De la Vocación Matrimonial
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Cardenal Alfonso López Trujillo
15.06.2008
La santidad del matrimonio es fuente en la
que se apoya el desarrollo cristiano de la familia. Junto al problema
«socio-cultural» señalado y al necesario proceso de internalización, y
dependiente de una toma de conciencia de la verdad y los valores sobre el
matrimonio y la familia, está, ocupando un lugar fundamental, el comprender
el camino del matrimonio como una vocación específica a la santidad, esto
es, como un llamado a una persona concreta para seguir el camino hacia la
santidad en el matrimonio y la familia. Precisamente, Juan Pablo II destaca
que «Cristo quiere garantizar la santidad del matrimonio y de la familia,
quiere defender la plena verdad sobre la persona humana y su dignidad»
Los caminos de vida que se abren ante el creyente son vocaciones, es decir
cada una constituye un llamado divino a la persona. Así pues, no es un
asunto de vehemencia ni de capricho, sino de discernir el llamado propio, el
camino para mejor cumplir el Plan de Dios según las características
personales, suponiendo una madurez adecuada y el ejercicio de la libertad
sin coacciones.
Educación para el amor y el don de sí
Cada quien debe ahondar en su mismidad y buscar el designio de Dios para su
propia vida. Esto implica un proceso de educación orientado a la libre
elección, un proceso de auténtica personalización, un proceso de educación
para el amor y el don de sí que, por lo mismo, sea coherente con la opción
por la fe asumida por la persona. Este proceso, por las condiciones
socio-culturales, tiene que ser un proceso simultáneo de educación en la
verdad fundamental de lo que significa la adhesión al Señor Jesús, ahondando
en la fe de la Iglesia, iluminando los caminos vocacionales, y al mismo
tiempo un proceso de liberación de presuposiciones y prejuicios de lo que
hoy llamamos cultura de muerte.
Siguiéndolo, pero sin ser por ello menos importante, ha de ir un proceso de
maduración integral de la persona. Ocurre no poco que se confunde el pasar
de los años con la madurez. Y bien sabemos que esa confusión no se ajusta a
la verdad. La madurez es un proceso de reconocimiento de la propia
identidad, de reconciliación de las rupturas personales y de
restablecimiento de las relaciones básicas de la persona.
Así pues, hay que considerar, en presencia del tema del matrimonio y de la
familia enfocados con visión cristiana, que la dimensión antropológica
básica del matrimonio, al ser una mutua donación amorosa del esposo y de la
esposa, implica y presupone que la condición estructural de auto-posesión
del ser humano sea en cada uno de los cónyuges una realidad en proceso de
crecimiento y maduración. Así pues, la respuesta concreta a la vocación
matrimonial libremente discernida supone la experiencia efectiva de que la
posesión objetivante de sí mismo en libertad empieza a ser un hecho de
cierta madurez, manifestada no sólo en el aspecto psico-afectivo-sexual,
sino también y muy significativamente en la internalización de la verdad y
de los valores que de ésta provienen.
El matrimonio se ofrece así como un camino integral para el ser humano que
ha sido llamado a santificarse por él . La dinámica de la vida conyugal será
para el esposo y la esposa un lugar especial para encontrarse con la gracia
de Dios que amorosamente se derrama en sus corazones. Acogiendo la fuerza
divina y cooperando con ella, la vida conyugal favorecerá la transformación
de los cónyuges en la medida en que se donan uno al otro, dando muerte al
egoísmo, y construyendo una comunión cada vez más fuerte e intensa en el
Señor. Aparece un horizonte muy importante del amor como don mutuo, que se
va acrecentando y se expande hacia los hijos y hacia los más próximos en un
dinamismo de caridad cuyo horizonte universal aparece claro.
En su Carta a las familias, el Santo Padre dice: «El Concilio Vaticano II,
particularmente atento al problema del hombre y de su vocación, afirma que
la unión conyugal -significada en la expresión bíblica "una sola carne"-
sólo puede ser comprendida y explicada plenamente recurriendo a los valores
de la "persona" y de la "entrega". Cada hombre y cada mujer se realizan en
plenitud mediante la entrega sincera de sí mismo; y, para los esposos, el
momento de la unión conyugal constituye una experiencia particularísima de
ello. Es entonces cuando el hombre y la mujer, en la "verdad" de su
masculinidad y femineidad, se convierten en entrega recíproca»
Esto es una verdad para la vocación matrimonial y por lo mismo lo es también
en la vida y en el encuentro marital. Precisamente por ello supone un serio
proceso de educación para el amor y para el don de sí. Muchos fracasos
ocurren porque quienes acceden al estado de casados no han discernido
suficientemente o, con dolorosa frecuencia, no han madurado su vocación o no
continúan haciéndolo luego de casados. El matrimonio no es un juego. Es un
asunto tan serio como hermoso. Y precisamente por ello se requieren las
condiciones, en activo, para vivir ofreciéndose como auténtico don uno al
otro, como expresión dinámica del amoroso don de sí, y experimentando en su
conciencia del sacramento con que Dios los ha bendecido un impulso
transformador hacia la contemplación de la bondad y el amor divinos.
