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2 Discusión moral sobre la regulación de la fertilidad:  El matrimonio en Cristo

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Un capítulo enojoso

Cristo dio su vida «para congregar en la unidad a todos los hijos de Dios que andaban dispersos» (Jn 11,52). San Pablo pedía una y otra vez a los fieles que permanecieran «en un mismo espíritu, un mismo pensar, un mismo sentir» (+1Cor 1,10; Flp 2,2; 4,2). Y de hecho los primeros cristianos tenían «un solo corazón y un alma sola» (Hch 4,32). Por eso ver en el pueblo cristiano graves divisiones sobre importantes temas de moral conyugal ha de resultarnos a todos tan doloroso como alarmante.

Éste que se inicia es, pues, un capítulo harto desagradable, que el lector, si buenamente puede, hará bien en evitar. Por una parte, será supérfluo para quienes aceptan sin dificultades la doctrina de la Iglesia. Y por otra, no será útil para quienes no crean que el Magisterio apostólico, en tan graves materias de la fe y la moral, está asistido a lo largo de los siglos por el Espíritu de Jesús. Debe, sin embargo, ser escrito, para confortar a los que vacilan en su fe o dudan en su conciencia, y también para ayuda de aquéllos que han de enseñar la doctrina católica del matrimonio en sus actividades pastorales.

Estado de la cuestión

Ya previó Pablo VI, al tratar el delicado tema de la paternidad responsable, que «estas enseñanzas no serán quizá fácilmente aceptadas por todos, pues son demasiadas las voces -ampliadas por los modernos medios de difusión- que discrepan de la voz de la Iglesia» (HV 18).

En todo caso, hago notar, en primer lugar, que hasta la encíclica Humanæ vitæ (1968), la gran mayoría de los moralistas católicos enseñaban una moral conyugal conforme con la doctrina de la Iglesia. Podemos comprobarlo consultando los manuales entonces más leídos, como Bernarhd Häring, La ley de Cristo, I-II, Herder, Barcelona 19654 o Antonio Royo Marín, Teología moral para seglares, I-II, BAC, Madrid 19734.

El P. Häring, por ejemplo, enseñaba entonces que el uso de preservativos «profana las relaciones conyugales». El onanista ofende a Dios y a su esposa, y «sería absurdo pretender que tal proceder se justifica como fomento del mutuo amor. Según San Agustín, no hay allí amor conyugal, puesto que la mujer queda envilecida a la condición de una prostituta» (II,318). «La continencia periódica respeta la naturaleza del acto conyugal y se diferencia, por lo mismo, esencialmente del uso antinatural del matrimonio» (316). «Los casados adornados de verdadera ternura pueden renunciar fácilmente a la unión carnal y prescindir del placer que causa, cuando así lo pide el amor» (322).

Por los años sesenta, sin embargo, los años del Vaticano II, algunos moralistas católicos fueron proponiendo una opinión contraria a la doctrina católica, y llegaron a crear una expectación bastante amplia sobre la posibilidad y conveniencia de un cambio considerable en la doctrina. Así las cosas, con ocasión de la Humanæ vitæ (25-7-68) estalló una crisis sumamente grave, pues esta encíclica confirmó con gran fuerza la enseñanza tradicional de la Iglesia.

Recuerdo aquí, como muy significativo, el caso del P. Häring. Mes y medio después de publicada la encíclica, ya estaba convocando abiertamente a resistirla: «Si el Papa merece admiración por su valentía en seguir su conciencia y tomar una decisión totalmente impopular, todo hombre o mujer responsable debe mostrar una sinceridad y una valentía de conciencia similares... El tono de la encíclica deja muy pocas esperanzas de que [una revisión de la doctrina] suceda en vida del Papa Paulo... a menos que la reacción de toda la Iglesia le haga darse cuenta de que ha elegido equivocadamente a sus consultores y que los argumentos recomendados por ellos como sumamente apropiados para la mentalidad moderna [alude a HV 12] son simplemente inaceptables... Lo que se necesita ahora en la Iglesia es que todos hablen sin ambages, con toda franqueza, contra esas fuerzas reaccionarias» (La crisis de la encíclica. Oponerse puede y debe ser un servicio de amor hacia el Papa: «Commonweal» 88, nº 20, 6-9-68 = «Mensaje» [Santiago, Chile] 173, 10-1968, 477-488). Y todavía en 1989, este anciano moralista jubilado, exigía que la doctrina católica sobre la anti-concepción se pusiera a consulta en la Iglesia, pues acerca de la misma «se encuentran en los polos opuestos dos modelos de pensamiento fundamentalmente diversos» («Ecclesia» 1989, 440-443).

Estado de las publicaciones

Desde la crisis aludida, se ha producido una grave y crónica crisis en la enseñanza de la moral conyugal. Y así unos autores siguen la doctrina de la Iglesia, y otros (muy difundidos por las Editoriales y Librerías religiosas de lengua hispana, como A. Valsecchi, M. Vidal, E. López Azpitarte, A. Hortelano, B. Forcano, V. Ayala, CESPLAM [equipo redentorista], J. M. Vigil, etc.), la impugnan más o menos abiertamente en graves cuestiones.

Éstos, concretamente, enseñan que la anticoncepción puede ser justificada en ciertas condiciones. Y la Iglesia, por el contrario, enseña que la anticoncepción es «intrínsecamente deshonesta», y que ha de considerarse «tan profundamente ilícita que jamás puede justificarse por razón ninguna». Como bien señalaba Häring, se encuentran así «en polos opuestos dos modelos de pensamiento fundamentalmente diversos». Veámoslos en una síntesis suficiente.

Moral y norma

-Algunos autores dicen que la moral de la sexualidad debe ser dejada a la conciencia personal, pues no hay normas morales objetivas que puedan regular cuestión tan íntima y compleja, y tan sujeta a las circunstancias cambiantes.

-Respuesta. Por el contrario, el Concilio dijo que «los esposos cristianos, en su modo de obrar, deben ser conscientes de que no pueden proceder a su antojo, sino que siempre deben regirse por la conciencia, la cual ha de ajustarse a la ley divina misma, dóciles al Magisterio de la Iglesia, que interpreta con autoridad esa ley a la luz del Evangelio» (GS 50).

