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PrAenotanda: El Sacramento de la Reconciliación o Confesión DE LA EDICIÓN TÍPICA DEL RITUAL ROMANO

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“PRAENOTANDA”

DE LA EDICIÓN TÍPICA DEL RITUAL ROMANO

 

 

I. EL MISTERIO DE LA RECONCILIACIÓN EN LA HISTORIA DE LA SALVACIÓN

 

1.     El Padre manifestó su misericordia reconciliando consigo por Cristo todos los seres, los del cielo y de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz [1: Cf. 2 Cor 5, 18 s; Col 1, 20.]. El Hijo de Dios, hecho hombre, convivió entre los hombres para libe­rarlos de la esclavitud del pecado [2: Cf. Jn 8, 34-36.] y llamarlos desde las tinieblas a su luz admirable [3: Cf. 1 Pt 2, 9.]. Por ello inició su misión en la tierra predicando penitencia y diciendo: “Convertíos y creed la Buena Noticia” (Mc 1, 15).

Esta llamada a la penitencia, que ya resonaba insistentemente en la pre­dicación de los profetas, fue la que preparó el corazón de los hombres al adve­nimiento del Reino de Dios por la palabra de Juan el Bautista que vino “a predicar que se convirtieran y se bautizaran para que se les perdonasen los pecados” (Mc 1, 4).

Jesús, por su parte, no sólo exhortó a los hombres a la penitencia, para que abandonando la vida de pecado se convirtieran de todo corazón a Dios [4: Cf. Lc 15.], sino que acogió a los pecadores para reconciliarlos con el Padre [5: Cf. Lc 5, 20.27-32; 7, 48.]. Además, como signo de que tenía poder de perdonar los pecados, curó a los enfermos de sus dolencias  [6: Cf. Mt 9, 2-8.]. Finalmente, él mismo “fue entregado por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación” [7: Cf. Rom 4, 25.]. Por eso, en la misma noche en que iba a ser entregado, al iniciar su pasión salvadora [8: Cf. Missale Romanum, Prex eucharistica III.], instituyó el sacrificio de la Nueva Alianza en su sangre derramada para el perdón de los pecados [9: Cf. Mt 26, 28.] y, después de su resurrección, envió el Espíritu Santo a los apóstoles para que tuvieran la potestad de perdonar o retener los pecados [10: Cf. Jn 20, 19-23.] y recibieran la misión de predicar en su nombre la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos [11: Cf. Lc 24, 47.].

Pedro, fiel al mandato del Señor que le había dicho: “Te daré las llaves del Reino de los cielos y lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo” (Mt 16, 19), proclamó el día de Pentecostés un bautismo para la remisión de los pecados: “convertíos... y bautizaos todos en nombre de Jesucristo, para que se os perdonen los peca­dos” (Act 2, 38) [12: Cf. Act 3, 19.26; 17,30.]. Desde entonces la Iglesia nunca ha dejado ni de exhortar a los hombres a la conversión, para que abandonando el pecado se conviertan a Dios, ni de significar, por medio de la celebración de la penitencia, la vic­toria de Cristo sobre el pecado.

 

2.     Esta victoria sobre el pecado la manifiesta la Iglesia en primer lugar por medio del sacramento del Bautismo; en él nuestra vieja condición es crucificada con Cristo, quedando destruida nuestra personalidad de peca­dores, y, quedando nosotros libres de la esclavitud del pecado, resucitamos con Cristo para vivir para Dios [13: Cf. Rom 6, 4-10.]. Por ello confiesa la Iglesia su fe al proclamar en el símbolo: “reconocemos un solo bautismo para el perdón de los pecados”.


 

En el sacrificio de la Misa se hace nuevamente presente la pasión de Cristo y la Iglesia ofrece nuevamente a Dios, por la salvación de todo el mundo, el cuerpo que fue entregado por nosotros y la sangre derramada para el perdón de los pecados. En la Eucaristía, en efecto, Cristo está presente y se ofrece como “víctima por cuya inmolación Dios quiso devolvernos su amistad”[14: Missale Romanum, Prex eucharistica III.], para que por medio de este sacrificio el Espíritu Santo nos congregue en la unidad” [15: Missale Romanum, Prex eucharistica II.].

Pero además nuestro Salvador Jesucristo instituyó en su Iglesia el sacra­mento de la Penitencia al dar a los apóstoles y a sus sucesores el poder de per­donar los pecados; así los fieles que caen en el pecado después del bautismo, renovada la gracia, se reconcilien con Dios [16: Cf. Conc. Trid., Sessio XIV. De sacramenta Paenitentiae, cap. I: DS, 1668 et 1670; can. 1: DS, 1701.]. La Iglesia, en efecto, “posee el agua y las lágrimas, es decir, el agua del bautismo y las lágrimas de la pe­nitencia” [17: S. Ambrosius, Epist 41, 12; PL 16, 1116.].

 

 

II. LA RECONCILIACIÓN DE LOS PENITENTES EN LA VIDA DE LA IGLESIA

 

La Iglesia es santa y al mismo tiempo está siempre necesitada de purificación

 

3.     Cristo “amó a su Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para consa­grarla” (Ef 5, 25-26), y la tomó como esposa [18: Cf. Ap 19,7.]; la enriquece con sus propios dones divinos, haciendo de ella su propio cuerpo y su plenitud [19: Cf. Eph I, 22-23; Conc. Vat. II, Const. Lumen Gentium, n. 7: AAS 57 (1965), pp. 9-11.], y por medio de ella comunica a todos los hombres la verdad y la gracia.

