A propósito de algunas objeciones contra la doctrina de la Iglesia sobre de la recepción de la Comunión eucarística por parte de los fieles divorciados y vueltos a casar
por Joseph Card. Ratzinger
La Carta de la Congregación para la Doctrina de la Fe sobre de la recepción
de la Comunión eucarística por parte de los files divorciados y vueltos a
casar, del 14 de septiembre de 1994, ha tenido eco vivaz en diversos lugares
de la Iglesia. Junto a muchas reacciones positivas también se han oído no
pocas voces críticas. Las objeciones esenciales contra la doctrina y la
praxis de la Iglesia se presentan a continuación en modo simplificado.
Algunas objeciones más significativas —sobre todo las que se refieren a la
praxis considerada más flexible de los Padres de la Iglesia, que sería la
inspiración de la praxis de las Iglesias orientales separadas de Roma, así
como la referencia a los principios tradicionales de la epicheia y de la
aequitas canonica — han sido estudiadas profundamente por la Congregación
para la Doctrina de la Fe. Los artículos de los Profesores Pelland, Marcuzzi
y Rodríguez Luño[2] han sido elaborados en el curso de este estudio. Los
principales resultados de esa investigación, que indican la dirección de la
respuesta a las objeciones, también serán aquí resumidos brevemente.
1. Muchos sostienen, aduciendo algunos pasajes del Nuevo Testamento, que la
palabra de Jesús sobre la indisolubilidad del matrimonio permita una
aplicación flexible y no pueda ser encasillada en una categoría rígidamente
jurídica.
Algunos exegetas ponen de relieve críticamente que el Magisterio, en
relación a la indisolubilidad del Matrimonio, citaría casi exclusivamente
una sola perícopa, o sea Mc 10,11-12, sin considerar otros pasajes del
Evangelio de Mateo y de la Primera Carta a los Corintios. Estos pasaje
bíblicos indicarían una cierta “excepción” a la palabra del Señor sobre la
indisolubilidad del matrimonio, o sea en el caso de porneia (cf. Mt 5,32;
19,9) y en el caso de de separación por causa de la fe (cf. 1Cor 7,12-16).
Estos textos serían indicaciones de que los cristianos, en situaciones
difíciles, habrían conocido, ya en los tiempos apostólicos, una aplicación
flexible de la palabra de Jesús.
A esta objeción se debe responder que los documentos magisteriales no
pretenden presentar de modo completo y exhaustivo los fundamentos bíblicos
de la doctrina sobre el matrimonio. Dejan esta importante tarea a los
expertos competentes. El Magisterio subraya, sin embargo, que la doctrina de
la Iglesia sobre la indisolubilidad del matrimonio deriva de la fidelidad a
la palabra de Jesús. Jesús define claramente la praxis veterotestamentaria
del divorcio como una consecuencia de la dureza del corazón del hombre.
Yendo más allá de la ley, Cristo se remonta al inicio de la creación, a la
voluntad del Creador, y resume su enseñanza con las palabras: «Lo que Dios
ha unido, que no lo separe el hombre» (Mc 10,9). Con la llegada del
Redentor, se vuelve a instaurar el matrimonio en su forma original a partir
de la creación y se sustrae al arbitrio humano, sobre todo al del marido,
pues la mujer no tenía posibilidad de divorciarse. La palabra de Jesús sobre
la indisolubilidad del matrimonio constituye la superación del antiguo orden
de la ley en el nuevo orden de la fe y de la gracia. Sólo así el matrimonio
puede hacer plena justicia tanto a la vocación de Dios al amor como a la
dignidad humana, y constituirse en signo de la alianza de amor
incondicionado de Dios, es decir, en un «Sacramento» (cf. Ef 5,32).
