Identidad y Santidad Sacerdotal
Michael Hull
Indudablemente, existe hoy en día una exigencia de renovación del
sacerdocio. Las grandes esperanzas suscitadas por el Concilio Vaticano II no
han fructificado en los últimos cuarenta años. Al contrario, en estos mismos
años se ha vivido una crisis del sacerdocio sin precedentes, caracterizada
por abandonos del estado sacerdotal y escasez de vocaciones. Esta crisis no
se puede explicar de manera satisfactoria afirmando, con cierto desdén, que
se trata sólo de un fenómeno pasajero o que, de alguna manera, refleja una
renovación en el concepto de vocación de los laicos. Es menester enfrentar
la crisis sin ambages, no sólo para tratar de comprender sus raíces, sino
también para discernir en ella aspectos que contribuyan a una renovación del
sacerdocio. La identidad y la santidad sacerdotales son dos aspectos
necesarios para la renovación del sacerdocio, vinculados entre sí de manera
inextricable y que, precisamente, son dos caras de la misma moneda, puesto
que identidad y santidad pueden ser distinguidas, pero no separadas.
La identidad sacerdotal
La recuperación de la identidad sacerdotal es fundamental para la renovación
del sacerdocio. La identidad del presbítero se basa en su configuración a
Jesucristo. De hecho, la identidad sacerdotal subsiste en su identificación
particular con Cristo. Sin embargo, en tiempos recientes, muchos, en la
Iglesia y fuera de ella, han confundido los roles del sacerdote y los
laicos. No faltan sacerdotes que han extraviado su identidad exaltando el
papel de los laicos hasta el punto de considerar equivalentes el sacerdocio
de los fieles y el sacerdocio ministerial; también algunos laicos han
confundido los frutos del sacramento del Bautismo y los del Orden Sagrado.
El trastocamiento de los roles ha producido a menudo una laicización del clero y una clericalización del laicado, y ambas son muy dañinas para la distinción entre los distintos miembros de la Iglesia y la búsqueda adecuada de la santidad por parte de los sacerdotes y los laicos. Por eso, el papa Juan Pablo II ha insistido de manera específica en la crisis de la identidad sacerdotal en el Sínodo de los Obispos de 1990, en Roma, y en su Exhortación postsinodal Pastores Dabo Vobis (Sobre la formación de los sacerdotes en las circunstancias actuales, 1992). Allí afirma: «El sacerdote encuentra la plena verdad de su identidad en el hecho de ser derivación, participación específica y continuación de Cristo mismo, el único sumo sacerdote de la nueva y eterna alianza.
El sacerdote es una imagen viva y transparente de Cristo sacerdote» (PDV, n°
12). Aunque es por cierto verdad que todos los católicos -sacerdotes y
laicos- son incorporados a Cristo y su Iglesia por medio del Bautismo,
existe una diferencia sustancial entre sacerdotes y laicos. En virtud del
Orden Sagrado, los sacerdotes tienen una relación especial con el Sumo
Sacerdote, una relación diferente no sólo en grado, sino esencialmente, a la
relación entre Cristo y sus fieles laicos.
El Sínodo de 1990 y Pastores Dabo Vobis han sucedido pocos años después del
Sínodo de 1987, al que siguió, a su vez, la Exhortación postsinodal
Christifideles laici (Sobre la vocación y la misión de los fieles laicos en
la Iglesia y el mundo, 1988), en la que el Papa dedica especial atención al
papel de los laicos en la Iglesia y el mundo bajo la luz del Concilio, en
particular de Lumen Gentium. Lumen Gentium declara con toda la claridad
deseable que el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial
(o jerárquico) «difieren de manera esencial y no sólo de grado» (n° 10).
Siguiendo las directrices del Concilio y del Sínodo de 1987, en Christifideles laici, el Papa dedica mucha atención al peligro de confusión entre el sacerdocio y el estado laical, destacando que «los ministerios ordenados, más allá de las personas que los reciben, son una gracia para toda la Iglesia» (CL, n° 22). Se trata de un punto muy importante, porque se centra en el hecho de que los sacerdotes son ordenados por un motivo específico, esto es, el servicio al pueblo de Dios.
