Cántico de Daniel 3, 51ss: LA DIMENSIÓN CÓSMICA DE LA ORACIÓN, SEGÚN JUAN PABLO II
Palabras de Juan Pablo II durante la audiencia general de este miércoles
CIUDAD DEL VATICANO, 2 mayo 2001 (ZENIT.org).- Juan Pablo II ha releído con
los peregrinos una de las páginas más bellas de la Biblia, el cántico de
tres jóvenes israelitas salvados de la muerte por Dios, para mostrar cómo
los cristianos pueden inspirar su oración en los cánticos judíos.
«Criaturas todas del Señor, bendecid al Señor, ensalzadlo con himnos por los
siglos», concluye el himno recogido por Daniel (3, 57). En este cántico,
dice el Papa, «en cierto sentido, se refleja el alma religiosa universal,
que percibe en el mundo la huella de Dios, y se alza en la contemplación del
Creador».
El cristiano, como Francisco de Asís, aclaró el Papa, al elevar esta
alabanza «se siente agradecido no sólo por el don de la creación, sino
también por el hecho de ser destinatario del cuidado paterno de Dios, que en
Cristo le ha elevado a la dignidad de hijo».
Ofrecemos a continuación la intervención íntegra del pontífice en la
audiencia general de este miércoles.
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1. «Criaturas todas del Señor, bendecid al Señor, ensalzadlo con himnos por
los siglos» (Daniel 3, 57). Una dimensión cósmica impregna este Cántico
tomado del libro de Daniel, que la Liturgia de las Horas propone para las
Laudes del domingo en la primera y tercera semana. De hecho, esta estupenda
oración se aplica muy bien al «Dies Domini», el Día del Señor, que en Cristo
resucitado nos permite contemplar el culmen del designio de Dios sobre el
cosmos y la historia. En él, alfa y omega, principio y fin de la historia
(cf. Apocalipsis 22, 13), alcanza su sentido pleno la misma creación, pues,
como recuerda Juan en el prólogo del Evangelio, «todo ha sido hecho por él»
(Juan 1, 3). En la resurrección de Cristo culmina la historia de la
salvación, abriendo la vicisitud humana al don del Espíritu y al de la
adopción filial, en espera del regreso del Esposo divino, que entregará el
mundo a Dios Padre (cf. 1Corintios 15, 24).
2. En este pasaje de letanías, se repasan todas las cosas. La mirada apunta
hacia el sol, la luna, las estrellas; alcanza la inmensa extensión de las
aguas; se eleva hacia los montes, contempla las más diferentes situaciones
atmosféricas, pasa del frío al calor, de la luz a las tinieblas; considera
el mundo mineral y vegetal; se detiene en las diferentes especies animales.
El llamamiento se hace después universal: interpela a los ángeles de Dios,
alcanza a todos los «hijos del hombre», y en particular al pueblo de Dios,
Israel, sus sacerdotes y justos. Es un inmenso coro, una sinfonía en la que
las diferentes voces elevan su canto a Dios, Creador del universo y Señor de
la historia. Recitado a la luz de la revelación cristiana, el Cántico se
dirige al Dios trinitario, como nos invita a hacerlo la liturgia, añadiendo
una fórmula trinitaria: «Bendigamos al Padre, y al Hijo con el Espíritu
Santo».
3. En el cántico, en cierto sentido, se refleja el alma religiosa universal,
que percibe en el mundo la huella de Dios, y se alza en la contemplación del
Creador. Pero en el contexto del libro de Daniel, el himno se presenta como
agradecimiento pronunciado por tres jóvenes israelitas --Ananías, Azarías y
Misael--, condenados a morir quemados en un horno por haberse negado a
adorar la estatua de oro de Nabucodonosor. Milagrosamente fueron preservados
de las llamas. En el telón de fondo de este acontecimiento se encuentra la
historia especial de salvación en la que Dios escoge a Israel como a su
pueblo y establece con él una alianza. Los tres jóvenes israelitas quieren
precisamente permanecer fieles a esta alianza, aunque esto suponga el
martirio en el horno ardiente. Su fidelidad se encuentra con la fidelidad de
Dios, que envía a un ángel para alejar de ellos las llamas (cf. Daniel 3,
49).
De este modo, el Cántico se pone en la línea de los cantos de alabanza por
haber evitado un peligro, presentes en el Antiguo Testamento. Entre ellos es
famoso el canto de victoria referido en el capítulo 15 del Éxodo, donde los
antiguos judíos expresan su reconocimiento al Señor por aquella noche en la
que hubieran quedado inevitablemente arrollados por el ejército del faraón
si el Señor no les hubiera abierto un camino entre las aguas, echando «al
mar al caballo y al jinete» (Éxodo 15, 1).
4. No es casualidad el que en la solemne vigilia pascual, la liturgia nos
haga repetir todos los años el himno cantado por los israelitas en el Éxodo.
Aquel camino abierto para ellos anunciaba proféticamente el nuevo camino que
Cristo resucitado inauguró para la humanidad en la noche santa de su
resurrección de los muertos. Nuestro paso simbólico a través de las aguas
bautismales nos permite volver a vivir una experiencia análoga de paso de la
muerte a la vida, gracias a la victoria sobre la muerte de Jesús para
beneficio de todos nosotros.
Al repetir en la liturgia dominical de las Laudes el Cántico de los tres
jóvenes israelitas, nosotros, discípulos de Cristo, queremos ponernos en la
misma onda de gratitud por las grandes obras realizadas por Dios, ya sea en
su creación ya sea sobre todo en el misterio pascual.
De hecho, el cristiano percibe una relación entre la liberación de los tres
jóvenes, de los que se habla en el Cántico, y la resurrección de Jesús. Los
Hechos de los Apóstoles ven en ésta última la respuesta a la oración del
creyente que, como el salmista, canta con confianza: «No abandonarás mi alma
en el Infierno ni permitirás que tu santo experimente la corrupción» (Hechos
2, 27; Salmo 15, 10).
El hecho de relacionar este Cántico con la Resurrección es algo muy
tradicional. Hay antiquísimos testimonios de la presencia de este himno en
la oración del Día del Señor, la Pascua semanal de los cristianos. Las
catacumbas romanas conservan vestigios iconográficos en los que se pueden
ver a tres jóvenes que rezan incólumes entre las llamadas, testimoniando así
la eficacia de la oración y la certeza en la intervención del Señor.
5. «Bendito eres en la bóveda del cielo: a ti honor y alabanza por los
siglos» (Daniel 3, 56). Al cantar este himno en la mañana del domingo, el
cristiano se siente agradecido no sólo por el don de la creación, sino
también por el hecho de ser destinatario del cuidado paterno de Dios, que en
Cristo le ha elevado a la dignidad de hijo.
Un cuidado paterno que permite ver con ojos nuevos a la misma creación y
permite gozar de su belleza, en la que se entrevé, como distintivo, el amor
de Dios. Con estos sentimientos Francisco de Asís contemplaba la creación y
elevaba su alabanza a Dios, manantial último de toda belleza.
Espontáneamente la imaginación considera que experimentar el eco de este
texto bíblico cuando, en San Damián, después de haber alcanzado las cumbres
del sufrimiento en el cuerpo y en el espíritu, compuso el «Cántico al
hermano sol» (cf. «Fuentes franciscanas», 263).
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