EL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA - Carta Pastoral ante la Cuaresma
Carta pastoral sobre el sacramento de la penitencia que ha escrito el obispo de Santander (España), monseñor Vicente Jiménez Zamora, y en la que analiza el por qué de la crisis en la práctica de este sacramento.
Introducción
1. Situación del sacramento de la Penitencia
2. El don de la Reconciliación
3. El sacerdote, ministro de comunión y de reconciliación
4. De ministros de la misericordia a penitentes
“Dichoso el que está absuelto de su culpa” (Sal 31, 19
Introducción
Queridos sacerdotes, diáconos, miembros de vida consagrada, seminaristas y
fieles laicos:
Llamada a la conversión y a la penitencia
La Cuaresma es el tiempo que precede y dispone para la celebración de la
Pascua, que es un tiempo de gozo, porque se nos ofrece la salvación plena en
el misterio de la muerte redentora de Jesucristo y de su resurrección
gloriosa.
La Cuaresma es tiempo de escucha de la Palabra de Dios y de conversión, de
preparación y de memoria del Bautismo, de reconciliación con Dios y con los
hermanos, de recurso más frecuente a las “armas de la penitencia cristiana”:
la oración, el ayuno, la limosna (cfr. Mt 6, 1-6.16-18)[1].
“El periodo cuaresmal es el momento favorable para reconocer nuestra
debilidad, acoger, con una sincera revisión de vida, la gracia renovadora
del sacramento de la Penitencia y caminar con decisión hacia Cristo”[2].
En el itinerario de la Cuaresma ocupa un lugar importante la proclamación
del Evangelio de la reconciliación, la llamada a la conversión y la
celebración fructuosa del sacramento de la Penitencia. El camino cuaresmal
se abre con el gesto significativo de la imposición de la ceniza sobre
nuestras cabezas y con las palabras con las que Jesús inauguró su
predicación: “Convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1, 15).
Una prioridad pastoral
Consciente de que la penitencia y la reconciliación están en el corazón del
Evangelio, de la misión de la Iglesia y de que una buena práctica del
sacramento de la Penitencia es signo de renovación y vitalidad de nuestras
vidas y de nuestras comunidades cristianas, escribo esta Carta Pastoral,
orientada fundamentalmente a afirmar la fe y la práctica del sacramento de
la Penitencia.
No pretendo exponer la doctrina íntegra sobre el sacramento de la
Penitencia, sino proponer a todos los diocesanos, especialmente a los
sacerdotes, algunas reflexiones doctrinales y orientaciones pastorales, que
nos ayuden a redescubrir el valor y la belleza de este sacramento de la
misericordia de Dios. Ojalá que juntos comprendamos, con la mente y el
corazón, el misterio de este sacramento, en el que experimentamos la alegría
del encuentro con Dios, que nos otorga su perdón mediante el sacerdote en la
Iglesia, crea en nosotros un corazón y un espíritu nuevos, para que podamos
vivir una existencia reconciliada con Dios, con nosotros mismos y con los
demás, llegando a ser capaces de pedir perdón, perdonar y amar.
El Venerable Siervo de Dios, el Papa Juan Pablo II, en la Carta apostólica
Novo Millennio Ineunte, señalaba como una de las prioridades pastorales al
comienzo del nuevo milenio, el sacramento de la Reconciliación.: “Deseo
pedir, además, una renovada valentía pastoral para que la pedagogía
cotidiana de la comunidad cristiana sepa proponer de manera convincente y
eficaz la práctica del sacramento de la Reconciliación […]¡No debemos
rendirnos, queridos hermanos sacerdotes, ante las crisis contemporáneas! Los
dones del Señor - y los sacramentos son de los más preciosos - vienen de
Aquél que conoce bien el corazón del hombre y es el Señor de la
historia”[3].
1. Situación del sacramento de la Penitencia
Todos somos conscientes de la larga y grave crisis que sufre el sacramento
de la Penitencia.
Como síntoma de esta crisis, constatamos, en general, una disminución
cuantitativa de la celebración de este sacramento: cada día es más escasa
tanto entre los fieles laicos practicantes y comprometidos en nuestras
parroquias como, incluso, entre los sacerdotes, religiosos y religiosas.