La posibilidad de separarse que Pablo señala en 1Cor 7, se refiere a
matrimonios entre un cónyuge cristiano y un no bautizado. La reflexión
teológica posterior ha dejado claro que únicamente los matrimonios entre
bautizados son «Sacramento», en el sentido estricto de la palabra, y que la
indisolubilidad absoluta caracteriza sólo a estos matrimonios que se colocan
en el ámbito de la fe en Cristo. El denominado «matrimonio natural» funda su
dignidad en el orden de la creación y está, por tanto, orientado a la
indisolubilidad. Sin embargo, en determinadas circunstancias, puede ser
disuelto a causa de un bien más alto, como es la fe. De este modo la
sistematización teológica ha clasificado jurídicamente la indicación de San
Pablo como «privilegium paulinum», es decir, como posibilidad de disolver,
por el bien de la fe, un matrimonio no sacramental. La indisolubilidad del
matrimonio verdaderamente sacramental permanece salvaguardada. No se trata,
pues, de una excepción a la palabra del Señor. Volveremos sobre esto más
adelante.
Acerca de la recta comprensión de las cláusulas sobre la porneia, existe
abundante literatura con muchas hipótesis diferentes, incluso opuestas. No
hay unanimidad entre los exegetas sobre esta cuestión. Muchos sostienen que
se refiere a uniones matrimoniales inválidas y no a excepciones a la
indisolubilidad del matrimonio. Sea como fuere, la Iglesia no puede edificar
su doctrina y praxis sobre hipótesis exegéticas inciertas, sino que debe
atenerse a la clara enseñanza de Cristo.
2. Otros objetan que la tradición patrística dejaría espacio para una praxis
más diferenciada, que haría mayor justicia a las situaciones difíciles. A
esté propósito, la Iglesia católica podría aprender del principio de
«economía» de las Iglesias orientales separadas de Roma.
Se afirma que el Magisterio actual sólo se nutriría de un filón de la
tradición patrística, y no de la entera herencia de la Iglesia antigua. Si
bien los Padres se atuvieron claramente al principio doctrinal de la
indisolubilidad del matrimonio, algunos de ellos toleraron, en la práctica
pastoral, una cierta flexibilidad ante situaciones difíciles concretas.
Sobre este fundamento, las Iglesias orientales separadas de Roma habrían
desarrollado más tarde, junto al principio de la akribia, de la fidelidad a
la verdad revelada, el principio de la oikonomia, de la condescendencia
benévola en situaciones difíciles. Sin renunciar a la doctrina de la
indisolubilidad del matrimonio, esas Iglesias permitirían, en determinados
casos, un segundo e incluso un tercer matrimonio, que, por otra parte, es
diferente del primer matrimonio sacramental y está marcado por el carácter
de la penitencia. Esta praxis nunca habría sido condenada explícitamente por
la Iglesia Católica. El Sínodo de Obispos de 1980 habría sugerido estudiar a
fondo esta tradición, a fin de hacer resplandecer mejor la misericordia de
Dios.
El estudio del Padre Pelland muestra la dirección en que se debe buscar la
respuesta a estas cuestiones. La interpretación de cada uno de los textos
patrísticos compete naturalmente al historiador. Debido a la difícil
situación textual las controversias tampoco se aplacarán en el futuro. Desde
el punto de vista teológico debe afirmarse:
a) Existe un claro consenso de los Padres acerca de la indisolubilidad del
matrimonio. Puesto que deriva de la voluntad del Señor. La Iglesia no tiene
poder alguno a ese respecto. Por ello, el matrimonio cristiano fue distinto
desde el primer momento al matrimonio de la civilización romana, a pesar de
que en los primeros tiempos no existía todavía ningún ordenamiento canónico.
