Benedicto XVI: San Juan María Vianney, cura de Ars
AUDIENCIA GENERAL
Palacio pontificio de Castelgandolfo
Miércoles 5 de agosto de 2009
Queridos hermanos y hermanas:
En la catequesis de hoy quiero recorrer de nuevo la vida del santo cura de
Ars subrayando algunos de sus rasgos, que pueden servir de ejemplo también
para los sacerdotes de nuestra época, ciertamente diferente de aquella en la
que él vivió, pero en varios aspectos marcada por los mismos desafíos
humanos y espirituales fundamentales. Precisamente ayer se cumplieron 150
años de su nacimiento para el cielo: a las dos de la mañana del 4 de agosto
de 1859 san Juan Bautista María Vianney, terminado el curso de su existencia
terrena, fue al encuentro del Padre celestial para recibir en herencia el
reino preparado desde la creación del mundo para los que siguen fielmente
sus enseñanzas (cf. Mt 25, 34). ¡Qué gran fiesta debió de haber en el
paraíso al llegar un pastor tan celoso! ¡Qué acogida debe de haberle
reservado la multitud de los hijos reconciliados con el Padre gracias a su
obra de párroco y confesor! He querido tomar este aniversario como punto de
partida para la convocatoria del Año sacerdotal que, como es sabido, tiene
por tema: "Fidelidad de Cristo, fidelidad del sacerdote". De la santidad
depende la credibilidad del testimonio y, en definitiva, la eficacia misma
de la misión de todo sacerdote.
Juan María Vianney nació en la pequeña aldea de Dardilly el 8 de mayo de
1786, en el seno de una familia campesina, pobre en bienes materiales, pero
rica en humanidad y fe. Bautizado, de acuerdo con una buena costumbre de esa
época, el mismo día de su nacimiento, consagró los años de su niñez y de su
adolescencia a trabajar en el campo y a apacentar animales, hasta el punto
de que, a los diecisiete años, aún era analfabeto. No obstante, se sabía de
memoria las oraciones que le había enseñado su piadosa madre y se alimentaba
del sentido religioso que se respiraba en su casa.
Los biógrafos refieren que, desde los primeros años de su juventud, trató de
conformarse a la voluntad de Dios incluso en las ocupaciones más humildes.
Albergaba en su corazón el deseo de ser sacerdote, pero no le resultó fácil
realizarlo. Llegó a la ordenación presbiteral después de no pocas
vicisitudes e incomprensiones, gracias a la ayuda de prudentes sacerdotes,
que no se detuvieron a considerar sus límites humanos, sino que supieron
mirar más allá, intuyendo el horizonte de santidad que se perfilaba en aquel
joven realmente singular. Así, el 23 de junio de 1815, fue ordenado diácono
y, el 13 de agosto siguiente, sacerdote. Por fin, a la edad de 29 años,
después de numerosas incertidumbres, no pocos fracasos y muchas lágrimas,
pudo subir al altar del Señor y realizar el sueño de su vida.
El santo cura de Ars manifestó siempre una altísima consideración del don
recibido. Afirmaba: "¡Oh, qué cosa tan grande es el sacerdocio! No se
comprenderá bien más que en el cielo... Si se entendiera en la tierra, se
moriría, no de susto, sino de amor" (Abbé Monnin, Esprit du Curé d'Ars, p.
113). Además, de niño había confiado a su madre: "Si fuera sacerdote,
querría conquistar muchas almas" (Abbé Monnin, Procès de l'ordinaire, p.
1064). Y así sucedió. En el servicio pastoral, tan sencillo como
extraordinariamente fecundo, este anónimo párroco de una aldea perdida del
sur de Francia logró identificarse tanto con su ministerio que se convirtió,
también de un modo visible y reconocible universalmente, en alter Christus,
imagen del buen Pastor que, a diferencia del mercenario, da la vida por sus
ovejas (cf. Jn 10, 11). A ejemplo del buen Pastor, dio su vida en los
decenios de su servicio sacerdotal. Su existencia fue una catequesis
viviente, que cobraba una eficacia muy particular cuando la gente lo veía
celebrar la misa, detenerse en adoración ante el sagrario o pasar muchas
horas en el confesonario.
El centro de toda su vida era, por consiguiente, la Eucaristía, que
celebraba y adoraba con devoción y respeto. Otra característica fundamental
de esta extraordinaria figura sacerdotal era el ministerio asiduo de las
confesiones. En la práctica del sacramento de la Penitencia reconocía el
cumplimiento lógico y natural del apostolado sacerdotal, en obediencia al
mandato de Cristo: "A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados;
a quienes se los retengáis, les quedan retenidos" (Jn 20, 23).
Así pues, san Juan María Vianney se distinguió como óptimo e incansable
confesor y maestro espiritual. Pasando, "con un solo movimiento interior,
del altar al confesonario", donde transcurría gran parte de la jornada,
intentó por todos los medios, en la predicación y con consejos persuasivos,
que sus feligreses redescubriesen el significado y la belleza de la
Penitencia sacramental, mostrándola como una íntima exigencia de la
Presencia eucarística (cf. Carta a los sacerdotes para el Año sacerdotal).