Muchos jóvenes no lo celebran casi nunca. Son muchos los católicos que
comulgan, pero no se confiesan. Y los que se confiesan parece que no tienen
de qué acusarse.
Es verdad que hay aspectos positivos que, sin duda, se están dando entre
nosotros: la dedicación de bastantes sacerdotes al ministerio de la
reconciliación, los frutos de renovación de la aplicación fiel del Ritual
renovado después del Concilio Vaticano II; el redescubrimiento pastoral y
existencial por parte de fieles y sacerdotes; los frutos de renovación
cristiana que se están dando en quienes celebran frecuentemente este
sacramento, etc. Pero hemos de ser realistas y no ocultar una crisis por
grave que ésta sea.
La crisis es una “prueba” y una “llamada” a purificar maneras y
comportamientos que desdibujan su realidad y perjudican su celebración; una
llamada al crecimiento de la vida teologal en el seno de nuestras
comunidades, sin el cual no hay posibilidad de una renovación y
revitalización de la práctica sacramental.
El Papa Juan Pablo II, en la Exhortación apostólica Reconciliatio et
Paenitentia, señalaba la pérdida del sentido del pecado como una de las
causas principales de la crisis del sacramento de la Penitencia. Esta
pérdida del sentido del pecado ha sido provocada, entre otras causas, por el
trasfondo de la cultura moderna (fermentos de ateísmo, secularismo, ciertos
equívocos de las ciencias humanas y ética del relativismo) y por algunas
tendencias en la doctrina y en la vida de la Iglesia (confusionismo en la
exposición de cuestiones graves de la moral cristiana y defectos y abusos en
la práctica de la Penitencia sacramental)[4].
2. El don de la Reconciliación
Uno de los caminos para superar la actual crisis de la Penitencia es la
exposición positiva del misterio de la reconciliación.
Dios, Padre Santo, que hizo todas las cosas con sabiduría y amor, y
admirablemente creó al hombre, cuando éste por desobediencia perdió su
amistad, no lo abandonó al poder de la muerte, sino que compadecido, tendió
la mano a todos para que le encuentre el que le busca[5].
La Sagrada Biblia nos muestra a un Dios compasivo y misericordioso. El salmo
102 es una bella meditación sapiencial de la bendición de Dios, que perdona
a su pueblo y protege a sus fieles desde el cielo. Esta bendición de Dios es
retomada con mayor profundidad en el himno del comienzo de la carta de San
Pablo a los Efesios (cfr. Ef 1, 1-14).
El sacramento de la Penitencia es un encuentro personal con el Dios de la
misericordia, que se nos da en Cristo Jesús y que se nos transmite mediante
el ministerio de la Iglesia. En este sacramento, signo eficaz de la gracia,
se nos ofrece el rostro de un Dios, que conoce nuestra condición humana
sujeta a la fragilidad y al pecado, y se hace cercano con su tierno amor.
Así aparece en numerosos encuentros salvadores de la vida de Jesús: desde el
encuentro con la samaritana (cfr Jn 4, 1-42) a la curación del paralítico
(cfr. Jn 5, 1- 18); desde el perdón de la mujer adúltera (cfr. Jn 8, 1-11) a
las lágrimas ante al muerte del amigo Lázaro (cfr. Jn 11, 1- 44). Pero,
sobre todo, se muestra la misericordia de Dios en las conocidas parábolas de
la misericordia, que recoge el Evangelio de San Lucas: la oveja perdida, la
moneda perdida y el hijo pródigo (cfr. Lc 15, 1- 31).
Todos y cada uno de nosotros tenemos necesidad de Dios, que se acerca a
nuestra propia debilidad, que se hace presente en nuestra enfermedad, que,
como buen Samaritano, cura nuestras heridas con el aceite del consuelo y el
vino de la esperanza (cfr. Lc 10, 25-36).
