Benedicto XVI: El sacerdote siervo y testigo de Cristo
Encuentro con los sacerdotes
y diáconos permanentes de Baviera
en la Catedral de Santa María y San Corbiniano de Freising
(14 de septiembre de 2006)
Venerables Hermanos en el Episcopado y el sacerdocio,
¡Estimados Diáconos Permanentes!
Este es mi último encuentro antes de dejar mi amada Baviera, y me place que
se desarrolle con ustedes, los sacerdotes y los diáconos permanentes, las
piedras vivas y elegidas de la Iglesia. Expreso mis saludos fraternales al
Cardenal Friedrich y mi gratitud de corazón por sus cálidas palabras que
interpretan los sentimientos de todos los presentes. Cuando miro esta
magnífica Catedral de Freising, regresan muchos recuerdos de los años en los
que mi peregrinar por el sacerdocio y el ejercicio del mi ministerio
estuvieron ligados a este lugar. Y cuando pienso en las generaciones de
creyentes que, desde el tiempo de los primeros misioneros, han dado a este
país su distintivo carácter cristiano y nos han transmitido el tesoro de la
fe, se eleva desde mi corazón una sentida oración de acción de gracias a
Dios. A través de su historia, el “Señor de la cosecha” nunca ha permitido
que esta tierra sea privada de trabajadores, de esos ministros de la palabra
y del altar a través de quienes deseaba dirigir y alimentar a nuestros
antepasados por los caminos del tiempo hacia su patria divina. Hoy,
estimados hermanos, nos corresponde realizar este trabajo, y me place estar
con ustedes como el Obispo de Roma, urgiéndolos cariñosamente a no cansarse,
sino a cumplir con confianza el ministerio confiado.
Acabamos de escuchar la lectura bíblica tomada del noveno capítulo del
Evangelio de Mateo (Mt 9:35 - 38). Aquí podemos ver expresada una actitud
interna de Jesús que es muy importante para nosotros. Esta actitud marca
realmente su entera vida pública. Se expresa en una imagen agrícola. Con los
ojos del corazón, Jesús ve en la gente reunida a su alrededor la “cosecha”
del Dios Padre, lista para cosechar. Y la cosecha es abundante: “la cosecha
es abundante”, dice (V. 37; cf. Lc 10:2). En el Evangelio según Juan,
encontramos la misma imagen en el cuarto capítulo, donde, después de su
conversación con la mujer samaritana, Jesús dice a sus discípulos: “Levanten
los ojos, y vean cómo los campos están ya blancos para la cosecha” (V. 35).
Cristo ve el mundo como “campo de Dios” (cf. Mt 13:38 - 43), en el cual
crece una rica cosecha rica y hay necesidad de jornaleros. Encontramos algo
similar en el Evangelio de Marcos (4: 26-29). La aproximación fundamental de
Jesús que emerge de estos diversos pasajes es de optimismo, basado en la
confianza en el poder del padre, el “Señor de la cosecha” (Mt 9:38). La
confianza de Jesús se convierte para nosotros en una fuente de la esperanza,
porque él es capaz de mirar más allá del velo de las apariencias, los
trabajos misteriosos y hasta irresistibles del Padre. La semilla de la
palabra de Dios siempre da fruto. Y la cosecha de Dios está creciendo, aun
cuando a los ojos simplemente humanos, éste no parezca ser el caso.
La vida de un sacerdote y la naturaleza verdadera de su vocación y
ministerio están contenidas en la visión del mundo revelada a nosotros por
Jesús. Esta misma visión del mundo movió al Señor para ir de aldea a la
aldea, enseñando en las sinagogas, predicando las buenas noticias del Reino
y cuando a los enfermos (cf. Mt 9:35). Como el sembrador de la parábola,
sembró la semilla con generosidad aparentemente imprudente, y parte de ella
ha caído en el camino, en suelo rocoso, o entre las espinas (cf. Mt 13:3 -
8).
