El don de temor de Dios intensifica y purifica todas las virtudes cristianas
José Maria Iraburu
Fundación gratis date.
Sagrada Escritura
La Biblia inculca desde el principio a los hombres el santo temor de Dios:
«Israel, ¿qué es lo que te exige el Señor, tu Dios? Que temas al Señor, tu
Dios, que sigas sus caminos y lo ames, que sirvas al Señor, tu Dios, con
todo el corazón y con toda el alma, que guardes los mandamientos del Señor y
sus leyes, para que seas feliz» (Dt 10,12-13). En este texto, y en otros
muchos semejantes, se aprecia cómo el temor de Dios implica en la Escritura
veneración, obediencia y sobre todo amor.
También Jesucristo, siendo para nosotros «la manifestación de la bondad y el
amor de Dios hacia los hombres» (Tit 3,4), nos enseña el temor reverencial
que debemos al Señor, cuando nos dice: «temed a Aquél que puede perder el
alma y el cuerpo en la gehenna» (Mt 10,28).
Sabe nuestro Maestro que «el amor perfecto echa fuera el temor» (1Jn. 4,18).
Pero también sabe que, cuando el amor es imperfecto, el amor y el servicio
de Dios implican un temor reverencial. Y como en seguida lo veremos en los
santos, un amor perfecto a Dios lleva consigo un indecible temor a
ofenderle.
Teología
El don de temor es un espíritu, es decir, un hábito sobrenatural por el que
el cristiano, por obra del Espíritu Santo, teme sobre todas las cosas
ofender a Dios, separarse de Él, aunque sólo sea un poco, y desea someterse
absolutamente a la voluntad divina (+STh II-II,19). Dios es a un tiempo Amor
absoluto y Señor total; debe, pues, ser al mismo tiempo amado y
reverenciado.
No es, por supuesto, el don de temor de Dios un temor servil, por el que se
pretende guardar fidelidad al Señor única o principalmente por temor al
castigo. Para que el temor de Dios sea don del Espíritu Santo ha de ser un
temor filial, que, principalmente al principio o únicamente al final, se
inspira en el amor a Dios, es decir, en el horror a ofenderle.
El don de temor de Dios intensifica y purifica todas las virtudes
cristianas, pero algunas de ellas, como veremos ahora, están más
directamente relacionadas con él.
El temor de Dios y la esperanza enseñan al hombre a fiarse solamente de Dios
y a no poner la confianza en las criaturas -en sí mismo, en otros, en las
ayudas que pueda recibir-. Por eso aquel que verdaderamente teme a Dios es
el único que no teme a nada en este mundo, ya que mantiene siempre enhiesta
la esperanza. El justo «no temerá las malas noticias, pues su corazón está
firme en el Señor; su corazón está seguro, sin temor» (Sal 111,7-8). En
realidad, no hay para él ninguna mala noticia, pues habiendo recibido el
Evangelio, la Buena Noticia, ya está seguro de que todas las noticias son
buenas, ya sabe ciertamente que todo colabora para el bien de los que aman a
Dios (Rm 8,28).
Por eso, cuando el cristiano está asediado entre tantas adversidades del
mundo, se dice: «levanto mis ojos a los montes, ¿de dónde me vendrá el
auxilio?»; y concluye: «el auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y
la tierra» (Sal 120,1-2).
El temor de Dios y la templanza libran al cristiano de la fascinación de las
tentaciones, pues el temor sobrehumano de ofender al Señor aleja de toda
atracción pecaminosa, por grande que sea la atracción y por mínimo que sea
el pecado. Para pecar hace falta mantener ante Dios un atrevimiento que el
temor de Dios elimina totalmente.
El temor de Dios fomenta la virtud de la religión, lleva a venerar a Dios y
a todo lo sagrado, es decir, a tratar con respeto y devoción todas aquellas
criaturas especialmente dedicadas a la manifestación y a la comunicación del
Santo.
Quien habla de Dios o se comporta en el templo, por ejemplo, sin el debido
respeto, no está bajo el influjo del don de temor de Dios. En efecto, hemos
de «ofrecer a Dios un culto que le sea grato, con religiosa piedad y
reverencia» (Heb 12,28). El mismo Verbo divino encarnado, Jesucristo, nos da
ejemplo de esto, pues «habiendo ofrecido en los días de su vida mortal
oraciones y súplicas con poderosos clamores y lágrimas, fue escuchado por su
reverencial temor» (5,7).
El temor de Dios, en fin, nos guarda en la humildad, que sólo es perfecta,
como fácilmente se entiende, en aquellos que saben «humillarse bajo la
poderosa mano de Dios» (1Pe 5,6). El que teme a Dios no se engríe, no se
atribuye los bienes que hace, ni tampoco se rebela contra Él en los
padecimientos; por el contrario, se mantiene humilde y paciente.