Pero los miembros de la Iglesia están sometidos a la tentación y con fre­cuencia caen miserablemente en el pecado. Por eso, “mientras Cristo santo, inocente, sin mancha” (Hb 7, 26), no conoció el pecado (2 Cor 5, 21), sino que “vino a expiar únicamente los pecados del pueblo” (Hb 2, 17), la Iglesia acoge en su propio seno a hombres pecadores, es al mismo tiempo santa y está siempre necesitada de purificación, y busca sin cesar la penitencia y la renovación” [20: Conc. Vat II, Const. Lumen Gentium n 8; ibid., p. 12.].

 

La penitencia en la vida y en la liturgia de la Iglesia

 

4.     Esta constante vida penitencial el pueblo de Dios la vive y la lleva a plenitud de múltiples y variadas maneras. La Iglesia, cuando comparte los padecimientos de Cristo [21: Cf. 1 Pt 4, 13] y se ejercita en las obras de misericordia y caridad [22: Cf. 1 Pt 4, 8], va convirtiéndose cada día más al evangelio de Jesucristo y se hace así, en el mundo, signo de conversión a Dios. Esto la Iglesia lo realiza en su vida y lo celebra en su liturgia, siempre que los fieles se confiesan pecadores e imploran el perdón de Dios y de sus hermanos, como acontece en las cele­braciones penitenciales, en la proclamación de la Palabra de Dios, en la ora­ción y en los aspectos penitenciales de la celebración eucarística [23: Cf. Conc. Trid. Sessio XIV, De sacramento Paenitentiae:. DS 1638, 1740, 1743; S. Congr. Rituum., Instr. Eucharisticum mysterium, 25 maii, 1967 n. 35: AAS, 59 (1967), pp. 560-

561; Missale Romanum, Institutio generalis, nn. 29, 30, 56 a.b.g.].

Pero en el sacramento de la Penitencia “los fieles obtienen de la miseri­cordia de Dios el perdón de las ofensas que han hecho al Señor y, al mismo tiempo, se reconcilian con la Iglesia a la que ofendieron con su pecado y que, con su amor, su ejemplo y su oración, les ayuda en el camino de la propia conversión” [24: Conc. Vat. II, Const. Lumen Gentium, n. 11: AAS 57 (1965) pp. 15-16.].

 

Reconciliación con Dios y con la iglesia

 


 

5.     Porque el pecado es una ofensa hecha a Dios, que rompe nuestra amistad con él, “la finalidad última de la penitencia consiste en lograr que amemos intensamente a Dios y nos consagremos a él”[25: Pablo VI, Const. Apost. Poenitemini, 17 febr., 1966: AAS, 58 (1966), p. 179; cf. Conc. Vat. II, Const. Lumen Gentium, n 11: AAS, 57 (1965), pp. 15-16.]. El pecador, por tanto, movido por la gracia del Dios misericordioso, se pone en camino de conversión, retorna al Padre “que nos amó primero” (1 Jn 4, 19) y a Cristo, que se entregó por nosotros [26: Cf. Gal 2, 20; Eph 5, 25.],  y al Espíritu Santo, que ha sido derramado copiosamente en nosotros [27: Cf. Tit 3, 6.].

Más aún: “en virtud de un arcano y benigno misterio de la voluntad di­vina reina entre los hombres una tal solidaridad sobrenatural que el pecado de uno daña también a los otros y la santidad de uno aprovecha también a los demás”[28: Pablo VI, Const. Apost. Indulgentiarum doctrina, 1 jan. 1967, n. 4: AAS, 35 (1943), p. 213.]; por ello la penitencia lleva consigo siempre una reconciliación con los hermanos a quienes el propio pecado perjudica.

Además hay que tener presente que los hombres, con frecuencia, cometen la injusticia conjuntamente. Del mismo modo se ayudan mutuamente cuando hacen penitencia, para que liberados del pecado por la gracia de Cristo, unidos a todos los hombres de buena voluntad, trabajen en el mundo por el progreso de la justicia y de la paz.

 

El sacramento de la Penitencia y sus partes

 

6.     El discípulo de Cristo que, después del pecado, movido por el Espíritu Santo, acude al sacramento de la Penitencia, ante todo debe convertirse de todo corazón a Dios. Esta íntima conversión del corazón, que incluye la con­trición del pecado y el propósito de una vida nueva, se expresa por la confesión hecha a la Iglesia, por la adecuada satisfacción y por el cambio de vida. Dios concede la remisión de los pecados por medio de la Iglesia, a través del mi­nisterio de los sacerdotes[29: Cf. Conc. Trid., Sessio XIV, De sacramento Paenitentiae, cap. I: DS, 1673-1675.].

 

a)     Contrición

Entre los actos del penitente ocupa el primer lugar la contrición, “que es un dolor del alma y un detestar del pecado cometido con propósito de no pecar en adelante”[30: Ibíd., cap. 4: DS, 1676.].  En efecto, “solamente podemos llegar al Reino de Cristo a través de la metanoia, es decir, de aquel intimo cambio de todo el hombre -de su manera de pensar, juzgar y actuar- impulsado por la santidad y el amor de Dios, tal como se nos ha manifestado a nosotros este amor en Cristo y se nos ha dado plenamente en la etapa final de la historia “ (cf. Hb 1, 2; Col 1, 19 y en otros lugares; Ef 1, 23 y en otros lugares) [31: Pablo VI, Const. Apost. Paenitemini, 17 febr., 1966: AAS, 58 (1966), p. 179.]. De esta contrición del corazón depende la verdad de la penitencia Así pues, la conversión debe penetrar en lo más íntimo del hombre para que le ilumine cada día más ple­namente y lo vaya conformando cada vez más a Cristo.

