|
1. Si los daños que al alma cercan por poner el afecto de la
voluntad en los bienes temporales hubiesemos de decir, ni tinta ni
papel bastaría, y el tiempo sería corto. Porque desde muy poco
puede llegar a grandes males y destruir grandes bienes: así, como
de una centella de fuego, si no se apaga, se pueden encender
grandes fuegos que abrasen el mundo.
Todos estos daños tienen raíz y origen en un daño privativo
principal que hay en este gozo, que es apartarse de Dios; porque,
así como allegándose a el el alma por la afección de la voluntad
de ahí le nacen todos los bienes, así apartándose de el por esta
afección de criatura, dan en ella todos los daños y males a la
medida del gozo y afección con que se junta con la criatura,
porque eso es el apartarse de Dios. De donde, según el
apartamiento que cada uno hiciere de Dios en más o en menos, podrá
entender ser sus daños en más o en menos extensiva o
intensivamente, y juntamente de ambas maneras, por la mayor parte.
2. Este daño privativo, de donde decimos que nacen los demás
privativos y positivos, tiene cuatro grados, uno peor que otro. Y
cuando el alma llegare al cuarto, habrá llegado a todos los males
y daños que se pueden decir en este caso. Estos cuatro grados nota
muy bien Moises en el Deuteronomio (32, 15) por estas palabras,
diciendo: Empachóse el amado y dio trancos hacia atrás. Empachóse,
engrosóse y dilatóse. Dejó a Dios su hacedor, y alejóse de Dios,
su salud.
3. El empacharse el alma que era amada antes que se empachara, es
engolfarse en este gozo de criaturas. Y de aquí sale el primer
grado de este daño, que es volver atrás; lo cual es un
embotamiento de la mente acerca de Dios, que le oscurece los
bienes de Dios, como la niebla oscurece al aire para que no sea
bien ilustrado de la luz del sol. Porque, por el mismo caso que el
espiritual pone su gozo en alguna cosa y da rienda al apetito para
impertinencias, se entenebrece acerca de Dios y anubla la sencilla
inteligencia del juicio, según lo enseña el Espíritu Divino en el
libro de la Sabiduría (4, 12), diciendo: El uso y juntura de la
vanidad y burla oscurece los bienes, y la instancia del apetito
trastorna y pervierte el sentido y juicio sin malicia. Donde da a
entender el Espíritu Santo que, aunque no haya malicia concebida
en el entendimiento del alma, sólo la concupiscencia y gozo de
estas basta para hacer en ella este primer grado de este daño, que
es el embotamiento de la mente y la oscuridad del juicio para
entender la verdad y juzgar bien de cada cosa como es.
4. No basta santidad y buen juicio que tenga el hombre para que no
deje de caer en este daño, si da lugar a la concupiscencia o gozo
de las cosas temporales; que por eso dijo Dios por Moises (Ex. 23,
8), avisándonos, estas palabras: No recibas dones, que hasta los
prudentes ciegan. Y esto era hablando particularmente con los que
habían de ser jueces, porque han menester tener el juicio limpio y
despierto, lo cual no tendrían con la codicia y gozo de las
dádivas. Y tambien por eso mandó Dios al mismo Moises (Ex. 18,
2122) que pusiese por jueces a los que aborreciesen la avaricia,
porque no se les embotase el juicio con el gusto de las pasiones.
Y así dice que no solamente no la quieran, sino que la aborrezcan.
Porque, para defenderse uno perfectamente de la afección de amor,
hase de sustentar en aborrecimiento, defendiendose con el un
contrario del otro. Y así, la causa por que el profeta Samuel fue
siempre tan recto e ilustrado juez es porque, como el dijo en el
libro de los Reyes (1 Re. 12, 3), nunca había recibido de alguno
alguna dádiva.
5. El segundo grado de este daño privativo sale de este primero;
el cual se da a entender en aquello que se sigue de la autoridad
alegada, es a saber: "Empachóse, engrosóse y dilatóse". Y así,
este segundo grado es dilatación de la voluntad ya con más
libertad en las cosas temporales; la cual consiste en no se le dar
ya tanto ni penarse, ni tener ya en tanto el gozarse y gustar de
los bienes criados. Y esto le nació de haber primero dado rienda
al gozo; porque, dándole lugar, se vino a engrosar el alma en el,
como dice allí, y aquella grosura de gozo y apetito le hizo
dilatar y extender más la voluntad en las criaturas. Y esto trae
consigo grandes daños; porque este grado segundo le hace apartarse
de las cosas de Dios y santos ejercicios y no gustar de ellos,
porque gusta de otras cosas y va dándose a muchas imperfecciones e
impertinencias y gozos y vanos gustos.
6. Y totalmente este segundo grado, cuando es consumado, quita al
hombre los continuos ejercicios que tenía, y que toda su mente y
codicia ande ya en lo secular. Y ya los que están en este segundo
grado, no solamente tienen oscuro el juicio y entendimiento para
conocer las verdades y la justicia como los que están en el
primero; mas aun tienen ya mucha flojedad y tibieza y descuido en
saberlo y obrarlo, según de ellos dice Isaías (1, 23) por estas
palabras: Todos aman las dádivas y se dejan llevar de las
retribuciones, y no juzgan al pupilo, y la causa de la viuda no
llega a ellos para que de ella hagan caso. Lo cual no acaece en
ellos sin culpa, mayormente cuando les incumbe de oficio; porque
ya los de este grado no carecen de malicia como los del primero
carecen. Y así, se van más apartando de la justicia y virtudes,
porque van más extendiendo la voluntad en la afección de las
criaturas. Por tanto, la propiedad de los de este grado segundo es
gran tibieza en las cosas espirituales y cumplir muy mal con
ellas, ejercitándolas más por cumplimiento o por fuerza, o por el
uso que tienen en ellas, que por razón de amor.
