La importancia de la mujer en la vida del sacerdote
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CARTA DEL SANTO PADRE
JUAN PABLO II
1. "¡Honor a María, honor y gloria, Queridos
hermanos Sacerdotes: No os
asombréis si comienzo esta Carta, que tradicionalmente os dirijo con ocasión
del Jueves Santo, con las palabras de un canto mariano polaco. Lo hago
porque este año quiero hablaros de la importancia de la mujer en la vida del
sacerdote, y estos versos, que yo cantaba desde niño, pueden ser una
significativa introducción a esta temática. El canto
evoca el amor de Cristo por su Madre. La primera y fundamental relación que
el ser humano establece con la mujer es precisamente la de hijo con su
madre. Cada uno de nosotros puede expresar su amor a la madre terrena como
el Hijo de Dios hizo y hace con la suya. La madre es la mujer a la cual
debemos la vida. Nos ha concebido en su seno, nos ha dado a luz en medio de
los dolores de parto con los que cada mujer alumbra una nueva vida. Por la
generación se establece un vínculo especial, casi sagrado, entre el ser
humano y su madre. Después de
engendrarnos a la vida terrena, nuestros padres nos convirtieron, por Cristo
y gracias al sacramento del Bautismo, en hijos adoptivos de Dios. Todo esto
ha hecho aún más profundo el vínculo entre nosotros y nuestros padres, y en
particular, entre cada uno de nosotros y la propia madre. El prototipo de
esto es Cristo mismo, Cristo-Sacerdote, que se dirige así al Padre eterno:
"Sacrificio y oblación no quisiste, pero me has formado un cuerpo.
Holocaustos y sacrificios no te agradaron. Entonces dije: ¡He ahí que
vengo... a hacer, oh Dios, tu voluntad!" (Hb 10,5-7). Estas palabras
involucran en cierto modo a la Madre, pues el Padre eterno formó el cuerpo
de Cristo por obra del Espíritu Santo en el seno de la Virgen María, gracias
a su consentimiento: "Hágase en mí según tu palabra" (Lc 1, 38). ¡Cuántos de
nosotros deben también a la propia madre la vocación sacerdotal! La
experiencia enseña que muchas veces la madre cultiva en el propio corazón
por muchos años el deseo de la vocación sacerdotal para el hijo y la obtiene
orando con insistente confianza y pro funda humildad. Así, sin imponer la
propia voluntad ella favorece, con la eficacia típica de la fe, el inicio de
la aspiración al sacerdocio en el alma de su hijo, aspiración que dará fruto
en el momento oportuno. 2. Deseo
reflexionar en esta Carta sobre la relación entre el sacerdote y la mujer,
ya que el tema de la mujer merece este año una atención especial, del mismo
modo como el año pasado la tuvo el tema de la familia. Efectivamente, se
dedicará a la mujer la importante Conferencia internacional convocada por la
Organización de las Naciones Unidas en Pequín, durante el próximo mes de
septiembre. Es un tema nuevo respecto al del año pasado, pero estrechamente
relacionado con él. A esta
Carta, queridos hermanos en el sacerdocio, quiero unir otro documento. Así
como el año pasado acompañé el Mensaje del Jueves Santo con la Carta a las
Familias, del mismo modo quisiera ahora entregaros de nuevo la Carta
apostólica Mulieris dignitatem, (15 de agosto de 1988). Como recordaréis, se
trata de un texto elaborado al final del Año Mariano 1987-1988, durante el
cual publiqué la Carta encíclica Redemptoris Mater (25 de marzo de 1987).