 

b)     Confesión

La confesión de las culpas, que nace del verdadero conocimiento de sí mismo ante Dios y de la contrición de los propios pecados, es parte del sacra­mento de la Penitencia Este examen interior del propio corazón y la acusación externa debe hacerse a la luz de la misericordia divina. La confesión, por parte del penitente, exige la voluntad de abrir su corazón al ministro de Dios; y por parte del ministro, un juicio espiritual mediante el cual, como repre­sentante de Cristo y en virtud del poder de las llaves, pronuncia la sentencia de absolución o retención de los pecados [32: Cf. Conc. Trid., Sessio XIV, De sacramento Paenitentiae, cap. 5: DS, 1679.].

 


 

c)     Satisfacción

La verdadera conversión se realiza con la satisfacción por los pecados, el cambio de vida y la reparación de los daños [33: Cf. Conc. Trid., Sessio XIV, De sacramento Paenitentiae, cap. 8: DS, 1690-1692; Pablo VI, Const. Apost. Indulgentiarum doctrina, 1 ian., 1967, nn. 2-3: AAS, 59 (1967), pp. 6-8.]. El objeto y cuantía de la satisfacción debe acomodarse a cada penitente, para que así cada uno repare el orden que destruyó y sea curado con una medicina opuesta a la enfermedad que le afligió. Conviene, pues, que la pena impuesta sea realmente remedio del pecado cometido y, de algún modo, renueve la vida. Así el penitente, “olvidándose de lo que queda atrás” (Fil 3, 13), se injerta de nuevo en el mis­terio de la salvación y se encamina de nuevo hacia los bienes futuros.

 

d)     Absolución

Al pecador que manifiesta su conversión al ministro de la Iglesia en la confesión sacramental, Dios le concede su perdón por medio del signo de la absolución y así el sacramento de la Penitencia alcanza su plenitud. En efecto, de acuerdo con el plan de Dios, según el cual la humanidad y la bondad del Salvador se han hecho visibles al hombre [34: Cf. Tit 3, 4-5.], Dios quiere salvarnos y restaurar su alianza con nosotros por medio de signos visibles.

Así, por medio del sacramento de la Penitencia, el Padre acoge al hijo que retorna a él, Cristo toma sobre sus hombros a la oveja perdida y la conduce nuevamente al redil y el Espíritu Santo vuelve a santificar su templo o habita en él con mayor plenitud; todo ello se manifiesta al participar de nuevo, o con más fervor que antes, en la mesa del Señor, con lo cual estalla un gran gozo en el convite de la Iglesia de Dios por la vuelta del hijo desde lejanas tierras [35: Cf. Lc 15, 7.10.32.].

 

Necesidad y utilidad de este sacramento

 

7.     De la misma manera que las heridas del pecado son diversas y variadas, tanto en la vida de cada uno de los fieles como de la comunidad, así también es diverso el remedio que nos aporta la penitencia A aquellos que por el pe­cado grave se separaron de la comunión con el amor de Dios, el sacramento de la Penitencia les devuelve la vida que perdieron. A quienes caen en pecados veniales, experimentando cotidianamente su debilidad, la repetida celebra­ción de la penitencia les restaura las fuerzas, para que puedan alcanzar la plena libertad de los hijos de Dios.

 

a)  Para recibir fructuosamente el remedio que nos aporta el sacramento de la Penitencia, según la disposición del Dios misericordioso, el fiel debe confesar al sacerdote todos y cada uno de los pecados graves que recuerde después de haber examinado su conciencia [36: Cf. Conc. Trid., Sessio XIV, De sacramento Paenitentiae, cap. 7-8: DS, 1707-1708.].

 

b)  Además el uso frecuente y cuidadoso de este sacramento es también muy útil en relación con los pecados veniales. En efecto, no se trata de una mera repetición ritual ni de un cierto ejercicio psicológico, sino de un cons­tante empeño en perfeccionar la gracia del Bautismo, que hace que de tal forma nos vayamos conformando continuamente a la muerte de Cristo, que llegue a manifestarse también en nosotros la vida de Jesús [37: Cf. 2 Cor 4, 10.]. En estas confe­siones los fieles deben esforzarse principalmente para que, al acusar sus propias culpas veniales, se vayan conformando más y más a Cristo y sean cada vez más dóciles a la voz del Espíritu.


 

Pero para que este sacramento llegue a ser realmente fructuoso en los fieles, es necesario que arraigue en la vida entera de los cristianos y los impulse a una entrega cada vez más fiel al servicio de Dios y de los hermanos.

La celebración de este sacramento es siempre una acción en la que la Iglesia proclama su fe, da gracias a Dios por la libertad con que Cristo nos liberó [38: Cf. Gal 4, 31.] y ofrece su vida como sacrificio espiritual en alabanza de la gloria de Dios y sale al encuentro de Cristo que se acerca.