El nosotros y la personalización
En la base del matrimonio está la persona del hombre y la persona de la
mujer, esto es, personas concretas con sus propias realidades. Al valorar el
ideal hermoso del nosotros conyugal no se ha de perder de vista que en la
base de ese nosotros están dos personas individuales, dos seres humanos . Ni
la persona del marido ni la de la mujer se disuelve en el nosotros, sino que
desde su ser personal asume una nueva realidad en la que el ser personal
subsiste en una de las más sublimes formas de comunión
Pienso que el no tener en cuenta, no sólo en teoría sino en la vida
concreta, estos horizontes de educación para la madurez humano-cristiana, el
amor don de sí, y la efectiva internalización de valores, lleva a rasgos
como los del cuadro descrito por el Papa Juan Pablo II en relación al
horizonte real de muchas, demasiadas, parejas: «sucede con frecuencia que el
hombre se siente desanimado a realizar las condiciones auténticas de la
reproducción humana y se ve inducido a considerar la propia vida y a sí
mismo como un conjunto de sensaciones que hay que experimentar más bien que
como una obra a realizar. De aquí nace una falta de libertad que le hace
renunciar al compromiso de vincularse de manera estable con otra persona y
engendrar hijos, o bien le mueve a considerar a éstos como una de tantas
"cosas" que es posible tener o no tener, según los propios gustos y que se
presentan como otras opciones»
Teniendo en cuenta estas consideraciones y asumiendo ante todo la realidad
del matrimonio como sacramento, con toda la rica teología implicada, se ve
cómo la vocación al matrimonio constituye un llamado a madurar más
plenamente, en un auténtico crecimiento de cada cual según el designio
divino para la vida humana, reconciliándose de las propias heridas,
construyendo un nosotros personalizante mediante la mutua amorosa donación,
mantenida perseverantemente día a día por todos los años de vida de la
persona.
El matrimonio y la vida de los hijos
El matrimonio visto en su rica realidad de sacramento es un proceso de
transformación objetiva de la realidad personal de cada uno de los cónyuges
que requiere de su efectiva adhesión personal y común al Señor Jesús, y así
se abre a la realidad apasionante de cooperar con Dios trayendo vida al
mundo y donándose permanentemente a esas nuevas vidas personales que son los
hijos, con amorosa reverencia y respeto, respondiendo a la misión de educar
cristianamente a la prole, respetando la personalidad y libertad de cada una
de las nuevas personas fruto del amor conyugal.
Hablando del tema, el Santo Padre Juan Pablo II profundiza en los alcances
del cuarto mandamiento: «Honra a tu padre y a tu madre». Al hacerlo destaca
la palabra «honra» que nos sitúa ante un modo especial de expresar la
familia: «comunidad de relaciones interpersonales particularmente intensas:
entre esposos, entre padres e hijos, entre generaciones. Es una comunidad
que ha de ser especialmente garantizada. Y Dios no encuentra mejor garantía
que ésta: "Honra"» . Y más adelante añade: «¿Es unilateral el sistema
interpersonal indicado en el cuarto mandamiento? ¿Obliga éste a honrar sólo
a los padres? Literalmente, sí; pero, indirectamente, podemos hablar también
de la "honra" que los padres deben a los hijos. "Honra" quiere decir:
reconoce, o sea, déjate guiar por el reconocimiento convencido de la
persona, de la del padre y de la madre ante todo, y también de la de todos
los demás miembros de la familia.
La honra es una actitud esencialmente desinteresada. Podría decirse que es
"una entrega sincera de la persona a la persona" y, en este sentido, la
honra converge con el amor. Si el cuarto mandamiento exige honrar al padre y
a la madre -sigue diciendo el Papa-, lo hace por el bien de la familia; pero
precisamente por esto, presenta unas exigencias a los mismos padres .
