San Francisco de Asís presentado por Benedicto XVI
Catequesis 27 de enero de 2010
Queridos hermanos y hermanas:
En una catequesis reciente ilustré ya el papel providencial que tuvieron la
Orden de los Frailes Menores y la Orden de los Frailes Predicadores,
fundadas respectivamente por san Francisco de Asís y por santo Domingo de
Guzmán, en la renovación de la Iglesia de su tiempo. Hoy quiero presentaros
la figura de san Francisco, un auténtico "gigante" de la santidad, que sigue
fascinando a numerosísimas personas de todas las edades y religiones.
"Nacióle un sol al mundo". Con estas palabras, el sumo poeta italiano Dante
Alighieri alude en la Divina Comedia (Paraíso, Canto XI) al nacimiento de
Francisco, que tuvo lugar a finales de 1181 o a principios de 1182, en Asís.
Francisco pertenecía a una familia rica —su padre era comerciante de telas—
y vivió una adolescencia y una juventud despreocupadas, cultivando los
ideales caballerescos de su tiempo. A los veinte años tomó parte en una
campaña militar y lo hicieron prisionero. Enfermó y fue liberado. A su
regreso a Asís, comenzó en él un lento proceso de conversión espiritual que
lo llevó a abandonar gradualmente el estilo de vida mundano que había
practicado hasta entonces. Se remontan a este período los célebres episodios
del encuentro con el leproso, al cual Francisco, bajando de su caballo, dio
el beso de la paz, y del mensaje del Crucifijo en la iglesita de San Damián.
Cristo en la cruz tomó vida en tres ocasiones y le dijo: "Ve, Francisco, y
repara mi Iglesia en ruinas". Este simple acontecimiento de escuchar la
Palabra del Señor en la iglesia de san Damián esconde un simbolismo
profundo. En su sentido inmediato san Francisco es llamado a reparar esta
iglesita, pero el estado ruinoso de este edificio es símbolo de la situación
dramática e inquietante de la Iglesia en aquel tiempo, con una fe
superficial que no conforma y no transforma la vida, con un clero poco
celoso, con el enfriamiento del amor; una destrucción interior de la Iglesia
que conlleva también una descomposición de la unidad, con el nacimiento de
movimientos heréticos. Sin embargo, en el centro de esta Iglesia en ruinas
está el Crucifijo y habla: llama a la renovación, llama a Francisco a un
trabajo manual para reparar concretamente la iglesita de san Damián, símbolo
de la llamada más profunda a renovar la Iglesia de Cristo, con su
radicalidad de fe y con su entusiasmo de amor a Cristo.
Este acontecimiento, que probablemente tuvo lugar en 1205, recuerda otro
acontecimiento parecido que sucedió en 1207: el sueño del Papa Inocencio
III, quien en sueños ve que la basílica de San Juan de Letrán, la iglesia
madre de todas las iglesias, se está derrumbando y un religioso pequeño e
insignificante sostiene con sus hombros la iglesia para que no se derrumbe.
Es interesante observar, por una parte, que no es el Papa quien ayuda para
que la iglesia no se derrumbe, sino un pequeño e insignificante religioso,
que el Papa reconoce en Francisco cuando este lo visita. Inocencio III era
un Papa poderoso, de gran cultura teológica y gran poder político; sin
embargo, no es él quien renueva la Iglesia, sino el pequeño e insignificante
religioso: es san Francisco, llamado por Dios. Pero, por otra parte, es
importante observar que san Francisco no renueva la Iglesia sin el Papa o en
contra de él, sino sólo en comunión con él. Las dos realidades van juntas:
el Sucesor de Pedro, los obispos, la Iglesia fundada en la sucesión de los
Apóstoles y el carisma nuevo que el Espíritu Santo crea en ese momento para
renovar la Iglesia. En la unidad crece la verdadera renovación.