 

 

 

III.  LOS OFICIOS Y MINISTERIOS EN LA RECONCILIACIÓN DE LOS PENITENTES

 

Función de la comunidad en la celebración de la penitencia

 

8.    Toda la Iglesia, como pueblo sacerdotal, actúa de diversas maneras al ejercer la tarea de reconciliación que le ha sido confiada por Dios. No sólo llama a la penitencia por la predicación de la Palabra de Dios, sino que también intercede por los pecadores y ayuda al penitente con atención y solicitud maternal, para que reconozca y confiese sus pecados, y así alcance la miseri­cordia de Dios, ya que sólo él puede perdonar los pecados. Pero, además, la misma Iglesia ha sido constituida instrumento de conversión y absolución del penitente por el ministerio entregado por Cristo a los apóstoles y a sus sucesores [39: Cf. Mt 18, 18; Jn 20, 23.].

 

El ministro del sacramento de la Penitencia

 

9.     a)  La Iglesia ejerce el ministerio del sacramento de la Penitencia por los obispos y presbíteros, quienes llaman a los fieles a la conversión por la predicación de la Palabra de Dios y atestiguan e imparten a éstos el perdón de los pecados en nombre de Cristo y con la fuerza del Espíritu Santo.

Los presbíteros, en el ejercicio de este ministerio, actúan en comunión con el obispo y participan de la potestad y función de quien es el moderador de la disciplina penitencial [40: Cf. Conc. Vat. II, Const. Lumen Gentium, n. 26: AAS, 57 (1965), pp. 31-32.].

 

b)  El ministro competente para el sacramento de la Penitencia es el sacerdote que, según las leyes canónicas, tiene facultad de absolver. Sin embargo, todos los sacerdotes, aunque no estén autorizados para confesar, pueden absolver válidamente y lícitamente a cualquiera de los penitentes que se encuentren en peligro de muerte.

 

Sobre el ejercicio pastoral de este ministerio

 

10.    a)  Para que el confesor pueda cumplir su ministerio con rectitud y fidelidad, aprenda a conocer las enfermedades de las almas y a aportarles los remedios adecuados; procure ejercitar sabiamente la función de juez y, por medio de un estudio asiduo, bajo la guía del Magisterio de la Iglesia, y, sobre todo, por medio de la oración, adquiera aquella ciencia y prudencia necesarias para este ministerio. El discernimiento del espíritu es, ciertamente, un conocimiento íntimo de la acción de Dios en el corazón de los hombres, un don del Espíritu Santo y un fruto de la caridad [41: Cf. Phil 1, 9-10.].

 


 

b) El confesor muéstrese siempre dispuesto a confesar a los fieles cuando éstos lo piden razonablemente [42: Cf. S. Congr. pro Doctrina Fidei, Normae pastorales circa absolutionem sacramentalem generali modo impartiendam, 16; jun., 1972, n. 12: AAS, 64 (1972), p. 514.].

 

c)  Al acoger al pecador penitente y guiarle hacia la luz de la verdad cumple su función paternal, revelando el corazón del Padre a los hombres y reproduciendo la imagen de Cristo Pastor. Recuerde, por consiguiente, que le ha sido confiado el ministerio de Cristo, que para salvar a los hombres llevó a cabo misericordiosamente la obra de la redención y con su poder está presente en los sacramentos [43: Cf. Conc. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, n. 7: AAS, 56 (1964), pp. 100-101].

 

d) El confesor, sabiendo que ha conocido los secretos de la conciencia de su hermano como ministro de Dios, está obligado a guardar rigurosamente el secreto sacramental por razón de su oficio.

 

El penitente

 

11.    Son importantísimas las acciones con que el fiel penitente participa en el sacramento.

Cuando debidamente preparado se acerca a este saludable remedio insti­tuido por Cristo y confiesa sus pecados, sus actos forman parte del mismo sa­cramento, alcanza su plena realización con las palabras de la absolución, pronunciadas por el ministro en nombre de Cristo.

Así, el fiel, que experimenta y proclama la misericordia de Dios en su vida, celebra junto con el sacerdote la liturgia de la Iglesia, que se renueva continuamente.

 

 

IV.  LA CELEBRACIÓN DEL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA

 

Lugar de la celebración

 

12.    El sacramento de la Penitencia se administra en el lugar y en la sede que se determinan por el derecho.

 

Tiempo de la celebración

 

13.    La reconciliación de los penitentes puede celebrarse en cualquier tiempo y día. Sin embargo, es conveniente que los fieles conozcan el día y la hora en que está disponible el sacerdote para ejercer este ministerio. Acos­túmbrese a los fieles para que acudan a recibir el sacramento de la Penitencia fuera de la celebración de la Misa, principalmente en horas establecidas [44: Cf. S. Congr. Rituum, Instr. Eucharisticum Mysterium, 25 maii 1967, n. 35: AAS, 59 (1967), páginas 560-561.].

El tiempo de Cuaresma es el más apropiado para celebrar el sacramento de la Penitencia, pues ya en el día de la ceniza resuena una invitación solemne ante el pueblo de Dios: “Convertíos y creed la Buena Noticia”. Es conveniente, por tanto, que durante la Cuaresma se organicen con frecuencia celebraciones penitenciales para que se ofrezca a los fieles la ocasión de reconciliarse con Dios y con los hermanos y de celebrar con un corazón renovado el misterio pascual en el triduo sacro.

 


 

Vestiduras litúrgicas

 

14.    En lo que hace referencia a las vestiduras litúrgicas en la celebración de la Penitencia, obsérvense las normas establecidas por los Ordinarios del lugar.

 

 

A. RITO PARA RECONCILIAR A UN SOLO PENITENTE

 

Preparación del sacerdote y del penitente

 

15.    El sacerdote y el penitente prepárense a la celebración del sacramento ante todo con la oración. El sacerdote invoque el Espíritu Santo para recibir su luz y caridad; el penitente compare su vida con el ejemplo y los manda­mientos de Cristo y pida a Dios el perdón de sus pecados.

