La Reconciliación
A LOS SACERDOTES
PARA EL JUEVES SANTO DE 2002
Queridos
Sacerdotes:
1. Como es tradición, me dirijo a vosotros el día de Jueves Santo,
conmovido, como si me sentara a vuestro lado en aquella mesa del Cenáculo en
la que el Señor Jesús celebró con los Apóstoles la primera Eucaristía: un
don para toda la Iglesia, un don que, si bien bajo el signo sacramental, lo
hace presente «verdadera, real y sustancialmente» (Concilio de Trento: DS
1651) en cada uno de los Sagrarios de todo el mundo. Ante esta presencia
especial, la Iglesia se postra de siempre en adoración: «Adoro te devote,
latens Deitas»; de siempre se deja llevar por la elevación espiritual de los
Santos y, como Esposa, se recoge en íntima efusión de fe y de amor: «Ave,
verum corpus natum de Maria Virgine».
Al don de esta presencia especial, que se renueva en su supremo acto
sacrificial y lo convierte en alimento para nosotros, Jesús unió,
precisamente en el Cenáculo, una tarea específica de los Apóstoles y de sus
sucesores. Desde entonces, ser apóstol de Cristo, como son los Obispos y los
presbíteros que participan de su misión, significa estar autorizados a
actuar in persona Christi Capitis. Esto ocurre sobre todo cada vez que se
celebra el banquete sacrificial del cuerpo y la sangre del Señor. Entonces,
es como si el sacerdote prestara a Cristo el rostro y la voz: «Haced esto en
conmemoración mía» (Lc 22, 19).
¡Qué vocación tan maravillosa la nuestra, mis queridos Hermanos sacerdotes!
Verdaderamente podemos repetir con el Salmista: «¿Cómo pagaré al Señor todo
el bien que me ha hecho? Alzaré la copa de la salvación, invocando su
nombre» (Sal116, 12-13).
2. Al meditar de nuevo con gozo sobre este gran don, quisiera detenerme en
un aspecto de nuestra misión, sobre el cual llamé vuestra atención ya el año
pasado en esta misma circunstancia. Creo que merece la pena profundizar más
sobre él. Me refiero a la misión que el Señor nos ha dado de representarle,
no sólo en el Sacrificio eucarístico, sino también en el sacramento de la
Reconciliación.
Hay una íntima conexión entre los dos sacramentos. La Eucaristía, cumbre de
la economía sacramental, es también su fuente: en cierto sentido, todos los
sacramentos provienen y conducen a ella. Esto vale de modo especial para el
Sacramento destinado a «mediar» el perdón de Dios, el cual acoge de nuevo
entre sus brazos al pecador arrepentido. En efecto, es verdad que la
Eucaristía, en cuanto representación del Sacrificio de Cristo, tiene también
la misión de rescatarnos del pecado. A este propósito, el Catecismo de la
Iglesia Católica nos recuerda que «la Eucaristía no puede unirnos a Cristo
sin purificarnos al mismo tiempo de los pecados cometidos y preservarnos de
futuros pecados» (n. 1393). Sin embargo, en la economía de gracia elegida
por Cristo, esta energía purificadora, si bien obtiene directamente la
purificación de los pecados veniales, sólo indirectamente incide sobre los
pecados mortales, que trastornan de manera radical la relación del fiel con
Dios y su comunión con la Iglesia. «La Eucaristía –dice también el
Catecismo– no está ordenada al perdón de los pecados mortales. Esto es
propio del sacramento de la Reconciliación. Lo propio de la Eucaristía es
ser el sacramento de los que están en la plena comunión con la Iglesia» (n.
1395).
Reiterando esta verdad, la Iglesia no quiere ciertamente infravalorar el
papel de la Eucaristía. Lo que intenta es acoger su significado dentro de la
economía sacramental en su conjunto, tal como ha sido diseñada por la
sabiduría salvadora de Dios. Por lo demás, es la línea indicada
perentoriamente por el Apóstol, al dirigirse así a los Corintios: «Quien
coma el pan o beba la copa del Señor indignamente, será reo del Cuerpo y de
la Sangre del Señor. Examínese, pues, cada cual, y coma así el pan y beba de
la copa. Pues quien come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su
propio castigo» (1 Co 11, 27-29). En la perspectiva de esta advertencia
paulina se sitúa el principio según el cual «quien tiene conciencia de estar
en pecado grave debe recibir el sacramento de la Reconciliación antes de
acercarse a comulgar» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1385).