¡Padres -parece recordarles el precepto divino-, actuad de modo que vuestro
comportamiento merezca la honra (y el amor) por parte de vuestros hijos! ¡No
dejéis caer en un vacío moral la exigencia de la honra para vosotros! En
definitiva, se trata pues de una honra recíproca. El mandamiento "honra a tu
padre y a tu madre" dice indirectamente a los padres: Honrad a vuestros
hijos e hijas. Lo merecen porque existen, porque son lo que son: esto es
válido desde el primer momento de su concepción. Así, este mandamiento,
expresando el vínculo íntimo de la familia, manifiesta el fundamento de su
cohesión interior»
También en relación a los hijos se requiere una profundización teológica que
recuerde que toda vida humana viene de Dios, y que desde su concepción es
persona sujeto de derechos, con una dignidad que debe ser respetada Así
pues, al considerar las cosas como son, uno de los difundidos males de
nuestro tiempo, el aborto, tiene más que ver con la muerte de una persona -y
en tal sentido, de ser intencionalmente provocado es un asesinato de un ser
humano indefenso- que con supuestos derechos de la madre o el padre. Una
reducción cosificadora de la vida humana lleva a considerar a aquellas
personas indefensas como «objetos», cosas, de las que se puede disponer.
El subjetivismo que reduce la verdad a la experiencia propia o al gusto
propio, fuente de un desbordante egoísmo, nos vuelve a remitir al necesario
proceso de maduración humano-cristiana, a la recta internalización
ético-cultural. El acceso de este horrendo crimen a una legislación
permisiva es una flagrante aberración propia de la cultura de muerte y de la
corrupción de las costumbres que ella porta.
La bendición de los hijos debe ser asumida responsablemente por los padres,
pues no sólo se trata de una hermosa tarea, sino que forma parte del camino
de santificación por la vida matrimonial. Una recta visión del matrimonio y
la familia lleva a comprender el sentido integral de esas designaciones del
hogar como «santuario de la vida» y como «cenáculo de amor».
Ante la vocación de los hijos
No pocas veces ocurre que mientras los hijos van creciendo, los padres no
van alentando un cambio en la relación paterno-materno-filial que
corresponda a las nuevas circunstancias. Esta lamentable situación es causa
de no pocas tensiones y problemas que, afectando a la familia, llegan
también a afectar al matrimonio.
Si bien es una verdad a la vista que la mayor parte de los integrantes del
Pueblo de Dios tiene vocación a la santidad viviendo cristianamente el
matrimonio y constituyendo una familia según el Plan divino, ello no
constituye razón para dar por sentado que cada niño o niña, cada joven o
muchacha, cada hombre y mujer adultos están de hecho llamados al matrimonio.
De allí la importancia fundamental de insistir en el discernimiento libre. Y
allí la grave responsabilidad de los padres en educar a sus hijos para un
discernimiento objetivo, en presencia de Dios.
El tema es clave y tratarlo es difícil cuando se olvida la noble naturaleza
del matrimonio y la familia. Los hijos no son objetos, son personas dignas y
libres, sujetos de deberes pero también de derechos desde su concepción. Han
nacido del amor del padre y de la madre, gracias a un don de Dios. ¡Gracias
a Dios a quien deben su ser!
Cuando la pareja vive una dimensión personalizante y la familia es una
auténtica comunidad de personas, priman el respeto y amor mutuo, la
solidaridad y el servicio. Pero no siempre es así. Lamentablemente no son
pocos los casos en que se producen irrespetos a la dignidad, derechos y
vocación del hijo o de la hija, al procurar imponer una vocación específica,
o una determinada candidatura para el matrimonio, a gusto de los padres. O
incluso cosas como un lugar para los estudios superiores o hasta una carrera
determinada. Si bien los padres deben educar a los hijos y darles una firme
base humano-cristiana, y también aconsejarlos con toda solicitud y
constancia, una vez que éstos llegan a una edad en que se pueden formar
prudentemente un juicio, no está bien querer imponerles el propio . El
diálogo no sólo es correcto, sino necesario, indispensable. Pero no hay que
olvidar que está de por medio la vocación y la libertad de la persona
concreta.