Validez obligatoria de la doctrina de la Iglesia

-Los que que consideran a veces lícita la anticoncepción dicen que ésta es «un problema que presenta sus dificultades especiales para los católicos, como consecuencia de las diversas intervenciones de la Iglesia. Sin embargo, incluso dentro de la Iglesia católica, existen diversas posturas completamente legítimas, como han puesto de relieve varias Conferencias episcopales». Lo que éstas enseñaron en «documentos complementarios» debe ser considerado también como «doctrina de la misma Iglesia».

-Respuesta. La doctrina de la Humanæ vitæ es la que siempre ha enseñado la Iglesia, e incluso ésta fue, hasta 1930, una doctrina unánime entre católicos y ortodoxos, anglicanos y protestantes. Fue en 1930 cuando los anglicanos admitieron la licitud de la anticoncepción, al menos en circunstancias determinadas (Conferencia Anglicana, asamblea de Lambeth), rompiendo así la convicción ecuménica cristiana, que había sido unánime. Y las otras confesiones protestantes siguieron poco a poco la línea del viraje anglicano en esta cuestión moral tan grave.

La Iglesia reafirmó en seguida su doctrina. Pío XI, poco después de Lambeth, en la encíclica Casti connubii (1930), rechazó la anticoncepción como gravemente deshonesta. Y la misma doctrina se ha ido confirmando en múltiples documentos, como, por ejemplo: Pío XII (29-10-1951), Juan XXIII (1961, Mater et Magistra 193-194), concilio Vaticano II (GS 51, 87c), Pablo VI (1968, Humanæ vitæ), Sínodo VI de los Obispos (1980), y Juan Pablo II (1981, Familiaris consortio), Catecismo de la Iglesia Católica (1992, 2366-2371).

Cuando se publicó la Humanæ vitæ, la gran mayoría de las Conferencias episcopales católicas apoyó la encíclica, considerándola verdadera «doctrina de la Iglesia» (HV 4,6,20; Sínodo 1980). Sin embargo, como decía Juan Pablo II a los obispos de Austria, reafirmando esa encíclica, «no se puede dudar de la validez de las normas morales allí expuestas. Aunque sea comprensible que, cuando apareció la encíclica, se manifestase cierta desorientación, reflejada incluso en algunas declaraciones episcopales» («L'Osservatore Rom.» espñ. 23-8-87).

La doctrina de la Iglesia es una sola, y afirmar que en la Iglesia hay dos enseñanzas distintas, «completamente legítimas», e incluso «complementarias» -una declara siempre ilícito lo que otra considera en ocasiones lícito- es simplemente absurdo. La Iglesia conoce que tiene asistencia de Cristo Maestro para custodiar e interpretar con autoridad segura «toda la ley moral, es decir, no sólo de la ley evangélica, sino también de la natural, expresión de la voluntad de Dios, cuyo cumplimiento fiel es igualmente necesario para salvarse» (HV 4). Y por otra parte, la moral del matrimonio cristiano no es sólamente un tema de moral natural, sino de moral sacramental netamente cristiana: la Iglesia ha de saber cuándo el matrimonio católico es signo de la unión de Cristo con la Iglesia, y cuándo hay en él algo inconciliable con esa altísima significación.

Con razón, pues, dice Juan Pablo II que entre las dificultades no pequeñas que los esposos han de superar para vivir honestamente su matrimonio, sin duda «la primera, y en cierto sentido la más grave, es que incluso en la comunidad cristiana se han oído y se siguen oyendo voces que ponen en duda la misma verdad de la enseñanza de la Iglesia. Surge, pues, sobre esto una grave responsabilidadl: los que se ponen en abierta oposición a la ley de Dios, auténticamente enseñada por la Iglesia, llevan a los esposos por un camino equivocado. Lo que enseña la Iglesia sobre los anticonceptivos no constituye una materia sujeta a libre discusión entre teólogos. Enseñar lo contrario equivale a inducir a error a la conciencia moral de los esposos» (5-6-87).

Es también completamente ilusorio pretender que la Iglesia cambie su doctrina, en ésta o en otras graves materias, cuando sobre ellas se ha pronunciado larga y claramente. En el rechazo de la anticoncepción, concretamente, la Iglesia «proclama con humilde firmeza toda la ley moral, natural y evangélica. No ha sido ella la autora de estas leyes, ni puede por tanto ser su árbitro, sino sólamente su depositaria e intérprete, sin que pueda jamás declarar lícito lo que no lo es por su íntima e inmutable oposición al verdadero bien del hombre» (HV 18).

Decir, en fin, que la doctrina católica sobre la moral conyugal presenta para los fieles «dificultades especiales, como consecuencia de diversas intervenciones de la Iglesia», es despreciar el Magisterio apostólico y hacerlo odioso. En vez de considerar la doctrina de la Iglesia como voz de Cristo y, por tanto, como verdad liberadora -«la verdad os hará libres» (Jn 8,32)-, es presentada como un yugo opresivo, que no consigue sino crear a los fieles problemas de conciencia. Pero esto ya indica simplemente una grave quiebra de la fe.

Libertad de la conciencia ante doctrinas no infalibles de la Iglesia

-Algunos dicen que la enseñanza de la Iglesia sobre los métodos lícitos para regular la natalidad «representa sencillamente una orientación, que no substituye la responsabilidad de la conciencia de los fieles». Habrá que tenerla en cuenta, pero «un católico responsable puede en este punto disentir del magisterio oficial, tal como lo enseña la moral y lo han afirmado diversas Conferencias episcopales. Esta enseñanza pontificia no es infalible».

-Respuesta. Como ya hemos visto, aquello que se enseña en la Humanæ vitæ, la Familiaris consortio y otros documentos sobre los medios lícitos e ilícitos para la procreación responsable es «doctrina de la Iglesia». Y enfrentar conciencia y Magisterio no sirve sino para perderse de la verdad. Precisamente, «el Magisterio de la Iglesia ha sido instituído por Cristo, el Señor, para iluminar la conciencia; apelar a esta conciencia precisamente para rechazar la verdad de cuanto enseña el Magisterio, lleva consigo el rechazo de la idea católica del Magisterio y de la conciencia moral» (12-11-88) (+LG 25). En efecto, como dijo el Vaticano II, «los esposos cristianos deben regirse por la conciencia, la cual ha de ajustarse a la ley divina misma, dóciles al Magisterio de la Iglesia, que interpreta auténticamente [=con autoridad apostólica] esa ley a la luz del Evangelio» (GS 50).

