mismo estoy por mi; que no puedo
ser sustituido por otro, sino que soy único. Todo ello subsiste, aun cuando
la esfera de la intimidad sea tan perturbada como se quiera por la
intervención y la publicidad. Lo único que en tal caso se pierde es el
estado psicológico del respeto ajeno y de la paz, pero no la soledad de la
persona en sí» (Guardini, R., Mundo y persona, Ediciones Encuentro, Madrid
2000, p. 104).
[6] «Non est in detrimentum animae quod corpori
uniatur; sed hoc est ad perfectionem suae naturae» (Tomás de Aquino, De
anima, q. un., a. 2 ad 14).
[7] Prieto Solana, J., Hacia una ética de la
corporeidad humana. Verdad y “ethos” del cuerpo humano a la luz de las
catequesis de Juan Pablo II “Hombre y mujer lo creó”, Fundación
Universitaria San Antonio, Murcia 2004, p. 22.
[8] Prieto Solana, J., Hacia una ética de la
corporeidad humana. Verdad y “ethos” del cuerpo humano a la luz de las
catequesis de Juan Pablo II “Hombre y mujer lo creó”, Fundación
Universitaria San Antonio, Murcia 2004, p. 46.
[9] Juan Pablo II, Familiaris consortio, núm. 37.
[10] Brancatisano, M., La gran aventura,
Grijalbo, Barcelona 2000, pp. 24-25.
[11] Benedicto XVI, Dios es amor, núm. 5.
[12] Benedicto XVI, Dios es amor, núm. 5.
[13] «En este sentido, incluso el alma es
individuada por otra cosa, esto es, la materia» (Brock, S. L., Acción y
conducta, Herder, Barcelona 2000, p. 38).
[14] «El cuerpo es condición inicial, pero no
origen o causa de la individualidad del alma. Por eso, y teniendo en cuenta
las connotaciones actuales del término persona (consciencia y libertad), no
hay inconveniente alguno en decir que, después de la muerte del hombre, el
alma separada sigue siendo persona, aunque entonces (y hasta la
resurrección) ya no participe su propio acto de ser al cuerpo, y le falte
algo para ser propiamente un hombre; pero sigue siendo el mismo sujeto
individual y singular de su ser y de su obrar, sigue siendo el mismo
“alguien delante de Dios”. Lo que muere es el compuesto de materia y forma,
por la separación de sus partes esenciales, consiguiente a la indisposición
de la materia» (Cardona, C., Metafísica del bien y del mal, EUNSA, Pamplona
1997, p. 102).
[15] «Cuanto menor categoría posee un ser vivo,
tanto más se sume [o diluye] en las exigencias de la especie; cuanto más
elevado, tanto más intenso es el instinto de imponerse individualmente. Las
propiedades caracterizadoras se hacen más numerosas, las realizaciones
peculiares se destacan más, la fecundidad desciende numéricamente, las
exigencias de cuidado de la prole se hacen mayores. De esta suerte, el
individuo reviste cada vez mayor importancia, tanto respecto a la especie en
su totalidad, como respecto a los otros individuos» (Guardini, R., Mundo y
persona, Ediciones Encuentro, Madrid 2000, p. 96).
[16] Con palabras más técnicas: «La persona es un
ser que vale en sí y por sí, es un todo en sí y por sí, no es parte de un
todo del cual derive su valor. Metafísicamente hablando, no forma parte y no
puede “formar parte” de ninguna serie. La especie humana existe solo para la
biología. Desde el punto de vista metafísico esta realidad no existe: existe
la “naturaleza humana”, que no es la misma cosa. En este sentido, cada uno
de nosotros, cada persona, es un “unicum”. Esta “unicidad” debe ser
reconocida a toda persona: a la propia y a la de cualquier otro. Es el
precepto ético fundamental o norma personalista: “ama al prójimo como a ti
mismo”.
Sin embargo, una vez descubierta esta
particularidad de la persona, una vez descubierto que cada persona es
distinta de otra, irrepetible e insustituible, resulta espontáneo
preguntarnos: ¿No exige esta singularidad una correspondiente forma de
reconocimiento? ¿No debería haber una forma de reconocimiento del todo
excepcional y única? ¿Única y excepcional porque es dada a una persona
singular y no a otra? Ahora bien, si reflexionamos seriamente sobre la
experiencia del encuentro sexual, vemos que implica, como su fuente última,
precisamente esto: el reconocimiento del otro. La unidad en la carne, en el
cuerpo, apunta a este reconocimiento (es su intentio); lleva en sí mismo
esta finalidad.
Unicidad del otro y, por tanto, imposibilidad de
sustitución: “tuyo/tuya para siempre” puesto que ningún otro podrá tomar tu
puesto. Esta es la definición misma del matrimonio monogámico e indisoluble
en su íntima esencia ética» (Caffarra, C., Ética general de la sexualidad,
Eiunsa, Barcelona 1995, p.104).