3. Al recordar esta verdad, siento el deseo, mis queridos Hermanos en el
sacerdocio, de invitaros ardientemente, como ya lo hice el año pasado, a
redescubrir personalmente y a hacer redescubrir la belleza del sacramento de
la Reconciliación. Éste, por diversos motivos, pasa desde hace algunos
decenios por una cierta crisis, a la que me he referido más de una vez,
queriendo incluso que un Sínodo de Obispos reflexionara sobre ella y
recogiendo después sus indicaciones en la Exhortación apostólica
Reconciliatio et poenitentia. Por otro lado, he de recordar con profundo
gozo las señales positivas que, especialmente en el Año jubilar, han puesto
de manifiesto cómo este Sacramento, presentado y celebrado adecuadamente,
puede ser redescubierto también por los jóvenes. Indudablemente, dicho
redescubrimiento se ve favorecido por la exigencia de comunicación personal,
hoy cada vez más difícil por el ritmo frenético de la sociedad tecnológica
pero, precisamente por ello, sentida aún más como una necesidad vital. Es
verdad que se puede atender a esta necesidad de diversas maneras. Pero,
¿cómo no reconocer que el sacramento de la Reconciliación, aunque sin
confundirse con las diversas terapias de tipo psicológico, ofrece también,
casi de manera desbordante, una respuesta significativa a esta exigencia? Lo
hace poniendo al penitente en relación con el corazón misericordioso de Dios
a través del rostro amigo de un hermano.
Sí, verdaderamente es grande la sabiduría de Dios, que con la institución de
este Sacramento ha atendido también una necesidad profunda e ineludible del
corazón humano. De esta sabiduría debemos ser lúcidos y afables intérpretes
mediante el contacto personal que estamos llamados a establecer con muchos
hermanos y hermanas en la celebración de la Penitencia. A este propósito,
deseo reiterar que la celebración personal es la forma ordinaria de
administrar este Sacramento, y que sólo en «casos de grave necesidad» es
legítimo recurrir a la forma comunitaria con confesión y absolución
colectiva. Las condiciones requeridas para esta forma de absolución son bien
conocidas, recordando en todo caso que nunca se dispensa de la confesión
individual sucesiva de los pecados graves, que los fieles han de
comprometerse a hacer para que sea válida la absolución (cf. ibíd., 1483).
4. Redescubramos con alegría y confianza este Sacramento. Vivámoslo ante
todo para nosotros mismos, como una exigencia profunda y una gracia siempre
deseada, para dar renovado vigor e impulso a nuestro camino de santidad y a
nuestro ministerio.
Al mismo tiempo, esforcémonos en ser auténticos ministros de la
misericordia. En efecto, sabemos que en este Sacramento, como en todos los
demás, a la vez que testimoniamos una gracia que viene de lo alto y obra por
virtud propia, estamos llamados a ser instrumentos activos de la misma. En
otras palabras –y eso nos llena de responsabilidad– Dios cuenta también con
nosotros, con nuestra disponibilidad y fidelidad, para hacer prodigios en
los corazones. Tal vez más que en otros, en la celebración de este
Sacramento es importante que los fieles tengan una experiencia viva del
rostro de Cristo Buen Pastor.
Permitidme, pues, que me detenga con vosotros sobre este tema, como
asomándome a los lugares en que cada día –en las Catedrales, en las
Parroquias, en los Santuarios o en otro lugar– os hacéis cargo de la
administración de este Sacramento. Vienen a la mente las páginas evangélicas
que nos presentan más directamente el rostro misericordioso de Dios. ¿Cómo
no pensar en el encuentro conmovedor del hijo pródigo con el Padre
misericordioso? ¿O en la imagen de la oveja perdida y hallada, que el Pastor
toma sobre sus hombros lleno de gozo? El abrazo del Padre, la alegría del
Buen Pastor, ha de encontrar un testimonio en cada uno de nosotros, queridos
Hermanos, en el momento en que se nos pide ser ministros del perdón para un
penitente.