Volvamos a la vida de san Francisco. Puesto que su padre Bernardone le
reprochaba su excesiva generosidad con los pobres, Francisco, ante el obispo
de Asís, con un gesto simbólico se despojó de sus vestidos, indicando así
que renunciaba a la herencia paterna: como en el momento de la creación,
Francisco no tiene nada más que la vida que Dios le ha dado, a cuyas manos
se entrega. Desde entonces vivió como un eremita, hasta que, en 1208, tuvo
lugar otro acontecimiento fundamental en el itinerario de su conversión.
Escuchando un pasaje del Evangelio de san Mateo —el discurso de Jesús a los
Apóstoles enviados a la misión—, Francisco se sintió llamado a vivir en la
pobreza y a dedicarse a la predicación. Otros compañeros se asociaron a él y
en 1209 fue a Roma, para someter al Papa Inocencio III el proyecto de una
nueva forma de vida cristiana. Recibió una acogida paterna de aquel gran
Pontífice, que, iluminado por el Señor, intuyó el origen divino del
movimiento suscitado por Francisco. El "Poverello" de Asís había comprendido
que todo carisma que da el Espíritu Santo hay que ponerlo al servicio del
Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia; por lo tanto, actuó siempre en plena
comunión con la autoridad eclesiástica. En la vida de los santos no existe
contraste entre carisma profético y carisma de gobierno y, si se crea alguna
tensión, saben esperar con paciencia los tiempos del Espíritu Santo.
En realidad, en el siglo XIX y también en el siglo pasado algunos
historiadores intentaron crear detrás del Francisco de la tradición, lo que
llamaban un Francisco histórico, de la misma manera que detrás del Jesús de
los Evangelios se intenta crear lo que llaman el Jesús histórico. Ese
Francisco histórico no habría sido un hombre de Iglesia, sino un hombre
unido inmediatamente sólo a Cristo, un hombre que quería crear una
renovación del pueblo de Dios, sin formas canónicas y sin jerarquía. La
verdad es que san Francisco tuvo realmente una relación muy inmediata con
Jesús y con la Palabra de Dios, que quería seguir sine glossa, tal como es,
en toda su radicalidad y verdad. También es verdad que inicialmente no tenía
la intención de crear una Orden con las formas canónicas necesarias, sino
que, simplemente, con la Palabra de Dios y la presencia del Señor, quería
renovar el pueblo de Dios, convocarlo de nuevo a escuchar la Palabra y a
obedecer a Cristo. Además, sabía que Cristo nunca es "mío", sino que siempre
es "nuestro"; que a Cristo no puedo tenerlo "yo" y reconstruir "yo" contra
la Iglesia, su voluntad y sus enseñanzas; sino que sólo en la comunión de la
Iglesia construida sobre la sucesión de los Apóstoles se renueva también la
obediencia a la Palabra de Dios.
También es verdad que no tenía intención de crear una nueva Orden, sino
solamente renovar el pueblo de Dios para el Señor que viene. Pero entendió
con sufrimiento y con dolor que todo debe tener su orden, que también el
derecho de la Iglesia es necesario para dar forma a la renovación y así en
realidad se insertó totalmente, con el corazón, en la comunión de la
Iglesia, con el Papa y con los obispos. Sabía asimismo que el centro de la
Iglesia es la Eucaristía, donde el Cuerpo de Cristo y su Sangre se hacen
presentes. A través del Sacerdocio, la Eucaristía es la Iglesia. Donde
sacerdocio y Cristo y comunión de la Iglesia van juntos, sólo aquí habita
también la Palabra de Dios. El verdadero Francisco histórico es el Francisco
de la Iglesia y precisamente de este modo habla también a los no creyentes,
a los creyentes de otras confesiones y religiones.
