Los signos del Sacramento del Orden Sagrado y su Significado
Homilía de Benedicto XVI
Jueves Santo 2006*
Queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
queridos hermanos y hermanas:
El Jueves Santo es el día en el que el Señor encomendó a los doce la tarea
sacerdotal de celebrar, con el pan y el vino, el Sacramento de su Cuerpo y
de su Sangre hasta su regreso. Al cordero pascual y a todos los sacrificios
de la Antigua Alianza, le sustituye el don de su Cuerpo y de su Sangre, el
don de sí mismo. De este modo, el nuevo culto se fundamenta en el hecho de
que, ante todo, Dios nos ofrece un don, y nosotros, colmados por este don,
nos hacemos suyos: la creación vuelve al Creador. Y también así el
sacerdocio se ha convertido en algo nuevo: ya no es una cuestión de
descendencia, sino que es algo que se sitúa en el misterio de Jesucristo.
Siempre es él quien da y nos eleva hacia él. Sólo él puede decir: «Esto es
mi cuerpo – Esta es mi sangre». El misterio del sacerdocio de la Iglesia
está en el hecho de que nosotros, míseros seres humanos, en virtud del
Sacramento, podemos hablar con su «yo»: «in persona Christi». Quiere ejercer
su sacerdocio a través de nosotros. Este misterio conmovedor, que en toda
celebración del sacramento nos vuelve a tocar, lo recordamos de manera
particular en el Jueves Santo. Para que el ajetreo diario no marchite lo que
es grande y misterioso, necesitamos este recuerdo específico, necesitamos
volver a aquella hora en la que Él puso sus manos sobre nosotros y nos hizo
partícipes de este misterio.
Por tanto, reflexionemos nuevamente en los signos con los que se nos ha
entregado el sacramento. En el centro está el gesto antiquísimo de la
imposición de las manos, con el que él tomó posesión de mí diciéndome: «Tú
me perteneces». Pero de este modo nos ha dicho también: «Tú estás bajo la
protección de mis manos. Tú estás bajo la protección de mi corazón. Tú estas
protegido bajo el hueco de mis manos y te encuentras en la inmensidad de mi
amor. Estás en el espacio de mis manos; dame las tuyas».
Recordamos, además, que nuestras manos han quedado ungidas por el óleo, que
es el signo del Espíritu Santo y de su fuerza. ¿Por qué las manos? La mano
del hombre es el instrumento de su acción, es el símbolo de su capacidad
para afrontar el mundo, para «tomarlo en la mano». El Señor nos ha impuesto
las manos y ahora quiere nuestras manos para que, en el mundo, seamos las
suyas. Quiere que dejen de ser instrumentos que toman las cosas, los
hombres, el mundo para nosotros mismos, para someterlos a nuestra posesión,
y que por el contrario transmitan su toque divino, poniéndose al servicio de
su amor. Quiere que sean instrumento de servicio y por tanto de expresión de
la misión de toda la persona que se convierte en su garante y que le
transmite a los hombres.
Si las manos del hombre representan simbólicamente sus facultades y, más en
general, la técnica como poder capaz de dominar el mundo, entonces las manos
ungidas tienen que ser un signo de su capacidad para dar, de la creatividad
para plasmar el mundo con amor y para esto tenemos necesidad sin duda del
Espíritu Santo. En el Antiguo Testamento, la unción es signo de asumir un
servicio: el rey, el profeta, el sacerdote hace y entrega mucho más que
aquello que procede de sí mismo. En cierto sentido, queda expropiado de sí
en virtud de un servicio, en el que se pone a disposición de uno más grande
que él. Si Jesús se presenta hoy en el Evangelio como el Ungido de Dios, el
Cristo, entonces esto quiere decir precisamente que actúa por misión del
Padre y en unidad con el Espíritu Santo y que, de este modo, entrega al
mundo una nueva realeza, un nuevo sacerdocio, una nueva manera de ser
profeta, que no se busca a sí mismo, sino que vive por aquel por quien el
mundo ha sido creado. Pongamos hoy nuestras manos nuevamente a su
disposición y pidámosle que nos lleve siempre de la mano y que nos guíe.