 

Acogida del penitente

 

16.    El sacerdote acoja al penitente con caridad fraternal y, si es oportuno, salúdele con palabras de afecto. Después el penitente hace el signo de la cruz, diciendo: En el nombre del Padre y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén.

El sacerdote puede hacerlo al mismo tiempo. Después el sacerdote le invita con una breve fórmula a la confianza en Dios. Si el penitente es desconocido por el confesor, aquél indicará oportunamente su situación y también el tiempo de la última confesión, sus dificultades para llevar una vida cristiana y otras circunstancias cuyo conocimiento sea útil al confesor para ejercer su ministerio.

 

Lectura de la Palabra de Dios

 

17.    Entonces el sacerdote, o el mismo penitente, lee, si parece oportuno, un texto de la Sagrada Escritura; esta lectura puede hacerse también en la preparación del sacramento. Por la Palabra de Dios el cristiano es iluminado en el conocimiento de sus pecados y es llamado a la conversión y a la con­fianza en la misericordia de Dios.

 

Confesión de los pecados y aceptación de la satisfacción

 

18.    Después el penitente confiesa sus pecados, empezando, donde sea costumbre, con la fórmula de la confesión general: “Yo confieso...” El sacerdo­te, si es necesario, le ayudará a hacer una confesión íntegra, además le exhor­tará para que se arrepienta sinceramente de las ofensas cometidas contra Dios; por fin le ofrecerá oportunos consejos para empezar una nueva vida y, si fuere necesario, le instruirá acerca de los deberes de la vida cristiana.

Si el penitente hubiese sido responsable de daño o escándalo, ayúdele a tomar la decisión de repararlos convenientemente.


 

Después el sacerdote impone al penitente una satisfacción que no sólo sirva de expiación de sus pecados, sino que sea también ayuda para la vida nueva y medicina para su enfermedad; procure, por tanto, que esta satisfacción esté acomodada, en la medida de lo posible, a la gravedad y naturaleza de los pecados. Dicha satisfacción es oportuno realizarla por medio de la oración, de la abnegación y, sobre todo, del servicio al prójimo y por las obras de mise­ricordia con las cuales se pone de manifiesto cómo el pecado y su perdón revisten también una dimensión social.

 

Oración del penitente y absolución del sacerdote

 

19.    Después el penitente manifiesta su contrición y el propósito de una vida nueva por medio de alguna fórmula de oración con la que implora el perdón de Dios Padre. Es conveniente que esta plegaria esté compuesta con palabras de la Sagrada Escritura.

El sacerdote, después que el penitente ha terminado su oración, impo­niendo sus dos manos, al menos la derecha, sobre la cabeza del penitente, dice la absolución cuya parte esencial son las palabras: YO TE ABSUELVO DE TUS PECADOS, EN EL NOMBRE DEL PADRE , Y DEL HIJO, Y DEL ESPÍRITU SANTO. El sacerdote, mientras dice estas últimas palabras, hace la señal de la cruz sobre el penitente. La fórmula de la absolución (Cf. n. 102) significa cómo la reconciliación del penitente tiene su origen en la misericor­dia de Dios Padre; muestra el nexo entre la reconciliación del pecador y el Misterio Pascual de Cristo; subraya la intervención del Espíritu Santo en el perdón de los pecados y por último ilumina el aspecto eclesial del Sacra­mento, ya que la reconciliación con Dios se pide y se otorga por el ministerio de la Iglesia.

 

Acción de gracias y despedida del penitente

 

20.    Una vez recibido el perdón de los pecados, el penitente proclama la misericordia de Dios y le da gracias con una breve aclamación tomada de la Sagrada Escritura; después el sacerdote lo despide en la paz del Señor.

El penitente ha de continuar y manifestar su conversión, reformando su vida según el Evangelio de Cristo y con un amor a Dios cada vez más gene­roso porque “el amor cubre la multitud de los pecados” (1 Ped 4, 8).

 

Rito breve

 

21.    Cuando la necesidad pastoral lo aconseje, el sacerdote puede omitir o abreviar algunas partes del rito; sin embargo, siempre ha de mantenerse íntegramente: la confesión de los pecados y la aceptación de la satisfacción, la invitación a la contrición (n. 95), la fórmula de la absolución y la fórmula de despedida. En inminente peligro de muerte, es suficiente que el sacerdote diga las palabras esenciales de la fórmula de la absolución, a saber: YO TE ABSUELVO DE TUS PECADOS, EN EL NOMBRE DEL PADRE, Y DEL HIJO, Y DEL ESPÍRITU SANTO.

 

B. RITO PARA RECONCILIAR A VARIOS PENITENTES CON CONFESIÓN Y ABSOLUCIÓN INDIVIDUAL

 

22.    Cuando se reúnen muchos penitentes a la vez para obtener la recon­ciliación sacramental, es conveniente que se preparen a la misma con la cele­bración de la palabra de Dios.

Pueden también participar en esta celebración aquellos fieles que en otro momento recibirán el sacramento.


 

La celebración común manifiesta más claramente la naturaleza eclesial de la penitencia. Ya que los fieles oyen juntos la palabra de Dios, la cual al proclamar la misericordia divina, les invita a la conversión; juntos, también examinan su vida a la luz de la misma palabra de Dios y se ayudan mutua­mente con la oración. Después que cada uno ha confesado sus pecados y recibido la absolución, todos a la vez alaban a Dios por las maravillas que ha realizado en favor del pueblo que adquirió para sí con la sangre de su Hijo.

