Velando en oración santa Brígida, vió en una visión espiritual, un palacio muy grande lleno de innumerable gente, todos con vestidos blancos y resplandecientes, y cada uno en su asiento y trono aparte. Pero había un trono judicial superior a los otros, que estaba ocupado por uno como el sol; y la luz y resplandor que de él salía, era incomprensible en longitud, latitud y profundidad. Estaba una Virgen cerca del trono con una preciosa corona en la cabeza, y todos los del palacio servían al que brillando como el sol estaba sentado en el trono, dándole mil alabanzas con himnos y cánticos.
Tras esto, vió un negro como etíope, feo y abominable, lleno de inmundicia y encendido de enojo, que comenzó a dar voces diciendo: Oh Juez justo, juzga esta alma y oye sus obras, que ya poco le resta de estar en el cuerpo, y dame licencia para que atormente al alma y al cuerpo en lo que fuera justo.
Después vió la Santa un soldado armado junto al trono, modesto en el aspecto, sabio en las palabras y dulce en sus ademanes, el cual dijo: Oh Juez, ves aquí las buenas obras que ha hecho esta alma hasta este punto.
Y luego se oyó una voz del trono que dijo: Más son, pues, los vicios en esta alma, que las virtudes. No es justicia que tenga parte el vicio con la suma virtud, ni se junte a ella.
Enseguida dijo el negro: A mí es de justicia que se me entregue esta alma; que si ella tiene vicios, yo estoy lleno de maldad, y estará bien conmigo.
La misericordia de Dios, dijo el soldado, hasta la muerte acompaña a todos, y hasta que haya salido el alma del cuerpo, no se puede dar la sentencia; y esta alma sobre que pleiteamos, aun está en el cuerpo, y tiene discreción para escoger lo bueno.
La escritura, replicó el negro, que no puede mentir, dice: Amarás, a Dios sobre todas las cosas, y a tu prójimo como a ti mismo. Y todo cuanto éste ha hecho, ha sido por temor, no por amor de Dios como debía, y todos los pecados que ha confesado, han sido con poca contrición y dolor. Y pues no mereció el cielo, justo es que se me dé para el infierno, pues sus pecados están aquí manifiestos ante la divina justicia, y nunca de ellos ha tenido verdadera contrición y dolor.
Este infeliz, dijo el soldado, esperó y creyó que asistido de la gracia tendría esa verdadera contrición.
A lo cual le respondió el negro: Has traido aquí todo cuanto bien ha hecho ese, todas sus palabras y pensamientos que pueden servirle para salvarse; pero todo ello no llega ni con mucho a lo que vale un acto de verdadera contrición y dolor, nacido de la caridad divina con fe y esperanza; y por consiguiente, no puede servir para borrar todos sus pecados. Porque justicia es de Dios, determinada en su eternidad, que nadie se salve sin contrición; y como es imposible que vaya Dios contra este su decreto eterno, resulta, que con razón pido se me dé esta alma para ser atormentada con pena eterna en el infierno.
No replicó el soldado, y luego aparecieron innumerables demonios, semejantes a las centellas que salen de un fuego abrasador, y a una voz clamaban diciendo al que estaba sentado en el trono, que brillaba como el sol: Bien sabemos que eres un Dios en tres personas, que eres sin principio y no tienes fin, ni hay otro Dios sino tú, que eres la verdadera caridad, en quien se juntan misericordia y justicia. Tú estuviste en ti mismo desde el principio, no tienes en ti cosa pequeña ni mudable, todo está en ti cumplidísimo como conviene a Dios; fuera de ti no hay nada, y sin ti no hay contento ni alegría. Tu amor sólo hizo los ángeles, de ninguna otra materia, sino del poder de tu divinidad, y los hiciste según lo dictaba tu misericordia. Pero después que interiormente nos encendimos con la soberbia, envidia y avaricia, tu caridad, que ama la justicia, nos echó del cielo con el fuego de nuestra malicia al incomprensible y tenebroso abismo que se llama infierno. Así obró entonces tu caridad, que tampoco se apartará ahora de tu justo juicio, ya se haga según tu misericordia, o según tu justicia. Y aun nos atrevemos a decir, que si lo que amas con preferencia a todas las cosas, que es la Virgen que te engendró, y la cual nunca pecó, hubiese pecado mortalmente y muerto sin contrición divina, amas tanto la justicia, que su alma nunca hubiera subido al cielo. Luego, oh Juez, ¿por qué no declaras ser nuestra esta alma, para que la atormentemos según sus obras?