Para ilustrar aún mejor algunas dimensiones específicas de este
especialísimo coloquio de salvación que es la confesión sacramental,
quisiera proponer hoy como «icono bíblico» el encuentro de Jesús con Zaqueo
(cf. Lc 19, 1-10). En efecto, me parece que lo que ocurre entre Jesús y el
«jefe de publicanos» de Jericó se asemeja a ciertos aspectos de una
celebración del Sacramento de la misericordia. Siguiendo este relato breve,
pero tan intenso, queremos descubrir en las actitudes y en la voz de Cristo
todos aquellos matices de sabiduría humana y sobrenatural que también
nosotros hemos de intentar expresar para que el Sacramento sea vivido en el
mejor de los modos.
5.Como sabemos, el relato presenta el encuentro entre Jesús y Zaqueo casi
como un hecho casual.
Jesús entra en Jericó y lo recorre acompañado por la muchedumbre (cf. Lc 19,
3). Zaqueo parece impulsado sólo por la curiosidad al encaramarse sobre el
sicómoro. A veces, el encuentro de Dios con el hombre tiene también la
apariencia de la casualidad. Pero nada es «casual» por parte de Dios. Al
estar en realidades pastorales muy diversas, a veces puede desanimarnos y
desmotivarnos el hecho de que no sólo muchos cristianos no hagan el debido
caso a la vida sacramental, sino que, a menudo, se acerquen a los
Sacramentos de modo superficial. Quien tiene experiencia de confesar, de
cómo se llega a este Sacramento en la vida habitual, puede quedar a veces
desconcertado ante el hecho de que algunos fieles van a confesarse sin ni
siquiera saber bien lo que quieren. Para algunos de ellos, la decisión de ir
a confesarse puede estar determinada sólo por la necesidad de ser
escuchados. Para otros, por la exigencia de recibir un consejo. Para otros,
incluso, por la necesidad psicológica de librarse de la opresión del
«sentido de culpa». Muchos sienten la necesidad auténtica de restablecer una
relación con Dios, pero se confiesan sin tomar conciencia suficientemente de
los compromisos que se derivan, o tal vez haciendo un examen de conciencia
muy simple a causa de una falta de formación sobre las implicaciones de una
vida moral inspirada en el Evangelio. ¿Qué confesor no ha tenido esta
experiencia?
Ahora bien, éste es precisamente el caso de Zaqueo. Todo lo que le sucede es
asombroso. Si en un determinado momento no se hubiera producido la
«sorpresa» de la mirada de Cristo, quizás hubiera permanecido como un
espectador mudo de su paso por las calles de Jericó. Jesús habría pasado al
lado, pero no dentro de su vida. Él mismo no sospechaba que la curiosidad,
que lo llevó a un gesto tan singular, era ya fruto de una misericordia
previa, que lo atraía y pronto le transformaría en lo íntimo del corazón.
Mis queridos Sacerdotes: pensando en muchos de nuestros penitentes, releamos
la estupenda indicación de Lucas sobre la actitud de Cristo: «cuando Jesús
llegó a aquel sitio, alzando la vista, le dijo: "Zaqueo, baja pronto; porque
conviene que hoy me quede yo en tu casa"» (Lc 19, 5).
Cada encuentro con un fiel que nos pide confesarse, aunque sea de modo un
tanto superficial por no estar motivado y preparado adecuadamente, puede ser
siempre, por la gracia sorprendente de Dios, aquel «lugar» cerca del
sicómoro en el cual Cristo levantó los ojos hacia Zaqueo. Para nosotros es
imposible valorar cuánto haya penetrado la mirada de Cristo en el alma del
publicano de Jericó. Sabemos, sin embargo, que aquellos ojos son los mismos
que se fijan en cada uno de nuestros penitentes. En el sacramento de la
Reconciliación, nosotros somos instrumentos de un encuentro sobrenatural con
sus propias leyes, que solamente debemos seguir y respetar. Para Zaqueo
debió ser una experiencia sobrecogedora oír que le llamaban por su nombre.
