Benedicto XVI: Santa Gertrudis de Helfta
Queridos hermanos y hermanas:
Santa Gertrudis la Grande, de quien quiero hablaros hoy, nos lleva también
esta semana al monasterio de Helfta, donde nacieron algunas obras maestras
de la literatura religiosa femenina latino-alemana. A este mundo pertenece
Gertrudis, una de las místicas más famosas, la única mujer de Alemania que
recibió el apelativo de «Grande», por su talla cultural y evangélica: con su
vida y su pensamiento influyó de modo singular en la espiritualidad
cristiana. Es una mujer excepcional, dotada de particulares talentos
naturales y de extraordinarios dones de gracia, de profundísima humildad y
ardiente celo por la salvación del prójimo, de íntima comunión con Dios en
la contemplación y de prontitud a la hora de socorrer a los necesitados.
En Helfta se confronta, por decirlo así, sistemáticamente con su maestra
Matilde de Hackeborn, de la que hablé en la audiencia del miércoles pasado;
entra en relación con Matilde de Magdeburgo, otra mística medieval; crece
bajo el cuidado maternal, dulce y exigente, de la abadesa Gertrudis. De
estas tres hermanas adquiere tesoros de experiencia y sabiduría; los elabora
en una síntesis propia, recorriendo su itinerario religioso con una
confianza ilimitada en el Señor. Expresa la riqueza de la espiritualidad no
sólo de su mundo monástico, sino también y sobre todo del bíblico,
litúrgico, patrístico y benedictino, con un sello personalísimo y con gran
eficacia comunicativa.
Nace el 6 de enero de 1256, fiesta de la Epifanía, pero no se sabe nada ni
de sus padres ni del lugar de su nacimiento. Gertrudis escribe que el Señor
mismo le desvela el sentido de su primer desarraigo: «La he elegido como
morada mía porque me complace que todo lo que hay de amable en ella sea obra
mía (…). Precisamente por esta razón la alejé de todos sus parientes, para
que nadie la amara por razón de consanguinidad y yo fuera el único motivo
del afecto que se le tiene» (Le rivelazioni, I, 16, Siena 1994, pp. 76-77).
A los cinco años de edad, en 1261, entra en el monasterio, como era habitual
en aquella época, para la formación y el estudio. Allí transcurre toda su
existencia, de la cual ella misma señala las etapas más significativas. En
sus memorias recuerda que el Señor la previno con longánima paciencia e
infinita misericordia, olvidando los años de la infancia, la adolescencia y
la juventud, transcurridos «en tal ofuscamiento de la mente que habría sido
capaz (…) de pensar, decir o hacer sin ningún remordimiento todo lo que me
hubiese gustado y donde hubiera podido, si tú no me hubieses prevenido,
tanto con un horror innato del mal y una inclinación natural por el bien,
como con la vigilancia externa de los demás. Me habría comportado como una
pagana (…) y esto aunque tú quisiste que desde la infancia, es decir, desde
que yo tenía cinco años, habitara en el santuario bendito de la religión
para que allí me educaran entre tus amigos más devotos» (ib., II, 23, 140
s).
Gertrudis es una estudiante extraordinaria; aprende todo lo que se puede
aprender de las ciencias del trivio y del cuadrivio, la formación de su
tiempo; se siente fascinada por el saber y se entrega al estudio profano con
ardor y tenacidad, consiguiendo éxitos escolares más allá de cualquier
expectativa. Si bien no sabemos nada de sus orígenes, ella nos dice mucho de
sus pasiones juveniles: la cautivan la literatura, la música y el canto, así
como el arte de la miniatura; tiene un carácter fuerte, decidido, inmediato,
impulsivo; con frecuencia dice que es negligente; reconoce sus defectos y
pide humildemente perdón por ellos. Con humildad pide consejo y oraciones
por su conversión. Hay rasgos de su temperamento y defectos que la
acompañarán hasta el final, tanto que asombran a algunas personas que se
preguntan cómo podía sentir preferencia por ella el Señor.