Por otra parte, en cuanto a la posibilidad de disentir en conciencia de una doctrina no infalible de la Iglesia, conviene tener en cuenta dos verdades:

1.-Un disentimiento subjetivo-privado respecto a la doctrina de la Iglesia podrá hacerse norma lícita de conducta con una serie de condiciones que en muy pocos casos se dan. Presentar, pues, el disentimiento de conciencia como una salida idónea para la mayoría de los matrimonios católicos es un gran fraude, como ya lo previno con exactitud Pío XI, tratando de estos temas (Casti connubii, 1930, 107-109).

2.-Un disentimiento objetivo-público de la doctrina de la Iglesia, por el que se establece un magisterio alternativo, que en nuestro tema dura ya varios decenios, es indigno de un moralista que quiera tenerse por católico. En este triste magisterio paralelo se trata por todos los medios -cursos, conferencias, libros, artículos, vídeos y folletos- de alentar el disentimiento subjetivo de los fieles, y de suministrarles fórmulas morales que les permitan hacer el mal con buena conciencia. Pero a nadie es lícito en la Iglesia enseñar públicamente en contra del Magisterio apostólico. Y los esposos cristianos de hoy han de elegir en conciencia, ante Dios, si quieren edificar su casa espiritual sobre arena o sobre la Roca.

Carácter ideal de la doctrina católica

-La moral conyugal católica, dicen algunos, propone una ley que debe considerarse como un ideal, de manera que si un matrimonio tiende hacia ese ideal, aunque no cumpla a veces o todavía esa ley, no por eso debe considerarse culpable de unos pecados que no serían tales.

-Respuesta. Sobre este punto la Iglesia cree que los esposos cristianos «no deben mirar la ley como un mero ideal que se puede alcanzar en el futuro, sino que deben considerarla como un mandato de Cristo Señor, esforzándose por superar las dificultades. "Por eso la llamada ley de gradualidad no debe identificarse con la gradualidad de la ley, como si hubiera varios grados de precepto en la ley divina para los diversos hombres y situciones. Todos los esposos, según el designio de Dios, están llamados a la santidad del matrimonio, y esta excelsa vocación se realiza en la medida en que la persona humana se encuentra en condiciones de responder al mandamiento divino con ánimo sereno, confiando en la gracia divina y en la propia voluntad" (25-10-80). En este sentido, es propio de la pedagogía de la Iglesia que los esposos reconozcan ante todo claramente la doctrina de la Humanæ vitæ como normativa para el ejercicio de su sexualidad, y se comprometan sinceramente a poner las condiciones necesarias para observar tal norma» [34].

Ahora bien, si en su vida conyugal, a veces no poco ardua y compleja, los esposos experimentan dificultades e incurren en caídas graves, la Madre Iglesia -como hace con todos los pecadores-, en el nombre de Cristo les prestará comprensión, ayuda y perdón, y lo hará setenta veces siete, pues para eso es en el mundo la manifestación de la misericordia de Dios con los hombres. La Iglesia, en cambio, nada puede hacer, sino orar, por los pecadores que no quieren reconocer sus pecados.

La eventualidad de un cambio en la doctrina de la Iglesia

-La obstinación de los Papas en presentar la moral conyugal católica como «doctrina de la Iglesia», así como la precariedad de las «salidas» apuntadas por los moralistas para poder infringirla con buena conciencia, da ocasión finalmente a que algunos pretendan una solución más radical: cambiar la doctrina de la Iglesia. Así, por ejemplo, el P. Häring propone con este fin «una encuesta entre todos los obispos, todas las facultades teológicas y las más significativas estructuras asociativas de los laicos». De este modo podría impedirse «que el abandono de la Iglesia [por parte de muchos fieles] tenga ulteriores dimensiones catastróficas» («Ecclesia» 1989,440).

-Respuesta. La Iglesia no cambiará su moral conyugal, porque sabe que es la verdad natural y evangélica. Cuando Pío XII recuerda la prohibición de los anticonceptivos artificiales, hecha por Pío XI en la Casti connubi (1930), por ser «una acción intrínsecamente inmoral», dice: «Esta prescripción sigue en pleno vigor lo mismo hoy que ayer, y será igual mañana y siempre, porque no es un simple precepto de derecho humano, sino la expresión de una ley natural y divina» (29-X-1951). Ese mismo convencimiento asiste a Pablo VI, cuando «en virtud del mandato de Cristo», publica la Humanæ vitæ (1968), mostrándose en desacuerdo con una mayoría de la Comisión Pontificia que él mismo había constituído para estudiar el caso, y sabiendo bien que con ello la Iglesia va a quedar también en desacuerdo con medio mundo. La misma doctrina, y frente a iguales oposiciones, mantiene Juan Pablo II en la Familiaris consortio (1981). Y el Catecismo de la Iglesia Católica, reitera en 1992, tras consulta a todos los Obispos y Facultades teológicas del mundo, la doctrina católica en estas materias (nn. 2366-2372). Es, pues, completamente insensato esperar que «con otro Papa más abierto» pueda darse un cambio en la doctrina.

Impugnación de los métodos naturales

Aquellos moralistas, que en estos temas de moral conyugal contrarían la doctrina de la Iglesia, suelen impugnar los métodos naturales desde muy diversos ángulos.

-La decisión moral importante es la de tener o no más hijos; pero «los métodos a emplear es una cosa secundaria».

-Respuesta. Por el contrario, los métodos importan mucho. La decisión de un fin (tener más o menos hijos) es, efectivamente, más importante que la elección de los medios para conseguirlo. Pero devaluar la entidad moral de los medios es un grave error. Un padre, por ejemplo, tiene que decidirse entre ocuparse o no de sustentar a sus hijos (fin), y ésta es la decisión moral más importante; pero no es cosa secundaria que decida hacerlo trabajando honestamente o robando (medios). El fin honesto no puede justificar unos medios deshonestos.

--En la evitación de la concepción, no tienen diferente calificación moral los medios naturales y los artificiales, pues unos y otros pretenden el mismo fin.

-Respuesta. La Iglesia es coherente cuando admite la abstinencia periódica y rechaza la anticoncepción. En efecto, «un acto de amor mutuo, que ha sido privado [en la anticoncepción] de ese poder de transmitir la vida que Dios Creador, según leyes peculiares, ha puesto en él, está en contradicción con el designio constitutivo del matrimonio y con la voluntad del Autor de la vida humana; usar, pues, de este don divino destruyendo su significado y su finalidad, aunque sólo sea parcialmente, es contradecir la naturaleza del hombre y de la mujer y sus más íntimas relaciones, y por lo mismo es también contradecir también el designio de Dios y su voluntad. En cambio, usar el don del amor conyugal respetando las leyes del proceso generador [en el que la misma naturaleza, o por mejor decir Dios, ha dispuesto que los actos conyugales sean en su gran mayoría infecundos] significa reconocerse no señores de las fuentes de la vida, sino más bien administradores del designio establecido por el Creador» (HV 13).

