Excelencia y ventajas de la ley de gracia sobre la ley judaica. Grandeza del sacrificio del altar. Poder del sacerdote sobre el de los ángeles, y terribles amenazas de Jesucristo contra los que se atreven a decir misa en pecado mortal.
REVELACIÓN 35

Yo soy aquel Dios que en otro tiempo me llamaba Dios de Abraham, Dios de Isaac y Dios de Jacob. Yo soy el Dios que di la ley a Moisés. Era ésta como una vestidura, porque a la manera que una mujer prepara la ropita para el niño que ha de nacer, así Dios preparó la ley, que no era más que el vestido, sombra y señal de las cosas futuras. Yo me vestí y me envolví en esas vestiduras de la ley. Después, al modo que cuando crece el niño, se muda el vestido antiguo y se le pone otro nuevo, así yo, terminada y dejada la vestidura de la ley antigua, tomé otro nuevo vestido, esto es, nueva ley, y lo di a todos los que quisieron tener estos vestidos conmigo. Este vestido no es estrecho ni incómodo, sino proporcionado en todo; porque no manda ayunar con exceso, ni trabajar demasiado, ni matarse, ni hacer más de lo buenamente posible; pero es provechoso para el alma, y adecuado para dirigir y castigar el cuerpo; porque cuando el cuerpo se adhiere en demasía al pecado, este mismo pecado consume al cuerpo. En la ley nueva se hallan, por consiguiente, dos cosas: en primer lugar, una discreta templanza y recto uso de todo lo correspondiente al alma y al cuerpo, y en segundo lugar, la facilidad de guardar la ley, porque el que no puede hacer una cosa, hace otra. Según esta ley, quien no puede quedarse virgen, puede lícitamente casarse, y el que cae, puede con mi gracia levantarse.

Yo cumplí la ley antigua, y por ser ésta demasiado difícil, di la nueva, para que durara hasta el día del juicio. Pero vilmente arrojaron los hombres el vestido que cubre al alma, esto es, la fe recta, y además añaden pecado a pecado, porque también me quieren hacer traición. Nadie, sin embargo, puede considerar ni hallar principio ni fin a mi sabiduriá, a mi poder, ni a mi caridad. Yo estoy dentro de todas las cosas; y aunque alguno estuviese volando sin cesar y eternamente, como si fuera una saeta, jamás encontraría el fin o fondo a mi poder ni a mi virtud. Yo soy también aquel pan que en el altar aparece y se palpa como pan, pero que se convierte en mi verdadero cuerpo que fué crucificado; porque a la manera que una cosa sea muy dispuesta para arder, si se acerca al fuego, con presteza se consume, y nada queda de su sustancia, sino que todo se convierte en fuego, así dichas aquellas palabras: Este es mi cuerpo, lo que antes era pan, se convierte al punto en mi cuerpo, y no se enciende como el leño con el fuego, sino con mi Divinidad. Por tanto, los que indignamente comen mi pan, me hacen traición. ¿Qué asesinato podrá ser más abominable, que aquel en que uno se mata a sí mismo? ¿O qué traición puede ser peor que cuando se hallan dos unidos con indisoluble vínculo, como los casados, el uno haga traición al otro?