La Iglesia del tiempo de los Padres excluye claramente el divorcio y las
nuevas nupcias, en fiel obediencia al Nuevo Testamento.
b) En la Iglesia del tiempo de los Padres, los fieles divorciados y vueltos
a casar nunca fueron admitidos oficialmente a la sagrada Comunión después de
un tiempo de penitencia. Es cierto, en cambio, que la Iglesia no siempre
revocó en determinados países las concesiones en esta materia, aunque si se
calificaban como incompatibles con la doctrina y la disciplina. Parece
cierto también que algunos Padres, por ejemplo, San León Magno, buscaron
soluciones «pastorales» para raros casos límite.
c) Sucesivamente se produjeron dos desarrollos contrapuestos:
– En la Iglesia imperial posterior a Constantino se buscó, debido al
progresivo entrelazamiento del Estado y la de Iglesia, una mayor
flexibilidad y disponibilidad al compromiso en situaciones matrimoniales
difíciles. Una tendencia semejante se dio en el ámbito gálico y germánico
hasta la reforma gregoriana. En las Iglesias orientales separadas de Roma,
este desarrollo continuó posteriormente en el segundo milenio y condujo a
una praxis cada vez más liberal. Hoy en día, en muchas Iglesias orientales
existe una serie de motivos de divorcio, es más, se ha desarrollado una
«teología del divorcio», que de ningún modo resulta conciliable con las
palabras de Jesús sobre la indisolubilidad del matrimonió. En el diálogo
ecuménico, este problema debe ser claramente afrontado.
– En Occidente, gracias a la reforma gregoriana, se recuperó la concepción
originaria de los Padres. El Concilio de Trento sancionó en cierto modo este
desarrollo y fue propuesto de nuevo como doctrina de la Iglesia por el
Concilio Vaticano II.
La praxis de las Iglesias orientales separadas de Roma, que es consecuencia
de un complejo proceso histórico, de una interpretación cada vez más liberal
—que progresivamente se alejaba de la Palabra del Señor— de algunos pasajes
patrísticos oscuros, así como de un influjo no despreciable de la
legislación civil, por motivos doctrinales, no puede ser asumida por la
Iglesia Católica. Es inexacta la afirmación de que la Iglesia Católica
habría simplemente tolerado la praxis oriental. Ciertamente, Trento no la
condenó formalmente. Los canonistas medievales, sin embargo, hablaban
continuamente de ella como de praxis abusiva. Además, hay testimonios de que
grupos de fíeles ortodoxos, al convertirse al catolicismo, debían firmar una
confesión de fe que incluía una indicación expresa sobre la imposibilidad de
un segundo matrimonio.
3. Muchos proponen que se permitan excepciones a la norma eclesial,
basándose en los tradicionales principios de la epikeia y de la aequitas
canonica.
Se dice que algunos casos matrimoniales no pueden ser regulados en el fuero
externo. La Iglesia no sólo podría relegar las normas jurídicas, sino que
debería también respetar y tolerar la conciencia de cada uno. Las doctrinas
tradicionales de la epikeia y de la aequitas canonica podrían justificar,
tanto desde el punto de vista de la teología moral corno desde el punto de
vista jurídico, una decisión de la conciencia que se aleje de la norma
general. Sobre todo en el tema de la recepción de los Sacramentos, la
Iglesia debería dar pasos adelante y no sólo ofrecer prohibiciones a los
fieles.
Las dos contribuciones de los profesores Marcuzzi y Rodríguez Luño ilustran
esta compleja problemática. A este propósito hay que distinguir claramente
tres tipos de cuestiones:
a) La epikeia y la aequitas canonica tienen gran importancia en el ámbito de
las normas humanas y puramente eclesiales, pero no pueden ser aplicadas en
el ámbito de las normas sobre las que la Iglesia no posee ningún poder
discrecional. La indisolubilidad del matrimonio es una de estas normas, que
se remontan al Señor mismo y, por tanto, son designadas como normas de
«derecho divino». La Iglesia no puede ni siquiera aprobar prácticas
pastorales —por ejemplo, en la pastoral de los Sacramentos— que contradigan
el claro mandamiento del Señor. En otras palabras; si el matrimonio
precedente de unos fieles divorciados y vueltos a casar era válido, en
ninguna circunstancia su nueva unión puede considerarse conformé al derecho;
por tanto, por motivos intrínsecos, es imposible que reciban los
Sacramentos. La conciencia de cada uno está vinculada, sin excepción, a esta
norma[3].
