En tu oración, dice a la Santa Jesucristo, dijiste hoy, esposa mía, que era mejor que la persona se previniese a sí misma, que no que otro la previniese; así yo, te he prevenido con la dulzura de mi gracia. Y luego apareciéndose san Juan Bautista, dijo: Bendito seáis vos, Dios mío, que sois antes de todas las cosas, con quien nadie jamás fué Dios, y fuera del cual y después del cual nadie existirá, porque sois y érais eternamente un sólo Dios. Vos sois la verdad prometida por los profetas, por quien yo salté de alegría en el vientre de mi madre, y a quien señalándole con el dedo, conocí mejor que todos. Vos sois nuestro gozo y nuestra gloria, vos nuestro anhelo y nuestro deleite; porque con sólo veros nos llenáis de una suavidad indecible, que sólo el que la goza sabe lo que es. Vos sois también nuestro único amor, y no es de extrañar que os amemeos tanto, porque siendo vos el amor mismo, no solamente amáis a los que os aman, sino también, como Creador de todos, tenéis caridad con los que se desdeñan conoceros.
Y pues somos ricos de vos y en vos, oh Señor, os rogamos que deis de nuestras riquezas espirituales a los que no tienen riqueza alguna, para que, como nosotros gozamos en vos y no por nuestros méritos, así también muchos participen de nuestros bienes. Hágase lo que pides, respondió Jesucristo.
Acabadas de decir estas palabras, trajo allí san Juan a un militar medio muerto, y dijo: Señor, este que aquí os presento, os había prometido entrar en vuestro milicia, y aunque se esfuerza en pelear, no consigue nada, porque está desarmado y enfermo. Por dos razones estoy obligado a ayudarle, por los méritos de sus padres, y por el empeño que en honrarme tiene. Por ser vos quien sois, os pido, Señor, le deis los vestidos de la milicia, para que no se vea avergonzado de su desnudez. Dale lo que quieres, respondió el Señor, y vístelo como te agrade.
Aparecióse entonces la Madre de Dios, y le dijo al militar: ¿Qué te falta, hijo mío? La armadura de los pies, respondió. Y dijo la Virgen: Oye, soldado del mundo en otro tiempo, y ahora mío: Dios creó todo cuanto hay en el cielo y en la tierra, pero entre todas las cosas inferiores, la criatura más digna y más hermosa es el alma, que en sus pensamientos es semejante a la buena voluntad: y así como del árbol salen muchas ramas, de la misma manera, del ejercicio y trabajo espiritual del alma debe nacer toda tu perfección. Luego para conseguir la armadura espiritual de los pies, la buena voluntad debe ser la primera, siempre con la ayuda de la gracia de Dios. En ella debe haber dos consideraciones sobre basamento de oro, a semejanza de dos pies. El primer pie o consideración del alma perfecta, es no querer pecar contra Dios, aunque no se hubiera de seguir pena ni castigo. La segunda consideración, es hacer buenas obras por la gran paciencia y amor de Dios, aunque supiese que no había de recibir premio. Las rodillas del alma son la alegría y fortaleza de la buena voluntad; y como las rodillas se encorvan y doblan para el uso de los pies, así la voluntad del alma debe doblarse y refrenarse, según la razón, a la voluntad de Dios.
Escrito está que el espíritu y la carne se hacen guerra mutuamente, por lo cual dice san Pablo: No hago el bien que quiero. Que es como si dijera: Muchas cosas buenas quiero según el alma, pero no puedo por la flaqueza de la carne, y aunque alguna vez puedo hacerlo, no es con alegría. ¿Y quedará sin recompensa el Apóstol, porque quiso y no pudo, o porque aún cuando obró bien no fué con alegría? No por cierto, sino que más bien se le doblará su corona: lo primero, porque al hombre exterior era aquella operación trabajosa a causa de la carne que se opone al bien; y lo segundo, por el hombre interior, porque no siempre tenía el consuelo espiritual. Así, pues, muchos del siglo trabajan, y no por esto son premiados, porque trabajan por impulso de la carne, y si fuese precepto de Dios ese trabajo no lo harían con tanto afán.
Estos dos pies espirituales del alma, no querer pecar, y hacer buenas obras, han de recibir dos armaduras: el discreto uso de las cosas temporales, que consiste en tener lo necesario para un moderado sustento, y no para cosas superfluas; y el discreto deseo de las cosas del cielo, el cual consiste en querer merecer los bienes celestiales con trabajos y buenas obras. Por la ingratitud y pereza se apartó de Dios el hombre, y debe volver a Él por la humildad y trabajos. Por tanto, hijo mío, ya que no tuviste estas cualidades, roguemos para que te auxilien los santos mártires y confesores, que abundaban en semejantes riquezas.