El regalo de las vocaciones
El caso de las vocaciones a la vida sacerdotal o a la plena disponibilidad
apostólica es uno de los más sensibles. A Dios gracias no siempre es así, y
son muchísimos los padres y las madres que viven esa experiencia vocacional
de hijos o hijas como un don. El Cardenal Richard Cushing -tan conocido en
América Latina- planteaba que las vocaciones se pueden perder. Dada la grave
importancia de tal asunto, y su cercana relación con los deberes educativos
y promocionales de los padres, voy a transcribir unos párrafos suyos
sumamente claros: «Pero el hecho lamentable es que las vocaciones se pueden
perder.
La invitación de Nuestro Señor -Sequere me- Sígueme no ha sido aceptada por
muchos, pues han sucumbido a otras llamadas y por ello han perdido su
verdadera vocación. Las vocaciones al sacerdocio o la consagración vienen de
Dios, pero son nutridas en el hogar. Pueden perderse en el nido (familiar)
cuando no refleja las sencillas y hermosas virtudes del hogar de Nazaret
donde Jesús, María y José vivieron. Oración en familia, amor y sacrificio,
alegría y paciencia, intimidad con Dios a través de los sacramentos, todo
esto se requiere en el hogar ideal, la primera escuela de los niños, el
jardín donde las vocaciones dadas por Dios son cultivadas para Su servicio.
Las vocaciones también se pueden perder por la falta de interés por parte de
los progenitores. Hubo un tiempo en que los padres y las madres rezaban para
que sus hijos e hijas recibieran la vocación de Dios como Sus instrumentos
al servicio de la extensión del Reino. Algunos padres y madres continúan
rezando por tan sublime intención, pero hay otros que ya positivamente ya
negativamente desalientan a sus hijos de aspirar a ese alto camino. Para
expresarlo suavemente, pienso que padres y madres que interfieren con la
vocación divina tendrán mucho por qué responder»
La recta prudencia, el respetuoso acompañamiento, la promoción de la
libertad y el respeto son características que deben guiar el diálogo
correspondiente entre los padres y los hijos. Y cuando los hijos han
alcanzado la mayoría de juicio, así cuando han alcanzado la mayoría de edad,
las características recién enumeradas deben de ser mucho más intensas aún.
Quiero culminar este acápite citando las palabras del Papa Pío XII sobre
este asunto: «Exhortamos a los padres y madres de familia a ofrendar
gustosos para el servicio divino aquellos de sus hijos que sienten esa
vocación. Y si esto les resultare duro, triste y penoso, mediten atentamente
las palabras con que San Ambrosio amonestaba a las madres de Milán: Sé de
muchas jóvenes que quieren ser vírgenes, y sus madres les prohíben aun venir
a escucharme... Si vuestras hijas quisieran amar a un hombre, podrían elegir
a quien quisieran según las leyes. Y a quienes se les concede elegir a
cualquier hombre, ¿no se les permite escoger a Dios?»
Dinamismo reconciliador
La familia ha de acoger la gracia divina para constituir una célula social
que viva intensamente el dinamismo de la reconciliación: con Dios, de cada
uno consigo mismo, de todos entre sí y volcándose con espíritu de comunión y
servicio fraterno a quienes no forman parte del núcleo familiar, y, también,
de reconciliación con el ambiente, con la naturaleza.
En ese sentido, la familia debe ser una activa escuela de reconciliación en
la que todos sus miembros, empezando por supuesto por los padres, acojan el
ministerio de la reconciliación y lo vivan en sus relaciones familiares y
sociales. Eso es no sólo acoger un don personal y familiar, sino también
cumplir un estricto deber de justicia social. Las familias reconciliadas
llevan a una sociedad reconciliada, que viva en paz, respeto, libertad,
cooperación social y justicia. Es, pienso, por ello que se puede hablar en
un sentido integral de la familia como célula básica de la sociedad; no sólo
como la célula social más pequeña, sino como célula en que se fundamenta la
salud de la vida social.
Un camino de vida cristiana
Muchos matrimonios y familias no son capaces de vivir el hermoso horizonte
al que están invitados Ello es motivo para ahondar con intensidad en un
proceso socio-cultural que haga recuperar el recto horizonte del matrimonio
y de la vida familiar cristiana, y que ayude a internalizar su verdad y sus
valores al tiempo de educar, a quien está llamado al camino de santidad por
el matrimonio y a constituir una familia, a que madure humana y
cristianamente para que aporte con libre y eficaz decisión a su vida
conyugal y familiar un espíritu cristiano interiorizado, que es fuente del
más puro humanismo según el divino Plan.
