LA LUZ DE LA INTELIGENCIA: 4. Hacia la superación de los irracionalismos
Cardenal Paul Poupard,
Presidente del Pontificio Consejo
para la Cultura
El Concilio parte de las potencialidades humanas de la razón, y termina
aludiendo a su capacidad de ser elevada por el Espíritu Santo. Ahora bien,
¿cómo asume el hombre de hoy estos desafíos que tiene planteados en cuanto
persona inteligente? ¿Cómo se plantea la cuestión del sentido de su vida?
¿Qué es lo que se considera hoy como "nivel profundo" de la realidad, y de
qué modo se intenta hoy vivir a ese nivel?
Un análisis pormenorizado de estas cuestiones desbordaría el marco de mi
intervención. Pero querría resaltar uno de los aspectos que sin duda está
presente: una especie de "vagabundeo espiritual". El hombre de hoy, que con
frecuencia se embarca en la búsqueda de experiencias dadoras de sentido,
carece de "puntos de anclaje" en su travesía, porque desconfía de los puntos
de apoyo que le han llegado por tradición (12). Impulsado por un verdadero
hambre de lo divino, éste lo lleva con frecuencia a un sentimentalismo
fideísta, lo que se ha dado en llamar "religiosidad salvaje". A pesar de una
calidad de vida siempre creciente, siente una sed de algo más que no sabe
cómo apagar. Ante este fenómeno de insatisfacción y de búsqueda, me
pregunto: ¿no es hora de que empecemos a pensar con la cabeza?
Creo que uno de los problemas más serios del momento actual es un cierto
irracionalismo, que nos puede bloquear a la hora de buscar las soluciones
que nuestra cultura necesita en este momento de crisis. No quiero pedir con
esto la vuelta a un racionalismo desfasado; pero sí a un uso serio de la
razón. La razón, con la cual nacemos equipados al nacer, es una facultad
maravillosa, perfectamente adaptada a la solución de los problemas humanos,
con tal de que sepamos usarla como se debe, y tributarle el respeto que se
merece. No se gana nada con humillarla. Ciertamente, es necesario un sano
realismo para aceptar los límites humanos de nuestra capacidad de
comprensión de las cosas, en especial de aquellas que más nos desbordan, y
de las cuales nuestro conocimiento humano será siempre confuso -un
conocimiento puede ser confuso, en el sentido de poco preciso, sin dejar por
ello de ser verdadero-.
Sin embargo, esta humildad ante los límites de nuestras capacidades no
debería impedir en nosotros un sentirnos capaces de afrontar la realidad tal
y como es, sin complejos pesimistas y sin sueños idealistas. ¿Qué sentido
tiene, me pregunto, en este momento de la historia, seguir insistiendo en la
endeblez de nuestro pensamiento? Y no sólo porque no sea productivo, sino
porque, ante todo, no es verdad que nuestro pensamiento sea un pensamiento
débil. La inteligencia humana es capaz de mucho. La inteligencia humana es
capaz, incluso, de atisbar, como causa suprema de la creación, como
fundamento último de su ser y de su armonía, la majestad infinita de Dios.
Pero esta capacidad de la inteligencia humana de llegar a Dios -que para los
católicos es un dogma de fe, dogma definido en el Concilio Vaticano I y
reafirmado en el Concilio Vaticano II (13)- es, si se quiere, sólo un caso
particular de las posibilidades del intelecto humano. Lo verdaderamente
importante es que reconozcamos que la razón humana es mucho más potente de
lo que una cultura ambiente superficial parece inclinarnos a pensar. En este
momento histórico, es importante advertir que no es legítimo deslegitimizar
a cada paso cualquier intento razonable de elevarse por encima de la chata
consideración empírica de las cosas. Bien está que exijamos rigor; pero ¿no
es verdad que a nivel de las élites intelectuales de nuestro siglo nos hemos
deleitado en exaltar un espíritu de sospecha, de desmitologización, de
relativismo, el cual, llevado a sus últimas consecuencias, es absurdo en sí
mismo? Después del largo período que hemos pasado de deconstructivismo, de
disolución, de escepticismo ¿no habrá llegado la hora de empezar a
construir, a edificar, a poner cimientos sólidos?
¿O preferimos seguir profundizando en la pura negatividad? Ante nosotros se
abren dos opciones: abrazar con toda la mente, con todo el corazón, con
todas nuestras fuerzas, un espíritu constructivo, o seguir abrazados a ese
cadáver que es el espíritu deconstructivo, ese espíritu que nos hace hijos
espirituales de Mefistófeles, quien, en la obra cumbre de la lengua alemana,
el Fausto de Goethe, se define a sí mismo como espíritu de contradicción:
«Ich bin der Geist, der stets verneint!» (14), es decir: «Soy el espíritu
que siempre dice que no».
Notas
12. Ver Card. Paul Poupard, Iglesia y culturas.
Orientación para una pastoral de inteligencia, Edicep - Librería Parroquial
de Clavería, Valencia - México, D.F. 1988, pp. 169-185. [Regresar]
13. Concilio Vaticano I, Constitución dogmática
sobre la fe católica, Dei Filius, cap. 2, «De revelatione» (Denz.-Hün., 3004
y 3026); Concilio Vaticano II, Constitución dogmática sobre la divina
Revelación, Dei Verbum, 6. [Regresar]
14. Johann Wolfgang Goethe, Faust, Insel,
Francfort M. 1974, parte I, p. 64