Abramos cada vez más ampliamente los ojos, la mirada del alma
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CARTA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS SACERDOTES
CON OCASIÓN DEL JUEVES SANTO 1984*
“El Espíritu del Señor, Yavé, está sobre mí, pues
Yavé me ha ungido, me ha enviado para predicar la buena nueva a los abatidos
y sanar a los de quebrantado corazón, para anunciar la libertad de los
cautivos y la liberación de los encarcelados. Para publicar el año de gracia
de Yavé” (Is 61, 12).
Amadísimos Hermanos en la gracia del Sacerdocio:
Hace un año me dirigía a vosotros mediante la carta para el Jueves Santo de
1983, pidiéndoles anunciar, junto conmigo y con todos los Obispos de la
Iglesia, el Año de la Redención: el Jubileo extraordinario, el Año de gracia
del Señor.
Hoy deseo agradecerles cuanto habéis hecho para que este Año, que nos
recuerda el 1950 aniversario de la Redención, se convirtiera verdaderamente
en «el año de gracia del Señor», el Año Santo. Y a la vez, al encontrarme
con vosotros en esta concelebración, en la que culmina vuestra peregrinación
a Roma con ocasión del Jubileo, deseo renovar y profundizar en unión con
vosotros la conciencia del misterio de la Redención, que es el manantial
vivo y vivificador del sacerdocio sacramental, del que cada uno de nosotros
participa.
En vosotros, aquí llegados no sólo de Italia, sino también de otros Países y
Continentes, veo a todos los sacerdotes: a todo el Presbiterio de la Iglesia
universal. Y a todos me dirijo con el aliento y la exhortación de la Carta a
los Efesios: “ ... os exhorto yo... a andar de una manera digna de la
vocación con que fuisteis llamados” (Ef 4, l).
Es necesario que nosotros también ?llamados a servir a los demás en la
renovación Espiritual del Año de la Redención? nos renovemos, mediante la
gracia de este Año, en nuestra hermosa vocación.
2. “Cantaré siempre las piedades de Yavé”.
Este versículo del salmo responsorial (89/88, 2) de la liturgia de hoy nos
recuerda que somos de modo especial “ministros de Cristo y administradores
de los misterios de Dios” (1 Cor 4, l), que somos hombres de la divina
economía de salvación, que somos un “ instrumento” consciente de la gracia,
o sea de la acción del Espíritu Santo con el poder de la Cruz y Resurrección
de Cristo.
¿Qué es esta economía divina? ¿Qué es la gracia de Nuestro Señor Jesucristo,
gracia que El ha querido unir sacramentalmente a nuestra vida sacerdotal y a
nuestro servicio sacerdotal, aunque sea ofrecida por hombres tan pobres e
indignos?. La gracia, como proclama el Salmo de la liturgia de hoy, es un
testimonio de la fidelidad de Dios mismo a aquel Amor eterno con el que El
ha amado la creación, y particularmente al hombre, en su Hijo eterno.
Dice el Salmo: “Porque dijiste: La piedad es eterna. Cimentaste en los
cielos tu fidelidad” (89 / 88, 3).
Esta fidelidad de su Amor ?del Amor misericordioso? es la fidelidad a la
Alianza que Dios ha realizado, desde el comienzo, con el hombre y que ha
renovado muchas veces, a pesar de que el hombre con frecuencia no haya sido
fiel a ella.
La gracia es por consiguiente un puro don del Amor, que sólo en el mismo
Amor, y no en otra cosa, encuentra su razón y motivo.
El Salmo exalta la Alianza que Dios ha estrechado con David y al mismo
tiempo, a través de su contenido mesiánico, revela cómo aquella Alianza
histórica es solamente una etapa y un anuncio previo a la Alianza perfecta
en Jesucristo: “El me invocará, diciendo: Tú eres mi padre, mi Dios y la
Roca de mi salvación” (89/88, 27).
La gracia, como don, es el fundamento de la elevación del hombre a la
dignidad de hijo adoptivo de Dios en Cristo, Hijo Unigénito. “Serán con él
mi fidelidad y mi piedad, y en mi nombre se alzará su poder” (89/88, 25).
Precisamente este poder que nos hace hijos de Dios, del que habla el prólogo
del Evangelio de San Juan todo el poder salvífico ha sido otorgado a la
humanidad en Cristo, mediante la Redención, la Cruz y la Resurrección.