Deseo vivamente que durante este año se lea de nuevo la Mulieris dignitatem,
haciéndola objeto de meditación y considerando especialmente sus aspectos
marianos. La relación
con la Madre de Dios es fundamental para la "reflexión" cristiana. Lo es,
ante todo, a nivel teológico, por la especialísima relación de María con el
Verbo Encarnado y con la Iglesia, su Cuerpo místico. Pero lo es también a
nivel histórico, antropológico y cultural. De hecho, en el cristianismo, la
figura de la Madre de Dios representa una gran fuente de inspiración no sólo
para la vida espiritual, sino incluso para la cultura cristiana y para el
mismo amor a la patria. Hay pruebas de ello en el patrimonio histórico de
muchas naciones. En Polonia, por ejemplo, el monumento literario más antiguo
es el canto Bogurodzica (Madre de Dios), que ha inspirado en nuestros
antepasados no sólo la organización de la vida de la nación, sino incluso la
defensa de la justa causa en el campo de batalla. La Madre del Hijo de Dios
ha sido la "gran inspiradora" para los individuos y para naciones cristianas
enteras. También esto, a su modo, dice muchísimo por la importancia de la
mujer en la vida del hombre y, de manera especial, en la del sacerdote. Ya he tenido
oportunidad de tratar este tema en la Encíclica Redemptoris Mater y en la
Carta apostólica Mulieris dignitatem, rin diendo homenaje a aquellas mujeres
-madres, esposas, hijas o hermanas- que para los respectivos hijos, maridos,
padres y hermanos han sido una ayuda eficaz para el bien. No sin motivo se
habla de "talento femenino", y cuanto he escrito hasta ahora confirma el
fundamento de esta expresión. Sin embargo, tratándose de la vida sacerdotal,
la presencia de la mujer asume un carácter peculiar y exige un análisis
específico. 3. Pero
volvamos, mientras tanto, al Jueves Santo, día en el que adquieren especial
relieve las palabras del himno litúrgico:
Ave verum Corpus natum de Maria Virgine: Aunque estas
palabras no pertenecen a la liturgia del Jueves Santo, están profundamente
vinculadas con ella. Con la
Ultima Cena, durante la cual Cristo instituyó los sacramentos del Sacrificio
y del Sacerdocio de la Nueva Alianza, comienza el Triduum paschale. En su
centro está el Cuerpo de Cristo. Es este Cuerpo el que, antes de sufrir la
pasión y muerte, durante la Ultima Cena se ofrece como comida en la
institución de la Eucaristía. Cristo toma en sus manos el pan, lo parte y lo
distribuye a los Apóstoles, pronunciando las palabras: "Tomad, comed, éste
es mi cuerpo" (Mt 26, 26). Instituye así el sacramento de su Cuerpo, aquel
Cuerpo que, como Hijo de Dios, había recibido de la Madre, la Virgen
Inmaculada. Después entrega a los Apóstoles el cáliz de la propia sangre
bajo la especie de vino, diciendo: "Bebed de ella todos, porque ésta es mi
sangre de la Alianza, que es derramada por muchos para perdón de los
pecados" (Mt 26,27-28). Se trata aquí de la Sangre que animaba el Cuerpo
recibido de la Virgen Madre: Sangre que debía ser derramada, llevando a cabo
el misterio de la Redención, para que el Cuerpo recibido de la Madre,
pudiese -como Corpus immolatum in cruce pro homine- convertirse, para
nosotros y para todos, en sacramento de vida eterna, viático para la
eternidad. Por esto en el Ave verum, himno eucarístico y mariano a la vez,
nosotros pedimos: Esto nobis praegustatum mortis in examine. Aunque en la
liturgia del Jueves Santo no se habla de María -sin embargo la encontramos
el Viernes Santo a los pies de la Cruz con el apóstol Juan-, es difícil no
percibir su presencia en la institución de la Eucaristía, anticipo de la
pasión y muerte del Cuerpo de Cris to, aquel Cuerpo que el Hijo de Dios
había recibido de la Virgen Madre en el momento de la Anunciación. Para
nosotros, como sacerdotes, la Ultima Cena es un momento particularmente
santo. Cristo, que dice a los Apóstoles: "Haced esto en recuerdo mío" (1 Co
11,24), instituye el sacramento del Orden. En nuestra vida de presbíteros
este momento es esencialmente cristocéntrico: en efecto, recibimos el
sacerdocio de Cristo-Sacerdote, único Sacerdote de la Nueva Alianza. Pero
pensando en el sacrificio del Cuerpo y de la Sangre que, in persona Christi,
es ofrecido por nosotros, nos es difícil no entrever en este Sacrificio la
presencia de la Madre. María dio la vida al Hijo de Dios, así como han hecho
con nosotros nuestras madres, para que El se ofreciera y nosotros también
nos ofreciésemos en sacrificio junto con El mediante el ministerio
sacerdotal. Detrás de esta misión está la vocación recibida de Dios, pero se
esconde también el gran amor de nuestras madres, de la misma manera que tras
el sacrificio de Cristo en el Cenáculo se ocultaba el inefable amor de su
Madre. ¡De qué manera tan real, y al mismo tiempo discreta, está presente la
maternidad y, gracias a ella, la femineidad en el sacramento del Orden, cuya
fiesta renovamos cada año el Jueves Santo! 4.