Cuando se pierde la diferencia ontológica entre los sacerdotes y el pueblo,
se pierde también el servicio importante de los ordenados al pueblo. Claro
que si se olvida o rechaza el vínculo ontológico específico que une a los
sacerdotes -y sólo a ellos- a Cristo, ha de surgir una crisis en la
identidad sacerdotal. Este vínculo se forja con la ordenación y es con ella
que el sacerdote se vuelve alter Christus. Al ser «otro Cristo», el
sacerdote tiene el derecho y la responsabilidad de santificar (munus
sanctificandi), de enseñar (munus docendi) y gobernar (munus regendi). Sus
esfuerzos por santificar, enseñar y gobernar a quienes han sido confiados a
su cuidado pastoral indican su identificación con Cristo, quien es, al mismo
tiempo, sacerdote, profeta y rey. Por ello, si los sacerdotes dejan de
santificar, enseñar y gobernar, su identidad se altera y distorsiona, y los
laicos quedan huérfanos de ese servicio sacerdotal fundamental que es
«imprescindible para que participen en la misión de la Iglesia» (CL, n° 22).
Así pues, la renovación del sacerdocio en los términos de la identidad
sacerdotal se sostiene o cae con el ejercicio del oficio sacerdotal en la
Iglesia. Se debe ejercer el ministerio sacerdotal con valentía y sin
vacilaciones, y al mismo tiempo se requiere que obtenga el respeto que
merece por parte del clero y los fieles; de tal manera, no puede haber
usurpación alguna de la identidad sacerdotal por parte de los laicos, aunque
algunos en la Iglesia bendigan irresponsablemente esa usurpación. De todos
modos, después del Concilio, ha habido mucha confusión respecto de los roles
de sacerdotes y laicos. A pesar de que Lumen gentium describa las
características y diferencias que Dios ha querido para cada estado de vida y
no deje ambigüedades, la confusión ha tardado en despejarse. Dos documentos
recientes han ayudado señaladamente a detener la crisis.
Éstos son Directorio sobre el ministerio y la vida sacerdotales (1994) de la
Congregación del Clero y la Instrucción sobre algunas cuestiones referentes
a la colaboración de los fieles no ordenados en el ministerio sagrado de los
presbíteros (1997), redactada por varios dicasterios. Ambos documentos
presentan un resumen convincente del magisterio de la Iglesia al respecto,
desde perspectivas distintas, con numerosas referencias a los documentos del
Concilio y a los papas postconciliares, en particular a Juan Pablo II. Sin
embargo, hay que admitir que estos documentos y las verdades que exponen no
han sido bien recibidos por quienes están convencidos de que las
distinciones entre los sacerdotes y el pueblo han sido concebidas por los
hombres y no por Dios. Esta profunda confusión requiere oración y
penitencia. La colaboración adecuada entre sacerdotes y fieles a la que
llama el magisterio de la Iglesia puede ser llevada a cabo sólo si cada uno
de nosotros, sacerdotes y laicos, conoce su condición y se conforma a ella.
Santidad sacerdotal
La renovación del sacerdocio debe admitir que la identidad y la santidad
sacerdotales están entrelazadas. La identidad sacerdotal, así como la
santidad sacerdotal necesitan ser renovadas. Al igual que la identidad
sacerdotal, la santidad sacerdotal debe ser distinguida de la santidad
general y genérica de los fieles de Cristo. Todos somos llamados a la
santidad, pero no todos somos llamados al sacerdocio, lo cual no implica
desmedro para la importancia de la santidad de quienes se reconocen en el
nombre de Cristo, como tampoco representa una discriminación injusta, sino
que encauza las facetas de la santidad propias del sacerdote, que se halla
ante su pueblo in persona Christi capitis.
Haciendo referencia a la enseñanza del Concilio, el Santo Padre habla
de esta vocación en Pastores dabo vobis: «La afirmación conciliar de que
“todos los cristianos, de cualquier estado o condición, están llamados a la
plenitud de la vida cristiana y a la perfección del amor” [LG, n° 40] se
aplica de manera particular a los sacerdotes, quienes han sido llamados no
sólo por haber recibido el Bautismo, sino especialmente porque son
sacerdotes, es decir, por un motivo nuevo y de maneras nuevas y distintas
que derivan del sacramento del Orden Sagrado» (PDV, n° 19). El sacramento
del Orden Sagrado es la fuente de la santidad sacerdotal. Según
Presbyterorum ordinis: «el sacerdocio de los presbíteros (...) se confiere
por ese sacramento peculiar que, mediante la unción del Espíritu Santo,
marca a los sacerdotes con un carácter especial. De eseta manera están
identificados con Cristo Sacerdote, y que pueden actuar así como
representantes de Cristo Cabeza» (n° 2). Por su ordenación sagrada, los
sacerdotes reciben una dignidad de unión con Cristo que supera y sobrepasa
su dignidad bautismal. Aunque puedan faltar a esta dignidad por su pecado
personal, la expectativa y la elevación de su estado están relacionadas con
la santidad.
