Mi amigo homosexual
Tomás Melendo Granados
Director Académico
de los Estudios Universitarios
sobre la Familia
Lo que nunca les dijeron…
Hace ya algún tiempo que vengo impartiendo una conferencia dirigida a
jóvenes entre 15 y 20 años —y algunos «colados» por debajo o por encima de
esa edad—, que se anuncia pomposamente con el título: Lo que nunca te
dijeron sobre el amor y el sexo.
A los cinco o diez minutos suelo haberles «revelado» algunas de esas cosas
que nunca les dijeron… o, por lo menos, que nunca oyeron de un señor de 54
años, con una calva considerable, con más o menos panza… y con muchos años
de feliz matrimonio.
Primer «secreto»: que el amor y el sexo es algo infinitamente más
maravilloso de lo que ninguno de ellos pueda nunca haber soñado. División de
actitudes: desde la sonrisa escéptica hasta una cierta curiosidad.
Segundo: que, después de tanto tiempo, estoy muchísimo más enamorado de mi
mujer, y ella me resulta tremendamente más atractiva que cuando nos
conocimos o nos casamos… en todos los sentidos, también en el estrictamente
sexual. Con lo que un respetable tanto por ciento de los escépticos pasan a
la categoría de curiosos y bastantes de estos a la de los «por ahora
atentos».
… y parece que les interesa
¿Con buenos resultados? Al menos, con interés, a juzgar por lo que se
extienden las sesiones. El récord lo batimos en Guayaquil (Ecuador), tras
una convocatoria pública a través de los medios: sin previa selección de los
asistentes.
Unos 1200 jóvenes, después de aguantarme un par de horas, comenzaron las
preguntas… hasta que avisaron que cerraban el salón del hotel que nos
acogía. Eran las 9.30 de la noche, y habían transcurrido 5 horas completas.
Hace poco, en una Universidad de Celaya (México), la cosa se alargó tanto…
que tuve que implorar piedad: había pasado con creces el tiempo de la
comida, y estaba agotado y hambriento.
La homosexualidad
Lo apunto porque fue en esta ocasión cuando, como ya sucede casi siempre,
uno de los «colados por encima», de unos 30 años, me interrumpió para
preguntarme con especial intención sobre el «amor homosexual».
Con plena conciencia de lo que hacía, y sabiendo que la cuestión volvería a
plantearse al final, le contesté: «es inviable», y proseguí con la
conferencia.
Al terminarla, el «adolescente maduro» —como le llamé en tono de broma
cariñosa desde antes de comenzar la sesión— levantó un par de veces la mano
con insistencia. Me las arreglé para contestar antes a otros que también la
alzaron, con la excusa de que se trataba de chicas, de que no se habían
«colado», etcétera.
No trataba en absoluto de eludir la respuesta, sino de dar algunos elementos
de juicio que permitieran una mejor comprensión: como los motivos por los
que las relaciones llamadas pre-matrimoniales resultan más bien
anti-matrimoniales, pues dificultan la convivencia… antes y después de
casados.
Amor homo… no-sexual
¿Por qué un amor inviable? No porque niegue a las personas homosexuales la
capacidad de amar. En absoluto. Lo que rechazo de plano, justificadamente,
es que pueda haber un amor homo-sexual… porque el engañoso prefijo (homo-)
hace imposible que el presunto amor resulte verdaderamente sexual.
No es difícil de entender, en cuanto la sexualidad se advierta en toda la
hondura personal que lleva consigo. No reducida, por tanto, a la mera
genitalidad y a lo que pueda seguirse superficialmente de ella; sino en su
completa dimensión humana: biológico-psíquico-espiritual.
Y, así entendido, lo sexual es necesariamente consecuencia de la unión de
dos personas sexuadas complementarias. Incluso desde el punto de vista
biológico, el organismo sexual no es cosa de uno… ni de dos personas del
mismo sexo, sino que solo existe como resultado de la unión íntima de una
mujer con un varón.
Y algo análogo sucede en la esfera psíquica o en la del espíritu.
Y no-legislable
Por eso, y no hay aquí afán de ofender, sino de precisión terminológica, a
lo más podría hablarse de personas homo-genitales, pero no propiamente
homo-sexuales: porque, en su relación recíproca, la sexualidad en cuanto tal
no puede hacer acto de presencia.
Y, por lo mismo, tampoco puede darse ese tipo preciso de amor, el amor
sexual, que es el único capaz de situarse en la base del matrimonio… y
fundamentar una legislación al respecto (sobre todo por su virtual
fecundidad, pues es la venida de los hijos al mundo lo que muestra más
claramente sus repercusiones sociales y reclama una legislación ad hoc).
Con lo que también resultan «antropológicamente» claros los absurdos
aparejados a la pretensión de equiparar legalmente el matrimonio con la
unión (por fuerza no-sexual ni conyugal) de dos personas homosexuales.
Una situación delicada
En otro lugar de América Latina, que no nombro por razones que quedarán
patentes, la cuestión resultó más peliaguda. Se trataba también de los
alumnos de una Universidad, más algunos profesores no-deseados (ni por los
alumnos ni por mí: prefiero que no haya ningún adulto presente… para hablar
con más claridad y «soltura»).
En el turno de preguntas, tras un par de horas, se levanta un chico de unos
22 ó 23 años. Revuelo en la sala, cuchicheos. El joven se acerca hasta casi
la mesa donde me encuentro, aunque permanece a unos seis metros de mí.
Expone —con un aire que interpreté como irónico— que se trata de algo muy
difícil, que siente un poco de vergüenza, que no se atreve… también por su
mujer y sus dos hijos.