Jesucristo es el hijo único de María Santísima. Comprendemos bien el
significado de este misterio: convenía que fuera así, ya que un Hijo tan
singular por su divinidad no podía ser más que el único hijo de su Madre
Virgen. Pero precisamente esta unicidad se presenta, de algún modo, como la
mejor "garantía" de una "multiplicidad" espiritual. Cristo, verdadero hombre
y a la vez eterno y unigénito Hijo del Padre celestial, tiene, en el plano
espiritual, un número inmenso de hermanos y hermanas. En efecto, la familia
de Dios abarca a todos los hombres: no solamente a cuantos mediante el
Bautismo son hijos adoptivos de Dios, sino en cierto sentido a la humanidad
entera, pues Cristo ha redimido a todos los hombres y mujeres, ofreciéndoles
la posibilidad de ser hijos e hijas adoptivos del Padre eterno. Así todos
somos hermanos y hermanas en Cristo. He aquí cómo
surge en el horizonte de nuestra reflexión sobre la relación entre el
sacerdote y la mujer, junto a la figura de la madre, la de la hermana.
Gracias a la Redención, el sacerdote participa de un modo particular de la
relación de fraternidad ofrecida por Cristo a todos los redimidos. Muchos de
nosotros, sacerdotes, tienen hermanas en la familia. En todo caso, cada
sacerdote desde niño ha tenido ocasión de encon trarse con muchachas, si no
en la propia familia, al menos en el vecindario, en los juegos de infancia y
en la escuela. Un tipo de comunidad mixta tiene una gran importancia para la
formación de la personalidad de los muchachos y muchachas. Nos
referimos aquí al designio originario del Creador, que al principio creó al
ser humano "varón y mujer" (cf. Gn 1,27). Este acto divino creador continúa
a través de las generaciones. El libro del Génesis habla de ello en el
contexto de la vocación al matrimonio: "Por eso deja el hombre a su padre y
a su madre y se une a su mujer" (2,24). La vocación al matrimonio supone y
exige obviamente que el ambiente en el que se vive esté compuesto por
hombres y mujeres.
