Síntesis Doctrinal: Santidad Sacerdotal
Juan Esquerda Bifet
Congreso internacional de sacerdotes,
Malta, 18-23 de octubre de 2004
En el Congreso internacional de sacerdotes de Malta, la santidad sacerdotal
ha sido presentada como realidad existente en la Iglesia, como exigencia
gozosa, como posibilidad y también como ministerio: «Sacerdotes santos,
forjadores de santos para el nuevo milenio», que siguen las huellas del
apóstol Pablo.
Estos dos aspectos (santos y forjadores de santos) han sido explicados en
las ponencias y meditaciones, pero sobre todo han sido celebrados
litúrgicamente y compartidos como vivencia, acogidos fraternalmente por más
de mil sacerdotes presentes. El acontecimiento de gracia ha sido también un
signo eclesial, una realización especial de la comunión de los santos,
puesto que llegaban desde los cinco continentes (es decir, de toda la
Iglesia) muestras de aliento y oraciones por la santidad de los sacerdotes y
el desempeño del ministerio como servicio de santidad.
No podemos sintetizar adecuadamente, en tan breve espacio, los contenidos
doctrinales. Pero podríamos examinar un descubrimiento central alrededor del
cual se han desenvuelto las ponencias, es decir, los sentimientos de Cristo
Buen Pastor, indicados en su oración sacerdotal durante la última cena: «Por
ellos me santifico a mí mismo, para que ellos también sean santificados en
la verdad» (Jn 17,19). Es el deseo profundo de Cristo Sacerdote y Víctima,
Buen Pastor que da su vida por las ovejas y posibilita la respuesta generosa
de sus ministros. Pablo es un modelo de semejante sintonía con los
sentimientos de Cristo.
Las huellas de Pablo han sido diseñadas abundantemente por todas las
ponencias y meditaciones. La santidad descrita por Pablo es una santidad que
podríamos llamar relacional, es decir, de relación y sintonía con los
designios del Padre, como configuración a Cristo y transformación en él bajo
la acción del Espíritu Santo. En Pablo, la santidad es vocación cristiana,
precisamente de quienes son llamados «santos» porque están configurados a
Cristo. Sin embargo, para quienes han recibido particularmente la gracia del
Espíritu Santo, a través de la imposición de las manos, se trata de un
llamado a servir a la Iglesia santa, inmaculada, esposa de Cristo, madre. La
doctrina y el testimonio de Pablo son visibles en todas la dimensiones de la
santidad sacerdotal, como experiencia vivida y como ministerio.
Pablo era forjador de santos (cfr. Gal 4,19). Él mismo resume así su acción:
«¡Hijitos míos!, por quienes sufro de nuevo dolores de parto, hasta ver a
Cristo formado en vosotros» (Gal 4,19). «Celoso estoy de vosotros con celos
de Dios, pues os tengo desposados con un solo esposo, para presentaros cual
casta virgen a Cristo» (2 Cor 11,2).
La santidad en la vida y el ministerio del sacerdote tiene una dimensión
trinitaria. Si cada cristiano está comprometido en el dinamismo de expresar
la vida trinitaria en su corazón y su misma existencia (Ef 2,18: «en el
Espíritu por Cristo al Padre»), el ministro está llamado, de manera
particular, a ser transparencia de este misterio de amor y anunciarlo a
todas las gentes como misterio manifestado en Cristo (cfr. Ef 3).
La dimensión trinitaria de la santidad es un manantial del que brotan las
demás dimensiones: cristológica, pneumatológica, eclesiológica, misionera,
contemplativa y antropológico-cultural. Sobre cada una de estas dimensiones,
los escritos y la vida de Pablo ofrecen líneas maestras, siempre como
imitación de Cristo, relación con él y configuración a él.
La dimensión cristológica de la santidad es la más evidente en los escritos
de Pablo. El camino de la santidad sacerdotal se emprende dejándose
conquistar por el amor de Cristo: «Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí
(...) vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por
mí» (Gal 2,20). Este mismo amor es el que conduce a la misión: «El amor de
Cristo nos apremia» (2 Cor 5,14).
La dimensión pneumatológica aparece en la vida y el ministerio de Pablo,
quien describe y resume todos sus trabajos diciendo que estaba «encadenado
en el espíritu» (Hch 20,22). Por ello, había amonestado a su discípulo
Timoteo: «No descuides el carisma que hay en ti, que se te comunicó por
intervención profética mediante la imposición de las manos del colegio de
presbíteros» (1 Tm 4,14). Durante el congreso, hemos cantado el Veni Creator
Spiritus, decididos a emprender una nueva etapa en la vida sacerdotal.