7. El tercer grado de este daño privativo es dejar a Dios del
todo, no curando de cumplir su ley por no faltar a las cosas y
bienes del mundo, dejándose caer en pecados mortales por la
codicia. Y este tercer grado se nota en lo que se va siguiendo en
la dicha autoridad, que dice: "Dejó a Dios su hacedor" (Dt. 32,
15).
En este grado se contienen todos aquellos que de tal manera tienen
las potencias del alma engolfadas en las cosas del mundo y
riquezas y tratos, que no se dan nada por cumplir con lo que les
obliga la ley de Dios; y tienen grande olvido y torpeza acerca de
lo que toca a su salvación, y tanta más viveza y sutileza acerca
de las cosas del mundo; tanto, que los llama Cristo en el
Evangelio (Lc. 16, 8) hijos de este siglo; y dice de ellos que son
más prudentes en sus tratos y agudos que los hijos de la luz en
los suyos. Y así en lo de Dios no son nada y en lo del mundo lo
son todo. Y estos propiamente son los avarientos, los cuales
tienen ya (tan) extendido y derramado el apetito y gozo en las
cosas criadas, y tan afectadamente, que no se pueden ver hartos,
sino que antes su apetito crece tanto más y su sed cuanto ellos
están más apartados de la fuente que solamente los podía hartar,
que es Dios; porque de estos dice el mismo Dios por Jeremías (2,
13), diciendo: Dejáronme a mí, que soy fuente de agua viva, y
cavaron para sí cisternas rotas, que no pueden tener aguas. Y esto
es porque en las criaturas no halla el avaro con que apagar su
sed, sino con que aumentarla. Estos son los que caen en mil
maneras de pecados por amor de los bienes temporales, y son
innumerables sus daños. Y de estos dice David (Sal. 72, 7):
Transierunt in affectum cordis.
8. El cuarto grado de este daño privativo (se nota) en lo último
de nuestra autoridad, que dice: "Y alejóse de Dios, su salud". A
lo cual vienen del tercer grado que acabamos de decir, porque, de
no hacer caso de poner su corazón en la ley de Dios por causa de
los bienes temporales, viene el alejarse mucho de Dios el alma del
avaro, según la memoria, entendimiento y voluntad, olvidándose de
el como si no fuese su Dios; lo cual es porque ha hecho para sí
dios del dinero y bienes temporales, como dice san Pablo (Col. 3,
5), diciendo que la avaricia es servidumbre de ídolos. Porque este
cuarto grado llega hasta olvidar a Dios y poner el corazón, que
normalmente debía poner en Dios, formalmente en el dinero, como si
no tuviesen otro Dios.
9. De este cuarto grado son aquellos que no dudan de ordenar las
cosas sobrenaturales a las temporales como a su dios, como lo
debían hacer al contrario, ordenándolas a ellas a Dios, si le
tuvieran por su Dios, como era razón. De estos fue el inicuo
Balam, que la gracia que Dios le había dado vendía (Nm. 22, 7); y
tambien Simón Mago, que pensaba estimarse la gracia de Dios por el
dinero (queriendola comprar (Act. 8, 1819). En lo cual estimaba
en más el dinero, pues le parecía que había quien lo estimase en
más dándole gracia por el dinero).
Y de este cuarto grado en otras muchas maneras hay muchos al día
de hoy, que allá con sus razones, oscurecidas con la codicia en
las cosas espirituales, sirven al dinero y no a Dios, y se mueven
por el dinero y no por Dios, poniendo delante el precio y no el
divino valor y premio, haciendo de muchas maneras al dinero su
principal dios y fin, anteponiendole al último fin, que es Dios.
10. De este último grado son tambien todos aquellos miserables
que, estando tan enamorados de los bienes, los tienen tan por su
dios, que no dudan de sacrificarles sus vidas cuando ven que este
su dios recibe alguna mengua temporal, desesperándose y dándose
ellos la muerte (por miserables fines), mostrando ellos mismos por
sus manos el desdichado galardón que de tal dios se consigue; que,
como no hay que esperar de el, da desesperación (y muerte. Y a los
que no persigue hasta este último daño de muerte, los hace morir
viviendo en penas de solicitud y otras muchas miserias, no dejando
entrar alegría en su corazón y que no les luzca bien ninguno en la
tierra, pagando siempre el tributo de su corazón al dinero en
tanto que penan por el, allegándolo a el para la última calamidad
suya de justa perdición, como lo advierte el Sabio (Ecli. 5, 12),
diciendo que las riquezas están guardadas para el mal de su señor.
11. Y de este cuarto grado son aquellos que dice san Pablo (Rm. 1,
28) que tradidit illos in reprobum sensum; porque hasta estos
daños trae al hombre el gozo cuando se pone en las posesiones
últimamente. Mas a los que menos daños hace es de tener harta
lástima, pues, como habemos dicho, hace volver al alma muy atrás
en la vía de Dios. Y por tanto, como dice David (Sal. 48, 1718):
No temas cuando se enriqueciere el hombre, esto es, no le hayas
envidia, pensando que te lleva ventaja, porque, cuando acabare, no
llevará nada, ni su gloria y gozo bajarán con el).
|
|