En este
contexto no nacen solamente las vocaciones al matrimonio, sino también al
sacerdocio y a la vida consagrada. Estas no se forman aisladamente. Cada
candidato al sacerdocio, al entrar en el seminario, tiene a sus espaldas la
experiencia de la propia familia y de la escuela, donde ha encontrado a
muchos coetáneos y coetáneas. Para vivir en el celibato de modo maduro y
sereno, parece ser particularmente importante que el sacerdote desarrolle
profundamente en sí mismo la imagen de la mujer como hermana. En Cristo,
hombres y mujeres son hermanos y hermanas, independientemente de los
vínculos familiares. Se trata de un vínculo universal, gracias al cual el
sacerdote puede abrirse a cada ambiente nuevo, hasta el más diverso bajo el
aspecto étnico o cultural, con la conciencia de deber ejercer en favor de
los hombres y de las mujeres a quienes es enviado un ministerio de auténtica
paternidad espiritual, que le concede "hijos" e "hijas" en el Señor (cf. 1
Ts 2,11; Gál 4,19). 5. "La
hermana" representa sin duda una manifestación específica de la belleza
espiritual de la mujer; pero es, al mismo tiempo, expresión de su "carácter
intangible". Si el sacerdote, con la ayuda de la gracia divina y bajo la
especial protección de María Virgen y Madre, madura de este modo su actitud
hacia la mujer, en su ministerio se verá acompañado por un sentimiento de
gran confianza precisamente por parte de las mujeres, consideradas por él,
en las diversas edades y situaciones de la vida, como hermanas y madres. La figura de
la mujer-hermana tiene notable importancia en nuestra civilización
cristiana, donde innumerables mujeres se han hecho hermanas de todos,
gracias a la actitud típica que ellas han tomado con el prójimo,
especialmente con el más necesitado. Una "hermana" es garantía de gratuidad:
en el escuela, en el hospital, en la cárcel y en otros sectores de los
servicios sociales. Cuando una mujer permanece soltera, con su "entrega como
hermana" mediante el compromiso apostólico o la generosa dedicación al
prójimo, desarrolla una peculiar maternidad espiritual. Esta entrega
desinteresada de "fraterna" femineidad ilumina la existencia humana, suscita
los mejores sentimientos de los que es capaz el hombre y siempre deja tras
de sí una huella de agradecimiento por el bien ofrecido gratuitamente. Así pues,
las dos dimensiones fundamentales de la relación entre la mujer y el
sacerdote son las de madre y hermana. Si esta relación se desarrolla de modo
sereno y maduro, la mujer no encontrará particulares dificultades en su
trato con el sacerdote. Por ejemplo, no las encontrará al confesar las
propias culpas en el sacramento de la Penitencia. Mucho menos las encontrará
al emprender con los sacerdotes diversas actividades apostólicas. Cada
sacerdote tiene pues la gran responsabilidad de desarrollar en sí mismo una
auténtica actitud de hermano hacia la mujer, actitud que no admite
ambigüedad. En esta perspectiva, el Apóstol recomienda al discípulo Timoteo
tratar "a las ancianas, como a madres; a las jóvenes, como a hermanas, con
toda pureza" (1 Tm 5,2). Cuando
Cristo afirmó -como escribe el evangelista Mateo- que el hombre puede
permanecer célibe por el Reino de Dios, los Apóstoles quedaron perplejos
(cfr. 19,10-12). Un poco antes había declarado indisoluble el matrimonio, y
ya esta verdad había suscitado en ellos una reacción significativa: "Si tal
es la condición del hombre respecto de su mujer, no trae cuenta casarse" (Mt
19,10). Como se ve, su reacción iba en dirección opuesta a la lógica de
fidelidad en la que se inspiraba Jesús. Pero el Maestro aprovecha también
esta incomprensión para introducir, en el estrecho horizonte del modo de
pensar de ellos, la perspectiva del celibato por el Reino de Dios. Con esto
trata de afirmar que el matrimonio tiene su propia dignidad y santidad
sacramental y que existe también otro camino para el cristiano: camino que
no es huida del matrimonio sino elección consciente del celibato por el
Reino de los cielos. En este
horizonte, la mujer no puede ser para el sacerdote más que una hermana, y
esta dignidad de hermana debe ser considerada conscientemente por él. El
apóstol Pablo, que vivía el celibato, escribe así en la Primera Carta a los
Corintios: "Mi deseo sería que todos los hombres fueran como yo; mas cada
cual tiene de Dios su gracia particular: unos de una manera, otros de otra"
(7,7). Para él no hay duda: tanto el matrimonio como el celibato son dones
de Dios, que hay que custodiar y cultivar con cuidado. Subrayando la
superioridad de la virginidad, de ningún modo menosprecia el matrimonio.
