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 Moral del amor:   El matrimonio en Cristo 

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4 Moral del amor

Situacionismo

Existe hoy una llamada moral de situación, según la cual la vida humana se compone de situaciones, cada una de las cuales constituye una especie de norma de acción. La vida humana, tan compleja y condicionada por las diversas circunstancias, no puede admitir normas generales y abstractas de conducta. Por eso el situacionismo -que procede del protestantismo, con su aversión luterana a la ley, y del existencialismo filosófico-, al menos en sus formas más radicales, no reconoce la existencia de normas morales universales, válidas en todo tiempo y lugar. Las normas, pues, no tienen más que una función orientativa, sin fuerza vinculadora de la conciencia. En esta moral, por lo que se refiere concretamente a la moral conyugal, no hay especiales dificultades para justificar -se entiende, en situaciones conflictivas- la anticoncepción, la esterilización, el aborto, el divorcio o lo que sea. La falsedad del situacionismo es patente:

-No hay moral, si no es universal. Así como no puede existir un hombre concreto sino dentro de una humanidad universal, no puede haber una moral individual concreta sino dentro de una moral natural y universal, vigente en la conciencia de todos y de cada uno de los hombres. Lo que la persona ha de hacer en su vida concreta será aplicar, mediante la virtud de la prudencia, las normas morales a su caso individual, que ciertamente es único e irrepetible.

-Pensar que las normas morales objetivas oprimen o suprimen la libertad personal es un grueso error. Precisamente la voluntad, afirmándose en normas morales objetivas y universales, libera su libertad de un cúmulo de temores y deseos, errores y cambiantes condicionamientos de época. En otras palabras: sin ley natural, sin el conocimiento y el reconocimiento de una norma objetiva natural y universal, no hay propiamente libertad en la persona, sino una precaria arbitrariedad irresponsable, tan dañina para la persona como para los otros.

Volviendo a nuestro tema: el amor entre hombre y mujer puede ser considerado como un fenómeno meramente psicológico, o más bien como una relación moral, que tiene, por supuesto, determinadas modalidades psicológicas. La moral de situación cae en el psicologismo, al desvincular la voluntad de una norma ética objetiva. Y desautorizando de este modo a la voluntad, la deja sin fuerza para integrar todo ese mundo, ya descrito, de sensaciones y sentimientos, afectos y emociones.

Por eso, dáos cuenta bien de esto: el amor no puede alcanzar su plenitud psicológica y afectiva sin la plenitud de su dimensión moral. En otras palabras: el amor es vida, vida vivificante, sólamente cuando se hace virtud.

Utilitarismo

El utilitarismo -en cualquiera de sus formas antiguas, como el hedonismo o el epicureísmo, o en sus diversas versiones modernas- pretende que la acción procure el máximo de placer y el mínimo de pena para el mayor número de hombres. A primera vista, esta norma de vida puede parecer verdadera y buena, e incluso altruista, y conforme por tanto con la naturaleza humana.

Sin embargo, el utilitarismo es falso y perverso, y como tal es causa de innumerables males y sufrimientos. El utilitarista ignora que el placer no es el único bien, ni menos aún el fin esencial de la actividad humana, sino algo accesorio, que puede presentarse o no en el curso de una acción, sin que determine por eso, evidentemente, la calidad moral, la bondad o maldad de esa acción. Vosotros sabéis perfectamente cómo puede haber acciones gratas que son perversas o que son altamente meritorias; como también pueden darse otras acciones muy penosas que quizá sean meritorias o lamentablemente culpables. Podéis, pues, reconocerlo con toda seguridad: no es el placer o la pena lo que hace que una acción humana sea buena o sea mala. Y por tanto, organizar la acción humana sólamente con el fin del placer o de la ausencia de dolor es algo contrario a la naturaleza misma del hombre.

La falsedad y maldad del utilitarismo, por otra parte, se manifiestan con especial claridad cuando lo consideramos a la luz de la dignidad de la persona humana. Si tú te confiesas utilitarista -imaginémoslo por un momento-, querrás según tu credo experimentar un máximo de sensaciones gratas y placenteras; lo que, inevitablemente, te llevará a considerar a los otros meramente como un medio para la obtención de tu placer; y, finalmente, tú mismo habrás de considerarte como un posible objeto de placer y de utilización para los otros. Es ése un camino real para llegar a una degradación completa.