b) La Iglesia, en cambio, sí tiene el poder de especificar qué condiciones
deben cumplirse para que un matrimonio sea considerado como indisoluble
según la enseñanza de Jesús. En línea con las afirmaciones paulinas de 1Cor
7, la Iglesia estableció que solamente dos cristianos pueden contraer un
matrimonio sacramental. Desarrolló las figuras jurídicas del privilegium
paulinum y del privilegium petrinum. Con referencia a la cláusula sobre la
porneia de Mateo y Hechos 15,20, formuló impedimentos matrimoniales. Además,
especificó, cada vez más nítidamente, los motivos de nulidad matrimonial y
desarrolló ampliamente los procedimientos judiciales. Todo esto contribuyó a
delimitar y precisar el concepto de matrimonió indisoluble. Cabe decir que,
de este modo, también la Iglesia occidental dio espacio al principio de la
«oikonomia», sin manipular la indisolubilidad del matrimonio.
En esta línea se coloca el posterior desarrollo jurídico del Código dé
Derecho Canónico de 1983, que otorga fuerza de prueba a las declaraciones de
las partes. Conforme a ello, según la opinión de personas competentes,
parecen prácticamente excluidos los casos en que la invalidez de un
matrimonio no pueda ser demostrada por vía jurídica. Las cuestiones
matrimoniales deben resolverse en el fuero externo, ya que el matrimonio
tiene esencialmente un carácter público-eclesial y está regido por el
principio fundamental nemo iudex in propria causa («nadie es juez en causa
propia»). Por eso, si unos fíeles divorciados y vueltos a casar consideran
que es inválido su matrimonio anterior, están obligados a dirigirse al
tribunal eclesiástico competente, que deberá examinar objetivamente el
problema y aplicar todas las posibilidades jurídicas disponibles.
c) No se excluye, ciertamente, que en los procesos matrimoniales sobrevengan
errores. En algunas partes de la Iglesia no existen todavía tribunales
eclesiásticos que funcionen bien. Otras veces los procesos se alargan
excesivamente. En algunos casos se dictan sentencias problemáticas. No
parece que se excluya, en principio, la aplicación de la epikeia en el
«fuero interno». La Carta de la Congregación para la Doctrina de la Fe de
1994 alude a este punto, cuando dice que con las nuevas vías canónicas
debería excluirse, «en la medida de lo posible», toda divergencia entre la
verdad verificable en el proceso y la verdad objetiva (cf. Carta, n. 9).
Muchos teólogos opinan que los fieles deban de atenerse, también en el
«fuero interno», a los juicios del tribunal eclesiástico, aún cuando les
parezcan falsos. Otros sostienen que en el «fuero interno» cabe pensar en
excepciones, porque en el ordenamiento jurídico no se trata de normas de
derecho divino, sino eclesiástico. Este asunto exige más estudios y
clarificaciones. A fin de evitar arbitrariedades y proteger el carácter
público del matrimonio —sustrayéndolo al juicio subjetivo— deberían
dilucidarse de modo muy preciso las condiciones para dar por cierta una
«excepción».
4. Algunos acusan, al actual Magisterio, de involución respecto al
Magisterio del Concilio, y de proponer una visión preconciliar del
matrimonio.
Algunos teólogos afirman que, en la base de los nuevos documentos
magisteriales sobre temas matrimoniales, habría una concepción naturalista y
legalista del matrimonio. El acento estaría puesto sobre el contrato entre
los esposos y sobre el «ius in corpus». El Concilio habría superado esta
comprensión estática al describir el matrimonio de un modo más personalista,
como pacto de amor y de vida. Con ello habría abierto posibilidades de
resolver más humanamente situaciones difíciles. Desarrollando esta línea de
pensamiento, algunos estudiosos se preguntan si no cabría hablar de «muerte
del matrimonio», cuando se desvanece el vínculo personal de amor entre dos
esposos. Otros suscitan la vieja cuestión de si el Papa no tendría, en esos
casos, la posibilidad de disolver el matrimonio.