Así, el hogar formado con conciencia de responder al llamado del Señor a
alcanzar la plenitud de la caridad en la vida conyugal y familiar se sabrá
peregrino con el Señor Jesús, colaborador suyo en el servicio del anuncio de
la Buena Nueva, fermento evangelizador, reconciliador, escuela de libertad y
respeto a los derechos y dignidad humanas. Así, asumiendo su compromiso
cristiano sin concesiones al racionalismo, al subjetivismo, al consumismo y
demás errores e ídolos hodiernos, verá la realidad con la visión de Dios y
actuará en ella procurando conformar su vida al divino Plan, buscando la más
plena fidelidad al designio de Dios Amor.
Conversión y oración
Cada uno de los cónyuges ha de ser consciente de su personal
responsabilidad, ante todo por sí mismo, para desde su corazón convertirse
al Señor Jesús y entregarse al cumplimiento del designio divino. Es
necesario, con el auxilio de la gracia, que cada cual se consolide en la fe.
Debe también ser consciente de lo que implica la alianza de amor matrimonial
y expresar ese amor en el recorrido de un camino conjunto acompañando
amorosamente al cónyuge y expresándose mutuamente un cariño solidario y de
compañía en la senda personal y como pareja en la maduración en Cristo
Jesús, quien en el matrimonio se dona al esposo y a la esposa invitándole a
construir un nosotros centrado en Él.
La educación humano-cristiana de los hijos y por lo tanto la forja de una
auténtica familia cristiana son horizontes estimulantes, cuyas exigencias y
muchas veces sinsabores permiten una mayor adhesión al camino del Señor
Jesús. La vida cristiana matrimonial, como toda vida humana, pero aún más,
tiene hermosos e intensos momentos de alegría Y aunque se dan también
momentos de dolor que acercan a la cruz del Señor, a ejemplo de Él que es
Camino, Verdad y Vida plena, éstos no son aplastantes ni avasalladores si,
como ha de ser, son integrados en el todo de la experiencia cristiana y
quedan bajo la radiante iluminación de la experiencia pascual y la esperanza
en la plena comunión a la que cada quien está invitado. «Lo que los esposos
se prometen recíprocamente, es decir, ser "siempre fieles en las alegrías y
en las penas, y amarse y respetarse todos los días de la vida", sólo es
posible en la dimensión del amor hermoso.
El hombre de hoy no puede aprender esto de los contenidos de la moderna
cultura de masas. El amor hermoso se aprende sobre todo rezando. En efecto,
la oración comporta siempre, para usar una expresión de San Pablo, una
especie de escondimiento con Cristo en Dios: "vuestra vida está oculta con
Cristo en Dios" . Sólo en ese escondimiento actúa el Espíritu Santo fuente
del amor hermoso. Él derrama ese amor no sólo en el corazón de María y de
José, sino también en el corazón de los esposos, dispuestos a escuchar la
palabra de Dios y a custodiarla . Así, la fe vivida permite no sólo vivir
intensamente las experiencias humanas, sino muy en especial entenderlas en
su sentido real ante los misterios de amor del Señor Jesús.
La oración es fundamental no sólo en la vida personal sino también en
aquella Iglesia doméstica que es el hogar familiar. No sólo por la verdad de
aquel lema de «Familia que reza unida, permanece unida», sino que a ritmos
de oración la pareja se dona mutuamente más y más, y la familia se convierte
en un lugar donde se vive la fe y donde se celebra la fe con entusiasmo y
alegría.
Asumir el matrimonio y la familia como un camino de santidad implica que el
dinamismo de comunión se enraíza auténticamente en el hogar. Así, junto al
diálogo humano debe darse también un diálogo divino que acoja las gracias
recibidas y las proyecte en la pareja y los hijos, y los parientes cuando
los hay, construyendo una porción de la civilización del amor en la propia
casa.
Los momentos fuertes de oración son ocasiones para rezar, ya personalmente,
ya en comunidad familiar. Pero ello no es suficiente; toda la vida debe
hacerse oración, liturgia que se eleve cotidianamente al Padre, por el Hijo
en el Espíritu. Las relaciones intrafamiliares han de expresar ese clima de
oración y diálogo cristiano en el hogar. El servicio y la donación de uno a
otro han de ser realizados en espíritu de oración.
La memoria del sacramento debe acompañar al esposo y a la esposa día a día.