Francisco y sus frailes, cada vez más numerosos, se establecieron en "la
Porziuncola", o iglesia de Santa María de los Ángeles, lugar sagrado por
excelencia de la espiritualidad franciscana. También Clara, una joven de
Asís, de familia noble, se unió a la escuela de Francisco. Así nació la
Segunda Orden franciscana, la de las clarisas, otra experiencia destinada a
dar insignes frutos de santidad en la Iglesia.
También el sucesor de Inocencio III, el Papa Honorio III, con su bula Cum
dilecti de 1218 sostuvo el desarrollo singular de los primeros Frailes
Menores, que iban abriendo sus misiones en distintos países de Europa,
incluso en Marruecos. En 1219 Francisco obtuvo permiso para ir a Egipto a
hablar con el sultán musulmán Melek-el-Kâmel, para predicar también allí el
Evangelio de Jesús. Deseo subrayar este episodio de la vida de san
Francisco, que tiene una gran actualidad. En una época en la cual existía un
enfrentamiento entre el cristianismo y el islam, Francisco, armado
voluntariamente sólo de su fe y de su mansedumbre personal, recorrió con
eficacia el camino del diálogo. Las crónicas nos narran que el sultán
musulmán le brindó una acogida benévola y un recibimiento cordial. Es un
modelo en el que también hoy deberían inspirarse las relaciones entre
cristianos y musulmanes: promover un diálogo en la verdad, en el respeto
recíproco y en la comprensión mutua (cf. Nostra aetate, 3). Parece ser que
después, en 1220, Francisco visitó la Tierra Santa, plantando así una
semilla que daría mucho fruto: en efecto, sus hijos espirituales hicieron de
los Lugares donde vivió Jesús un ámbito privilegiado de su misión. Hoy
pienso con gratitud en los grandes méritos de la Custodia franciscana de
Tierra Santa.
A su regreso a Italia, Francisco encomendó el gobierno de la Orden a su
vicario, fray Pietro Cattani, mientras que el Papa encomendó la Orden, que
recogía cada vez más adhesiones, a la protección del cardenal Ugolino, el
futuro Sumo Pontífice Gregorio IX. Por su parte, el Fundador, completamente
dedicado a la predicación, que llevaba a cabo con gran éxito, redactó una
Regla, que fue aprobada más tarde por el Papa.
En 1224, en el eremitorio de la Verna, Francisco ve el Crucifijo en la forma
de un serafín y en el encuentro con el serafín crucificado recibe los
estigmas; así llega a ser uno con Cristo crucificado: un don, por lo tanto,
que expresa su íntima identificación con el Señor.
La muerte de Francisco —su transitus— aconteció la tarde del 3 de octubre de
1226, en "la Porziuncola". Después de bendecir a sus hijos espirituales,
murió, recostado sobre la tierra desnuda. Dos años más tarde el Papa
Gregorio IX lo inscribió en el catálogo de los santos. Poco tiempo después,
en Asís se construyó una gran basílica en su honor, que todavía hoy es meta
de numerosísimos peregrinos, que pueden venerar la tumba del santo y gozar
de la visión de los frescos de Giotto, el pintor que ilustró de modo
magnífico la vida de Francisco.
Se ha dicho que Francisco representa un alter Christus, era verdaderamente
un icono vivo de Cristo. También fue denominado "el hermano de Jesús". De
hecho, este era su ideal: ser como Jesús; contemplar el Cristo del
Evangelio, amarlo intensamente, imitar sus virtudes. En particular, quiso
dar un valor fundamental a la pobreza interior y exterior, enseñándola
también a sus hijos espirituales. La primera Bienaventuranza en el Sermón de
la montaña —Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el
reino de los cielos (Mt 5, 3)— encontró una luminosa realización en la vida
y en las palabras de san Francisco. Queridos amigos, los santos son
realmente los mejores intérpretes de la Biblia; encarnando en su vida la
Palabra de Dios, la hacen más atractiva que nunca, de manera que
verdaderamente habla con nosotros. El testimonio de Francisco, que amó la
pobreza para seguir a Cristo con entrega y libertad totales, sigue siendo
también para nosotros una invitación a cultivar la pobreza interior para
crecer en la confianza en Dios, uniendo asimismo un estilo de vida sobrio y
un desprendimiento de los bienes materiales.