De hecho, la santidad sacerdotal debe manifestarse en la acción de su
condición de sacerdotes, es decir, de ministros de las cosas santas. La
gracia del sacerdocio debe encontrarse ciertamente en el sacerdote mismo que
se esfuerza por seguir a su Señor, en su búsqueda de la santidad personal,
pero, al mismo tiempo, esa misma gracia se expresa más claramente en su
solicitud pastoral para con el pueblo confiado a su cuidado. «Todo
sacerdote, a su manera, representa a la persona del mismo Cristo. Por eso
también recibe abundantemente una gracia especial para que pueda servir a
los fieles que le han sido confiados y a todo el pueblo de Dios, y así
tender mejor a la perfección de Aquel a quien representa.
La santidad de Cristo, que se hizo nuestro Pontífice santo, inocente, sin mancha, y separado de los pecadores (Hb 7,26), curará así la debilidad de la carne humana» (PO, n° 12). Al buscar la santidad en su servicio, el sacerdote se vuelve más santo a medida que se vuelve más sacerdotal; cuanto más atención presta a su grey como «el buen pastor (que) da su vida por las ovejas» (Jn 10,11), más se asemeja a Cristo. Forma parte de la naturaleza misma de la identificación singular del sacerdote con Cristo el ofrecer ruegos y súplicas a Dios y atender a las necesidades espirituales de los fieles (cfr. Hb 5,7); cuanto más se esfuerce por «buscar y salvar lo que se ha perdido» (Lc 19,10), más se encontrará a sí mismo y cooperará con su propia salvación.
La mejor forma en que se percibe que el sacerdote actúa in persona Christi
es cuando se presenta ante el altar como mediador entre Dios y el hombre.
Allí, en ese papel supremamente importante, se da la expresión suprema de la
santidad sacerdotal, porque «La manera propia de los presbíteros de
conseguir la santidad es realizar sincera e incansablemente sus funciones en
el Espíritu de Cristo» (PO, n° 13). Los sacerdotes son santos siendo
sacerdotes, haciendo lo que hacen los sacerdotes: celebrar la Santa
Eucaristía, absolver los pecados y ungir a los enfermos, mencionando sólo
las tres acciones más importantes.
Y son estas tres acciones más importantes las que cuentan aquí y en el más
allá. Aunque los deberes típicos del sacerdote incluyan, sin duda alguna, a
las obras de misericordia espirituales y corporales que se esperan de todo
fiel de Cristo, el sacerdote tiene su «función principal» en la ofrenda del
sacrificio eucarístico en el que «se lleva a cabo continuamente la obra de
nuestra redención» (PO, n° 13; cfr. Hb 5 y 7). El sacerdote no tiene un
papel mayor que desempeñar en el cielo o en la tierra que el de ser
sacerdote.
Ni el de trabajador social, consejero, terapeuta, docente, presidente, como tampoco muchos de los demás roles que los sacerdotes asumen con demasiada ferecuencia (o que les pertenecen según dicen los poco informados): los sacerdotes no tienen un deber más imperativo y más santificador que el que les ha sido confiado directamente por Cristo sumo sacerdote, al que están llamados a imitar perfectamente como sacerdote, profeta y rey.
La identificación de la santidad sacerdotal con la santidad de los fieles o
la reducción de la santidad sacerdotal a las tareas propias de la sociedad
civil constituye una pérdida incomparable. Los sacerdotes tienen una función
vital e irreemplazable en la santidad de toda la Iglesia. El Concilio ha
enseñado con suma claridad que la Eucaristía es «fuente y cima de toda la
vida cristiana» (LG, n° 11). El sacerdote es indispensable para la santidad
de la Iglesia. El sacrificio de la misa es el acto definitivo de culto y
fuente infinita de gracia y santidad. Por ello, para la santidad de la
Iglesia, el sacerdote «es totalmente irreemplazable, porque sin el sacerdote
no puede haber ofrenda eucarística» (PDV, n° 48).
Por cierto, la identidad y la santidad sacerdotal están estrechamente
vinculadas. Y ambas requieren renovación. La Iglesia tiene la exigencia de
volver a descubrir constantemente que un sacerdocio fuerte y activo no es
sólo el signo de la vida del Espíritu Santo en la Iglesia, sino el medio
mismo por el que el Espíritu Santo obra la salvación del mundo. La profusión
de abandonos del sacerdocio en los últimos cuarenta años y la escasez de
hombres que estudien para el servicio sacerdotal es una preocupación para
todos los fieles. De muchas maneras, la salud y la vitalidad del sacerdocio
coinciden con la salud y la vitalidad de la Iglesia. Por ello, es necesario
que todos nosotros recemos para ello como Jesús nos enseñó: «La mies es
mucha y los obreros pocos. Rogad, pues, al Dueño de la mies que envíe
obreros a su mies» (Lc 10,2).