No es, pues, lo mismo usar del matrimonio sólo en sus tiempos naturalmente infecundos, que usar de él «haciendo imposible la procreación» (HV 14), es decir, desvirtuándolo positivamente de su natural eficacia genésica. La diferencia antropológica y moral que existe entre lo uno y lo otro es «bastante más amplia y profunda de lo que habitualmente se cree, e implica en resumidas cuentas dos concepciones de la persona y de la sexualidad, que no pueden conciliarse entre sí» [32].

-Los métodos naturales, con su abstinencia periódica, resultan inseguros, repugnantes e impracticables. A muchos esposos, dicen, les causan «profunda repugnancia, por el hecho de que intentan reducir el amor al calendario». No son, pues, un medio «razonable y seguro para poder amarse sin el peligro de una paternidad amenazante». Suelen producir «angustia, que perjudica profundamente su amor y repercute de un modo u otro en los hijos», y además son inaplicables «en los países subdesarrollados», que son los que más necesitan limitar la natalidad.

-Respuesta. Éstos, que suelen silenciar por sistema los efectos altamente negativos que la anticoncepción produce en la salud psíquica, somática y familiar, consideran los lícitos métodos naturales repugnantes y nocivos, sin preocuparse de que los informes científicos aseguren lo contrario, pues afirman que la seguridad de los métodos naturales es equivalente a la de la píldora o a la de los diversos modos preservativos, y que suelen tener efectos muy beneficiosos sobre la vida de la pareja y de la familia. Más aún, se atreven a calificar de impracticables los métodos lícitos enseñados por la Iglesia con la autoridad de Cristo.

Pues bien, «Dios no manda imposibles -dice Juan Pablo II-, y todo mandamiento lleva consigo también un don de gracia que ayuda a la libertad humana a cumplirlo. Sin embargo, son necesarios la oración constante, la participación frecuente en los sacramentos, y la práctica de la castidad conyugal» (5-6-87). Para quienes viven alejados de Cristo y de la Iglesia, no sólo es impracticable la castidad matrimonial, sino cualquier otro aspecto de la vida cristiana: la caridad fraterna, la paz o la justicia. No es ningún descubrimiento, en efecto, que la honestidad del matrimonio no se puede vivir sin la virtud de la castidad [33], sin aceptación evangélica de la cruz [34], y en general, sin una vida cristiana verdadera. La vida conyugal honesta, «como todas las grandes y beneficiosas realidades [la justicia social, por ejemplo], exige un serio empeño, y muchos esfuerzos de orden familiar, individual y social. Más aún, no sería posible vivirla sin la ayuda de Dios, que sostienen y fortalece la buena voluntad de los hombres» (HV 20).

No deja de ser curioso que los mismos, a veces, que, para superar graves injusticias sociales, exigen profundos cambios en mentalidades, costumbres y estructuras -lo que implica no poco optimismo-, echen a un lado la doctrina de la Iglesia sobre el matrimonio, considerándola -con gran pesimismo- impracticable. Por lo visto, las costumbres socioeconómicas pueden y debe ser profundamente modificadas, y a poder ser pronto, en tanto que las costumbres sexuales son irremediables. Así pues, los hombres pueden ser liberados del culto a la Riqueza y abiertos a la solidaridad, y para ello la Iglesia debe promover grandes y audaces campañas; pero en modo alguno pueden ser redimidos de su servidumbre al Sexo, y orientados a la honestidad, por lo que es mejor que la Iglesia en esto se calle, y se deje de idealismos impracticables.

El conflicto de deberes

-«(1) Si existe la obligación de no tener más hijos, pues lo contrario sería un mal; (2) si la manifestación del cariño a través de la entrega corporal parece necesaria o conveniente, y (3) si la abstinencia, en tales circunstancias, provocara otra serie de males que irían contra las obligaciones primarias de los cónyuges, no cabe otra salida que el empleo de los anticonceptivos, cuya utilización el Papa nos recuerda que es también un mal». Estamos, pues, ante un claro conflicto de deberes, (o de valores, o de bienes, o de conciencia), es decir, «cuando se da una situación en la que hagamos lo que hagamos, cumplimos un deber, pero dejamos de cumplir otro». Sería, pues, un caso de «lo que tradicionalmente se llamaba "conciencia perpleja"». En tales supuestos, habrán de ser los esposos quienes tomen una decisión, que no necesariamente excluye siempre como ilícitos los medios anticonceptivos.

-Respuesta. Quienes así hablan dan por cierto un supuesto que no es aceptable. Por el contrario, el Concilio afirma en el nombre de la Iglesia que «no puede haber contradicción verdadera entre las leyes divinas de la transmisión de la vida y el fomento genuino del amor conyugal» (GS 51). La sexualidad anticonceptiva en modo alguno puede favorecer el amor conyugal, pues justamente es su misma negación. Juan Pablo II enseña que «hablar de conflicto de valores o de bienes, y de la consiguiente necesidad de realizar una especie de equilibrio de los mismos, eligiendo uno y rechando el otro, no es moralmente correcto, y sólo produce confusión en la conciencia de los esposos. La gracia de Cristo da a los esposos la real capacidad de realizar toda la verdad de su amor conyugal» (5-6-87).

Alegar la conciencia perpleja para justificar la anticoncepción es un argumento falso. Quienes en este tema acuden al conflicto de valores, no se refieren sólo a un estado subjetivo de perplejidad -de la que ha de salirse cuanto antes por la oración, el estudio y la consulta, suspendiendo entre tanto la acción, si ello es posible, que no siempre lo es-; sino que se refieren más bien a un enfrentamiento objetivo de valores, que en un matrimonio puede durar quizá veinte años. Suponer que los matrimonios cristianos hayan de vivir crónicamente perplejos, a veces la mayor parte de sus años fértiles, inevitablemente abocados a hacer algo malo, pudiendo sólo elegir entre hacer este mal o este otro mal, es completamente inaceptable. Equivale a ignorar la gracia de Cristo, y a negar en la práctica que el matrimonio sacramento sea realmente un camino de santificación.