La conciencia de la promesa de la asistencia del Espíritu debe motivar a los
cónyuges para sobrellevar con espíritu de esperanza los momentos difíciles
que se puedan producir. Con trabajo diligente y entusiasta la pareja debe
poner medios concretos para cooperar con la gracia, para que esta produzca
sus frutos. Decía Pío XI dirigiéndose a los matrimonios en su conocida
encíclica Casti connubii: «las fuerzas de la gracia que, provenientes del
sacramento, yacen escondidas en el fondo del alma, han de desarrollarse por
el cuidado propio y el propio trabajo. No desprecien, por tanto, los esposos
la gracia del sacramento que hay en ellos».
Compartiendo la Buena Nueva
Toda esta experiencia del matrimonio y de la familia lleva a vivir la vida
de una manera misional, entendiendo bien por la internalización de verdades
y valores, por una vida de asidua oración personal y familiar, por una
efectiva vivencia solidaria de la caridad familiar y social; y lleva también
a un anuncio de la Buena Nueva como quien experimenta sus bondades en su
propia vida personal, matrimonial y familiar
El primer campo de apostolado es la misma persona. Cada cónyuge debe ser muy
consciente de ello y preocuparse por responder a los dones y gracias
recibidos desde el fondo de su corazón. Ha de buscar sus momentos de soledad
con Dios, para intimar con Él por medio de la oración y la profundización en
la fe. Este aspecto es fundamental, pues permite la acción de Dios sobre el
propio corazón, siempre necesitado de purificación y maduración cristiana, y
constituye una escuela para morir al egoísmo, darse como auténtico don y
compartir, desde la experiencia personal de la relación con el Altísimo, con
la pareja y con los hijos.
El dinamismo de comunión del esposo y la esposa constituyen el inmediato
horizonte para vivir y compartir la fe. El mutuo acompañamiento en el
proceso de adherirse más y más al Señor Jesús ha de ser un horizonte en el
que poner el mayor empeño. El crecer en esa cercanía y el experimentar un
mayor conocimiento, iluminado por las enseñanzas de la Iglesia, y percibir
con más claridad las bondades divinas, han de conducir al esposo y a la
esposa a una más intensa integración personal, a una más vital comunidad de
personas, a una mayor conciencia del nosotros edificado en la roca firme que
es el Señor Jesús.
Y luego, los hijos a cuya educación cristiana se comprometen de manera
especial los esposos. Ante todo por el ejemplo, pues en la familia, como en
otras formas de vida social, el ejemplo arrastra. Así pues, el proceso de
consolidación de la vida cristiana del hogar está fundado en la opción por
la santidad del esposo y de la esposa, y de los medios que ponen para ello
cooperando con la gracia. Pero, también en la enseñanza de la fe a la que
los padres se han adherido.
El apostolado en el propio hogar es una hermosísima tarea a la que están
invitados los padres. La gracia de Dios y la experiencia de sus dones en el
amor mutuo compartido, el despojarse del egocentrismo en sus diversas
formas, el ver el hogar crecer en un horizonte de esperanza, aunque no
falten los sinsabores, la conciencia de la propia identidad descubierta día
a día en la oración y en el ejercicio de presencia de Dios, llevan a un
encuentro plenificador con el Señor y a vivir una auténtica vida cristiana.
Y ella, la vida cristiana, no se queda encerrada, sino que su dinamismo
busca fructificar expresando relaciones de reconciliación, comunión, paz y
amor con las personas cercanas.
Así, hay un apostolado en el hogar, y aparece un apostolado desde el hogar.
Ante todo como signo de opción cristiana a través de un hogar cristiano.
Pero la pareja en cuanto pareja está también invitada a compartir su fe y la
alegría de seguir el camino de la vida cristiana. La unión con otras parejas
y el compromiso mutuo procurando hacer del propio hogar un cenáculo de amor
como el de Jesús, María y José en Nazaret, forman un horizonte solidario que
refuerza la gesta de fe de la pareja. El compartir la oración, la reflexión
sobre las verdades que nos transmite la Iglesia, la caridad, son
fundamentales. Más aún lo son en sociedades urbano-industriales que sufren
un agudo proceso de secularización y de agresión contra la fe. El mutuo
testimonio, el reflexionar juntos a la luz de las enseñanzas de la fe, todo
ello es una valiosa experiencia que ayudará al esposo y a la esposa en su
camino de mayor adhesión al Señor.
En esta línea de solidaridad entre parejas, el Papa Juan Pablo II propone
también el apostolado de familias entre sí, procurando trazar lazos de
solidaridad y ofreciéndose mutuamente un servicio educativo.