Ambos tienen un carisma específico; cada uno de ellos es una vocación, que
el hombre, con la ayuda de la gracia de Dios, debe saber discernir en la
propia vida. La vocación
al celibato necesita ser defendida conscientemente con una vigilancia
especial sobre los sentimientos y sobre toda la propia conducta. En
particular, debe defender su vocación el sacerdote que, según la disciplina
vigente en la Iglesia occidental y tan estimada por la oriental, ha elegido
el celibato por el Reino de Dios. Cuando en el trato con una mujer peligrara
el don y la elección del celibato, el sacerdote debe luchar para mantenerse
fiel a su vocación. Semejante defensa no significaría que el matrimonio sea
algo malo en sí mismo, sino que para el sacerdote el camino es otro. Dejarlo
sería, en su caso, faltar a la palabra dada a Dios. La oración
del Señor: "No nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal", cobra un
significado especial en el contexto de la civilización contemporánea,
saturada de elementos de hedonismo, egocentrismo y sensualidad. Se propaga
por desgracia la pornografía, que humilla la dignidad de la mujer,
tratándola exclusivamente como objeto de placer sexual. Estos aspectos de la
civilización actual no favorecen ciertamente la fidelidad conyugal ni el
celibato por el Reino de Dios. Si el sacerdote no fomenta en sí mismo
auténticas disposiciones de fe, de esperanza y de amor a Dios, puede ceder
fácilmente a los reclamos que le llegan del mundo. ¿Cómo no dirigirme pues a
vosotros, queridos hermanos Sacerdotes, hoy Jueves Santo, para exhortaros a
permanecer fieles al don del celibato, que nos ofrece Cristo? En él se
encierra un bien espiritual para cada uno y para toda la Iglesia. En el
pensamiento y en la oración están hoy presentes de forma especial nuestros
hermanos en el sacerdocio que encuentran dificultades en este campo y
quienes precisamente por causa de una mujer han abandonado el ministerio
sacerdotal. Confiamos a María Santísima, Madre de los Sacerdotes, y a la
intercesión de los numerosos Santos sacerdotes de la historia de la Iglesia
el difícil momento que están pasando, pidiendo para ellos la gracia de
volver al primitivo fervor (cf. Ap 2, 4-5). La experiencia de mi ministerio,
y creo que sirve para cada Obispo, confirma que se dan casos de vuelta a
este fervor y que incluso hoy no son pocos. Dios permanece fiel a la alianza
que establece con el hombre en el sacramento del Orden sacerdotal. 6. Ahora
quisiera tratar el tema, aún más amplio, del papel que la mujer está llamada
a desempeñar en la edificación de la Iglesia. El Concilio Vaticano II ha
recogido plenamente la lógica del Evangelio, en los capítulos II y III de la
Constitución dogmática Lumen gentium, presentando a la Iglesia en primer
lugar como Pueblo de Dios y después como estructura jerárquica. La Iglesia
es sobre todo Pueblo de Dios, ya que quienes la forman, hombres y mujeres,
participan -cada uno a su manera- de la misión profética, sacerdotal y real
de Cristo. Mientras invito a releer estos textos conciliares, me limitaré
aquí a algunas breves reflexiones partiendo del Evangelio. En el
momento de la ascensión a los cielos, Cristo manda a los Apóstoles: "Id por
todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación" (Mc 16,15).