Contraponer como tres males de calidad homogénea : o traer un hijo irresponsablemente, o lesionar el amor conyugal por la abstinencia periódica, o incurrir en la anticoncepción, implica una grave falsedad. En ese triángulo supuesto el único lado ciertamente malo es la anticoncepción, por ser «intrínsecamente deshonesta». No es, en cambio, algo ciertamente malo que un hijo venga al mundo, ni menos aún es un mal cierto la abstinencia periódica, como si ésta necesariamente lesionara la unidad conyugal. Presentar, pues, esos datos como tres males equiparables es un gran fraude, indigno de moralistas católicos.

Por último, dar por supuesto que los esposos cristianos no pueden abstenerse de la unión sexual unos cuantos días al mes, es desconocer juntamente la naturaleza humana y la gracia de Cristo. «Suponer, dice Juan Pablo II, que existan situaciones en las que no sea de hecho posible a los esposos ser fieles a todas las exigencias de la verdad del amor conyugal, equivale a olvidar esta presencia de la gracia que caracteriza la Nueva Alianza: la gracia del Espíritu Santo hace posible lo que al hombre, dejado a sus solas fuerzas, no le es posible» (17-9-83).

El mal menor

-Otros afirman que «el principio del mal menor» puede justificar que los esposos, para salvar valores superiores, recurran a los medios anticonceptivos. O en todo caso piensan que para legitimar en determinadas circunstancias la anticoncepción podría invocarse «el principio de totalidad», por el cual la unidad entre amor y fecunidad se guardaría en el conjunto de la vida matrimonial, aunque no en cada uno de los actos conyugales.

-Respuesta. Ya Pablo VI, considerando esta objeción la respondió adecuadamente: «No se puede invocar como razones válidas, para justificar los actos conyugales intencionalmente infecundos, el mal menor, o el hecho de que tales actos constituirían un todo con los actos fecundos anteriores o que seguirán después. En verdad, si es lícito alguna vez tolerar un mal menor a fin de evitar un mal mayor o de promover un bien más grande, nunca sin embargo es lícito, ni aún por razones ciertamente gravísimas, hacer el mal para conseguir el bien (+Rm 3,8); es decir, hacer objeto de un acto positivo de la voluntad lo que por su propia naturaleza lesiona el orden moral, y por lo mismo ha de juzgarse indigno del hombre, aunque con ello se quisiere defender o procurar el bien individual, familiar o social. Yerra, por tanto, totalmente el que piensa que un acto conyugal, hecho voluntariamente infecundo, y por esto intrínsecamente deshonesto, pueda ser convalidado por el conjunto de una vida conyugal fecunda» (HV 14).

Ley natural y leyes de la naturaleza

-Dicen algunos que la Iglesia católica, en la moral conyugal, parte de un concepto erróneo, fijo y puramente biológico, de la naturaleza humana (postura naturalista). Ignora así que la naturaleza, muy especialmente la humana, no es algo inmóvil, sino un constante devenir, en el cual medios y métodos son buenos o malos no tanto en relación a «que sean o no naturales, sino de que ayuden o no al bien global de las personas» (postura personalista). Cuando así convienen, los métodos artificiales «se pueden adoptar con conciencia tranquila». Serían una aplicación más del mandato de Dios «dominad la tierra».

-Respuesta. Los objetantes confunden «leyes de la naturaleza» y «ley natural», entre las que existe una distinción fundamental. Por supuesto que el hombre puede y debe manipular las leyes de la naturaleza, poniéndolas a su servicio, y constantemente lo hace en sus trabajos. Lo que no debe hacer jamás el hombre es violar la ley natural, por la que, obedeciendo al Creador, debe regirse la persona humana, y concretamente el matrimonio.

Consideremos, por ejemplo, un texto importante del Concilio Vaticano II: «cuando se trata de conjugar el amor conyugal con la responsable transmisión de la vida, la índole moral de la conducta no depende sólamente de la sincera intención y apreciación de los motivos, sino que debe determinarse con criterios objetivos, tomados de la naturaleza de la persona y de sus actos, criterios que mantienen íntegro el sentido de la mutua entrega [amor total] y de la humana procreación [amor fecundo], entretejidos en el amor verdadero» (GS 51). Pues bien, en ese texto, lo mismo que en otros, la Iglesia está hablando de la ley natural del matrimonio, dispuesta por el Creador -la naturaleza de la persona y de sus actos-, y no se refiere para nada a los biologismos o presuntos fijismos de las leyes de la naturaleza.

Por lo demás, los objetantes confunden también lo biológico con lo meramente corporal, y eso sí que es torpe fisicismo. La biología humana, aún más que somática, es psicológica y espiritual. Y tanto la razón como la fe descubren «en el poder de dar la vida, leyes biológicas que forman parte de la persona humana» (HV 10; +Veritatis splendor 1993, 46-50).

La nueva moral y la doctrina moral de la Iglesia

La «nueva moral» tiene muchas manifestaciones diversas, y no podemos intentar siquiera una descripción o clasificación de las mismas. En todo caso, sí podemos decir que, en sus distintas expresiones, la nueva moral no es conciliable con la moral católica, pero encuentra buen acomodo en el situacionismo, postura ética nacida bajo el influjo de la filosofía existencialista y de la teología protestante. Ya Pío XII describió y rechazó esta moral de situación, y le dió el nombre de nueva moral (23-3-52; +18-4-52; 15-4-53; Santo Oficio 2-2-56). La Iglesia ha rechazado siempre esa moral, y últimamente lo ha vuelto a hacer con especial claridad en el Catecismo de la Iglesia Católica (1993) y en la encíclica Veritatis splendor (1993, ver sobre todo 79-83).

En efecto, «hay actos que, por sí y en sí mismos, independientemente de las circunstancias y de las intenciones, son siempre gravemente ilícitos por razón de su objeto; por ejemplo, la blasfemia y el perjurio, el homicidio y el adulterio. No está permitido hacer el mal para obtener un bien» (Catecismo 1756; +1750-1756). En este mismo sentido, es intrínsecamente mala la anticoncepción (2370), como lo es la masturbación (2352), la violación (2356) o el ejercicio de la homosexualidad (2357). Éstos, y otros, son actos «intrínsecamente malos -intrinsece malum-, siempre y por sí mismos, es decir, por su objeto, independientemente de las ulteriores intenciones de quien actúa y de las circunstancias» (Veritatis splendor 80).