Bajo esta generosidad hay una confianza en el poder del Padre de cambiar la
tierra rocosa o espinosa en suelo fértil. Cada sacerdote debe dejarse llenar
de la misma confianza en el poder de la gracia, porque en sí mismo es un
pedazo de tierra que necesita ser despejada por el divino sembrador para que
la semilla pueda tomar la raíz y convertirse en una respuesta madura y
realizada, la respuesta del “aquí estoy” que hicimos en nuestra ordenación y
renovamos cada día en la comunión con Cristo en la celebración de la
Eucaristía. Por la asimilación progresiva de los sentimientos del Maestro,
el sacerdote compartirá su aproximación confiada. Entrando cada vez más
profundamente en la manera propia de Jesús de ver las cosas, aprende a ver a
todos a su alrededor como la “cosecha de Dios”, lista para ser recolectada
en los graneros del cielo (cf. Mt 13:30). La gracia será activa a través
suyo y por lo tanto ayudará a obtener respuestas sinceras y abundantes al
llamado de Dios.
Sin embargo, debemos tener siempre presente las palabras de nuestro texto
bíblico: es el “Señor de la cosecha” quien “envía” trabajadores a su
cosecha. Jesús no dio a sus discípulos la tarea de llamar a otros
voluntarios u organizar campañas promocionales con el objetivo de recolectar
de nuevos miembros; les pidió “rezar” a Dios. ¿Qué significa esto? ¿Debe
nuestro trabajo vocacional limitarse a la oración? Obviamente no. “Rezar al
Señor de la cosecha” significa algo más profundo: solo permaneciendo en
íntima comunión con el Señor de la cosecha, viviendo inmersos en ella como
en su “corazón” lleno de amor y compasión por la humanidad, podemos traer a
otros trabajadores a compartir el trabajo del Reino de Dios. Nuestro modo de
pensar no se basa en los números y la eficacia, sino en la gratitud y
autodonación. Es el del grano del trigo que da fruto justo cuando cae a la
tierra y muere.
Los trabajadores en la cosecha de Dios son los que siguen en los pasos de
Cristo. Esto requiere el auto desprendimiento y la total “afinación” a su
voluntad. Esta tarea no es fácil, porque va contra una “fuerza de gravedad”
en lo profundo de nosotros, que nos hace egocéntricos. Podemos superar esta
fuerza solo si emprendemos un viaje pascual de muerte y resurrección. En
este viaje Cristo no sólo nos ha precedido, sino que nos acompaña, realmente
viene hacia nosotros, como alguna vez fue hacia Simón Pedro mientras Pedro
comenzó a hundirse al tratar de caminar hacia Jesús en las aguas (cf. Mt
14:28 - 31). Mientras Pedro volvía la mirada fija a Jesús, podía caminar en
las aguas turbulentas del mar de Galilea, manteniéndose así dentro del campo
gravitacional de su gracia. Cuando alejó la mirada de él, se hizo consciente
de la violencia del viento, se atemorizó y comenzó a hundirse. Entonces,
Jesús lo hizo sentir el poder de su mano salvadora, como si anticipara la
que sería la “salvación” final y definitiva del Apóstol: su “resurrección”
después del “hundimiento” de la negación. Con este viaje pascual, el
discípulo se hace un testigo verdadero del Señor.
¿Y cuál es la tarea de un testigo? ¿En qué consiste su servicio? San Agustín
intentó explicar la esencia de la tarea del ministro ordenado a través de
dos definiciones que han llegado a ser clásicas. Describió al ministro sobre
todo como “servus Christi” (cf. Sermo Guelf. 9:4; Ep. 130; Ep. 228:2, etc.).
Ahora, el término “siervo” implica un concepto de relación: ser siervo es
estar referido a un amo. Describir al sacerdote como “servus Christi” es
enfatizar que su vida tiene una “connotación relacional” esencial: con cada
fibra de su ser está en relación a Cristo. Esto no quita nada a su relación
con la comunidad, realmente le da fundamento: precisamente como “siervo de
Cristo” está “en su nombre, siervo de sus siervos” (título del Ep. 217 a
Vitale; cf. también De pecc. mer. et retiro III; Ep. 130; Sermo Guelf. 32:3,
etc.). En virtud del carácter sacramental recibido en la ordenación,
pertenece a Cristo y comparte su dedicación sin reservas al “cuerpo” de la
Iglesia.