En el gesto sacramental de la imposición de las manos por parte del obispo,
el mismo Señor nos impuso las manos. Este signo sacramental resume todo un
recorrido existencial. En una ocasión, como los primeros discípulos, nos
encontramos con el Señor y escuchamos su palabra: «¡Sígueme!». En un primer
momento, quizá le seguimos de manera insegura, mirando hacia atrás y
preguntándonos si era éste realmente nuestro camino. Y en un determinado
momento del camino, quizá hemos hecho la experiencia de Pedro tras la pesca
milagrosa, es decir, nos asustamos por su grandeza, la grandeza de la tarea,
y por nuestra pequeñez, que nos lleva a echarnos para atrás: «¡Aléjate de
mí, Señor, que soy un hombre pecador!» (Lucas 5, 8). Pero después, con gran
bondad, nos ha tomado de la mano, nos ha atraído hacia sí y nos ha dicho:
«¡No tengas miedo! Estoy contigo. ¡No te dejo, y tú no me dejes!». Y en más
de una ocasión a cada uno de nosotros quizá le ha sucedido lo que a Pedro,
cuando al caminar sobre las aguas dirigiéndose hacia el Señor de repente se
dio cuenta de que el agua no le sostenía y de que estaba a punto de
hundirse. Y como Pedro hemos gritado: «Señor, ¡sálvame!» (Mateo, 14, 30). Al
ver la furia de los elementos, ¿cómo podíamos atravesar las aguas
estruendosas y espumosas del siglo pasado y del milenio pasado? Pero,
entonces, hemos dirigido la mirada hacia él… y él nos ha tomado de la mano y
nos ha dado un nuevo «peso específico»: la levedad que se deriva de la fe y
que nos eleva hacia lo alto. Y después nos da la mano que nos sostiene y nos
lleva. Él nos sostiene. Volvamos a dirigir siempre nuestra mirada hacia él y
démosle la mano. Dejemos que su mano nos tome, y entonces no nos hundiremos,
sino que nos pondremos al servicio de la vida, que es más fuerte que la
muerte, y del amor que es más fuerte que el odio. La fe en Jesús, Hijo del
Dios vivo, es el medio por el que volvemos a dar la mano a Jesús y por el
que nos toma de la mano y nos guía. Una de mis oraciones preferidas es la
petición que la liturgia pone en nuestros labios antes de la Comunión: «… no
permitas que me separe de ti». Pidámosle que no caigamos nunca fuera de la
comunión de su Cuerpo, de la comunión con el mismo Cristo, que no caigamos
nunca fuera de su misterio eucarístico. Pidámosle que no deje de llevarnos
de la mano…
El Señor ha puesto su mano sobre nosotros. El significado de este gesto lo
expresó con las palabras: «No os llamo ya siervos, porque el siervo no sabe
lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he
oído a mi Padre os lo he dado a conocer» (Juan 15, 15). No os llamo ya
siervos, sino amigos: en estas palabras se podría ver ya la institución del
sacerdocio. El Señor nos hace amigos suyos: nos confía todo; se confía a sí
mismo para que podamos hablar con su «yo» «in persona Christi capitis». ¡Qué
confianza! Verdaderamente se ha puesto en nuestras manos. Los signos
esenciales de la ordenación sacerdotal son en el fondo manifestaciones de
esa palabra: la imposición de las manos; la entrega del libro –de su palabra
que nos confía–, la entrega del cáliz con el que nos trasmite su misterio
más profundo y personal. De todo esto forma parte también el poder de
absolver: nos hace partícipes de su conciencia sobre la miseria del pecado y
la oscuridad del mundo y pone en nuestras manos la lleve para volver a abrir
la puerta hacia la casa del Padre. No os llamo ya siervos, sino amigos. Este
es el significado profundo de ser sacerdote: ser amigo de Jesucristo.
Tenemos que comprometernos con esta amistad cada día. Amistad significa
comunión de pensamiento y de voluntad. En esta comunión con Jesús tenemos
que ejercitarnos, nos dice san Pablo en la Carta a los Filipenses (Cf. 2,
2-5). Y esta comunión de pensamiento no es algo simplemente intelectual,
sino que es también comunión de sentimientos y de voluntad, y por tanto, de
acción. Esto significa que tenemos que conocer a Jesús de una manera cada
vez más personal, escuchándole, viviendo junto a él, estando con él.