[17] Cardona, C., en la Presentación a Caffarra
C., Ética general de la sexualidad, Eiunsa, Barcelona 1995, p. 17.
[18] El texto sigue: «La beatitud le viene al
alma solo por la visión beatífica, que supone la santidad de la voluntad.
Con todo esto, no es extraño a la Escritura la
idea de una muerte del alma, entendida en sentido moral y no ontológico. Por
ello, se puede hablar también de resurrección del alma, entendida como un
modo de recuperar la vida de Dios y la liberación de la muerte eterna»
(Prieto Solana, J., Hacia una ética de la corporeidad humana. Verdad y
“ethos” del cuerpo humano a la luz de las catequesis de Juan Pablo II
“Hombre y mujer lo creó”, Fundación Universitaria San Antonio, Murcia 2004,
p. 35).
[19] Prieto Solana, J., Hacia una ética de la
corporeidad humana. Verdad y “ethos” del cuerpo humano a la luz de las
catequesis de Juan Pablo II “Hombre y mujer lo creó”, Fundación
Universitaria San Antonio, Murcia 2004, p. 25).
[20] Cardona, C., en la Presentación a Caffarra
C., Ética general de la sexualidad, Eiunsa, Barcelona 1995, p.18. Las
cursivas son mías.
[21] Cfr., además de lo visto en el capítulo
segundo, Melendo, T., «Ser y amor: introducción a una metafísica de la
sexualidad», en Burgense, 34/2 (193), pp. 391-414.
[22] Cfr., a este respecto, Melendo, T.,
«Metafísica del amor conyugal», en Anthropotes, 1/1991, Roma, pp. 11-23.
[23] Ratzinger, J., «El hombre entre la
reproducción y la creación. Cuestiones teológicas acerca del origen de la
vida humana», en AA.VV., Bioética, cit., p. 64.
[24] Cfr. cita 56.
[25] «La donación personal se hace fecunda a
través de la mediación de la corporalidad, que es condición de posibilidad,
de modo análogo a como la alegría del alma se expresa en el rostro personal
a través de la mediación material del músculo adecuado» (Ruiz Retegui, A.,
«Sobre el sentido de la sexualidad», en Anthropotes, 2/1988, p. 238).
[26] Cfr., por ejemplo, Tomás de Aquino, De
anima, q. un., a. 1 ad 7.
[27] Me permito remitir, para este punto, a
Melendo, T., La dignidad del trabajo, Rialp, Madrid 1992.
[28] Cfr., entre otros muchos, Tomás de Aquino,
De anima, q. un., a. 1 c.
[29] Caffarra, Carlo, Ética general de la
sexualidad, Eiunsa, Barcelona 1995, p.113. He resaltado yo.
[30] Caffarra, C., Sexualidad a la luz de la
antropología y de la Biblia, Rialp, Madrid 1990, pp. 33-34.
[31] Así lo expone Angelo Scola: «El acto
conyugal, en efecto, consiste en la unión de los cuerpos, que expresa,
significa la unión de las dos personas. Precisamente en cuanto unión de
cuerpos sexuados es unión de personas por razón del significado sacramental
del cuerpo. La expresión procede de las célebres catequesis de Juan Pablo II
sobre la teología del cuerpo: «El cuerpo efectivamente, y solo el cuerpo, es
capaz de hacer visible lo que es invisible». En el lenguaje del cuerpo
humano, del que el acto conyugal es una «palabra» fundamental, se expresa la
totalidad de la persona porque la trascendencia de la persona humana está
inscrita hasta dentro de su mismo cuerpo. De forma que la unión de los
cuerpos es signo (sacramento) de la communio personarum, de la unión de las
personas, del hombre y la mujer» (Scola, A., Identidad y diferencia,
Encuentro, Madrid 1989, p. 87).
[32] Burke, C., Felicidad y entrega en el
matrimonio, Rialp, Madrid 1990, p. 44.
[33] A este respecto, sostiene Ruiz Retegui: «La
expresión corporal no es asunto exclusivo del amor sexuado, pero este
requiere expresiones corporales propias y características. Estas expresiones
del amor sexuado en la corporalidad reciben su significación no simplemente
del hecho de ser manifestación de la donación personal, ni tampoco de ser
expresión del amor personal singular, sino de ser la expresión cumplida de
la donación personal fecunda. Justamente por esto las muestras corporales
del afecto personal sexuado adquieren su significación propia en relación
con la unión corporal propia de la generación. Los gestos corporales de
afecto propiamente sexuado son siempre parte, camino, ordenación a la unión
corporal fecunda» (Ruiz Retegui, A., «Sobre el sentido de la sexualidad», en
Anthropotes, 2/1988, p. 239).
*Tomás Melendo
Catedrático de Filosofía (Metafísica)
Director Académico de los Estudios Universitarios sobre la familia
Universidad de Málaga (UMA), España
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