Sacerdotes Forjadores de Santos: Conclusión - La Misión del Sacerdote en Santidad
Card. DARÍO CASTRILLÓN HOYOS
Prefecto de la Congregación del Clero
«Gratis lo recibisteis; dadlo gratis» (Mt 10,8): es ésta la invitación que
Cristo repite a sus ministros sagrados, llamados a ofrecer al mundo, con
generosidad, el misterio y don de su vida sacerdotal que, en Cristo, se
vuelve manantial de santidad, llamada a la santificación.
En las intervenciones de los teólogos hemos podido contemplar la
realización, en los sacerdotes, de la obra del Espíritu Santo, que había
sido anunciada por el profeta Ezequiel: «Por medio de vosotros, manifestaré
mi santidad a la vista de ellos. Os tomaré de entre las naciones, os
recogeré de todos los países (...) os daré un corazón nuevo, infundiré en
vosotros un espíritu nuevo» (Ez 36,23-25).
«Lo que distingue a la Iglesia de las demás comunidades religiosas es la fe
en Jesucristo», escribe el Santo Padre en su exhortación pastoral Ecclesia
in Asia (6 de noviembre de 1999), «y la Iglesia no puede guardar esta luz
preciosa de la fe bajo el celemín (cfr. Mt 5,15), puesto que su misión es
compartirla con todos» (n° 10).
En este largo invierno de una antropología sin Cristo y un humanismo
espiritualista, celebrado por una religiosidad esotérica y panteísta, la
Iglesia no permanece inactiva o indiferente: con la fidelidad de sus
sacerdotes desea iluminar las tinieblas de una cultura que prescinde de Dios
y ser guía hacia el amanecer de una primavera de santidad entre los hombres.
«Era viernes. Y ya brillaban las primeras luces del sábado», recuerda el
Padre de Lubac, citando el Evangelio de Lucas, para indicar que la esperanza
en la victoria de la santidad de Dios es más fuerte que la muerte (Henri de
Lubac, Le drame de l’humanisme athée, Spes, 1944).
En especial, indicando a los hombres el camino sacramental hacia la
salvación, el sacerdote revela que el Dios cristiano no es el Deus otiosus
de las sectas neognósticas y las religiones sincretistas. Es, en cambio, el
Dios uno y único, que se ha manifestado en Cristo como comunión en la
caridad, koinonía de las tres personas.
Gracias a las ponencias, hemos comprendido que el sacerdote de la Nueva
Alianza se dirige al homo faber, el homo oeconomicus, el homo ludens del
tercer milenio, indicándole, en el camino de la santidad, la sabiduría del
hombre-Dios que se da a conocer como causa eficiente y causa final de la
felicidad del hombre. Cada ser humano puede repetir la afirmación
veterotestamentaria: «La sabiduría todo lo sabe y comprende» (Sb 9,11),
porque está llamado a confiar en la razón iluminada por la fe, que lo vuelve
capaz de acceder a las alturas de la santidad trascendente de Dios por medio
de la humanidad de Cristo, hallada y contemplada en el sacerdote.
Con gran profundidad, Christoph Schönborn había mostrado de qué manera, en
las controversias entre las religiones, se refleja la discusión del hombre
capaz de Dios, es decir, de su ser capaz de santidad y su vocación a la
santidad. La humanidad de Cristo es «la imagen visible del amor del Padre,
la traducción humana de la filiación eterna (...) En Cristo la naturaleza
humana ha recibido la capacidad de ser semejante al amor de Dios. El amor es
el icono de Dios» (C. Schönborn, Die Christus-Ikone, Schaffhausen 1984, ps.
97 y 134). Cristo Crucificado es la imagen suprema del amor del Dios
invisible, y el sacerdote vuelve su mirada hacia su escuela, acercándose a
la Cruz de Cristo, que es la cátedra verdadera y única de la que se aprende
la santidad de la vida.
En semejante contexto, adquiere importancia suprema una afirmación de Cristo
en el Evangelio según Juan: «Quien me ve, ve al Padre» (Jn 14,9): porque la
santidad no es sinónimo de radicalismo inhumano, espiritualismo desencarnado
o fanatismo ascético, sino de humanidad redimida, «normalidad» gozosa que
sabe acceder a la santidad de Dios a través de la recepción de la gracia, es
decir, la participación en la vida divina trinitaria, de la que la Iglesia
es guardiana y dispensadora.
Es éste el fundamento del optimismo y la esperanza cristianos: el futuro del
mundo le pertenece a Cristo, Señor del cosmos y la historia, de la que es
«el Alfa y la Omega» (Ap 1,8; 21,6), «el Principio y el Fin» (Ap 21,6) de
los que depende la santidad de sus ministros sagrados.
Ello me facilita anunciar el tema de la próxima video conferencia: «El Dios
de la historia».
En el cristianismo, la historia tiene una importancia fundamental, porque en
ella se realiza el misterio de la unión de la libertad de Dios y la libertad
del hombre. El mundo ha sido creado en la dimensión temporal y en el tiempo
se desenvuelve la historia de la salvación, cuyo punto más elevado es la
«plenitud de los tiempos» de la Encarnación y cuya meta es el retorno
glorioso del Hijo de Dios al final del tiempo.
«Con la Encarnación, Dios ha descendido en la historia del hombre. La
eternidad ha ingresado en el tiempo», escribe el Santo Padre en su Carta
apostólica Tertio Millennio Adveniente (n° 9). Para el cristiano, la
historia humana es también historia divina.
A ello nos referiremos próximamente, el sábado 18 de diciembre, a las 12,
hora de Roma. Deseo que todos experimenten los frutos abundantes de la
gracia que la Madre de Dios nos depare en la solemnidad solemne del 150°
aniversario de la proclamación dogmática de su Inmaculada Concepción.
Reitero mi agradecimiento a los eminentes prelados, teólogos y profesores
que han participado hoy.
Vaticano, 23 de noviembre de 2004.