Y nosotros ?siervos de Cristo? somos sus administradores. El sacerdote es el
hombre de la economía salvífica. El sacerdote es el hombre plasmado por la
gracia. El sacerdote es el administrador de la gracia.
3. “Cantaré siempre las piedades de Yavé”.
Precisamente ésta es nuestra vocación. En esto consiste la peculiaridad y la
originalidad de la vocación sacerdotal. Está arraigada de manera especial en
la misión de Cristo mismo, de Cristo Mesías.
“El Espíritu del Señor, Yavé, está sobre mí, pues Yavé me ha ungido, me ha
enviado para predicar la buena nueva a los abatidos y sanar a los de
quebrantado corazón, para anunciar la libertad de los cautivos y la
liberación de los encarcelados... para consolar a todos los tristes” (Is 61,
12).
Precisamente en lo íntimo de esta misión mesiánica de Cristo Sacerdote está
arraigada también nuestra vocación y misión: vocación y misión de sacerdotes
de la Nueva y Eterna Alianza. Es la vocación y la misión de los mensajeros
de la Buena Nueva; de los que tienen que curar las heridas de los corazones
humanos; de los que tienen que proclamar la liberación en medio de múltiples
aflicciones, en medio del mal que de tantas maneras “tiene” esclavizado al
hombre; de los que tienen que consolar.
Esta es nuestra vocación y misión de servidores. Nuestra vocación, queridos
hermanos, encierra en sí un gran y fundamental servicio respecto de cada
hombre. Ninguno puede prestar este servicio en lugar nuestro. Ninguno puede
sustituirnos. Debemos alcanzar con el Sacramento de la Nueva y Eterna
Alianza las raíces mismas de la existencia humana sobre la tierra.
Debemos, día tras día, introducir en ella la dimensión de la Redención y de
la Eucaristía.
Debemos reforzar la conciencia de la filiación divina mediante la gracia.
¿Qué perspectiva más alta y qué destino más excelso podría tener el hombre?.
Debemos finalmente administrar la realidad sacramental de la reconciliación
con Dios y de la sagrada Comunión, en la que se sale al encuentro de la más
profunda aspiración del «insaciable» corazón humano. Verdaderamente nuestra
unción sacerdotal está enraizada profundamente en la misma unción mesiánica
de Cristo.
Nuestro sacerdocio es ministerial. Sí, debemos servir. Y “servir” significa
llevar al hombre a los fundamentos mismos de su humanidad, al meollo más
profundo de su dignidad. Precisamente allí debe resonar ?mediante nuestro
servicio? el “canto de alabanza en vez de un espíritu abatido para usar una
vez más las palabras del texto de Isaías (61, 3).
4. Amadísimos hermanos: Redescubramos, día a día y año tras año el contenido
y la esencia, verdaderamente inefables, de nuestro sacerdocio en las
profundidades del misterio de la Redención. Yo deseo que a esto ayude de
modo particular el Año en curso del Jubileo extraordinario.
Abramos cada vez más ampliamente los ojos la mirada del alma para comprender
mejor lo que quiere decir celebrar la Eucaristía, el Sacrificio de Cristo
mismo, confiado a nuestros labios y a nuestras manos de sacerdotes en la
comunidad de la Iglesia.
Abramos cada vez más ampliamente los ojos la mirada del alma? para
comprender mejor lo que significa perdonar los pecados y reconciliar las
conciencias humanas con Dios Infinitamente Santo, con el Dios de la Verdad y
del Amor.
Abramos cada vez más ampliamente los ojos la mirada del alma para comprender
mejor lo que quiere decir actuar “in persona Christi, en nombre de Cristo:
actuar con su poder, con el poder que, en definitiva, se arraiga en la
realidad salvífica de la Redención.
Abramos cada vez más ampliamente los ojos, la mirada del alma para
comprender mejor lo que es el misterio de la Iglesia. ¡Somos hombres de
Iglesia!
“Un solo cuerpo y un solo Espíritu, como una sola es la meta de la esperanza
en la vocación a la que habéis sido convocados. Un Señor, una fe, un
bautismo. Un Dios, Padre de todos, que lo trasciende todo, y lo penetra
todo, y lo invade todo” (Ef 4, 46).
