Salmo 62 / 63: EL HOMBRE TIENE SED DE DIOS
Palabras de Juan Pablo II durante la audiencia general de este
miércoles
CIUDAD DEL VATICANO, 25 abril 2001 (ZENIT.org).- La sed y el hambre son la
mejor metáfora de la necesidad vital que tiene el hombre de Dios. De este
modo, Juan Pablo II profundizó en la mañana de este miércoles en el Salmo 62
(63), adentrándose en el apasionante terreno de la mística.
La necesidad que tiene el hombre es tan grande, afirma el pontífice, que
llega a hacerse física. «A través de la comida mística de la comunión con
Dios, "el alma se aprieta" contra Dios». «No es una casualidad si habla de
un abrazo, de un apretón casi físico: Dios y el hombre ya están en plena
comunión».
Ofrecemos a continuación las palabras que pronunció el pontífice en la
audiencia general a los peregrinos.
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1. El Salmo 62 (63), en el que hoy reflexionamos, es el Salmo del amor
místico, que celebra la adhesión total a Dios, partiendo de un anhelo casi
físico hasta alcanzar su plenitud en un abrazo íntimo y perenne. La oración
se hace deseo, sed y hambre, pues involucra al alma y al cuerpo.
Como escribe santa Teresa de Ávila «sed me parece a mí quiere decir deseo de
una cosa que nos hace gran falta, que si del todo nos falta nos mata»
(«Camino de perfección, c. XIX). La liturgia nos propone las dos primeras
estrofas del Salmo, que están centradas precisamente en los símbolos de la
sed y del hambre, mientras que la tercera estrofa presenta un horizonte
oscuro, el del juicio divino sobre el mal, en contraste con la luminosidad y
la dulzura del resto del Salmo.
2. Comenzamos entonces nuestra meditación con el primer canto, el de la sed
de Dios. (cf. versículos 2-4). Es el alba, el sol está surgiendo en el cielo
despejado de Tierra Santa y el orante comienza su jornada dirigiéndose al
templo para buscar la luz de Dios. Tiene necesidad de ese encuentro con el
Señor de manera casi instintiva, parecería «física». Como la tierra árida
está muerta hasta que no es regada por la lluvia, y al igual que las grietas
del terreno parecen una boca sedienta, así el fiel anhela a Dios para
llenarse de él y para poder así existir en comunión con Él.
El profeta Jeremías había proclamado: el Señor es «manantial de agua viva» y
había reprendido al pueblo por haber construido «cisternas agrietadas que no
contienen el agua» (2, 13). Jesús mismo exclamará en voz alta: «Si alguno
tiene sed, venga a mí, y beba el que crea en mí» (Juan 7, 37-38). En plena
tarde de un día soleado y silencioso, promete a la mujer samaritana: «el que
beba del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le
dé se convertirá en él en fuente de agua que brota para vida eterna» (Juan
4, 14).
3. La oración del Salmo 62 se entrecruza, en este tema, con el canto de otro
Salmo estupendo, el 41 (42): «Como jadea la cierva, tras las corrientes de
agua, así jadea mi alma, en pos de ti, mi Dios. Tiene mi alma sed de Dios,
del Dios vivo» (versículos 2-3). En el idioma del Antiguo Testamento, el
hebreo, «el alma» es expresada con el término «nefesh», que en algunos
textos designa la «garganta» y en otros muchos se amplia hasta indicar todo
el ser de la persona. Tomado en estas dimensiones, el término ayuda a
comprender hasta qué punto es esencial y profunda la necesidad de Dios; sin
él desfallece la respiración y la misma vida. Por este motivo, el salmista
llega a poner en segundo plano la existencia física, en caso de que decaiga
la unión con Dios: «Tu gracia vale más que la vida» (Salmo 62, 4). También
el Salmo 72 (73) repetirá al Señor: «¿Quién hay para mí en el cielo? Estando
contigo no hallo gusto ya en la tierra. Mi carne y mi corazón se consumen:
¡Roca de mi corazón, mi porción, Dios por siempre! […] Para mí, mi bien es
estar junto a Dios; he puesto mi cobijo en el Señor» (versículos 25-28).
4. Después del canto de la sed, las palabras del salmista entonan el canto
del hambre (cf. Sal 62, 6-9). Probablemente, con las imágenes del «gran
banquete» y de la saciedad, el orante recuerda uno de los sacrificios que se
celebraban en el templo de Sión: el así llamado «de comunión», es decir, un
banquete sagrado en el que los fieles comían las carnes de las víctimas
inmoladas. Otra necesidad fundamental de la vida se usa aquí como símbolo de
la comunión con Dios: el hambre es saciada cuando se escucha la Palabra
divina y se encuentra al Señor. De hecho, «no sólo vive de pan, sino de todo
lo que sale de la boca del Señor» (Deuteronomio 8, 3; cf. Mateo 4, 4). Y al
llegar a este punto el pensamiento cristiano corre hacia aquel banquete que
Cristo ofreció la ultima noche de su vida terrena, cuyo valor profundo había
explicado ya en el discurso de Cafarnaúm: «Porque mi carne es verdadera
comida y mi sangre verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre,
permanece en mí, y yo en él» (Juan 6, 55-56).
5. A través de la comida mística de la comunión con Dios, «el alma se
aprieta» contra Dios, como declara el salmista. Una vez más, la palabra
«alma» evoca a todo el ser humano. No es una casualidad si habla de un
abrazo, de un apretón casi físico: Dios y el hombre ya están en plena
comunión y de los labios de la criatura sólo puede salir la alabanza gozosa
y grata. Incluso cuando se está en la noche obscura, se siente la protección
de las alas de Dios, como el arca de la alianza el alma está cubierta por
las alas de los querubines. Entonces aflora la expresión estática de la
alegría: «yo exulto a la sombra de tus alas». El miedo se disipa, el abrazo
no aprieta algo vacío sino al mismo Dios, nuestra mano se cruza con la
fuerza de su diestra (cf. Salmo 62, 8-9).
6. Al leer este Salmo a la luz del misterio pascual, la sed y el hambre que
nos llevan hacia Dios son saciadas en Cristo crucificado y resucitado, del
que nos llega, a través del don del Espíritu Santo y de los Sacramentos, la
nueva vida y el alimento que la sustenta..
Nos lo recuerda san Juan Crisóstomo, quien al comentar la observación de
Juan: de su costado «salió sangre y agua» (cf. Juan 19, 34), afirma:
«aquella sangre y aquella agua son símbolos del Bautismo, y de los
Misterios», es decir, de la Eucaristía. Y concluye: «¡Veis cómo Cristo se
une con su esposa? ¿Veis con qué comida nos nutre a todos nosotros? Nos
alimentamos con la misma comida que nos ha formado. De hecho, así como la
mujer alimenta a aquel que ha generado con su propia sangre y leche, así
también Cristo alimenta continuamente con su propia sangre a aquel que él
mismo ha engendrado» (Homilía III dirigida a los neófitos, 16-19 passim: SC
50 bis, 160-162).