Crónicas (29, 10-13): LA VISIÓN CRISTIANA DEL PODER
Palabras de Juan Pablo II durante la audiencia general de este miércoles
CIUDAD DEL VATICANO, 6 junio 2001 (ZENIT.org).- Juan Pablo II recordó en la
audiencia general de este miércoles que para el cristiano «todo es gracia»,
en particular las riquezas y el poder.
Al comentar el Cántico del primer libro de las Crónicas (29, 10-13), el
pontífice ofreció elementos decisivos para superar «una tentación universal:
actuar como si uno fuera árbitro absoluto de todo lo que se posee, hacer de
ello motivo de orgullo y de abuso para los demás».
La oración que presenta este Cántico, concluyó el Papa, «replantea al hombre
a su dimensión de "pobre" que recibe todo».
Ofrecemos, a continuación, la intervención íntegra del pontífice.
1. «Bendito eres, Señor, Dios de nuestro padre Israel» (1 Crónicas 29, 10).
Este intenso cántico de alabanza, que el primer libro de las Crónicas pone
en los labios de David, nos hace revivir la explosión de alegría con la que
la comunidad de la antigua alianza saludó los grandes preparativos de la
construcción del templo, fruto de un compromiso común del rey y de todos los
que se habían prodigado con él. Casi habían hecho carreras de generosidad,
pues no era «una demora destinada para un hombre, sino para el Señor Dios»
(1 Crónicas 29,1).
Al volver a leer, después de siglos aquel evento, el cronista intuye los
sentimientos de David y de todo el pueblo, su alegría y su admiración por
todos los que habían dado su contribución. «El pueblo se alegró por estas
ofrendas voluntarias; porque de todo corazón la habían ofrecido
espontáneamente al Señor» (1 Crónicas 29, 9).
2. Este es el contexto en el que nace el cántico. Sólo se detiene brevemente
en la satisfacción humana, para concentrarse inmediatamente en la gloria de
Dios: «Tuyos son, Señor, la grandeza y el poder… tú eres rey y soberano de
todo». La gran tentación que está siempre al acecho, cuando se realizan
obras por el Señor, es la de ponerse en el centro a sí mismos, sintiéndose
casi como acreedores de Dios. David, sin embargo, atribuye todo al Señor. No
es el hombre, con su inteligencia y su fuerza, el artífice de lo que se ha
realizado, sino el mismo Dios.
David expresa de este modo la profunda verdad de que todo es gracia. En
cierto sentido, cuando todo lo que se ha puesto a disposición del templo no
es más que la restitución, y además de manera exigua, de lo que Israel había
recibido en el inestimable don de la alianza establecida por Dios con los
Padres. En este sentido, David atribuye al Señor el mérito de todo lo que ha
constituido su fortuna, ya se en el campo militar, político o económico.
¡Todo viene de Dios!
3. De aquí nace el empuje contemplativo de estos versos. Parece que al autor
del Cántico no le bastan las palabras para confesar la grandeza y la
potencia de Dios. Él ve ante todo la especial paternidad mostrada a Israel,
«nuestro padre». Y este es el primer título que exige alabanza «ahora y por
siempre».
En la recitación cristiana de estas palabras no podemos dejar de recordar
que esta paternidad se ha revelado plenamente en el encarnación del Hijo de
Dios. Él y sólo él puede dirigirse a Dios llamándolo en el sentido propio y
afectuoso, «Abbá» (Marcos 14, 36). Al mismo tiempo, a través del don del
Espíritu, se nos da la participación en su filiación, que nos hace «hijos en
el Hijo». La bendición del antiguo Israel a Dios Padre alcanza para nosotros
la intensidad que Jesús nos manifestó al enseñarnos a llamar a Dios «Padre
nuestro».
4. La mirada del autor bíblico se alarga, después, de la historia de la
salvación a todo el cosmos, para contemplar la grandeza de Dios creador:
«Tuyo es cuanto hay en cielo y tierra». Y luego, añade, «En tu mano está el
poder y la fuerza, tú engrandeces y confortas a todos».
Al igual que en el Salmo 8, el orante de nuestro Cántico alza la cabeza
hacia la inmensa extensión de los cielos, dirige después la mirada hacia la
grandeza de la tierra, y ve todo sometido al dominio del Creador. ¿Cómo es
posible expresar la gloria de Dios? Las palabras se agolpan, en una especie
de apremio místico: grandeza, potencia, gloria, majestad, esplendor; y, más
aún, fuerza y potencia. Todo lo que el hombre experimenta como bello y
grande debe ser referido a Aquél que se encuentra en el origen de todo y que
lo gobierna todo. El hombre sabe que todo lo que posee es don de Dios, como
subraya David al continuar el Cántico: «¿quién soy yo y quién es mi pueblo
para que podamos ofrecerle estos donativos? Porque todo viene de ti, y de tu
mano te lo damos» (1 Crónicas 29, 14).
5. Este telón de fondo de la realidad como don de Dios nos ayuda conjugar
los sentimientos de alabanza y de reconocimiento del Cántico con la
auténtica espiritualidad de ofrecimiento que la liturgia cristiana nos hace
vivir sobre todo en la celebración eucarística. Es cuanto emerge en la doble
oración con la que sacerdote ofrece el pan y el vino destinados a
convertirse en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. «Recibe , Señor, estas
ofrendas que de tu generosidad hemos recibido, fruto de la tierra y del
trabajo del hombre, te las presentamos para que se conviertan en comida de
salvación». La oración se repite con el vino. Análogos sentimientos son
sugeridos por la Divina Liturgia bizantina y por el antiguo Canon Romano,
cuando en la anámnesis eucarística expresan la conciencia de ofrecer en don
a Dios las cosas de él recibidas.
6. El Cántico hace una última aplicación de esta visión de Dios al ver la
experiencia humana de la riqueza y del poder. Estas dos dimensiones habían
surgido mientras David predisponía lo necesario para construir el templo.
Podía sentir él mismo una tentación universal: actuar como si fuera árbitro
absoluto de todo lo que se posee, hacer de ello motivo de orgullo y de abuso
para los demás. La oración en este Cántico vuelve a poner al hombre a su
dimensión de «pobre» que recibe todo.
Por tanto, los reyes de esta tierra no son más que imagen de la realeza
divina: «Tuyo es el reino, Señor». Los potentados no pueden olvidar el
origen de sus bienes: «De ti viene la riqueza y la gloria». Los poderesoso
deben saber reconocer a Dios, el manantial de «toda grandeza y poder». El
cristiano está llamado a leer estas expresiones, contemplando con exultación
a Cristo resucitado, glorificado por Dios, «por encima de todo principado,
potestad, potencia y dominación» (Efesios 1, 21). Cristo es el verdadero Rey
del universo.