En Francisco el amor a Cristo se expresó de modo especial en la adoración
del Santísimo Sacramento de la Eucaristía. En las Fuentes franciscanas se
leen expresiones conmovedoras, como esta: "¡Tiemble el hombre todo entero,
estremézcase el mundo todo y exulte el cielo cuando Cristo, el Hijo de Dios
vivo, se encuentra sobre el altar en manos del sacerdote! ¡Oh celsitud
admirable y condescendencia asombrosa! ¡Oh sublime humildad, oh humilde
sublimidad: que el Señor del mundo universo, Dios e Hijo de Dios, se humilla
hasta el punto de esconderse, para nuestra salvación, bajo una pequeña forma
de pan!" (Francisco de Asís, Escritos, Editrici Francescane, Padua 2002, p.
401).
En este Año sacerdotal me complace recordar también una recomendación que
Francisco dirigió a los sacerdotes: "Siempre que quieran celebrar la misa
ofrezcan purificados, con pureza y reverencia, el verdadero sacrificio del
santísimo Cuerpo y Sangre de nuestro Señor Jesucristo" (ib., 399). Francisco
siempre mostraba una gran deferencia hacia los sacerdotes, y recomendaba que
se les respetara siempre, incluso en el caso de que personalmente fueran
poco dignos. Como motivación de este profundo respeto señalaba el hecho de
que han recibido el don de consagrar la Eucaristía. Queridos hermanos en el
sacerdocio, no olvidemos nunca esta enseñanza: la santidad de la Eucaristía
nos pide ser puros, vivir de modo coherente con el Misterio que celebramos.
Del amor a Cristo nace el amor hacia las personas y también hacia todas las
criaturas de Dios. Este es otro rasgo característico de la espiritualidad de
Francisco: el sentido de la fraternidad universal y el amor a la creación,
que le inspiró el célebre Cántico de las criaturas. Es un mensaje muy
actual. Como recordé en mi reciente encíclica Caritas in veritate, sólo es
sostenible un desarrollo que respete la creación y que no perjudique el
medio ambiente (cf. nn. 48-52), y en el Mensaje para la Jornada mundial de
la paz de este año subrayé que también la construcción de una paz sólida
está vinculada al respeto de la creación. Francisco nos recuerda que en la
creación se despliega la sabiduría y la benevolencia del Creador. Él
entiende la naturaleza como un lenguaje en el que Dios habla con nosotros,
en el que la realidad se vuelve transparente y podemos hablar de Dios y con
Dios.
Querido amigos, Francisco fue un gran santo y un hombre alegre. Su
sencillez, su humildad, su fe, su amor a Cristo, su bondad con todo hombre y
toda mujer lo hicieron alegre en cualquier situación. En efecto, entre la
santidad y la alegría existe una relación íntima e indisoluble. Un escritor
francés dijo que en el mundo sólo existe una tristeza: la de no ser santos,
es decir, no estar cerca de Dios. Mirando el testimonio de san Francisco,
comprendemos que el secreto de la verdadera felicidad es precisamente:
llegar a ser santos, cercanos a Dios.
Que la Virgen, a la que Francisco amó tiernamente, nos obtenga este don. Nos
encomendamos a ella con las mismas palabras del "Poverello" de Asís: "Santa
Virgen María, no ha nacido en el mundo entre las mujeres ninguna semejante a
ti, hija y esclava del altísimo Rey sumo y Padre celestial, Madre de nuestro
santísimo Señor Jesucristo, esposa del Espíritu Santo: ruega por nosotros...
ante tu santísimo Hijo amado, Señor y maestro" (Francisco de Asís, Escritos,
163).
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