La nueva moral, por el contrario, aunque no suela afirmarlo abiertamente, se niega a admitir que existan normas morales definidas en cuanto a sus contenidos y absolutamente válidas (semper et pro semper), es decir, normas que excluyen toda posibilidad de excepciones, sean cuales fueren las intenciones y las circunstancias. Más bien piensa que todas las normas morales quedan siempre abiertas a posibles excepciones (valent ut in pluribus = valen generalmente), y que están, pues, sujetas al poder superior normativo de la conciencia personal.

Según esto, los moralistas que parten de esta posición básica, unas veces rechazan la norma moral objetiva, otras proponen cambios fundamentales de la misma, o con más frecuencia indican las posibles excepciones que permitan eludirla con buena conciencia. Podremos comprobarlo con algunos ejemplos concretos.

-La norma rechazada.

B. Forcano, por ejemplo, propone una «nueva ética» -así se titula su obra- en la que estima que la masturbación «no hace peligrar la especie, ni el matrimonio, ni la familia. Y, por supuesto, no pone en peligro la salud, ni el vigor, ni la probidad del individuo».

De este modo rechaza abiertamente la norma moral de la Iglesia. En efecto, «sea lo que fuere de ciertos argumentos de orden biológico o filosófico de que se sirvieron a veces los teólogos, tanto el Magisterio de la Iglesia, de acuerdo con una tradición constante, como el sentido moral de los fieles, han afirmado siempre sin ninguna duda que la masturbación es un acto intrínseca y gravemente desordenado» (S. Congr. Doctrina Fe, Persona humana 9, 1975).

-La norma cambiada.

A. Hortelano escribe: «No es suficiente una reforma sexual, sino que hace falta hacer una verdadera revolución. Los vetos del concilio Vaticano II (píldora, divorcio y celibato sacerdotal) no han conseguido sino envenenar los problemas y retrasar peligrosamente su solución. De ahí que sean cada vez más fuertes las voces de los que exigen cambios decisivos en la moral sexual [Cita en nota: Oraison, Hoffmann, Häring, Curran, Charbonneau, Keller, Vidal, Dominian, Kennedy, Valsecchi, Pfürtner]. Las autoridades de la iglesia han reaccionado, en general, con suspicacia ante estas innovaciones, pero no han tomado medidas drásticas al respecto. Se diría que existe la impresión general de que no hay nada que hacer para contener la riada. Todo se ha reducido a algunos documentos más o menos inofensivos que la mayoría de la gente no se los ha tomado muy en serio».

Por el contrario, la Iglesia enseña en uno de esos inofensivos documentos, que en el campo de la ética sexual «existen principios y normas que la Iglesia ha transmitido siempre en su enseñanza sin la menor duda, por opuestas que les hayan podido ser las opiniones y costumbres del mundo. Estos principios y estas normas no deben en modo alguno su origen a un tipo particular de cultura, sino al conocimiento de la ley divina y de la naturaleza humana. Por lo tanto, no se los puede considerar caducados, ni cabe ponerlos en duda bajo pretexto de una situación cultural nueva» (Persona humana 5).

-La norma eludida por la excepción.

1. En la anticoncepción. Ya vimos que muchos autores de la nueva moral, respetando sólo de palabra la norma que prohibe la anticoncepción como intrínsecamente deshonesta, buscan por una u otra vía excepciones a la norma -conflicto de deberes, mal menor, conciencia perpleja, principio de totalidad o lo que sea-, es decir, salidas que permitan infringir la norma con buena conciencia. Y adviértase que estas excepciones no tienen nada de excepcionales, pues, según ellos mismos las presentan, pueden estar vigentes en la gran mayoría de los matrimonios durante la mayor parte de su vida genésica.

Juan Pablo II enseña lo contrario en el nombre de la Iglesia: «Pablo VI, calificando el hecho de la contracepción como "intrínsecamente ilícito", ha querido enseñar que la norma moral no admite excepciones: nunca una circunstancia personal o social ha podido, ni puede, ni podrá convertir un acto así en un acto de por sí ordenado [lícito]. La existencia de normas [morales] particulares, con una fuerza tal que obligan a excluir, siempre y sea como fuere, la posibilidad de excepciones, es una enseñanza constante de la Tradición y del Magisterio de la Iglesia, que el teólogo católico no puede poner en discusión» (12-11-88).

2. En las relaciones prematrimoniales. E. López Azpitarte las considera en general ilícitas, pero -estamos en lo mismo- admite excepciones: «Creemos acertada la siguiente afirmación [de M. Cuyás]: "Es preciso confesar, con todo, que la reflexión ética no halla razones apodícticas para concluir que toda relación íntima prematrimonial resulta deshumanizante y pecaminosa». Generalmente sí, pero todas no. Y cita al pie de página: «De igual manera piensan la mayoría de los moralistas actuales, como Vidal, Valsecchi, Rossi, Hortelano».

La Iglesia enseña lo contrario: Es «doctrina cristiana que todo acto genital humano debe mantenerse en el cuadro del matrimonio. Así lo entendió y enseñó siempre la Iglesia. Para que la unión sexual responda verdaderamente a las exigencias de su propia finalidad y de la dignidad humana, el amor tiene que tener su salvaguardia en la estabilidad del matrimonio. Además, las relaciones sexuales prematrimoniales excluyen las más de las veces la prole [mediante anticonceptivos]; y lo que se presenta como un amor conyugal no podrá desplegarse, como debería indefectiblemente, en un amor paternal y maternal; o, si eventualmente se despliega, lo hará con detrimento de los hijos, que se verán privados de la conviencia estable en la que puedan desarrollarse» (Persona humana 7).

3. En el aborto. Marciano Vidal escribe: «Afirmada la inmoralidad global del aborto, juzgamos conveniente plantear la dimensión ética de las situaciones conflictivas en términos de conflicto de valores». En efecto, éste «tiene aplicación concreta en el llamado aborto terapéutico. Con algunos moralistas actuales, nos atrevemos a creer que en tal situación no se trata de aborto "moral", en el sentido de una acción totalmente mala sin posibilidad de ser referida a otro valor que se pretende salvaguardar, como es la vida de la madre. Por otra parte, el aborto eugenésico plantea una pregunta cuya contestación es difícil de dar apodícticamente. Es una situación típica en la cual los principios éticos son claros a nivel abstracto, pero requieren una gran dosis de comprensión a nivel concreto. "Suponiendo [escribe el P. Häring] que en un próximo futuro el hombre alcanzara certeza moral de que el embrión de un determinado estadio no está aún dotado de vida humana (no es todavía una persona) y suponiendo que los procedimientos progresivos de diagnosis puedan determinar anomalías en el feto antes de ese estadio, habría margen para una intervención responsable basada en criterios rígidos de eugenesia"».