Entiéndelo bien: si caminas por la senda del utilitarismo, tu vida se atendrá a un frío programa de egoísmo consecuente, y jamás tendrás acceso a ese altruismo auténtico, el único digno del ser humano. No podrás llegar a conocer la verdad, la profundidad, el esplendor del amor humano. Tu matrimonio nunca podrá ir más allá de una precaria armonía de egoísmos, siempre frágil e inestable. Ese círculo vicioso de egoísmos quedará oculto, disfrazado, mientras el egoísmo masculino y el egoísmo femenino vengan a ser útiles el uno para el otro. Pero en el mismo instante en que termine esa simultaneidad del provecho común -que evidentemente, en ese planteamiento, no podrá durar mucho-, no quedará nada de esa armonía. Incluso es posible que aquel falso amor utilitarista, despojado ya de su careta, se transforme bruscamente en odio. Y entonces lo que era más apreciado de tu vida se revolverá contra ti, y lo verás destrozarse entre tus manos.

Entendedlo bien, pues es muy importante: la persona humana sólo puede realizarse por el camino del amor verdadero. Frente a la miseria del situacionismo y del utilitarismo, sólo la norma personalista del amor es digna de regir la vida humana. Sólo el amor puede hacer el bien de las personas, sin sacrificar unas a otras más pronto o más tarde, y sin producir tragedias sumamente dolorosas. Sólo el amor verdadero puede liberar al hombre, sacándolo de la cárcel férrea de su propio egoísmo. Es el amor genuino y abnegado -lo vemos cuando alguien se enamora de verdad- lo que despierta en el ser humano lo mejor que hay en él, lo más precioso. El hombre, por ser imagen de Dios, está destinado a amar y a ser amado. Cuanto más ama, mejor se realiza. Cuanto menos o peor ama, más se frustra, se amarga y se autodestruye.

Humanismo autónomo

Es muy frecuente en la sociedad secularizada un cierto autonomismo, según el cual la dignidad del hombre reside precisamente en que él mismo es su propia norma (autós, propio, él mismo, nomos, ley, norma). Él es, según Kant, por ejemplo, la fuente de su propia justicia.

Pero reconoced que ésa es una gran falsedad. El hombre sólo podría ser su propia ley en el supuesto de que no fuera criatura, es decir, si él fuera la causa de sí mismo, el creador de sí mismo. Pero puesto que es criatura, recibe necesariamente del Creador no sólamente la existencia, sino también las leyes íntimas de su ser, también aquéllas que deben regir su vida sexual. Y es ley natural que el hombre y la mujer se unan en donación recíproca, única e indisoluble, y que no eliminen artificiosamente en su unión la apertura a una posible transmisión de la vida humana.

La virtud del amor

El amor es una virtud, una virtud personal radicada primariamente en el querer libre de la voluntad. Recordad que virtud (=virtus) significa fuerza, fuerza espiritual y operativa. No es, pues, el amor sólamente, ni principalmente, un sentimiento, y menos aún una excitación de los sentidos. Ya visteis que la sensualidad es de suyo cambiante, y se orienta hacia los cuerpos, en cuanto éstos se aprecian como posibles objetos de placer. Y también comprendisteis que la afectividad muestra una inestabilidad semejante. Reafirmad, pues, vuestro convencimiento de que el amor sólo alcanza la perfección de su ser cuando la persona compromete en él su voluntad libre; es decir, cuando la persona humana elige conscientemente y quiere libremente, comprometiéndose así profundamente con otra persona.

De este modo, superando situacionismos, utilitarismos, humanismos autónomos y otros planteamientos falsos, y siguiendo la norma personalista, es como el amor se hace una virtud, y por tanto una fuerza espiritual consciente y libre, hondamente arraigada en la persona, profunda y persistente, fundada no en ilusiones, sino en el conocimiento verdadero y lleno de estima de la persona amada. Y este amor-virtud, fuerte y volitivo, no sólamente no desvanece los deseos sexuales, como si éstos fueran insignificantes, sino que, por el contrario, es lo único que puede darles profundidad y permanencia.