Le animo a que continúe, diciéndole que va muy bien.
Lo hace entrecortadamente, de forma que pienso que tal vez esté
«interpretando», con el fin de darle más fuerza a su pregunta, y así dejarme
en ridículo o ponerme en un compromiso.
Al fin lo suelta: «hace un par de meses, una noche había bebido de más, besé
en la boca a un hombre… y desde entonces ya no me atraen las mujeres,
incluida la mía: solo me gustan los varones».
¿Una «representación» bien conseguida?
Sonrío y le digo que me parece un magnífico actor.
Lo niega, asegurándome que es verdad.
Le dejo claro que, en cualquier caso, mi respuesta no iba a variar. Y
empiezo advirtiéndole que, en mi exposición, yo había puntualizado más y
mejor. Que, de ordinario, había hablado de persona masculina y persona
femenina.
Por tanto, ahora me tocaba hablar de persona homosexual. Y, ante la grandeza
del sustantivo persona, cualquier añadido pierde casi toda su capacidad de
sumar o restar valía a la maravilla de cualquier persona: ¡la tan traída y
llevada «dignidad»!
Agrego, porque lo he aprendido de santos muy santos, que, con la gracia de
Dios y si la situación lo requiriera, estaría dispuesto a dar mi vida por
cualquier otro ser humano, con independencia absoluta de lo que hoy se llama
su «orientación» sexual.
Pero… ¿es bueno o malo?
Asiente sin agresividad, pero se empeña en que me pronuncie
«antropológicamente» —así dice— sobre la homosexualidad.
Después de explicarle lo que resumí hace algunos párrafos, le digo que se
trata claramente de una desviación. Y lo es, por la contradicción que
implica el que la naturaleza produzca algo-ordenado-hacia-un-fin (el amor y
la unión sexual, en este caso) que, como apunté, resulta imposible alcanzar
(nada de «orientación», por tanto; más bien «des-orientación»).
Todos batallamos
Añado de inmediato que la tendencia en sí, al margen de su origen, aunque
des-ordenada, no es intrínsecamente mala. Que lo malo sería dar rienda
suelta a esa tendencia… igual que, al menos en algunos casos, a muchas
otras.
Y ejemplifico, en consonancia con lo que antes había expuesto: yo estoy
enamoradísimo de mi mujer, pero, gracias a Dios, me siguen gustando todas
las demás.
Cosa —añado, aunque veo que no sería necesario— que me alegra enormemente,
también por mi mujer. Pero que no hace legítimo el que acepte y prosiga esa
atracción con cualquier otra, justo porque debo y quiero defender la
libertad de ser fiel a la mía, tal como le prometí gozosa y libérrimamente
en el día en que nos casamos (¡ese sí es libertad que genera libertades!).
En tal sentido —solo en ese— tu situación no es muy distinta de la mía. Los
dos experimentamos una inclinación a la que no nos es lícito atender: tú,
nunca; yo, excepto cuando, gracias a ella, manifiesto e incremento el amor
hacia mi esposa.
Preludio de un abrazo
Tampoco ahora hay la más mínima agresividad por su parte. De hecho, cuando
concluyo, se sienta en la primera fila, en un extremo. Mientras prosiguen
las preguntas y los comentarios, le digo con gestos que, al terminar,
querría darle un abrazo. Después de tres o cuatro intentos, logro que me
entienda. Asiente con la cabeza… sin que yo sepa todavía si todo ha sido un
bluff o realmente lo que me ha contado es cierto (luego me enteré de que era
verdad).
Tensión y relax
Hemos pasado por momentos tensos —los dos y el resto del público—, pero
también nos hemos divertido. Un rato serio, no de tirantez, trascurrió
mientras contaba la vida de aquel buen amigo de un buen amigo mío, con
fuertes y muy arraigadas tendencias homosexuales.
Una persona que está tratando por todos los medios de ser santo, y que lucha
—como cuantos nos empeñamos en esa empresa— no solo ni principalmente contra
su tendencia sexual, sino, mucho antes, por tratar al Señor en la Eucaristía
después de confesarse siempre que es necesario; por ser buen trabajador,
acabando su labor a conciencia; buen amigo de sus amigos, buen ciudadano… y
también —¡como yo!, pero con manifestaciones distintas— por mantener íntegra
su dignidad personal, no ahogándola ni ofuscándola con un uso irrespetuoso
del cuerpo.
La seriedad se trocó en risa cuando les comenté lo que mi amigo, bromista,
le había dicho en cierta ocasión a este otro al que acabo de referirme. Más
o menos fueron sus palabras: «me entusiasma el que estés luchando tan a
fondo por ser santo. Así, cuando te mueras, te harán el patrono… de los
varones homosexuales».
Igual que yo
Lo del abrazo iba en serio.
Al acabar las distintas intervenciones, ya bien entrada la noche, se me
acercaron algunas personas, para hacerme comentarios, intentar que les
resolviera sus dudas, contarme algo que les parecía pertinente…
Yo seguía pensando en el autor de la pregunta. Pasó como un cuarto de hora.
Cuando ya salía del recinto, me aguardaba en la puerta.
Mi alegría fue grande. Inicié un fuerte abrazo, que él correspondió con la
misma o más energía. Era un abrazo sincero de amigos sinceros… aunque
recientes.
El momento y la situación más oportunos para que él comenzara un breve
diálogo, al que también yo respondí muy sucintamente y con una sonrisa en
los labios:
— «Y, entonces, ¿qué hago?».
— «Pues igual que yo: ¡luchar!».
Tomás Melendo Granados
Director Académico
de los Estudios Universitarios sobre la Familia
Fuente: Catholic.net