De estudiante pasa a consagrarse totalmente a Dios en la vida monástica y
durante veinte años no sucede nada excepcional: el estudio y la oración son
su actividad principal. Destaca entre sus hermanas por sus dotes; es tenaz
en consolidar su cultura en varios campos. Pero durante el Adviento de 1280
comienza a sentir disgusto de todo esto, se percata de su vanidad y el 27 de
enero de 1281, pocos días antes de la fiesta de la Purificación de la
Virgen, por la noche, hacia la hora de Completas, el Señor ilumina sus
densas tinieblas. Con suavidad y dulzura calma la turbación que la angustia,
turbación que Gertrudis ve incluso como un don de Dios «para abatir esa
torre de vanidad y de curiosidad que, aun llevando —¡ay de mí!— el nombre y
el hábito de religiosa, yo había ido levantando con mi soberbia, a fin de
que pudiera encontrar así al menos el camino para mostrarme tu salvación»
(ib., II, 1, p. 87). Tiene la visión de un joven que la guía a superar la
maraña de espinas que oprime su alma, tomándola de la mano. En aquella mano
Gertrudis reconoce «la preciosa huella de las llagas que han anulado todos
los actos de acusación de nuestros enemigos» (ib., II, 1, p. 89), reconoce a
Aquel que en la cruz nos salvó con su sangre, Jesús.
Desde ese momento se intensifica su vida de comunión íntima con el Señor,
sobre todo en los tiempos litúrgicos más significativos —Adviento-Navidad,
Cuaresma-Pascua, fiestas de la Virgen— incluso cuando no podía acudir al
coro por estar enferma. Es el mismo humus litúrgico de Matilde, su maestra,
que Gertrudis, sin embargo, describe con imágenes, símbolos y términos más
sencillos y claros, más realistas, con referencias más directas a la Biblia,
a los Padres, al mundo benedictino.
Su biógrafa indica dos direcciones de la que podríamos definir su particular
«conversión»: en los estudios, con el paso radical de los estudios
humanistas profanos a los teológicos, y en la observancia monástica, con el
paso de la vida que ella define negligente a la vida de oración intensa,
mística, con un excepcional celo misionero. El Señor, que la había elegido
desde el seno materno y desde pequeña la había hecho participar en el
banquete de la vida monástica, la llama con su gracia «de las cosas externas
a la vida interior y de las ocupaciones terrenas al amor de las cosas
espirituales». Gertrudis comprende que estaba alejada de él, en la región de
la desemejanza, como dice ella siguiendo a san Agustín; que se ha dedicado
con demasiada avidez a los estudios liberales, a la sabiduría humana,
descuidando la ciencia espiritual, privándose del gusto de la verdadera
sabiduría; conducida ahora al monte de la contemplación, donde deja al
hombre viejo para revestirse del nuevo. «De gramática se convierte en
teóloga, con la incansable y atenta lectura de todos los libros sagrados que
podía tener o procurarse, llenaba su corazón de las más útiles y dulces
sentencias de la Sagrada Escritura. Por eso, tenía siempre lista alguna
palabra inspirada y de edificación con la cual satisfacer a quien venía a
consultarla, junto con los textos escriturísticos más adecuados para
confutar cualquier opinión equivocada y cerrar la boca a sus opositores»
(ib., I, 1, p. 25).
Gertrudis transforma todo eso en apostolado: se dedica a escribir y divulgar
la verdad de fe con claridad y sencillez, gracia y persuasión, sirviendo con
amor y fidelidad a la Iglesia, hasta tal punto que era útil y grata a los
teólogos y a las personas piadosas. De esta intensa actividad suya nos queda
poco, entre otras razones por las vicisitudes que llevaron a la destrucción
del monasterio de Helfta. Además del Heraldo del amor divino o Las
revelaciones, nos quedan los Ejercicios espirituales, una rara joya de la
literatura mística espiritual.