Es urgente recordar en esto la doctrina de la Iglesia, para evitar posibles abortos, es decir «intervenciones responsables», que pudieran ser perpetradas -en base, por supuesto, a un «conflicto de valores»- por personas que, con ayuda del progreso, hubieran llegado a la «certeza moral de que el embrión no estaba dotado de vida humana», sino, por lo visto, de otra especie de vida (!), y que, al mismo tiempo, tuvieran «grandes dosis de comprensión» a la hora de aplicar en una situación concreta «los principios éticos que son claros a nivel abstracto».

La Iglesia, por cierto con más claridad y sencillez, afirma esto: «El aborto y el infanticidio -dice el Vaticano II- son crímenes abominables» (GS 51). En efecto, «desde el momento en que el óvulo es fecundado, se inaugura una nueva vida que no es la del padre ni la de la madre, sino la de un nuevo ser humano que se desarrolla por sí mismo. Jamás llegará a ser humano si no lo ha sido desde entonces. A esta evidencia de siempre, la genética moderna otorga una preciosa confirmación. Muestra que desde el primer instante se encuentra fijado el programa de lo que será ese viviente: un hombre, este hombre individual, con sus características ya bien determinadas... Por tanto, el fruto de la generación humana, desde el primer momento de su existencia, es decir, desde la constitución del cigoto, exige el respeto incondicionado que es moralmente debido al ser humano en su totalidad corporal y espiritual» (S. Congr. Doctrina de la Fe, Donum vitae I,1; 1987).

4. En otras cuestiones. Vengamos, a modo de ejemplo, a una situación altamente conflictiva. En una familia el abuelo, muy rico, con muchos años de edad y muchas enfermedades, se obstina en seguir viviendo, mientras sus familiares pasan calamidades sin cuento de pobreza, que ponen en peligro importantes valores -la convivencia familiar, la posibilidad de tener hijos, la vida de un niño gravemente enfermo, que podría curarse con un tratamiento muy caro, etc.-. Sólo la herencia del abuelo podría librarles de tantos males, y abrirles camino a grandes bienes. Estamos pues, al parecer, ante un claro conflicto de valores: o se respeta una vida que se apaga, o se salva a un niño que tiene toda la vida por delante, y se presta al mismo tiempo ayudas decisivas para la vida de toda una familia.

Pues bien, todos sabemos que el homicidio es intrínsecamente deshonesto; pero en un caso extremo como éste ¿no habrá posibilidad alguna de excepción en la norma moral? ¿No sería cosa de que los familiares consultaran el asunto con alguno de los propugnadores de la nueva moral? Esta pregunta, que podría ser considerada insultante, está justificada en tanto aquellos moralistas que usan ampliamente del método del conflicto de valores para legitimar acciones intrínsecamente deshonestas, no expongan con mayor precisión y verdad las condiciones y límites de dicho método.

Pues bien, lo más probable es que estos mismos moralistas dieran a esa cuestión una respuesta negativa. Pero no lo harían sin contradecirse a sí mismos. En efecto, deberían, para ser fieles a sus teorías, dejar libre la conciencia del consultante a la hora de tomar una decisión en tal conflicto de valores, libre para discernir en esa situación el valor principal o el mal menor. Lo más que podrían hacer es recordarle los principios que, a modo de orientaciones, enseña la moral fundamental. Eso sí, advirtiéndole que, fuera de los primeros principios éticos -como «hacer el bien y evitar el mal»-, una posible excepción de las normas morales no puede ser excluída en forma absoluta y total, pues no puede excluirse que el cumplimiento de un valor comprometa gravemente la realización de algún otro, que pueda considerarse más importante...

La nueva moral no puede dar mártires

El situacionismo es causa de inmensos males, pero todavía es peor por los bienes grandiosos que nos quita. Hagamos, si no, memoria de los mártires. ¿Cuántos mártires cristianos hubieran podido salvar su vida -en este mundo, claro- si hubieran recurrido al «conflicto de valores» o a alguna otra de las «salidas» que la nueva moral ofrece? Este juez cristiano podría seguir haciendo mucho bien y podría salvar a su familia de graves sufrimientos con una pequeña mentira (no soy cristiano: eso es una calumnia). Esta hermosa viuda, concediendo al gobernador una pequeña fornicación, sólo una quizá, podría seguir cuidando de sus hijos, que de otro modo quedarán huérfanos entre paganos. Aquel soldado romano, con una mínima simulación (ofrecer una pizca de incienso ante la estatua del emperador -una pizca, nada prácticamente, y lo hacen todos, es algo casi insignificante-), podría conservar sus bienes, salvar su vida, volver a su casa, tener hijos... Pero ninguno de los mártires cristianos ha admitido, ni admite ahora, en el siglo XX, ni admitirá jamás estas enseñanzas de la nueva moral. La verdad siempre tendrá mártires. Y en los mártires estará siempre la verdad.

Pecado social y estructura de pecado

Dios nuestro Señor aprecia como cosas excelentes, hechas por Él, tanto la sexualidad («creced y multiplicáos») como los bienes temporales («dominad la tierra»). Pero cuando los hombres, alejándose de Él, dan culto idolátrico al Sexo y al Dinero, entonces quedan apresados en unas estructuras de pecado que han ido formándose a lo largo de los siglos. En efecto, «cuando la Iglesia habla de situaciones de pecado o denuncia como pecados sociales determinadas situaciones o comportamientos colectivos de grupos sociales más o menos amplios, o hasta de enteras Naciones y bloques de naciones, sabe y proclama que estos casos de pecado social son el fruto, la acumulación y la concentración de muchos pecados personales» (Juan Pablo II, exht. Reconciliatio et pænitentia 16; +enc. Sollicitudo rei socialis 36).

Pues bien, Cristo nos hace libres del culto al Sexo y al Dinero, al mismo tiempo que nos libera de todo otro culto idolátrico a la Sabiduría, al Poder, a la Libertad, etc. Él es, concretamente, el único que trae a los hombres, como un don sobrenatural, la posibilidad de vivir su relación con el Sexo y el Dinero de una manera nueva, llena de gracia y de libertad.