Por tanto: esforzarse “en mantener la unidad del Espíritu, con el vínculo de
la paz” (Ef 4, 3). Sí. Precisamente esto depende, de manera particular, de
vosotros: “mantener la unidad del Espíritu”.
En una época de grandes tensiones, que sacuden el cuerpo terreno de la
humanidad, el servicio más importante de la Iglesia nace de la “unidad del
Espíritu”, a fin de que no sólo no sufra ella misma una división desde
fuera, sino que además reconcilie y una a los hombres en medio de las
contrariedades que se acumulan en torno a ellos mismos en el mundo actual.
Hermanos míos: A cada uno de vosotros “ha sido dada la gracia en la medida
del don de Cristo... para la edificación del cuerpo de Cristo” (Ef 4, 7.12).
¡Seamos fieles a esta gracia! ¡Seamos heroicamente fieles a ella!
Hermanos míos: El don de Dios ha sido grande para con nosotros, para cada
uno de nosotros. Tan grande que todo sacerdote puede descubrir dentro de sí
los signos de una predilección divina. Cada uno conserve fundamentalmente su
don con toda la riqueza de sus expresiones; también el don magnífico del
celibato voluntariamente consagrado al Señor ?y de El recibido? para nuestra
santificación y para la edificación de la Iglesia.
5. Jesucristo está en medio de nosotros y nos dice: “Yo soy el buen pastor ”
(Jn 11. 14).
Es precisamente El quien nos ha “constituido ” pastores también a nosotros.
Y es El quien recorre todas las ciudades y pueblos (cfr. Mt 9, 35), a donde
somos enviados para desarrollar nuestro servicio sacerdotal y pastoral.
Es El, Jesucristo, quien enseña, predica el evangelio del Reino y cura toda
enfermedad (cfr. ibidem) del hombre, a donde somos enviados para el servicio
del Evangelio y la administración de los Sacramentos.
Es precisamente Él, Jesucristo, quien siente continuamente compasión de las
multitudes y de cada hombre cansado y rendido, como “ovejas sin pastor”
(Cfr. Mt 9, 36).
Queridos hermanos: En esta asamblea litúrgica pidamos a Cristo una sola
cosa: que cada uno de nosotros sepa servir mejor, más límpida y eficazmente,
su presencia de Pastor en medio de los hombres en el mundo actual. Esto es
también muy importante para nosotros, a fin de que no nos entre la tentación
de la “inutilidad”, es decir, la de sentirnos no necesarios. Porque no es
verdad. Somos más necesarios que nunca, porque Cristo es más necesario que
nunca. El Buen Pastor es necesario más que nunca. Nosotros tenemos en la
mano ?precisamente en nuestras «manos vacías»? la fuerza de los medios de
acción que nos ha dado el Señor.
Pensar en la Palabra de Dios, más tajante que una espada de doble filo (cfr.
Heb 4, 12); pensar en la oración litúrgica, particularmente en la de las
Horas, en la que Cristo mismo pide con nosotros y por nosotros; y pensar en
los Sacramentos, en particular en el de la Penitencia, verdadera tabla de
salvación para tantas conciencias, meta hacia la que tienden tantos hombres
de nuestro tiempo. Conviene que los sacerdotes den nuevamente gran
importancia a este Sacramento, para la propia vida Espiritual y para la de
los fieles.
Es cierto, amadísimos hermanos: con el buen uso de estos “medios pobres”
(pero divinamente poderosos) veréis florecer en vuestro camino las
maravillas de la infinita Misericordia.
¡Incluso el don de nuevas vocaciones!
Con tal conciencia, en esta oración común, escuchemos de nuevo las palabras
del Maestro, dirigidas a sus discípulos: “ la mies es mucha, pero los
obreros pocos. Rogar, pues, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies”
(Mt 9, 3738).
¡Cuánta actualidad tienen estas palabras también en nuestra época!
Roguemos pues. Que pida con nosotros toda la Iglesia. Y que en esta oración
se manifieste la conciencia, renovada por el Jubileo, del misterio de la
Redención.
*Este año el Papa envía a los sacerdotes el texto de su homilía pronunciada
con ocasión del Jubileo de la Redención con el clero el 23 de febrero en la
Basílica Vaticana.