En la observancia religiosa —dice su biógrafa— nuestra santa es «una sólida
columna (…), firmísima propugnadora de la justicia y de la verdad» (ib., I,
1, p. 26). Con las palabras y el ejemplo suscita en los demás gran fervor. A
las oraciones y las penitencias de la regla monástica añade otras con tal
devoción y abandono confiado en Dios, que suscita en quien se encuentra con
ella la conciencia de estar en presencia del Señor. Y, de hecho, Dios mismo
le hace comprender que la ha llamado a ser instrumento de su gracia.
Gertrudis se siente indigna de este inmenso tesoro divino y confiesa que no
lo ha custodiado y valorizado. Exclama: «¡Ay de mí! Si tú me hubieses dado
por tu recuerdo, indigna como soy, incluso un solo hilo de estopa, habría
tenido que mirarlo con mayor respeto y reverencia de la que he tenido por
estos dones tuyos» (ib., II, 5, p. 100). Pero, reconociendo su pobreza y su
indignidad, se adhiere a la voluntad de Dios, «porque —afirma— he
aprovechado tan poco tus gracias que no puedo decidirme a creer que se me
hayan dado para mí sola, al no poder nadie frustrar tu eterna sabiduría.
Haz, pues, oh Dador de todo bien que me has otorgado gratuitamente dones tan
inmerecidos, que, leyendo este escrito, el corazón de al menos uno de tus
amigos se conmueva al pensar que el celo de las almas te ha inducido a dejar
durante tanto tiempo una gema de valor tan inestimable en medio del fango
abominable de mi corazón» (Ib., II, 5, p. 100 s).
Estima en particular dos favores, más que cualquier otro, como Gertrudis
misma escribe: «Los estigmas de tus salutíferas llagas que me imprimiste,
como joyas preciosas, en el corazón, y la profunda y saludable herida de
amor con la que lo marcaste. Tú me inundaste con tus dones de tanta dicha
que, aunque tuviera que vivir mil años sin ninguna consolación ni interna ni
externa, su recuerdo bastaría para confortarme, iluminarme y colmarme de
gratitud. Quisiste también introducirme en la inestimable intimidad de tu
amistad, abriéndome de distintos modos el sagrario nobilísimo de tu
divinidad que es tu Corazón divino (…). A este cúmulo de beneficios añadiste
el de darme por Abogada a la santísima Virgen María, Madre tuya, y de
haberme encomendado a menudo a su afecto como el más fiel de los esposos
podría encomendar a su propia madre a su amada esposa» (Ib., ii, 23, p.
145).
Orientada hacia la comunión sin fin, concluye su vida terrena el 17 de
noviembre de 1301 ó 1302, a la edad de cerca de 46 años. En el séptimo
Ejercicio, el de la preparación a la muerte, santa Gertrudis escribe: «Oh
Jesús, a quien amo inmensamente, quédate siempre conmigo, para que mi
corazón permanezca contigo y tu amor persevere conmigo sin posibilidad de
división y tú bendigas mi tránsito, para que mi espíritu, liberado de los
lazos de la carne, pueda inmediatamente encontrar descanso en ti. Amén»
(Ejercicios, Milán 2006, p. 148).
Me parece obvio que estas no son sólo cosas del pasado, históricas, sino que
la existencia de santa Gertrudis sigue siendo una escuela de vida cristiana,
de camino recto, y nos muestra que el centro de una vida feliz, de una vida
verdadera, es la amistad con Jesús, el Señor. Y esta amistad se aprende en
el amor a la Sagrada Escritura, en al amor a la liturgia, en la fe profunda,
en el amor a María, para conocer cada vez más realmente a Dios mismo y así
la verdadera felicidad, la meta de nuestra vida. Gracias.