El don de temor, como hemos dicho, es el menor de los dones del Espíritu
Santo: «el principio de la sabiduría es el temor del Señor» (Prov 1,7). Es
cierto; pero aun siendo el menor, posee en el Espíritu Santo una fuerza
maravillosa para purificar e impulsar todas las virtudes cristianas, las ya
señaladas, y también muchas otras, como fácilmente se comprende: la castidad
y el pudor, la perseverancia, la mansedumbre y la benignidad con los
hombres. El espíritu de temor ha de ser, pues, inculcado en la predicación y
en la catequesis con todo aprecio.
Santos
El ejemplo de los santos, que consideraremos en cada uno de los dones del
Espíritu Santo, nos hará conocer con claridad y certeza cuáles son los
efectos que produce cada uno de los dones.
Ante «el Padre de inmensa majestad», como reza el Te Deum, el hombre, por
santo que sea, en ocasiones se estremece. «¡Ay de mí, estoy perdido!, pues
siendo un hombre de labios impuros, he visto con mis ojos al Rey, Yavé
Sebaot», exclama Isaías (6,5). Sí, eso sucede en el Antiguo Testamento, ante
Yavé, el Altísimo. Pero el mismo San Juan apóstol, el amigo más íntimo de
Jesús, cuando le es dado en Patmos contemplar al Resucitado en toda su
gloria, confiesa: «así que le vi, caí a sus pies como muerto» (Ap 1,18).
Este peculiar fulgor del don de temor de Dios se manifiesta innumerables
veces en la vida de los santos cristianos.
Según Dios da su luz, se da en el alma de los santos una captación muy
diversa de sí mismos. Santa Angela de Foligno aunque unas veces declara: «me
veo sola con Dios, toda pura, santificada, recta, segura en él y celeste»
(Libro de la vida, memorial, cp.IX), otras veces siente un horrible espanto
de sí misma: «entonces me veo toda pecado, sujeta a él, torcida e inmunda,
toda falsa y errónea» (ib.). Y hay momentos extremos en que ella, así lo
confiesa, siente la necesidad de andar por ciudades y plazas, gritando a
todos: «aquí está la mujer más despreciable, llena de maldad y de
hipocresía, sentina de todos los vicios y males» (ib. instruc. I).
San Pablo de la Cruz, el fundador de los pasionistas, estando retirado unos
días a solas en una iglesia solitaria, se siente a veces de tal modo
embargado por el temor de Dios, es decir, por la captación simultánea de su
propia miseria y de la Santidad divina, que se veía completamente indigno de
estar en la iglesia, ante el sagrario, en lugar tan sagrado:
« y decía a los ángeles que asisten al adorabilísimo Misterio que me
arrojasen fuera de la iglesia, pues soy peor que un demonio. Sin embargo, no
se me quita la confianza con mi Esposo Sacramentado. Y le decía que
recordase lo que me ha dejado en el santo evangelio, esto es, que no ha
venido él a llamar a los justos, sino a los pecadores» (Diario espiritual
5-XII-1720).
En ciertas ocasiones, el Espíritu Santo hace que el santo, después de algún
pecado, se estremezca de pena y espanto por el don de temor de Dios. Santa
Margarita María de Alacoque, la que tantas y tan sublimes revelaciones había
tenido del amor y de la ternura del Corazón de Jesús, refiere que en una
ocasión tuvo «algún movimiento de vanidad hablando de sí misma»...
« ¡Oh Dios mío! ¡Cuántas lágrimas y gemidos me costó esta falta! Porque, en
cuanto nos hallamos a solas Él y yo, con un semblante severo me reprendió,
diciéndome: "¿qué tienes tú, polvo y ceniza, para poder gloriarte, pues de
ti no tienes sino la nada y la miseria, la cual nunca debes perder de vista,
ni salir del abismo de tu nada?"». Y en seguida «me descubrió súbitamente un
horrible cuadro, me presentó un esbozo de todo lo que yo soy... Me causó tal
horror de mí misma, que a no haberme Él mismo sostenido, hubiera quedado
pasmada del dolor. No podía comprender el exceso de su grande bondad y
misericordia en no haberme arrojado ya en los abismos del infierno, y en
soportarme aún, viendo que no podía yo sufrirme a mí misma. Tal era el
suplicio que me imponía por los menores impulsos de vana complacencia; así
que a veces me obligaba a decirle: "¡ay de mí, Dios mío!, o haced que muera
o quitadme ese cuadro, pues no puedo vivir mirándole"» (Autobiografía 62).