Apareciéndose entonces muchos santos, dijeron: Oh bendita Señora, vos trajisteis al Señor en vuestro vientre, y vos sois Señora de todos: ¿qué es lo que no podréis hacer? Lo que queréis, eso se ha hecho siempre, y vuestra voluntad es siempre la nuestra. Con justicia sois la Madre del amor, porque a todos los visitais con caridad.
Volvió a hablar la Santísima Virgen, y dijo al militar. Hijo, todavía te falta el escudo, al cual corresponden dos cosas: la fortaleza, y las armas del Señor en cuyo favor se pelea. El escudo espiritual significa, pues, la consideración de la amarga Pasión de Jesucristo, que debe estar en el brazo izquierdo junto al corazón, para que cuando la carne pidiere su gusto y deleite, se consideren las llagas y cardenales de Jesucristo; cuando aflijan y contristen al alma el desprecio y las adversidades del mundo, se recuerdan la pobreza e injurias hechas a Jesucristo; y cuando guste la honra y larga vida en el mundo, se traiga a la memoria la amarguísima muerte y Pasión de Jesucristo. También ha de tener este escudo la fortaleza de la perseverancia en el bien y la anchura de la caridad.
Las armas o divisa del escudo han de ser de dos colores, porque nada se ve más claro ni desde más lejos, que lo que se compone de dos colores relucientes. Estos dos colores que debe tener el escudo de la consideración de la Pasión del Salvador, son, la continencia de los afectos desordenados, y la pureza refrenando también con vigor los movimientos de la carne. Con estas dos virtudes se da esplendor al cielo, y alegrándose los ángeles, dicen: Ved aquí las insignias de nuestra pureza y la de nuestra compañía; razón es que ayudemos a este soldado. Y viendo los demonios al soldado adornado con estas insignias del escudo, darán voces y dirán: ¿Qué haremos, compañeros? Este soldado es terrible en acometer, viene armado perfectamente: por los costados trae las armas de las virtudes, a la espalda ejércitos de ángeles, a su mano izquierda tiene un vigilantísimo custodio que es el mismo Dios, y al rededor está lleno de ojos con los cuales ve nuestra malicia: bien podemos acometerle, pero quedaremos avergonzados, porque de ninguna manera saldremos victoriosos. ¡Ah! ¡qué feliz es este soldado, a quien los ángeles honran, y por temor del cual se estremecen los demonios! Mas porque tú, hijo mio, no has alcanzado todavía este escudo, roguemos a los santos ángeles, que resplandecen en pureza espiritual para que te ayuden.
Y después prosiguió diciendo la Madre de Dios: Hijo, todavía nos falta la espada, la cual ha de tener dos filos y muy agudos. La espada espiritual es la confianza en Dios para pelear por la causa de la justicia: esta confianza ha de ser a la manera de dos filos, a saber: por un lado, la rectitud de justicia en la prosperidad, y por el otro, el dar a Dios gracias durante la adversidad. Una espada de esta clase tuvo aquel justo varón Job, que en la prosperidad ofrecía a Dios sacrificios en favor de sus hijos, era padre de los pobres, su puerta estaba abierta al caminante nunca fué vanidoso ni deseó lo ajeno, y siempre temió a Dios, como el que se ve colocado sobre las olas del mar. En las adversidades y trabajos dió también acciones de gracias a Dios, cuando después de perder sus hijos y bienes, le injuriaba su mujer y estaba todo hecho una llega, y lo sufría con paciencia, diciendo: El Señor me lo dió, el Señor me lo quitó: sea por siempre bendito.
Esta espada ha de ser también muy aguda, para aniquilar a los que impugnen la justicia, como hicieron Moisés y David; para ser celoso por la ley, como Trinees, y para no cesar de hablar como lo hicieron Elías y san Juan Bautista. Pero ¡cuán embotada está hoy la espada de muchos, que si dicen algo, no mueven un dedo, y buscan la amistad de los hombres, sin mirar la gloria de Dios! Luego, porque no has tenido esta espada, roguemos a los Patriarcas y Profetas, que tuvieron esta confianza, y se nos dará abundantemente.
Volvió a aparecer la Madre de la misericordia, y dijo al soldado: Hijo, todavía necesitas una cubierta para las armas, a fin de librarlas de la herrumbre y de que no se manchen con la lluvia. Esta cubierta es la caridad, es querer morir por Dios, y si posible fuera sin ofender al Señor, y hasta ser separado de Dios por la salvación de sus hermanos. Esta caridad y amor de Dios es capa que oculta a todos y con su virtud no les deja cometer los pecados, conserva las virtudes, mitiga la ira de Dios, lo hace todo posible, espanta los demonios y da alegría a los ángeles. Esta cubierta ha de ser blanca por dentro, y resplandeciente como el oro por fuera; porque donde reina el celo del amor divino, hay limpieza interior y exteriormente. De este amor de Dios estaban llenos los apóstoles, y así debemos rogarles para que te auxilien.