Predicar el Evangelio es realizar la misión profética, que en la Iglesia
tiene diversas modalidades según el carisma dado a cada uno (cf. Ef
4,11-13). En aquella circunstancia, tratándose de los Apóstoles y de su
peculiar misión, este mandato es confiado a unos hombres; pero, si leemos
atentamente los relatos evangélicos y especialmente el de Juan, llama la
atención el hecho de que la misión profética, considerada en toda su
amplitud, es concedida a hombres y mujeres. Baste recordar, por ejemplo, la
Samaritana y su diálogo con Cristo junto al pozo de Jacob en Sicar (cf. Jn
4,1-42): es a ella, samaritana y además pecadora, a quien Jesús revela la
profundidad del verdadero culto a Dios, al cual no interesa el lugar sino la
actitud de adoración "en espíritu y verdad". Y ¿qué decir
de las hermanas de Lázaro, María y Marta? Los Sinópticos, a propósito de la
"contemplativa" María, destacan la primacía que Jesús da a la contemplación
sobre la acción (cf Lc 10, 42). Más importante aún es lo que escribe san
Juan en el contexto de la resurrección de Lázaro, su hermano. En este caso
es a Marta, la más "activa" de las dos, a quien Jesús revela los misterios
profundos de su misión: "Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en
mí, aunque muera, vivirá, y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás"
(Jn 11,25-26). En estas palabras dirigidas a una mujer está contenido el
misterio pascual. Pero sigamos
con el relato evangélico y entremos en la narración de la Pasión. ¿No es
quizás un dato incontestable que fueron precisamente las mujeres quienes
estuvieron más cercanas a Jesús en el camino de la cruz y en la hora de la
muerte? Un hombre, Simón de Cirene, es obligado a llevar la cruz (cf. Mt
27,32); en cambio, numerosas mujeres de Jerusalén le demuestran
espontáneamente compasión a lo largo del "vía crucis" (cf. Lc 23,27). La
figura de la Verónica, aunque no sea bíblica, expresa bien los sentimientos
de la mujer en la vía dolorosa. Al pie de la
cruz está únicamente un Apóstol, Juan de Zebedeo, y sin embargo hay varias
mujeres (cf. Mt 27,55-56): la Madre de Cristo, que según la tradición lo
había acompañado en el camino hacia el Calvario; Salomé, la madre de los
hijos del Zebedeo, Juan y Santiago; María, madre de Santiago el Menor y de
José; y María Magdalena. Todas ellas son testigos valientes de la agonía de
Jesús; todas están presentes en el momento de la unción y de la deposición
de su cuerpo en el sepulcro. Después de la sepultura, al llegar el final del
día anterior al sábado, se marchan pero con el propósito de volver apenas
les sea permitido. Y serán las primeras en llegar temprano al sepulcro, el
día después de la fiesta. Serán los primeros testigos de la tumba vacía y
las que informarán de todo a los Apóstoles (cf. Jn 20, 1-2). María
Magdalena, que permaneció llorando junto al sepulcro, es la primera en
encontrar al Resucitado, el cual la envía a los Apóstoles como primera
anunciadora de su resurrección (cf. Jn 20,11-18). Con razón, pues, la
tradición oriental pone a la Magdalena casi a la par de los Apóstoles, ya
que fue la primera en anunciar la verdad de la resurrección, seguida después
por los Apóstoles y los demás discípulos de Cristo. De este modo
las mujeres, junto con los hombres, participan también en la misión
profética de Cristo. Y lo mismo puede decirse sobre su participación en la
misión sacerdotal y real. El sacerdocio universal de los fieles y la
dignidad real se conceden a los hombres y a las mujeres. A este respecto
ilustra mucho una atenta lectura de unos fragmentos de la Primera Carta de
san Pedro (2, 9-10) y de la Constitución conciliar Lumen gentium (nn. 10-12;
34-36). 7. En ésta
última, al capítulo sobre el Pueblo de Dios sigue el de la estructura
jerárquica de la Iglesia. En él se habla del sacerdocio ministerial, al que
por voluntad de Cristo se admite únicamente a los hombres. Hoy, en algunos
ambientes, el hecho de que la mujer no pueda ser ordenada sacerdote se