Sin embargo, confiesa al final de su escrito, «por grandes que sean mis
faltas, jamás me priva de su presencia [el Señor] este único amor de mi
alma, como me lo ha prometido. Pero me la hace tan terrible cuando le
disgusto en alguna cosa, que no hay tormento que no me fuera más dulce y al
cual no me sacrificara yo mil veces antes que soportar esta divina Presencia
y aparecer delante de la Santidad divina teniendo el alma manchada con algún
pecado.
«En esas ocasiones, bien hubiera querido esconderme y alejarme de ella, si
hubiese podido; mas todos mis esfuerzos eran inútiles, hallando en todas
partes esa Santidad, de que huía, con tan espantosos tormentos que me
figuraba estar en el Purgatorio, porque todo sufría en mí sin ningún
consuelo, ni deseo de buscarle» (ib. 111).
El temor de Dios, en efecto, produce a veces en los santos verdaderos
estremecimientos de espanto por los más pequeños pecados cometidos contra la
Santidad divina. Sufren así entonces, como bien dice Santa Margarita María,
sufrimientos muy semejantes a los propios del Purgatorio. Y muy al
contrario, los cristianos todavía carnales son sumamente atrevidos a la hora
de ofender a Dios en algo. No está en ellos despierto todavía el don del
temor de Dios; y ofendiéndole, aunque sea en cosas pequeñas o no tan chicas,
todavía se creen muy buenos.
El espanto que una ofensa mínima contra Dios causa en los santos puede verse
en esta anécdota de la vida de Santa Catalina de Siena. Estando en oración,
se distrae un momento, volviendo la cabeza para ver a un hermano suyo que
pasaba. Al punto, la Virgen María y San Pablo le reprenden por ello con gran
dureza, y ella llora y solloza interminablemente con inmensa pena, sin poder
hablar palabra con los que le preguntan. Y su director espiritual cuenta:
«Cuando la virgen pudo por fin abrir la boca, dijo entre sollozos: "¡infeliz
de mí, miserable de mí! ¿Quién hará justicia a mis iniquidades? ¿Quién
castigará un pecado tan grande?"» (Leyenda 203).
La santa virgen Catalina tenía temor de Dios de un modo divino, sobrehumano.
Y el beato Raimundo de Capua, su director, refiere que ella encarecía con
frecuencia «el odio santo y el desprecio por sí misma» que debe sentir el
alma:
«tened siempre en vosotros, hijos míos -decía-, ese odio santo, porque os
hará siempre humildes. Tendréis paciencia en las adversidades, seréis
moderados en la abundancia, os adornaréis con vestidos honestos, gratos y
amables a Dios y a los hombres». Y añadía: «cuidado, mucho cuidado con quien
no tenga ese odio santo porque, donde ese odio falta, reina necesariamente
el amor propio, que es el pozo negro de todos los pecados, la raíz y la
causa de todo pésimo afán» (101).
Cuando el don espiritual del temor divino actúa en el alma con la potencia
sobrehumana del Espíritu Santo, el menor de los pecados es sentido como una
atrocidad indecible. Santa Teresa de Jesús decía: «no podía haber muerte más
recia para mí que pensar si tenía ofendido a Dios» (Vida 34,10). Eso es el
temor de Dios.
Disposición receptiva
Para recibir el don de temor lo más eficaz es pedirlo al Espíritu Santo, por
supuesto; pero además, con Su gracia, el cristiano puede prepararse a
recibirlo ejercitándose especialmente en ciertas virtudes y prácticas:
1. Meditar con frecuencia sobre Dios, sobre su majestad y santidad. Hay que
enterarse bien de que Dios es el Señor del universo, el Autor del cielo y de
la tierra, el que con su Providencia lo gobierna todo, el Juez final
inapelable.
2. Meditar en la malicia indecible del pecado, en la gravedad de sus
consecuencias temporales, y en el horror de sus posibles consecuencias
después de la muerte: el purgatorio, el infierno.
3. Cultivar la virtud de la religión, y con ella la reverencia hacia Dios y
hacia todo aquello que tiene en la Iglesia una especial condición sagrada
-el culto litúrgico, la Palabra divina, la Eucaristía, el Magisterio
apostólico, los sacerdotes, las iglesias-.
4. Guardarse en la humildad y la benignidad paciente ante los hermanos, así
como observar el respeto y la obediencia a los superiores, que son
representantes del Señor.
5. Recibir la ley y la enseñanza de la Iglesia, observar las normas
litúrgicas y pastorales, así como guardar fidelidad humilde en temas
doctrinales y morales. Quien falla seriamente en algo de esto, y más si lo
hace en forma habitual, es porque no tiene temor de Dios.