Prosiguió hablando la Madre de misercordia, y dijo al soldado: Hijo, todavía te hacen falta caballo y silla. Por el caballo se entiende espiritualmente el bautismo, pues como el caballo lleva al hombre a cualquier punto y tiene cuatro pies, así el bautismo lleva al hombre a la presencia de Dios, y tiene cuatro efectos espirituales; porque los bautizados se libran del poder del demonio, y quedan obligados a guardar los mandamientos de Dios y a servirle; se limpian de la mancha del pecado original; se hacen hijos y coherederos de Dios, y por último se les abren las puertas del cielo. Mas ¡ay! muchos son los que, cuando llegan a tener uso de razón, quitan a este caballo el freno del bautismo, y lo llevan por mal camino. Porque siendo recto el camino del bautismo, se va también por él rectamente, cuando antes de llegar el niño a tener uso de razón, es instruído y conservado en buenas costumbres, y cuando llega a tener uso de razón, piensa atentamente lo prometido en la fuente bautismal, y mantiene inviolable la fe y el amor de Dios. Pero apártase de la vía recta, y quita el freno, cuando antepone a Dios el mundo y la carne.
La silla de este caballo es la memoria de la amarga Pasión y muerte de Jesucristo, por el cual el bautismo obtuvo su efecto. ¿Qué es el agua sino un elemento? Mas después que en ella ha hecho su efecto la sangre de Dios, viene a este elemento la palabra de Dios y la virtud de su sangre derramada; y de este modo, por la palabra de Dios, el agua del bautismo es la reconciliación del hombre con Dios, la puerta de la misericordia, la expulsión de los demonios, el camino del cielo y el perdón de los pecados. Y así, el que quisiere conocer la grandeza del bautismo, ha de considerar primeramente la amargura que costó al mismo Dios la institución de los efectos del bautismo, pues le costó la misma vida; así, pues, cuando el entendimiento humano se subleve contra Dios, piense cuán amargamente fué redimido, cuántas veces ha faltado a la promesa hecha en el bautismo, y qué merece por tanta reincidencia.
Para que el hombre se siente con firmeza en la silla del efecto bautismal, se necesitan también dos estribos, esto es, dos consideraciones en la oración. Primero, debe orar así: Señor Dios Omnipotente, bendito seáis, porque me criasteis y redimisteis, y siendo yo digno de condenación, me sufristeis en mis pecados y me trajisteis a penitencia. Reconozco, Señor, delante de vuestra Majestad, qué inútil y perjudicialmente he disipado todo cuanto me disteis para mi salvación; que el tiempo de mi penitencia lo he invertido en vanidades, mi cuerpo en cosas superfluas, la gracia del bautismo en ensoberbecerme, y todo le he amado más que a Vos, que sois mi Creador y mi Redentor, el que me sostiene y me conserva. Os pido, por tanto, vuestra misericordia, pues por mí propio soy un miserable, y os la pido, porque no conocí la benigna paciencia que conmigo teniais; no temí vuestra terrible justicia, ni atendí a pagar lo mucho que os debía por vuestros innumerables beneficios; antes al contrario, cada día os provocaba con mis maldades. Por tanto, no puedo deciros sino estas solas palabras: Dios mío, tened piedad de mí, según vuestra gran misericordia.
La segunda oración ha de ser así: Señor, Dios Omnipotente, sé que todo lo tengo de Vos, y que por mí no soy ni puedo ser nada y nada sé sino ofenderos. Por tanto, os ruego, piadosísimo Señor, que obréis conmigo, no según mis pecados, sino según vuestra gran misericordia, enviándome el Espíritu Santo, para que ilumine mi corazón y me confirme en el camino de vuestros mandamientos, a fin de poder perseverar en lo que os he prometido por inspiración vuestra, y para que ninguna tantación sea capaz de apartarme de Vos. Y porque te falta todo esto, roguemos, hijo mío, a los que con mayor amargura tuvieron siempre fija en su corazón la Pasión de Jesucristo, para que te hagan participante de su amor.
Luego que la Virgen acabó de decir esto, se apareció allí un caballo enjaezado con arreos de oro, y dijo nuestra Señora: Este jaez del caballo, significa los dones del Espíritu Santo, que se dan en el bautismo, en el cual, ya sea bueno o malo el ministro, se perdona siempre el pecado de nuestro primer padre, se infunde la gracia, perdónase cualquier otro pecado que haya, se da en prenda el Espíritu Santo, a los ángeles como custodios, y el cielo por herencia.
Ves aquí, hijo, los atavíos del soldado espiritual, con los que el que estuviere revestido, recibirá aquella paga inefable, con que se compra el deleite perpetuo, la honra sosegada, la abundancia eterna y la vida sin fin.
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