La donación personal recíproca

Al hacer una análisis del amor en general, pudimos comprobar que el amor perfecto se produce en la donación recíproca de dos personas. Efectivamente, es así como el amor arranca a la persona de su aislamiento original, y la saca de sí para entregarla a la persona amada, que a su vez se le entrega: «Yo soy tuyo, y tú eres mía, pues nos amamos». Y si hay en esta entrega amorosa un renunciamiento a la condición personal independiente, hay al mismo tiempo sin duda un enriquecimiento expansivo de la persona.

Sólo la voluntad de la persona -pues ella es la que elige, quiere, ama, entrega, perdona- podrá custodiar la fidelidad persistente del amor, renovando día a día la entrega personal y la aceptación de la persona amada. Y es así como la alianza conyugal no se apoya principalmente sobre sensaciones o sentimientos, sino que tiene su fundamento objetivo en el don mutuo y en la pertenencia recíproca de las dos personas que se aman.

Y fijáos bien en que el matrimonio exige que dos personas sepan no sólo darse, sino también aceptarse. Una donación, incluso jurídicamente, no es válida si no es aceptada por el interesado. Por eso en el misterio precioso de la reciprocidad conyugal, la donación de sí mismo al otro se entrecruza con la aceptación del otro: «Yo me doy a ti para siempre, y te acepto a ti para siempre, tal como eres». No puede haber una valoración mayor de la persona amada. De este modo una persona, cuando es esposada, se ve a sí misma confirmada por el amor conyugal de un modo profundo y estable.

Fuera de estos planteamientos verdaderos, el amor no pasa de ser un compromiso utilitario, un contacto corporal y afectivo, un juego más o menos durable de sensaciones y de sentimientos. Pero esta relación no es digna del hombre y de la mujer, ya que no llega a producir verdadera unión de las personas. No es, por el contrario, sino una coincidencia pasajera de egoísmos, que está destinada a explotar un día en un conflicto de intereses irreconciliables, y que hasta entonces se disimula en una ficción, inmerecidamente llamada amor. Pero el amor es otra cosa. Al margen de la norma personalista -la única por la que el amor llega a la persona- no hay, no puede haber verdadero amor.

La elección responsable de la persona

Aceptar la donación de una persona, que va a ser en adelante pertenencia amorosa de quien la recibe, despierta en la persona humana una responsabilidad conyugal sumamente estimulante. Por eso quien confunde el amor con el erotismo no llega nunca a conocer la verdadera exaltación del amor, gozosa y duradera, en la cual la persona se crece y da lo mejor de sí misma.

Pero pensemos también en la responsabilidad que hay en la elección de la persona amada. Es una responsabilidad muy grande. Es como si una persona se escogiese a sí misma en la otra, para formar un único nosotros, pasando definitivamente del singular al plural.

¿Podrá ser tomada una decisión tan grave y personal a edad muy temprana, cuando la personalidad apenas ha integrado sus tendencias dispersas en una síntesis de relativa madurez, cuando apenas se conoce a sí misma, ni conoce bien la realidad compleja del mundo que le rodea? No, no parece posible. El error, en estas cuestiones tan grave y doloroso, sería más probable que el acierto.

Por otra parte, tomar consejo de otros no elimina la libertad personal, sino que la ayuda y perfecciona. En este sentido, la sabiduría de muchos pueblos ha reconocido a los padres una función importante en la elección conyugal de sus hijos, sobre todo cuanto éstos son muy jóvenes.

¿Cómo elegir a la persona amada?

La elección verdadera en el amor es aquélla en la que el valor de la persona es el motivo decisivo, que integra también, por supuesto, el aprecio en ella de diversos valores, sexuales, culturales, familiares, sociales, etc. Y la autenticidad de la elección, al paso del tiempo, se hará manifiesta cuando el amor permanezca inalterable, o incluso crezca, aunque se produzcan disminuciones o pérdidas en alguno de esos valores accesorios.

La elección falsa en el amor es, por el contrario, aquélla en la que, ignorando a la persona en sí misma, o asignándole un valor secundario, se aprecian primariamente sus valores accesorios -sociales, sexuales, culturales, etc.-, o bien aquélla en la que se estima la persona, pero idealizada, falseada, realmente inexistente. Tal elección, como no produce en realidad unión de las personas, no podrá mantenerse cuando todos o algunos de los valores accesorios determinantes disminuyan o falten, o cuando la idealización amorosa venga a ser brutalmente sustituída por la decepción.