Quien lea atentamente los recientes pronunciamientos eclesiásticos,
reconocerá que sus afirmaciones centrales se fundan en la Gaudium et spes y
desarrollan, con rasgos totalmente personalistas y sobre la vía indicada por
el Concilio, la doctrina que allí contenida. Es inadecuado contraponer la
visión personalista a la visión jurídica del matrimonio. El Concilio no ha
roto con la concepción tradicional del matrimonio, sino que la ha hecho
avanzar. Cuando, por ejemplo, se repite continuamente que el Concilio ha
sustituido el concepto estrictamente jurídico de «contrato» por el más
amplio y teológicamente más profundo de «pacto», no cabe olvidar que «pacto»
contiene también el elemento de «contrato», por mucho que lo sitúe en una
perspectiva más amplia. Que el matrimonio vaya mucho más allá de lo
puramente jurídico y se asiente en la hondura de lo humano y en el misterio
de lo divino, en realidad se ha afirmado siempre con la palabra
«sacramento», si bien ciertamente no se ha puesto a menudo en el candelero
con la claridad que el Concilio ha dado a esos aspectos. El derecho no lo es
todo, pero es una parte irrenunciable, una dimensión del todo. No existe un
matrimonio sin normativa jurídica, que lo inserte en un conjunto global de
sociedad e Iglesia. Si la reforma del derecho después del Concilio afecta
también al ámbito del matrimonio, esto no es traicionar al Concilio, sino
llevar a cabo sus disposiciones.
Si la Iglesia aceptase la teoría de que un matrimonio ha muerto cuando los
cónyuges dejan de amarse, entonces con ello aprobaría el divorcio y
mantendría la indisolubilidad del matrimonio sólo verbalmente y no de hecho.
La opinión de que el Papa podría disolver un matrimonio sacramental
consumado, irremediablemente fracasado, debe calificarse como errónea. Un
tal matrimonio no puede ser disuelto por nadie. En la celebración nupcial,
los esposos se prometen fidelidad hasta la muerte.
Recientes estudios plantean la cuestión de si los cristianos no creyentes
—bautizados qué nunca han creído o que ya no creen en Dios— pueden
verdaderamente contraer matrimonio sacramental. En otras palabras, debería
aclararse si todo matrimonio entre bautizados es «ipso facto» sacramental.
De hecho, el Código mismo indica que sólo el contrato matrimonial «válido»
entre bautizados es a la vez Sacramento (Cfr. CIC, can. 1055§ 2). A la
esencia del Sacramento pertenece la fe; queda por aclarar la cuestión
jurídica acerca de qué evidencia de «no-fe» implica que no se realice un
Sacramento[4].
5. Muchos afirman qué la actitud de la Iglesia en la cuestión de los fieles
divorciados y vueltos a casar es unilateralmente normativo y no pastoral.
Una serie de objeciones críticas contra la doctrina y la praxis de la
Iglesia concierne a problemas de carácter pastoral. Se dice, por ejemplo,
que el lenguaje de los documentos eclesiales sería demasiado legalista, que
la dureza de la ley prevalecería sobre la comprensión hacia situaciones
humanas dramáticas. El hombre de hoy no podría comprender ese lenguaje.
Mientras Jesús habría atendido a las necesidades de todos los hombres, sobre
todo de los marginados de la sociedad, la Iglesia, por el contrario, se
mostraría más bien como juez, que excluye de los Sacramentos y de ciertas
funciones públicas a personas heridas.
Se puede indudablemente admitir que las formas expresivas del Magisterio
eclesial a veces no resultan fácilmente comprensibles y deben ser traducidas
por los predicadores y catequistas al lenguaje que corresponde a las
diferentes personas y a su ambiente cultural. Sin embargo, debe mantenerse
el contenido esencial del Magisterio eclesial, pues transmite la verdad
revelada y, por ello, no puede diluirse en razón de supuestos motivos
pastorales. Es ciertamente difícil transmitir al hombre secularizado las
exigencias del Evangelio. Pero esta dificultad no puede conducir a
compromisos con la verdad. En la encíclica Veritatis splendor, Juan Pablo II
rechazó claramente las soluciones denominadas «pastorales» que contradigan
las declaraciones del Magisterio (cf. ibid., n. 56).