Este aspecto ontológico del ministerio sacerdotal, que llega al mismo ser de
la cuestión individual, crea en él las presuposiciones de una forma radical
de servicio inimaginable en el ámbito secular. La otra definición del
ministro ordenado a la Agustín se remite con frecuencia es “vox Christi”.
Desarrolla su reflexión en este tema mediante la figura de Juan Bautista
(cf. Serm. 288; 293:3; Serm. Dolbeau 3, etc.). El precursor de Jesús se
define como una simple “voz” enviada a proclamar a Cristo quien es la
“Palabra”; como el ministro, según Agustín, tiene la tarea de ser “vox
Verbi” (cf. Serm. 46:30 - 32), “praedicator Verbi” (cf. Serm. 71:13 /22),
“Verbi prolator” (cf. En. en el Ps. 134:1; Serm 23:1, etc.). Ésta es una
idea que se repite con frecuencia en Agustín; destaca una vez más la
“connotación relacional” del ministro: como la “voz” se mantiene en relación
a la “Palabra” que es Cristo. Aquí se revelan la grandeza y la humildad del
ministerio ordenado. Como San Juan Bautista, el sacerdote y el diácono son
simplemente los precursores, los siervos de la palabra. No son ellos los que
están en el centro, sino Cristo, cuya “voz” deben ser con toda su
existencia.
De esta reflexión emerge la respuesta a una pregunta que ningún pastor
responsable de almas puede evitar hacerse, especialmente en la situación
actual de una creciente escasez de sacerdotes: ¿cómo preservar la unidad
interior en medio de la actividad a menudo frenética del ministerio? El
camino a una solución para este problema pasa por la íntima comunión con
Cristo, cuyo alimento era cumplir la voluntad del Padre (cf. Jn 4:34). Es
importante que la relación ontológica con Cristo, dada en la ordenación, se
haga vida en su conciencia y por lo tanto en sus acciones: todas las cosas
que hago, las hago en comunión con él. Al hacerlas me uno a él. No obstante
mis acciones diversas y hasta, vistas de afuera, mutuamente opuestas, se
unifican en el nivel de la motivación subyacente: todo se trata de estar con
Cristo, actuando como un instrumento en la comunión con él. De esto emerge
una nueva visión del ascetismo sacerdotal.
Éste no debe ser puesto junto a la actividad pastoral como una carga
adicional, otra tarea que hace más pesado mi día. En la acción en sí misma
aprendo auto-maestría, aprendo a dar mi vida con serenidad; en la decepción
y en el fracaso aprendo la renuncia, aprendo aceptar dolor, aprendo a
desprenderme de mí mismo. En la alegría del éxito aprendo gratitud. Al
administrar los sacramentos los recibo interiormente… Este ascetismo del
servicio, el servicio mismo como verdadero ascetismo de mi vida, es
indudablemente un motivo más importante que sin embargo requiere una
reinterpretación interior constante de la acción basada en el ser.
Aunque el sacerdote busque vivir su servicio como ascetismo y su actividad
sacramental como encuentro personal con Cristo, todavía necesitará momentos
para recuperar el aliento, para que esta dirección interna pueda ser
verdadera y eficaz. Jesús mismo, cuando sus discípulos regresaron de su
primer viaje misionero, les dijo: “Vayan lejos, a un lugar solitario, y
descansen un rato” (Mc 6:31). La auto donación generosa a los otros es
imposible sin disciplina y la recuperación constante de la auténtica
interioridad llena de fe. La eficacia de la acción pastoral depende, en
última instancia, de la oración; de otra forma, el servicio se convierte en
vacío activismo. Por lo tanto, el tiempo que se pasa en encuentro directo
con Dios en la oración se puede describir correctamente como la prioridad
pastoral por excelencia: es la respiración del alma, sin la cual el
sacerdote sigue siendo necesariamente “desalentado”, privado del “oxígeno”
del optimismo y el gozo, que necesita si se permite ser enviado, día a día,
como trabajador a la cosecha del Señor. ¡Amén!