Escucharlo –en la «lectio divina», es decir, leyendo la Sagrada Escritura,
pero no de una manera académica, sino espiritual; de este modo aprendemos a
encontrar a Jesús presente que nos habla. Tenemos que razonar y reflexionar
sobre sus palabras y sobre su manera de actuar ante él y con él. La lectura
de la Sagrada Escritura es oración, tiene que ser oración, tiene que surgir
de la oración y llevar a la oración. Los evangelistas nos dicen que el Señor
se retiraba continuamente –durante noches enteras– «a la montaña» para rezar
a solas. También nosotros tenemos necesidad de esta «montaña»: es la altura
interior que tenemos que escalar, la montaña de la oración. Sólo así se
desarrolla la amistad. Sólo así podemos desempeñar nuestro servicio
sacerdotal, sólo así podemos llevar a Cristo y su Evangelio a los hombres.
El simple activismo puede ser incluso heroico. Pero el actuar exterior, a
fin de cuentas, queda sin fruto y pierde eficacia si no nace de la comunión
íntima con Cristo. El tempo que dedicamos a esto es realmente tiempo de
actividad pastoral, de una actividad auténticamente pastoral. El sacerdote
tiene que ser sobre todo un hombre de oración. El mundo en su activismo
frenético pierde con frecuencia la orientación. Su actuar y sus capacidades
se convierten en destructivas si desfallecen las fuerzas de la oración, de
las que surge el agua de la vida capaz de fecundar la tierra árida.
No os llamo ya siervos, sino amigos. El corazón del sacerdocio consiste en
ser amigos de Jesucristo. Sólo así podemos hablar verdaderamente «in persona
Christi», a pesar de que nuestra lejanía interior de Cristo no puede
comprometer la validez del Sacramento. Ser amigo de Jesús, ser sacerdote,
significa ser hombre de oración. De este modo le reconocemos y salimos de la
ignorancia de los siervos. De este modo aprendemos a vivir, a sufrir y a
actuar con él y por él. La amistad con Jesús es siempre por antonomasia
amistad con los suyos. Sólo podemos ser amigos de Jesús en la comunión con
Cristo total, con la cabeza y el cuerpo; en la lozana vid de la Iglesia
animada por su Señor. Sólo en ella la Sagrada Escritura es, gracias al
Señor, Palabra viva y actual. Sin el sujeto viviente de la Iglesia que
abarca las edades, la Biblia se fragmenta en escritos que con frecuencia son
heterogéneos y se convierte en un libro del pasado. Es elocuente en el
presente sólo allí donde está la «Presencia», donde Cristo sigue haciéndose
nuestro contemporáneo: en el cuerpo de su Iglesia.
Ser sacerdote significa ser amigo de Jesucristo, y serlo cada vez más con
toda nuestra existencia. El mundo tiene necesidad de Dios, no de un dios
cualquiera, sino del Dios de Jesucristo, del Dios que se hizo carne y
sangre, que nos amó hasta morir por nosotros, que resucitó y creó en sí
mismo un espacio para el hombre. Este Dios tiene que vivir en nosotros y
nosotros en él. Esta es nuestra llamada sacerdotal: sólo así nuestra acción
de sacerdotes puede dar fruto.
Quisiera concluir esta homilía con una palabra de Andrea Santoro, ese
sacerdote de la diócesis de Roma que fue asesinado en Trebisonda mientras
rezaba; el cardenal Cè nos la comunicó durante los ejercicios espirituales.
La frase dice: «Estoy aquí para vivir entre esta gente y permitir que Jesús
lo haga prestándole mi carne… Sólo somos capaces de salvación ofreciendo la
propia carne. Hay que cargar con el mal del mundo y compartir el dolor,
absorbiéndolo en la propia carne hasta el final, como hizo Jesús». Jesús
asumió nuestra carne. Démosle nosotros la nuestra, para que pueda venir al
mundo y transformarlo. ¡Amén!
Nota: Nos pareció que la homilía del Santo Padre Benedicto XVI completa maravillosamente todo lo que ha escrito el Papa Juan Pabo II sobre el sacerdocio.