La lucha por la justicia en la cuestión social

Hubo siglos en que la mayoría del pueblo cristiano veía como normal el abismo entre ricos y pobres, y desoyendo la voz de Cristo, consideraba conforme al orden natural esas diferencias tan gravemente injustas. Tal situación daba lugar, sin duda, a una estructura de pecado, la cual, participada en mayor o menor medida por los mismos pastores y doctores, generalmente no era denunciada sino consentida, y en ciertos casos defendida en nombre del honor y del respeto debido a un orden jerárquico.

Este pecado social, sin embargo, no ofuscaba la doctrina de la Iglesia, ni la mente y la acción de los santos, y el servicio a los pobres tiene una larguísima historia cristiana. En todo caso, esa lamentable estructura social de pecado dura no pocos siglos. Eso explica, por ejemplo, que cuando León XIII publica sobre la justicia social la Rerum novarum (1891), aunque no estaba del todo solo (Ketteler, Gibbons y otros), halla no pocas resistencias, y en algunos lugares demoraron la publicación de ese documento, que estimaban inaceptable o al menos peligroso.

Pero el Espíritu Santo sigue llevando a su Iglesia hacia la verdad completa: la doctrina social católica va formando un gran cuerpo doctrinal; pastores y doctores predican cada vez con más fuerza e insistencia sobre la justicia social; se organizan instituciones y campañas; entra el tema en la catequesis y en la pastoral ordinaria de la Iglesia. Y finalmente el pueblo, aunque no llegue a entusiasmarse con la solidaridad real y la austeridad evangélica, y siga experimentado el atractivo de los lujos supérfluos, va cobrando al menos un cierto nivel de conciencia moral sobre el tema. Pues bien, en lo referente a la castidad, y concretamente a la castidad conyugal, ha de suceder algo semejante.

La lucha por la castidad en la cuestión sexual

Durante siglos, antiguamente, el pueblo cristiano ha reconocido el valor de la castidad. No significa esto que no se pecara contra ella, pero al menos pastores y laicos valoraban el pudor, la pureza, la virginidad y la castidad conyugal, reconocían el pecado cuando se hacía presente, inculcaban en la educación familiar y en la catequesis la castidad, y si pecaban contra ella, al menos lo reconocían, y se acusaban de ello en confesión.

Todo esto, en ciertos pueblos descristianizados apenas llega a ser hoy un débil recuerdo, evocado siempre con ironía, pues se ridiculiza normalmente la concepción tradicional de la castidad, o se alude a ella sólo en sus realizaciones morbosas. En el Occidente rico descristianizado, actualmente, apenas se predica la castidad y puede así pecarse contra ella sin mayores remordimientos de conciencia. Padres de familia, por ejemplo, disfrutan con sus hijos en la televisión con espectáculos que hace no mucho hubieran avergonzado a un sinvergüenza. Novios y esposos cristianos pueden pecar de lujuria sin mayor conciencia de pecado. Más aún, el Occidente rico descristianizado ha proyectado en los últimos decenios sobre los países pobres, de costumbres tradicionales más austeras, la desvergüenza erótica, la trivialización del sexo, el aborto y la anticoncepción.

La cosa, pues, es clara: la cuestión sexual es hoy entre nosotros un pecado social, es decir, reune todas las notas peculiares de una estructura social de pecado. Eso significa que los pecados contra la castidad son muy numerosos y que gravan muy escasamente la conciencia de quienes los cometen. Por eso puede repetirse aquello de San Pablo a los cristianos corintios: «es ya público que reina entre vosotros la fornicación» (1Cor 5,1).

¿Y cómo podremos hacer para superar la cuestión sexual? Pensamos aquí especialmente en los matrimonios, en esa gran mayoría que practica la anticoncepción sin mayores problemas de conciencia. Pues bien, habrá que combatir el problema de modos más o menos semejantes a los que sea emplearon y emplean frente a la cuestión social. Partiendo de un resto minoritario, que guarda y vive la verdad de Cristo, será preciso, poniendo en ello un énfasis especial, dar testimonio de palabra y de vida en favor de la castidad conyugal. Ésta, ciertamente, sólo podrá ser vivida ahora con un heroismo martirial, en tanto sea ofendida por la mayoría. Y así, una vez más, será la gracia de nuestro Salvador Jesucristo, la que sosteniendo el heroísmo de unos pocos, vaya sanando en su conjunto la comunión de los santos.

El camino estrecho que lleva a la vida

Sospechamos que los que impugnan la moral conyugal católica, en el fondo, tienen una muy baja idea de la condición laical, pues no ven el sacramento del matrimonio como un camino real a la santidad, por mucho que en ello insistiera el Vaticano II (GS 48). De hecho, no estiman verdadera sino aquella moral conyugal que pueda ser vivida por la mayoría de los matrimonios -también por la muchedumbre de matrimonios habitualmente alejados de la Palabra divina, de los sacramentos y de la comunidad eclesial-. Es decir, no creen que deba orientarse a los cónyuges cristianos a la heroicidad de la perfección evangélica.

Quizá de palabra digan creer en la vocación de los cristianos laicos a la santidad (fin), pero de hecho no creen en tal llamada, pues no les urgen a todo aquello (medios), oración, ascesis, sacramentos, pobreza, servicio, apostolado, espiritualidad del trabajo, etc., que ordinariamente lleva a la santidad. Más bien permiten a los seglares -después de todo no son más que eso, seculares- que, sin problemas de conciencia, e incluso haciendo un mérito de ello, «se configuren a este mundo» (Rm 12,2).

Felices los novios y esposos cristianos que escuchan la voz de Cristo, que a lo largo de los siglos se mantiene viva y audible en la santa Iglesia: «entrad por la puerta estrecha, quee ancha es la puerta y espaciosa la senda que lleva a la perdición, y son muchos lo que por ella entran» (Mt 7,13-14).

Dichosos los novios y esposos cristianos que escuchan y reciben la voz de la Iglesia: «ésta es la voluntad de Dios, que seáis santos; que os abstengáis de la fornicación; que cada uno sepa tener a su mujer en santidad y honor, sin que os arrastre la pasión, como arrastra a los no creyentes, a los que no conocen a Dios» (1Tes 4,3-4). «Que todos respeten el matrimonio y mantengan limpia su vida conyugal, pues el juicio de Dios se abatirá sobre los adúlteros y lujuriosos» (Heb 13,4; +1Tes 4,6).


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