No olvidéis en esto que, necesariamente, todo amor concreto ha de pasar en la vida por no pocas situaciones de prueba, en las que habrá de revelarse su verdadera naturaleza. Todo eso ha de haceros muy conscientes de que es una obligación moral muy grave verificar cuidadosamente la calidad del propio amor antes de declararlo, y antes de aceptar la entrega personal ofrecida en correspondencia. Toda ligereza, todo espíritu de conquista, con la vanidad y el amor propio que implica, toda oferta prematura, temeraria e irresponsable, toda curiosidad trivial, deben ser excluídos como francamente inmorales. Son inconciliables con la dignidad -propia y ajena- de la persona humana.

El compromiso de la libertad

El amor conyugal es un amor mutuo de elección. A los padres o hermanos hay que amarlos, por decirlo así, necesariamente. Pero el marido elige a su esposa, y ésta a él. El amor que les une, por tanto, es un amor de elección. Un amor que, evidentemente, exige el compromiso de la propia libertad, por la cual alguien hace donación de sí mismo a la persona amada.

Y esta autodeterminación de la propia libertad -una vez más, vosotros sois testigos de ello-, lejos de experimentarse como una pérdida, se vive como una ganancia absolutamente positiva. Y es que la libertad está hecha para el amor. Por eso precisamente la libertad personal, cuando permanece no enajenada por el amor, da al hombre la sensación de vacío. La razón es muy clara: y es que la libertad sólo se realiza plenamente por el amor. Después de todo, la libertad es un medio para el amor, que es un fin.

En todo caso, la elección de la persona amada ha de ser plenamente libre, y esa libertad de elección, cuando se decide, afirma elocuentemente el valor de la persona elegida. En efecto, los valores sexuales podrán ser reconocidos por cualquiera; concretamente en el hombre, poco basta para despertar en él la tendencia sexual. Pero el misterio único de la persona ha de ser descubierto, reconocido y afirmado, en una elección amorosa estrictamente personal. El interés sexual, e incluso la emoción afectiva, se despiertan fácilmente; pero ha de ser la voluntad, en el compromiso de la libertad personal, la que haga cristalizar el amor. De ahí que algunas personas, aunque son capaces de sentir la inclinación sexual y afectiva, no pueden llegar al amor, porque sufren una impotencia psicológica o moral para comprometer su persona mediante la decisión de su voluntad.

La búsqueda de la felicidad

Todas estas consideraciones han de llevaros a contemplar la inmensa grandeza del hombre, cuya voluntad está naturalmente orientada hacia el bien infinito, es decir, hacia la felicidad, y es capaz de buscar ésta no sólo para sí, sino también para otros. Pues bien, el amor verdadero, siguiendo este impulso natural de la voluntad, hace a la persona capaz de desear para otro el bien infinito, la felicidad: «Yo te amo y quiero la felicidad para ti lo mismo que la quiero para mí».

Por eso el enamoramiento genuino suscita en la persona una conciencia renovada de su propia fuerza moral: «Soy capaz de desear, incluso con sacrificio mío, el bien de otra persona; luego soy capaz de desear el bien sinceramente». El amor verdadero centra así al hombre en su vocación originaria, que es justamente amar. La persona, cuando se enamora de verdad, se crece.

La ternura

La ternura, el cariño, nace de la afectividad, y se dirige no sólo hacia las personas humanas, sino también, aunque en modo análogo, hacia otros seres -un animal, por ejemplo- que están unidos a la persona por lazos especiales. La ternura tiende a hacer propios los estados anímicos del otro, y lleva de la mano, como hermana, a la compasión. Por todo esto, la ternura tiene inclinación a exteriorizarse en gestos cariñosos: estrechar la mano, sonreir, abrazar, besar. De suyo es púdica, como la afectividad de quien nace, y se relaciona más con la benevolencia que con el deseo. Revestida de la castidad, la ternura se somete siempre a las exigencias del verdadero amor, y busca sinceramente el bien de la otra persona. Por el contrario, la sensualidad -suavizada a veces por la ternura- está orientada al cuerpo del otro, en cuanto posible objeto de placer, y busca ante todo la gratificación egocéntrica.

La ternura-débil es perjudicial. Ciertas efusividades desbordantes que tienen algunos padres con sus hijos, y que tanto contribuyen a malcriarlos y a hacerlos débiles y consentidos, han de ser clasificadas en el orden de la sensualidad afectiva, más bien que en el de la ternura verdadera. Una ternura demasiado fácil y sensiblera no inspira confianza, sino más bien hace sospechar que en sus tiernas manifestaciones esconda un medio de satisfacer la sensualidad o las necesidades afectivas personales.