interpreta como una forma de discriminación. Pero, ¿es realmente así? Ciertamente
la cuestión podría plantearse en estos términos, si el sacerdocio jerárquico
conllevara una situación social de privilegio, caracterizada por el
ejercicio del "poder". Pero no es así: el sacerdocio ministerial, en el plan
de Cristo, no es expresión de dominio sino de servicio. Quien lo
interpretase como "dominio", se alejaría realmente de la intención de
Cristo, que en el Cenáculo inició la Ultima Cena lavando los pies a los
Apóstoles. De este modo puso fuertemente de relieve el carácter
"ministerial" del sacerdocio instituido aquella misma tarde. "Tampoco el
Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como
rescate por muchos" (Mc 10, 45). Sí, el
sacerdocio que hoy recordamos con tanta veneración como nuestra herencia
especial, queridos Hermanos, ¡es un sacerdocio ministerial! ¡Servimos al
Pueblo de Dios! ¡Servimos su misión! Nuestro sacerdocio debe garantizar la
participación de todos -hombres y mujeres- en la triple misión profética,
sacerdotal y real de Cristo. Y no sólo el sacramento del Orden es
ministerial: ministerial es, ante todo, la misma Eucaristía. Al afirmar:
"Esto es mi cuerpo que es entregado por vosotros (...) Esta es la copa de la
Nueva Alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros" (Lc 22,19-20),
Cristo manifiesta su servicio más sublime: el servicio de la redención, en
la cual el unigénito y eterno Hijo de Dios se convierte en Siervo del hombre
en su sentido más pleno y profundo. 8. Al lado
de Cristo-Siervo no podemos olvidar a Aquella que es "la Sierva", María. San
Lucas nos relata que, en el momento decisivo de la Anunciación, la Virgen
pronunció su "fiat" diciendo: "He aquí la esclava del Señor" (Lc 1,38). La
relación del sacerdote con la mujer como madre y hermana se enriquece,
gracias a la tradición mariana, con otro aspecto: el del servicio e
imitación de María sierva. Si el sacerdocio es ministerial por naturaleza,
es preciso vivirlo en unión con la Madre, que es la sierva del Señor.
Entonces, nuestro sacerdocio será custodiado en sus manos, más aún, en su
corazón, y podremos abrirlo a todos. Será así fecundo y salvífico, en todos
sus aspectos. Que la
Santísima Virgen nos mire con particular afecto a todos nosotros, sus hijos
predilectos, en esta fiesta anual de nuestro sacerdocio. Que infunda sobre
todo en nuestro corazón un gran deseo de santidad. Escribí en la Exhortación
apostólica Pastores dabo vobis: "la nueva evangelización tiene necesidad de
nuevos evangelizadores, y éstos son los sacerdotes que se comprometen a
vivir su sacerdocio como camino específico hacia la santidad" (n. 82). El
Jueves Santo, acercándonos a los orígenes de nuestro sacerdocio, nos
recuerda también el deber de aspirar a la santidad, para ser "ministros de
la santidad" en favor de los hombres y mujeres confiados a nuestro servicio
pastoral. En esta perspectiva parece como muy oportuna la propuesta, hecha
por la Congregación para el Clero, de celebrar en cada diócesis una "Jornada
para la Santificación de los Sacerdotes" con ocasión de la fiesta del
Sagrado Corazón, o en otra fecha más adecuada a las exigencias y costumbres
pastorales de cada lugar. Hago mía esta propuesta deseando que esta Jornada
ayude a los sacerdotes a vivir conformándose cada vez más plenamente con el
corazón del Buen Pastor. Invocando
sobre todos vosotros la protección de María, Madre de la Iglesia y Madre de
los Sacerdotes, os bendigo con afecto. Vaticano,
25 de marzo, solemnidad de la Anunciación del Señor, del año 1995.
A LOS SACERDOTES
PARA EL JUEVES SANTO DE 1995
honor a la Santísima Virgen! (...)
Aquel que creó el mundo maravilloso
honraba en Ella a la propia Madre (...).
La amaba como madre, vivió obedeciéndola.
Aunque era Dios, respetaba todas sus palabras".
Vere passum, immolatum in cruce pro homine.
Cuius latus perforatum fluxit aqua et sanguine:
Esto nobis praegustatum mortis in examine.
O Iesu dulcis! O Iesu pie! O Iesu, fili Mariae!