Aunque deseemos sinceramente hacer el bien, la fragilidad humana nos hace
caer en la tentación y en el pecado. Esta situación dramática la describe
con todo realismo San Pablo: “Pues sé que lo bueno no habita en mí, es
decir, en mi carne; en efecto, querer está a mi alcance, pero hacer lo
bueno, no. Pues no hago lo bueno que deseo, sino que obro lo malo que no
deseo” (Rom 7, 18-20). Es la lucha interior de la que nace la exclamación y
la pregunta: ¡Desgraciado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?
¡Gracias a Dios, por Jesucristo nuestro Señor! (Rom 7, 24).
A esta pregunta responde de manera clara el sacramento de la Penitencia, que
viene en ayuda de nuestro pecado y debilidad, alcanzándonos con la fuerza
salvadora de la gracia de Dios y transformando nuestro corazón y los
comportamientos de nuestra vida.
Por designio de Dios, la Iglesia continúa la labor de curación de los
hombres de todos los tiempos. “Dios, el lejano, en Jesucristo se convierte
en prójimo. Cura con aceite y vino nuestras heridas -en lo que se ha visto
una imagen del don salvífico de los sacramentos – y nos lleva a la posada,
la Iglesia, en la que dispone que nos cuiden y donde anticipa lo necesario
para costear los cuidados”[6].
Cristo encomendó a su Iglesia el cuidado de sus hijos. Por ello, nos dice el
Catecismo de la Iglesia Católica: “Cristo, médico del alma y del cuerpo,
instituyó los sacramentos de la Penitencia y de la Unción de los enfermos,
porque la vida nueva que nos fue dada por Él en los sacramentos de la
iniciación cristiana, puede debilitarse y perderse para siempre a causa del
pecado. Por ello, Cristo ha querido que la Iglesia continuase su obra de
curación y de salvación mediante estos dos sacramentos”[7].
3. El
sacerdote, ministro de comunión y de reconciliación
Uno de los elementos centrales y esenciales de la Iglesia es el misterio y
la vivencia de la comunión. Aunque todo cristiano por razón del Bautismo
está llamado a ser constructor de comunión y reconciliación, el sacerdote en
virtud del sacramento del Orden está llamado a ser ministro de comunión y
reconciliación.
No se puede definir la naturaleza y la misión del sacerdocio ministerial si
no es bajo el multiforme y rico conjunto de relaciones que brotan de la
Santísima Trinidad y se prolongan en la comunión de la Iglesia, como signo e
instrumento, en Cristo, de la unión con Dios y de la unidad de todo el
género humano. Por ello la Eclesiología de comunión resulta decisiva para
descubrir la identidad del presbítero, su dignidad original, su vocación y
su misión en el Pueblo de Dios y en el mundo.
El sacerdote debe esforzarse por orientar el don de su ministerio a ser
signo e instrumento de comunión, sirviendo así a la unidad en la vida de la
Iglesia. Debe procurar en todo momento ser hombre del perdón, mostrándose
misericordioso y acogedor con todos; debe ser instrumento de concordia,
siempre dispuesto a ayudar a sanar las rupturas entre los hermanos. El
sacerdote es signo sacramental de Cristo, el Sumo Sacerdote de la Nueva
Alianza, que es misericordioso y fiel (cfr. Hb2, 17). El sacerdote es así el
rostro misericordioso de Cristo Buen Pastor, que busca la oveja perdida, del
Buen Samaritano, que cura las heridas, y del Padre bueno que espera al hijo
pródigo y lo acoge a su vuelta, del justo Juez, que no hace acepción de
personas y cuyo juicio es a la vez justo y misericordioso. En una palabra,
el sacerdote es el signo y el instrumento del amor misericordioso de Dios
con el pecador. Podemos afirmar que una de las razones de nuestro ministerio
es la de ser ministros del perdón de Dios: “Todo procede de Dios, que nos
reconcilió consigo por medio de Cristo y que nos encargó el ministerio de la
reconciliación” (2 Cor , 5,18).