La ternura-firme, por el contrario, es altruísta y benéfica, conforta a los esposos entre sí, y da a los hijos un marco de vida grato y sereno. La verdadera ternura es un amor suave y fuerte, que sabe luchar, llegado el caso, por el genuino bien de la persona. Esa es la ternura que un Pablo de Tarso expresaba hacia la comunidad cristiana de Corinto: «Yo de muy buena gana me gastaré y me desgastaré hasta agotarme por vuestra vida, aunque, amándoos con mayor amor, sea menos amado» (2Cor 12,15). Por otra parte es la castidad la que asegura a la ternura su verdadera calidad y profundidad. Es ella la que facilita la verdadera integración de la sensualidad y el afecto en el impulso fuerte y generoso del amor, haciendo a éste tierno y efusivo.

Por lo demás, novios y esposos habéis de tener muy presente que tanto el hombre como la mujer están necesitados de ternura en este mundo duro y turbulento. Quizá la necesitan más que nada. En el matrimonio, concretamente, la ternura es el arte de sentir a la persona entera, todo lo que es y sucede en ella, todas sus vicisitudes interiores y exteriores, buscando siempre en su verdadero bien.

La mujer casada espera hallar en su esposo esta ternura a lo largo de los días, también en las relaciones sexuales -que pueden ser para ella tan brutales y displicentes-, y muy especialmente en los períodos delicados del embarazo, del parto, de la crianza de los niños. Un esposo bueno, pero frío y distante, encerrado en el mundo de su trabajo, sujeto a su cuadro de eficacias, pero ignorante de la gratuidad de la ternura, puede ser para ella una cruz no pequeña.

Y a la inversa. El hombre necesita de la ternura de su esposa, y la necesita normalmente mucho más de lo que lo manifiesta, pues hay en esto cierto pudor masculino, como un temor a mostrarse débil. Por esto, quizá, no son pocas las mujeres que, ignorando esto al parecer, prodigan su ternura conyugal con cuentagotas, como si se tratara de una tontería supérflua, innecesaria entre adultos, o la reserevan astutamente para cuando quieren obtener algún deseo personal, o la prodigan exclusivamente con los niños, como si los mayores no necesitaran de ella.

En el matrimonio hace falta mucha ternura, y tanto el hombre como la mujer deben educarse para ella. La ternura del amor conyugal -que no es posible sin abnegación, humildad y castidad- sabe no abandonarse a la espontaneidad egoísta de los estados de ánimo, siempre cambiantes, y fluye, constantemente renovada, de una voluntad siempre dispuesta a dar y a amar, siempre alerta para poner el placer al servicio del amor, siempre pronta a salir de sí para servir el bien de la persona amada.

La educación del amor

El amor es la vocación más alta de la persona, pero es preciso aplicarlo a lo cotidiano con arte y paciencia. Y aquí es donde surge la necesidad de educar el amor. Los enamorados, sobre todo si sois jóvenes, no captáis del todo a veces, ingenuamente, esta necesidad, y como sentís con fuerza la inclinación de los sentidos y del afecto, pensáis quizá que con esto el amor ya está hecho. Pero eso explica los grandes fracasos y daños causados por un amor inmaduro. El amor entre hombre y mujer nunca es algo ya hecho, sino que debe ser elaborado y reelaborado día a día.

El amor ha de ser una obra plenamente humana, digna del hombre y de su Creador, digna del amante y del amado. Para ello, la persona, más que en cualquier otra cuestión, ha de empeñar la lucidez de su mente y la elección libre de su voluntad, ha de integrar el poderoso dinamismo de la sensualidad y de los afectos, y ha de reafirmar así día a día el prodigio siempre nuevo de la donación personal recíproca.

Más aún, habéis de llegar a descubrir en el amor, en esa vinculación mutua y misteriosa que se produce entre dos personas, la participación secreta del Creador invisible, que siendo él mismo puro amor, es también la fuente originaria de todo amor.

¿Es posible educar el amor? Es posible y necesaria integrar el amor profundamente en la opción más personal de la persona, escapando así de toda desintegración tan falsa como egoísta. De esto trataremos al hablar de la castidad.


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