Oyóse después el sonido de una trompeta, al cual todos quedaron silenciosos, y al punto dijo una voz: Callad y oid vosotros todos, ángeles, almas y demonios, lo que va a hablar la Madre de Dios. Y en seguida apareció ante el trono del Juez la misma Virgen María, trayendo mucho bulto de cosas como escondidas debajo del manto, y dijo a los demonios: Vosotros, enemigos, perseguís la misericordia, y sin ninguna caridad pregonáis la justicia. Aunque es verdad que esta alma se halla falta de buenas obras, y por ellas no pudiera ir al cielo, mirad lo que traigo debajo de mi manto. Y alzándolo por ambos lados, veíase por el uno una pequeña iglesia y en ella algunos religiosos; y por el otro lado se veían hombres y mujeres, amigos de Dios, todos los cuales clamaban a una voz, diciendo: Señor, tened misericordia de él.
Reinó después un gran silencio y prosiguió la Virgen: La Sagrada Escritura dice, que el que tiene verdadera fe en el mundo, puede mudar los montes de una a otra parte. ¿Qué no pueden y deben hacer entonces los clamores de todos estos que tuvieron fe y sirvieron a Dios con fervoroso amor? ¿Qué no han de alcanzar los amigos de Dios, a quienes éste rogó que pidiesen por él, para que pudiera apartarse del infierno y conseguir el cielo, y mucho más cuando por sus buenas obras no buscó otra remuneración que los bienes celestiales? ¿Por ventura, no podrán las lágrimas y oraciones de todos estos bienaventurados ayudar esta alma y levantarla, para que antes de su muerte tenga verdadera contrición con amor de Dios? Yo también uniré mis ruegos a las oraciones de todos los santos que están en el cielo, a quienes este honraba con particular veneración.
Y a vosotros, demonios, os mando de parte del Juez y de su poder, que atendáis a lo que veréis ahora en su justicia. Y respondieron todos, como con una sola voz: Vemos, que como en el mundo las lágrimas y la contrición aplacan la ira de Dios, así tus peticiones le inclinan a misericordia con amor.
Después de esto, oyóse una voz que salió del que estaba sentado en el solio resplandeciente, y dijo: Por los ruegos de mis amigos tendrá este contrición antes de la muerte, y no irá al infierno, sino al purgatorio con los que allí padecen mayores tormentos; y acabados de purgar sus pecados, recibirá su premio en el cielo, con aquellos que tuvieron fe y esperanza, pero con mínima caridad. Y así que oyeron esto, huyeron los demonios.
Vió después santa Brígida que se abrió una profundidad terrible y tenebrosa, en la que había un horno ardiendo interiormente, y el fuego no tenía otro combustible que demonios y almas vivas que estaban abrasándose. Sobre aquel horno estaba esta afligidísima alma. Tenía los pies fijos en el horno, y lo demás levantado como si fuera una persona; y no estaba en lo más alto ni en lo más bajo del horno. La figura que tenía era terrible y espantosa. El fuego parecía salir de bajo de los pies del alma, y venir subiendo como cuando el agua sube por un caño; y comprimiéndose violentamente, le pasaba por encima de la cabeza, de modo que por todos sus poros y venas corría un fuego abrasador. Las orejas echaban fuego como de fragua, que con el continuo soplo le atormentaba todo el cerebro. Los ojos los tenía torcidos y hundidos, como si estuviesen fijos en la nuca. La boca la tenía abierta y la lengua sacada por las aberturas de las narices, y colgando hasta los labios. Los dientes eran agudos como clavos de hierro, fijos en el paladar. Los brazos tan largos que llegaban a los pies. Las manos estaban llenas y comprimían sebo y pez ardiendo. El cutis que cubria al alma, era una sucia y asquerosísima piel, tan fría, que sólo de verla causaba temblor, y de ella salía materia como de una úlcera con sangre corrompida y con un hedor tan malo, que no puede compararse con nada asqueroso del mundo.
Después de ver este tormento, oyó la Santa una voz que salía de lo íntimo de aquella alma, que dijo cinco veces: ¡Ay de mí! ¡Ay de mí, clamando con toda su fuerza y vertiendo abundantes lágrimas. ¡Ay de mí, que tan poco amé a Dios por sus supremas virtudes y por la gracia que me concedió! ¡Ay de mí, que no temí como debía la justicia de Dios! ¡Ay de mí, que amé el deleite de mi cuerpo y de mi carne pecadora! ¡Ay de mí, que me dejé llevar de las riquezas del mundo y de la vanidad y soberbia! ¡Ay de mí, porque os conocí Luis y Juana!
Y luego el ángel le dijo a santa Brígida: Te voy a explicar esta visión. Aquel palacio que viste es la semejanza del cielo. La muchedumbre de los que estaban en los asientos y tronos con vestiduras blancas y resplandecientes, son los ángeles y las almas de los santos. El sol que estaba en el trono más alto, significa a Jesucristo en su divinidad. La mujer es la Virgen Madre de Dios. El negro es el diablo que acusa al alma, y el soldado, el Angel de la guarda, que dice las buenas obras de ella. El horno encendido es el infierno, que está ardiendo con tanta pujanza, que si el mundo con todo lo que tiene se encendiese, no pudiera compararse a la vehemencia de aquel fuego. Oyense en él diversas voces, todas contra Dios, y todas principian y acaban con un ¡ay! Y las almas parecen personas, cuyos miembros extienden y atormentan los demonios, sin descanso alguno. Ten entendido, también, que aunque el fuego que en el horno veías, arde en las tinieblas eternas, las almas que en él se están abrasando, no tienen todas igual pena.