Si es preciso, estén dispuestos varios sacerdotes, para que, en lugares apropiados, puedan oír y reconciliar a cada uno de los fieles.

 

Ritos iniciales

 

23.    Una vez reunidos los fieles, se canta, si parece oportuno, un canto adecuado. Después, el sacerdote saluda a los fieles y él mismo u otro minis­tro, los introduce, si parece oportuno, con breves palabras, en la celebración y les da las indicaciones prácticas sobre el orden que se va a seguir en la misma. A continuación invita a todos a orar, y, después de un momento de silencio, dice la oración.

 

Celebración de la palabra de Dios

 

24.    Es conveniente que el sacramento de la Penitencia empiece con la lectura de la Palabra. Por ella Dios nos llama a la penitencia y conduce a la verdadera conversión del corazón.

Puede elegirse una o más lecturas. Si se escogen varias, intercálese un salmo u otro canto apropiado o un espacio de silencio, para profundizar más la pa­labra de Dios y facilitar el asentimiento del corazón. Si sólo se hace una lec­tura, es conveniente que se tome del Evangelio.

 

Elíjanse principalmente lecturas por las cuales:

a) Dios llama a los hombres a la conversión y a una mayor semejanza con Cristo.

b) Se proponga el misterio de la reconciliación por la muerte y resurrec­ción de Cristo y también como don del Espíritu Santo.

c) Se manifieste el juicio de Dios sobre el bien y el mal en la vida de los hombres, para iluminar y examinar la conciencia.

 

25.    La homilía, a partir del texto de la Escritura, ha de ayudar a los peni­tentes al examen de conciencia, a la aversión del pecado y a la conversión a Dios. Así mismo debe recordar a los fieles que el pecado es una acción con­tra Dios, contra la comunidad y el prójimo, y también contra el mismo peca­dor. Por tanto, oportunamente se pondrán en relieve:

 

a) La infinita misericordia de Dios, que es mayor que todas nuestras iniquidades y por la cual siempre, una y otra vez, él nos vuelve a llamar a sí.

b) La necesidad de la penitencia interna, por la que sinceramente nos disponemos a reparar los daños del pecado.

c) El aspecto social de la gracia y del pecado, puesto que los actos indi­vidualmente repercuten de alguna manera en todo el cuerpo de la Iglesia.

d) La necesidad de nuestra satisfacción, que recibe toda su fuerza de la satisfacción de Cristo, y exige en primer lugar, además de las obras peni­tenciales, el ejercicio del verdadero amor de Dios y del prójimo.

 


 

26.    Terminada la homilía, guárdese un tiempo suficiente de silencio para examinar la conciencia y suscitar una verdadera contrición de los pe­cados. El mismo presbítero, o un diácono u otro ministro, puede ayudar a los fieles con breves fórmulas o con una plegaria litánica, teniendo en cuenta su condición, edad, etc.

Si parece oportuno, este examen de conciencia y exhortación a la contri­ción, puede sustituir a la homilía; pero, en tal caso, se debe tomar claramente como punto de partida el texto de la Sagrada Escritura leído anteriormente.

 

Rito de la reconciliación

 

27.    Después, a invitación del diácono u otro ministro, todos se arrodillan o se inclinan y dicen una fórmula de confesión general (por ejemplo, “yo confieso”); a continuación, de pie, recitan si se cree oportuno una oración litánica o entonan un cántico adecuado que expresa su condición de peca­dores, la contrición del corazón, la petición del perdón y también la confianza en la misericordia de Dios. Al final se dice la oración dominical, que nunca deberá omitirse.

 

28.    Dicha la oración dominical, los sacerdotes se dirigen al lugar deter­minado para oír las confesiones. Los penitentes que desean hacer la confe­sión de sus pecados, se acercan al sacerdote que han elegido, y después de aceptar la debida satisfacción, son absueltos por él con la fórmula para re­conciliar a un solo penitente.

 

29.    Una vez terminadas las confesiones, los sacerdotes vuelven al pres­biterio. El que preside la celebración invita a todos a la acción de gracias, con la que los fieles proclaman la misericordia de Dios. Lo cual puede hacerse con un salmo o un himno o una plegaria litánica. Finalmente, el sacerdote concluye la celebración con una oración de alabanza a Dios por la gran cari­dad con la que nos ha amado.

 

Despedida del pueblo

 

30.    Acabada la acción de gracias, el sacerdote bendice a los fieles. Des­pués el diácono o el mismo sacerdote despide a la asamblea.

 

C. RITO PARA RECONCILIAR A MUCHOS PENITENTES CON CONFESIÓN Y ABSOLUCIÓN GENERAL

 

Disciplina de la absolución general

 

31.    La confesión individual e íntegra y la absolución continúan siendo el único modo ordinario para que los fieles se reconcilien con Dios y la Iglesia, a no ser que una imposibilidad física o moral excuse de este modo de con­fesión.

Sin embargo, puede suceder que se den circunstancias particulares en las que sea licito o aún conveniente impartir la absolución de un modo gene­ral a muchos penitentes, sin la previa confesión individual.