Por lo que respecta a la posición del Magisterio acerca del problema de los
fieles divorciados y vueltos a casar, se debe además subrayar que los
recientes documentos de la Iglesia unen de modo equilibrado las exigencias
de la verdad con las de la caridad. Si en el pasado a veces la caridad quizá
no resplandecía suficientemente al presentar la verdad, hoy en día, en
cambio, el gran peligro es callar o comprometer la verdad en nombre de la
caridad. La palabra de la verdad puede, ciertamente, doler y ser incómoda;
pero es el camino hacia la curación, hacia la paz y hacia la libertad
interior. Una pastoral que quiera auténticamente ayudar a la persona debe
apoyarse siempre en la verdad. Sólo lo que es verdadero puede, en
definitiva, ser pastoral. «Entonces conoceréis la verdad y la verdad os hará
libres» (Jn 8,32).
NOTAS
[1] Este texto recoge la tercera parte de la Introducción del Cardenal
Joseph Ratzinger al número 17 de la Serie "Documenti e Studi", dirigida por
la Congregación para la Doctrina de la Fe, Sulla pastorale dei divorziati
risposati, LEV, Città del Vaticano 1998, p. 20-29.Las notas han sido
añadidas.
[2] Cf. Ángel Rodríguez Luño, L’epicheia nella cura pastorale dei fedeli
divorziati risposati, en Sulla pastorale dei divorziati risposati, Ciudad
del Vaticano, Libreria Editrice Vaticana, 1998, («Documenti e Studi», 17),
pp. 75-87; Piero Giorgio Marcuzzi, s.d.b., Applicazione di «aequitas et
epikeia» ai contenuti della Lettera della Congregazione per la Dottrina
della Fede del 14 settembre 1994, ib., pp. 88-98; Gilles Pelland, s.j., La
pratica della Chiesa antica relativa ai fedeli divorziati risposati, ib.,
pp. 99-131.
[3] En este sentido, vale la regla general reiterada por el Papa Juan Pablo
IIen la Exhortación apostólica postsinodal Familiaris consortio, 84: «La
reconciliación en el sacramento de la Penitencia —que les abriría el camino
al sacramento eucarístico— puede darse únicamente a los que, arrepentidos de
haber violado el signo de la Alianza y de la fidelidad a Cristo, están
sinceramente dispuestos a una forma de vida que no contradiga la
indisolubilidad del matrimonio. Esto lleva consigo concretamente que, cuando
el hombre y la mujer, por motivos serios —como, por ejemplo, la educación de
los hijos— no pueden cumplir la obligación de la separación, “asumen el
compromiso de vivir en plena continencia, o sea de abstenerse de los actos
propios de los esposos”». Véase también Benedicto XVI, Exhortación
apostólica postsinodal Sacramentum caritatis, 29.
[4] Durante un encuentro con el clero de la diócesis de Aosta, el 25 de
julio de 2005, el Papa Benedicto XVI afirmó, sobre esta difícil cuestión,
que «es particularmente dolorosa la situación de los que se casaron por la
Iglesia, pero no eran realmente creyentes y lo hicieron por tradición, y
luego, hallándose en un nuevo matrimonio inválido se convierten, encuentran
la fe y se sienten excluidos del Sacramento. Realmente se trata de un gran
sufrimiento. Cuando era prefecto de la Congregación para la doctrina de la
fe, invité a diversas Conferencias episcopales y a varios especialistas a
estudiar este problema: un sacramento celebrado sin fe. No me atrevo a decir
si realmente se puede encontrar aquí un momento de invalidez, porque al
sacramento le faltaba una dimensión fundamental. Yo personalmente lo
pensaba, pero los debates que tuvimos me hicieron comprender que el problema
es muy difícil y que se debe profundizar aún más».