Aquel tenebroso lugar que viste alrededor del horno, es el limbo, que participa de las tinieblas del horno, pero no de sus penas, y entrambos son un lugar y un infierno, y los que allí entran, nunca llegan a la vista de Dios.
Sobre esas tinieblas está la mayor pena del purgatorio que las almas pueden sufrir. Y más allá de este lugar hay otro, donde se sufre la pena menor, que solamente consiste en falta de fuerzas, de hermosura, y de otras cosas semejantes, como si uno después de una grave enfermedad estuviera convaleciente con falta de fuerzas, y de todo lo que suele acompañar a este estado de debilidad, hasta que poco a poco va volviendo en sí.
Otro lugar hay superior a esos dos, donde no se padece otra pena, sino la del deseo de ver a Dios y gozarle.
Y para que mejor lo entiendas, te voy a poner el ejemplo de un poco de metal, que ardiese y se mezclase con oro en un fuego muy encendido, hasta que se viniese a consumir todo el metal y quedara el oro puro. Cuanto más fuerte y denso fuera el metal, tanto más recio debería ser el fuego que se necesitase para apartar el oro y consumir el metal. Viendo el artífice el oro purificado y derretido como agua, lo echa en otra parte donde toma su verdadera forma a la vista y al tacto, y luego lo saca de allí y lo pone en otro lugar para darlo a su dueño.
Los mismo sucede en esta purificación espiritual. En el primer lugar colocado sobre las tinieblas del infierno, es donde se sufre la mayor pena del purgatorio, y en el cual viste padecer a aquella alma. Allí hay al modo de venenosas sabandijas y animales feroces; hay calor y frío; hay confusión y tinieblas procedentes de las penas del infierno, y unas almas tienen allí mayor pena y tormento que otras, según que tenían hecha mayor o menor satisfacción de sus pecados cuando salieron del cuerpo. Luego la justicia de Dios saca al alma a otros lugares, donde no hay sino falta de fuerzas, en los cuales están detenidas hasta tener refrigerio y ayuda, o de sus amigos particulares, o de los sacrificios y continuas buenas obras de la santa Iglesia; pues el alma que mayores auxilios tiene, más pronto convalece y se libra de este lugar.
Desde allí va el alma al tercero, donde no hay más pena que el deseo de llegar a la presencia de Dios, y de gozar de su visión beatífica. En este lugar residen otros muchos y por bastante tiempo, entre los que se encuentran aquellos que, mientras vivieron en el mundo, no tuvieron perfecto deseo de llegar a la presencia de Dios y a gozar de su vista
Advierte también que muchos mueren en el mundo tan justos y tan inocentes, que al momento llegan a la presencia de Dios y le gozan; y otros mueren también después de haber satisfecho sus pecados, de modo que sus almas no sienten pena alguna. Pero son pocos los que no vienen al lugar donde se padece la pena del deseo de ir a Dios.
Las almas que están en estos tres lugares participan de las oraciones y buenas obras de la santa Iglesia, que se hacen en el mundo; prinicipalmente de las que ellas hicieron mientras vivieron, y de las que sus amigos hacen por ellos después de muertos. Y como los pecados son de muchas clases y diversos, así también son diferentes las penas; y como el hambriento se huelga con la comida, y el sediento con la bebida, el desnudo con el vestido y el enfermo con la cama y descanso, así las almas se huelgan y participan de lo que por ellas se hace en el mundo.
¡Bendito de Dios sea, prosiguió el ángel, el que en el mundo ayuda las almas con sus oraciones y con el trabajo de su cuerpo! Pues no puede mentir la justicia de Dios que dice, que las almas, o han de purificarse después de la muerte con la pena del purgatorio, o han de ser ayudadas con las obras buenas de sus amigos y de la Iglesia, para que salgan más presto.
Después de esto, oyéronse muchas voces desde el purgatorio que decían: Señor mío Jesucristo, justo Juez, envía tu amor a los que tienen potestad espiritual en el mundo, y entonces podremos participar más que ahora de su canto, lección y oblación.
Encima de donde salían estos clamores había como una casa, en la cual se oían muchas voces que decían: ¡Dios se lo pague a aquellos que nos ayudan y suplen nuestras faltas. En la misma casa parecía nacer la aurora, y debajo de ésta apareció una nube que no participaba de la claridad de la aurora, de la cual salió una gran voz que dijo: Oh Señor Dios, da de tu incomprensible poder ciento por uno a todos los que en el mundo nos ayudan y nos elevan con sus buenas obras, para que veamos la luz de tu Divinidad, y gocemos de tu presencia y divino rostro.
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