 

Además de los casos en los cuales existe un peligro de muerte, es lícito dar la absolución sacramental a muchos fieles simultáneamente, que se han confesado sólo de un modo genérico, pero convenientemente exhortados al arrepentimiento, cuando hay una grave necesidad; a saber, cuando, dado el número de los penitentes, no hay suficientes confesores para oír con el con­veniente sosiego (rite) las confesiones de cada uno en un tiempo razonable, de tal manera que los penitentes se ven obligados, sin culpa suya, a quedar privados por un notable tiempo (diu) de la gracia sacramental o la sagrada comunión. Esto puede ocurrir principalmente en tierras de misión, pero también en otros lugares y en reuniones de personas donde conste tal nece­sidad.

Sin embargo, si hay suficientes confesores disponibles, la absolución colectiva no puede darse por mero hecho de un gran concurso de penitentes, como podría darse, por ejemplo, en una fiesta grande o en una peregrinación [45: Congr. pro Doctrina Fidei, Normae pastorales circa absolutionem sacramentalem generali modo impartiendam, 16 maii 1972, n 3: AAS, 64 (1972), n 511].

 

32.    Queda reservado al Obispo diocesano, después de haber intercam­biado su parecer con los otros miembros de la Conferencia Episcopal, juzgar si se dan las condiciones antes expuestas y, por tanto, decidir cuándo sea lícito conferir la absolución sacramental colectiva.

Además de los casos previstos por el Obispo diocesano, si surgiese alguna otra grave necesidad de impartir la absolución sacramental a muchos simul­táneamente, el sacerdote para impartir lícitamente la absolución debe recurrir previamente al Ordinario del lugar, siempre que le sea posible; si no le ha sido posible, dará cuenta cuanto antes al mismo Ordinario sobre tal necesidad y sobre la absolución otorgada [46: Ibíd., n. 5: 1 c., p 512.].

 

33.    Con respecto a los fieles, para que puedan obtener el beneficio de una absolución colectiva, se requiere siempre, que estén debidamente dis­puestos, es decir, que cada cual se arrepienta de sus pecados, proponga no cometerlos, determine reparar los escándalos y daños que hubiese ocasionado, y a la vez proponga confesar individualmente a su debido tiempo los peca­dos graves, que en las presentes circunstancias no ha podido confesar. Los sacerdotes deberán instruir diligentemente a los fieles sobre estas disposi­ciones y condiciones requeridas para el valor del sacramento [47: Ibíd., nn.6 et 11, pp. 512-514.].

 

34.    Aquellos, a quien se les ha perdonado pecados graves con una abso­lución común, acudan a la confesión oral, antes de recibir otra absolución general, a no ser que una justa causa se lo impida. En todo caso están obli­gados a acudir al confesor dentro del año, a no ser que los obstaculice una imposibilidad moral. Ya que también para ellos sigue en vigor el precepto por el cual todo cristiano debe confesar a un sacerdote individualmente, al menos una vez al año, todos sus pecados, se entiende graves, que no hubiese confesado en particular [48: Ibíd., nn. 7 et 8: 1 c., pp. 512-513.].

 

Rito de la absolución general

 

35.    Para reconciliar a los penitentes con la confesión y absolución gene­ral en los casos prescritos por el derecho, se procede de la misma forma antes citada para la reconciliación de muchos penitentes con la confesión y absolución individual cambiando solamente lo que sigue:


 

a) Después de la homilía, o dentro de la misma, adviértase a los fieles que quieran beneficiarse de la absolución general, que se dispongan debida­mente, es decir, que cada uno se arrepienta de sus pecados, esté dispuesto a enmendarse de ellos, determine reparar los escándalos y daños que hubiese ocasionado, y al mismo tiempo proponga confesar individualmente a su de­bido tiempo los pecados graves, que en las presentes circunstancias no ha podido confesar [49: Ibíd., n. 6, p. 512.]; además propóngase una satisfacción que todos habrán de cumplir a la que, sí quisieran, podrán añadir alguna otra.

b) Después el diácono, u otro ministro o el mismo sacerdote, invita a los penitentes que desean recibir la absolución, a manifestar abiertamente mediante algún signo externo, que quieren recibir dicha absolución (v. g., inclinando la cabeza, o arrodillándose, o por medio de otro signo conforme a las normas establecidas por las Conferencias Episcopales), diciendo todos juntos la fórmula una, la confesión general (v. g., “Yo confieso”). Después puede recitarse una plegaria litánica o entonar un cántico penitencial, y todos juntos dicen o cantan la oración dominical, cómo se ha dicho antes en el n. 27.

c) Entonces el sacerdote recita la invocación por la que se pide la gracia del Espíritu Santo para el perdón de los pecados, se proclama la victoria sobre el pecado por la muerte y resurrección de Cristo, y se da la absolución sacramental a los penitentes.

d) Finalmente, el sacerdote invita a la acción de gracias, como se ha dicho antes en el n. 29, y omitida la oración de conclusión, seguidamente bendice al pueblo y lo despide.

 

 

V.  LAS CELEBRACIONES PENITENCIALES

 

Indole y estructura

 

36.    Las celebraciones penitenciales son reuniones del pueblo de Dios para oír la palabra de Dios, por la cual se invita a la conversión y a la reno­vación de vida, y se proclama, además, nuestra liberación del pecado por la muerte y resurrección de Cristo. Su estructura es la que se acostumbra a observar en las celebraciones de la palabra de Dios [50: Cf. S. Congr. Rituum, Instr. Inter Oecumenici, 26 sept. 1964, nn. 37-39: AAS, 56 (1964), pp. 110-111.], y que se propone en el Rito para reconciliar a muchos penitentes.

