Escrito está, hija mía, en el Evangelio, que el que había recibido cinco talentos, granjeó otros cinco. El talento es el don del Espíritu Santo; pues unos reciben sabiduría, otros riquezas, este es otro favor con los poderosos, y todos deben entregar a su Señor las ganancias, que son: de la sabiduría, viviendo útilmente para sí e instruyendo a los otros, y de las riquezas y demás dones, usando de ellos razonablemente y socorriendo a los otros con misericordia.
De esta manera aquel buen abad san Benito multiplicó el don de la gracia que había recibido, cuando despreció todo lo transitorio, obligó a su carne a servir al alma y no antepuso nada al amor de Dios; y temiendo recibiesen daño sus oídos con oir palabras vanas, o sus ojos con ver cosas deleitables, se fué al desierto, imitando a aquél que antes de nacer saltaba de gozo en las entrañas de su madre, por haber conocido la venida de su piadosísimo Redentor. Mas aun sin retirarse al desierto hubiera alcanzado el cielo san Benito, porque el mundo estaba muerto para él y su corazón se hallaba todo lleno de Dios; pero quiso el Señor llamar a san benito al yermo, para que dándose a conocer a muchos, se moviesen con su ejemplo a seguir una vida más perfecta.
El cuerpo de este justo varón era como un saco de tierra en que se halla encerrado el fuego del Espíritu Santo, el cual arrojó de su corazón el fuego del demonio; pues al modo que el fuego material se enciende con dos cosas, que son el aire y el soplo del hombre, así el Espíritu Santo entra y se enciende en el alma y eleva la mente a Dios, o por inspiración personal, o por alguna operación humana o locución divina. De igual modo visita a los suyos el espíritu diabólico; pero hay diferencia incomparable, porque el Espíritu Santo da calor al alma para que busque a Dios, pero no abrasa la carne; da luz con la pureza de la modestia, pero no ofusca el entendimiento con malicia. Mas el espíritu maligno abrasa el alma para cosas carnales y produce insufriables amarguras; ciega también el entendimiento para no conocerse y lo abate sin consuelo a las cosas de la tierra.
Y así, para que este fuego que tuvo san Benito abrasase a muchos, lo llamó Dios al desierto, donde después de juntar muchas astillas, hizo de ellas el Santo una grande hoguera con el espíritu de Dios, y dióles regla dictada por el mismo Dios, con la cual fueron muchos tan perfectos como el mismo san Benito.
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