El Espíritu Santo, recibido especialmente el día de la ordenación, capacita
para transmitir a los demás la misma experiencia de Cristo. A través del
«carácter», que es gracia permanente del Espíritu Santo, recibido en el
sacramento del Orden, participamos en la unción sacerdotal de Cristo
(enviado por el Padre y el Espíritu), somos continuadores de su misma misión
en la Iglesia y el mundo y, por ello, estamos llamados a vivir en sintonía
con los mismos gestos de la vida de Cristo.
Precisamente la caridad pastoral (motor de la dimensión misionera), es
imitación de la vida del Buen Pastor (cfr. Jn 10,18), sigue las huellas de
la acción del Espíritu Santo (cfr. Lc 10,1. 14. 18). «Dios a Jesús de
Nazaret lo ungió con el Espíritu Santo y con poder, y pasó haciendo el bien»
(Hch 10, 38).
La acción ministerial que consiste en orientar, animar y sostener la
comunidad, siempre con espíritu de servicio, tiene como objetivo que «cada
uno de los fieles sea llevado en el Espíritu Santo a cultivar su propia
vocación según el Evangelio, a la caridad sincera y activa, y a la libertad
con que Cristo nos liberó» (PO 6).
La dimensión cristológica y pneumatológica de la santidad sacerdotal incluye
el amor leal, sincero e incondicionado a la Iglesia. Se trata pues de una
dimensión eclesiológica. Al invitarnos a configurarnos a Cristo, el apóstol
Pablo nos exhorta a vivir de sus mismos sentimientos (cfr. Fil 2,5) y sus
mismas expresiones de amor: «Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo
por ella» (Ef 5,25). «Para todo misionero, la fidelidad a Cristo no puede
estar separada de la fidelidad a su Iglesia» (RMi 89).
Por esta misma razón, la dimensión cristológica de la santidad es dimensión
eucarística. Pablo transmite lo que ha recibido, pero obra, en particular,
la realidad del misterio eucarístico, central en la vida y el ministerio
sacerdotales: «Porque yo recibí del Señor lo que os transmití» (cfr. 1 Cor
11,23ss). «Hemos nacido de la Eucaristía (...) El sacerdocio ministerial
tiene su origen, vive, actúa y fructifica “de Eucharistia” (...) No hay
Eucaristía sin sacerdocio, así como no existe sacerdocio sin Eucaristía»
(Juan Pablo II, Carta para el Jueves Santo de 2004, n° 2).
La dimensión mariana aparece en Pablo cuando, después de haber hablado de la
«mujer» (la Madre de Jesús) que ha sido instrumento de nuestra filiación
adoptiva por obra del Espíritu Santo (cfr. Gal 4,4-7), compara su ministerio
a una maternidad (cfr. Gal 4,19), como realización concreta de la maternidad
de la Iglesia (cfr. Gal 4,26).
Para garantizar la dimensión cristológica de la santidad sacerdotal es
necesario relacionarla con la dimensión mariana. Cristo Sacerdote y Buen
Pastor no es una abstracción, sino que ha nacido de María Virgen y la ha
asociado a su obra redentora. María, Madre de Cristo Sacerdote y Madre
nuestra, ve en cada uno de nosotros a un «Jesús vivo» (según la expresión de
San Juan Eudes), es decir, como dice el concilio: «Instrumentos vivos de
Cristo Sacerdote» (PO 12) que, como el discípulo amado, quieren vivir «en
comunión de vida» con ella (cfr. RMa 45, nota 130). Necesitamos vivir
nuestra dimensión sacerdotal cristológica «en la escuela de María Santísima»
(Carta para el Jueves Santo de 2004, n° 7).
Vividas auténticamente, estas dimensiones de la santidad son la clave para
que el Evangelio pueda penetrar de manera auténtica en las culturas
(dimensión cultural), y también, de manera especial, en nuestra situación
sociocultural e histórica.
A lo largo del Congreso, he podido observar que los temas doctrinales han
sido recibidos con gran sintonía y receptividad. En la alegría y la paz
expresadas por muchos sacerdotes presentes (también en las celebraciones
litúrgicas, eucarísticas, marianas y penitenciales) vislumbro no sólo el
testimonio de sacerdotes totalmente entregados a amar a Cristo y a hacerlo
amar, sino también una primavera nueva para las vocaciones, la vida y el
ministerio sacerdotal.