Por tanto, es conveniente que después del rito inicial (canto, salutación y oración) se proclamen una o más lecturas -intercalando cantos o salmos o momentos de silencio- y que en la homilía se expliquen y apliquen a los fieles reunidos. No hay inconveniente en que, antes o después de las lecturas de la Escritura, se lea algún fragmento de los Padres o escritores que real­mente ayuden a la comunidad y a los individuos al verdadero conocimiento del pecado y a la verdadera contrición del corazón, es decir, a lograr la con­versión.

Después de la homilía y la meditación de la palabra de Dios, es conve­niente que la asamblea de los fieles ore formando un solo corazón y una sola voz mediante alguna plegaria litánica u otro medio apto para promover la participación de los fieles. Finalmente, se dice siempre la oración dominical para que Dios nuestro Padre, “perdone nuestras deudas, así cómo nosotros perdonamos a nuestros deudores. . . y nos libre del mal”. El sacerdote, o el ministro que preside la reunión, concluye con la oración y la despedida del pueblo.

 

Utilidad e importancia

 


 

37.    Téngase cuidado de que estas celebraciones no se confundan, en la apreciación de los fieles, con la misma celebración del sacramento de la Peni­tencia [51: Cf. S. Congr. pro Doctrina Fidei,Normae pastorales circa absolutionem sacramentalem generali modo impartiendam, 16 jun. 1972, n. 10: AAS, 64 (1972), pp. 513-514.]. Sin embargo, estas celebraciones penitenciales son muy útiles para promover la conversión y la purificación del corazón [52: Ibíd.].

Las celebraciones penitenciales son muy útiles principalmente:

- para fomentar el espíritu de penitencia en la comunidad cristiana;

- para ayudar la preparación de la confesión que después, en momento oportuno, puede hacerse en particular;

- para educar a los niños en la formación de su conciencia del pecado en la vida humana y de la liberación del pecado por Cristo;

- para ayudar a los catecúmenos a la conversión.

 

Además, dónde no hay sacerdote a disposición para dar la absolución sacramental, las celebraciones penitenciales son utilísimas, puesto que ayu­dan a la contrición perfecta por la caridad, por la cual los fieles pueden con­seguir la gracia de Dios con el propósito de recibir el sacramento de la peni­tencia [53: Cf. Conc. Trid., Sessio XIV, De sacramento Paenitentiae, cap. 4: DS, 1677.].

 

 

VI.  ADAPTACIONES DEL RITUAL A LAS DIVERSAS

REGIONES Y CIRCUNSTANCIAS

 

Adaptaciones que pueden hacer las Conferencias Episcopales

 

38.    Compete a las Conferencias Episcopales, en la preparación de los Rituales particulares, acomodar este Ritual de la Penitencia a las necesidades de cada lugar, para que, aprobado por la Sede Apostólica, se pueda usar. Compete, por tanto, a las Conferencias Episcopales:

a) Establecer las normas sobre la disciplina del sacramento de la Peni­tencia, especialmente en lo que hace referencia al ministerio de los sacerdotes y a la reserva de pecados.

b) Determinar normas concretas en cuanto el lugar apto para la ordi­naria celebración del sacramento de la Penitencia y en cuanto a los signos de penitencia que han de mostrar los fieles en la absolución general (cfr. nú­mero 35).

c) Preparar las traducciones de los textos para que estén realmente adap­tados a la índole y al modo de hablar de cada pueblo, y también componer nuevos textos para las oraciones de los fieles o del ministro, conservando íntegra la fórmula sacramental.

 

Facultades de los Obispos

 

39.    Es propio del Obispo diocesano:

a) Moderar la disciplina de la penitencia en su diócesis [54: Cf. Conc. Vat. II, Const. Lumen Gentium, n. 26: AAS, 57 (1965), pp. 31-32.], haciendo las oportunas adaptaciones al mismo rito según las normas propuestas por la Conferencia Episcopal.

b) Determinar, después de haber intercambiado su parecer con otros miembros de la Conferencia Episcopal, cuándo sea lícito dar la absolución general en las condiciones establecidas por la Santa Sede [55: Cf. S. Congr. pro Doctrina Fidei, Normae pastorales circa absolutionem sacramentalem generali modo impartiendam, n. 5: AAS, 64 (1972), p. 512.].

 

Acomodaciones que corresponden al ministro


 

40.    Los presbíteros, los párrocos especialmente, han de procurar:

a) En la celebración de la reconciliación, sea individual o comunitaria, adaptar el rito a las circunstancias concretas de los penitentes, conservando la estructura esencial y la fórmula íntegra de la absolución; así pueden omitir algunas partes, si es preciso por razones pastorales, o ampliar otras, selec­cionar los textos de las lecturas o de las oraciones, elegir el lugar más apro­piado para la celebración, según las normas establecidas por las Conferencias Episcopales, de modo que toda la celebración sea rica en contenido y fruc­tuosa.

b) Organizar y preparar celebraciones penitenciales algunas veces du­rante el año, principalmente en tiempo de Cuaresma, ayudados por otros -también por los laicos-, de tal manera que los textos seleccionados y el orden de la celebración sean verdaderamente adaptados a las condiciones y circunstancias de la comunidad o reunión (por ejemplo, de niños, de enfer­mos, etc.).

c) En caso de grave necesidad, no previsto por el Obispo diocesano, si es imposible recurrir a él, decidir respecto a la absolución sacramental colectiva, previa la sola confesión general; pero con la obligación de informar, cuanto antes, al mismo Ordinario sobre dicha necesidad y la absolución dada.

 


 


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