Los métodos pastorales de san Juan María Vianney podrían parecer poco
adecuados en las actuales condiciones sociales y culturales. De hecho, ¿cómo
podría imitarlo un sacerdote hoy, en un mundo tan cambiado? Es verdad que
los tiempos cambian y que muchos carismas son típicos de la persona y, por
tanto, irrepetibles; sin embargo, hay un estilo de vida y un anhelo de fondo
que todos estamos llamados a cultivar. Mirándolo bien, lo que hizo santo al
cura de Ars fue su humilde fidelidad a la misión a la que Dios lo había
llamado; fue su constante abandono, lleno de confianza, en manos de la
divina Providencia.
Logró tocar el corazón de la gente no gracias a sus dotes humanas, ni
basándose exclusivamente en un esfuerzo de voluntad, por loable que fuera;
conquistó las almas, incluso las más refractarias, comunicándoles lo que
vivía íntimamente, es decir, su amistad con Cristo. Estaba "enamorado" de
Cristo, y el verdadero secreto de su éxito pastoral fue el amor que sentía
por el Misterio eucarístico anunciado, celebrado y vivido, que se transformó
en amor por la grey de Cristo, los cristianos, y por todas las personas que
buscan a Dios.
Su testimonio nos recuerda, queridos hermanos y hermanas, que para todo
bautizado, y con mayor razón para el sacerdote, la Eucaristía "no es
simplemente un acontecimiento con dos protagonistas, un diálogo entre Dios y
yo. La Comunión eucarística tiende a una transformación total de la propia
vida. Con fuerza abre de par en par todo el yo del hombre y crea un nuevo
nosotros" (Joseph Ratzinger, La Comunione nella Chiesa, p. 80).
Así pues, lejos de reducir la figura de san Juan María Vianney a un ejemplo,
aunque sea admirable, de la espiritualidad católica del siglo XIX, es
necesario, al contrario, percibir la fuerza profética, de suma actualidad,
que distingue su personalidad humana y sacerdotal. En la Francia
posrevolucionaria que experimentaba una especie de "dictadura del
racionalismo" orientada a borrar la presencia misma de los sacerdotes y de
la Iglesia en la sociedad, él vivió primero -en los años de su juventud- una
heroica clandestinidad recorriendo kilómetros durante la noche para
participar en la santa misa. Luego, ya como sacerdote, se caracterizó por
una singular y fecunda creatividad pastoral, capaz de mostrar que el
racionalismo, entonces dominante, en realidad no podía satisfacer las
auténticas necesidades del hombre y, por lo tanto, en definitiva no se podía
vivir.
Queridos hermanos y hermanas, a los 150 años de la muerte del santo cura de
Ars, los desafíos de la sociedad actual no son menos arduos; al contrario,
tal vez resultan todavía más complejos. Si entonces existía la "dictadura
del racionalismo", en la época actual reina en muchos ambientes una especie
de "dictadura del relativismo". Ambas parecen respuestas inadecuadas a la
justa exigencia del hombre de usar plenamente su propia razón como elemento
distintivo y constitutivo de la propia identidad. El racionalismo fue
inadecuado porque no tuvo en cuenta las limitaciones humanas y pretendió
poner la sola razón como medida de todas las cosas, transformándola en una
diosa; el relativismo contemporáneo mortifica la razón, porque de hecho
llega a afirmar que el ser humano no puede conocer nada con certeza más allá
del campo científico positivo. Sin embargo, hoy, como entonces, el hombre
"que mendiga significado y realización" busca continuamente respuestas
exhaustivas a los interrogantes de fondo que no deja de plantearse.
Tenían muy presente esta "sed de verdad", que arde en el corazón de todo
hombre, los padres del concilio ecuménico Vaticano ii cuando afirmaron que
corresponde a los sacerdotes, "como educadores en la fe", formar "una
auténtica comunidad cristiana" capaz de preparar "a todos los hombres el
camino hacia Cristo" y ejercer "una auténtica maternidad" respecto a ellos,
indicando o allanando a los no creyentes "el camino hacia Cristo y su
Iglesia", y siendo para los fieles "estímulo, alimento y fortaleza para el
combate espiritual" (cf.Presbyterorum ordinis, 6).
La enseñanza que al respecto sigue transmitiéndonos el santo cura de Ars es
que en la raíz de ese compromiso pastoral el sacerdote debe poner una íntima
unión personal con Cristo, que es preciso cultivar y acrecentar día tras
día. Sólo enamorado de Cristo, el sacerdote podrá enseñar a todos esta
unión, esta amistad íntima con el divino Maestro; podrá tocar el corazón de
las personas y abrirlo al amor misericordioso del Señor. Sólo así, por
tanto, podrá infundir entusiasmo y vitalidad espiritual a las comunidades
que el Señor le confía.
Oremos para que, por intercesión de san Juan María Vianney, Dios conceda a
su Iglesia el don de santos sacerdotes, y para que aumente en los fieles el
deseo de sostener y colaborar con su ministerio. Encomendemos esta intención
a María, a la que precisamente hoy invocamos como Virgen de las Nieves.