El Catecismo de la Iglesia Católica nos enseña que: “puesto que Cristo
confió a sus Apóstoles el ministerio de la reconciliación, los obispos, sus
sucesores, y los presbíteros, colaboradores de los obispos, continúan
ejerciendo este ministerio. En efecto, los obispos y los presbíteros, en
virtud del sacramento del Orden, tienen el poder de perdonar todos los
pecados “en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”. “El perdón
de los pecados reconcilia con Dios y también con la Iglesia. El obispo,
cabeza visible de la Iglesia particular, es considerado, por tanto, con
justo título, desde los tiempos antiguos, como el que tiene principalmente
el poder y el ministerio de la reconciliación: es el moderador de la
disciplina penitencial. Los presbíteros, sus colaboradores, lo ejercen en la
medida en que han recibido la tarea de administrarlo, sea de su obispo (o de
un superior religioso), sea del Papa, a través del derecho de la
Iglesia”[8].
4. De ministros
de la misericordia a penitentes
No sólo es decisivo para nuestros fieles redescubrir el valor y la belleza
del sacramento de la Penitencia, también lo es para nosotros los sacerdotes,
como instrumento fundamental en el camino de nuestra propia santificación.
El Papa Juan Pablo II, en la Exhortación apostólica Pastores Dabo Vobis,
recuerda las condiciones y exigencias, las modalidades y frutos de la íntima
relación que existe entre la vida espiritual del sacerdote y el ejercicio de
su triple ministerio: la Palabra, el Sacramento y el servicio de la Caridad.
Con relación al sacramento de la Reconciliación el Papa Juan Pablo II
escribe: “Quiero dedicar unas palabras al sacramento de la Penitencia, cuyos
ministros son los sacerdotes, pero deben ser también sus beneficiarios,
haciéndose testigos de la misericordia de Dios por los pecadores. Repito
cuanto escribí en la Exhortación Reconciliatio et Paenitentia: “La vida
espiritual y pastoral del sacerdote, como la de sus hermanos laicos y
religiosos, depende, para su calidad y fervor, de la asidua y consciente
práctica personal del sacramento de la Penitencia. La celebración de la
Eucaristía y el ministerio de los otros sacramentos, el celo pastoral, la
relación con los fieles, la comunión con los hermanos, la colaboración con
el Obispo, la vida de oración, en una palabra, toda la existencia sacerdotal
sufre un inevitable decaimiento, si le falta, por negligencia o cualquier
otro motivo, el recurso periódico e inspirado en una auténtica fe y devoción
al sacramento de la Penitencia. En un sacerdote que no se confesase o se
confesase mal, su ser como sacerdote y su ministerio se resentirían muy
pronto y se daría cuenta también la Comunidad de la que es pastor”[9].
Es hermoso poder confesar nuestros pecados, y sentir como un bálsamo la
palabra que nos inunda de misericordia y nos vuelve a poner en camino. Sólo
quien ha sentido la ternura del abrazo del Padre, como lo describe el
Evangelio en la parábola del hijo pródigo - “se le echó al cuello y lo
cubrió de besos” (Lc 15, 20) - puede transmitir a los demás el mismo calor,
cuando de destinatario del perdón pasa a ser su ministro.
Además, ¿cómo podemos pretender revalorizar la pastoral de este sacramento,
si nosotros los sacerdotes, ministros del sacramento de la Penitencia, no
nos confesamos frecuentemente?. El que el sacerdote se acerque con
frecuencia a confesarse, constituye una condición favorable y un primer paso
para proponer de manera convincente y eficaz la práctica del sacramento de
la Penitencia. Por otra parte, el sacerdote que se confiesa, se halla en
inmejorable condición para mostrar a los demás fieles laicos y religiosos el
valor y la belleza de este sacramento.
Notas
[1] Directorio sobre la Piedad popular y la Liturgia, 124.
[2] Benedicto XVI, Mensaje para la Cuaresma del año 2011, 3.
[3] Juan Pablo II, Carta apostólica Novo Millennio Ineunte, 37.
[4] Juan Pablo II, Exhortación apostólica Reconciliatio et Paenitentia, 18.
[5] Cfr. Plegaria Eucarística IV.
[6] Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Madrid 2007, 242.
[7] Catecismo de la Iglesia Católica. Compendio, 295.
[8] Catecismo de la Iglesia Católica, 1461-1462.
[9] Juan Pablo II, Exhortación apostólica Pastores Dabo Vobis, 26 e.