Era un nombre que, para muchos paisanos suyos, estaba cargado de desprecio.
Ahora él lo oye pronunciar con un acento de ternura, que no sólo expresaba
confianza sino también familiaridad y un apremiante deseo de ganarse su
amistad. Sí, Jesús habla a Zaqueo como a un amigo de toda la vida, tal vez
olvidado, pero sin haber por ello renegado de su fidelidad, y entra así con
la dulce fuerza del afecto en la vida y en la casa del amigo encontrado de
nuevo: «baja pronto; porque conviene que hoy me quede yo en tu casa» (Lc 19,
5).
6. Impacta el tono del lenguaje en el relato de Lucas: ¡todo es tan
personalizado, tan delicado, tan afectuoso! No se trata sólo de rasgos
conmovedores de humanidad. Dentro de este texto hay una urgencia intrínseca,
que Jesús expresa como revelación definitiva de la misericordia de Dios.
Dice: «debo quedarme en tu casa» o, para traducir aún más literalmente: «es
necesario para mí quedarme en tu casa» (Lc 19, 5). Siguiendo el misterioso
sendero que el Padre le ha indicado, Jesús ha encontrado en su camino
también a Zaqueo. Se entretiene con él como si fuera un encuentro previsto
desde el principio. La casa de este pecador está a punto de convertirse, a
pesar de tantas murmuraciones de la humana mezquindad, en un lugar de
revelación, en el escenario de un milagro de la misericordia. Ciertamente,
esto no sucederá si Zaqueo no libera su corazón de los lazos del egoísmo y
de las ataduras de la injusticia cometida con el fraude. Pero la
misericordia ya le ha llegado como ofrecimiento gratuito y desbordante. ¡La
misericordia le ha precedido!
Esto es lo que sucede en todo encuentro sacramental. No pensemos que es el
pecador, con su camino autónomo de conversión, quien se gana la
misericordia. Al contrario, es la misericordia lo que le impulsa hacia el
camino de la conversión. El hombre no puede nada por sí mismo. Y nada
merece. La confesión, antes que un camino del hombre hacia Dios, es una
visita de Dios a la casa del hombre.
Así pues, podremos encontrarnos en cada confesión ante los más diversos
tipos de personas. Pero hemos de estar convencidos de una cosa: antes de
nuestra invitación, e incluso antes de nuestras palabras sacramentales, los
hermanos que solicitan nuestro ministerio están ya arropados por una
misericordia que actúa en ellos desde dentro. Ojalá que por nuestras
palabras y nuestro ánimo de pastores, siempre atentos a cada persona,
capaces también de intuir sus problemas y acompañarles en el camino con
delicadeza, transmitiéndoles confianza en la bondad de Dios, lleguemos a ser
colaboradores de la misericordia que acoge y del amor que salva.
7. «Debo quedarme en tu casa». Intentemos penetrar más profundamente aún en
estas palabras. Son una proclamación. Antes aún de indicar una decisión de
Cristo, proclaman la voluntad del Padre. Jesús se presenta como quien ha
recibido un mandato preciso. Él mismo tiene una «ley» que observar: la
voluntad del Padre, que Él cumple con amor, hasta el punto de hacer de ello
su «alimento» (cf. Jn 4, 34). Las palabras con las que Jesús se dirige a
Zaqueo no son solamente un modo de establecer una relación, sino el anuncio
de un designio de Dios.
El encuentro se produce en la perspectiva de la Palabra de Dios, que tiene
su perfecta expresión en la Palabra y el Rostro de Cristo. Éste es también
el principio necesario de todo auténtico encuentro para la celebración de la
Penitencia. Qué lástima si todo se redujera a un mero proceso comunicativo
humano. La atención a las leyes de la comunicación humana puede ser útil y
no deben descuidarse, pero todo se ha de fundar en la Palabra de Dios. Por
eso el rito del Sacramento prevé que se proclame también al penitente esta
Palabra.
Aunque no sea fácil ponerlo en práctica, éste es un detalle que no se ha de
infravalorar. Los confesores experimentan continuamente lo difícil que es
ilustrar las exigencias de esta Palabra a quien sólo la conoce
superficialmente. Es cierto que el momento en que se celebra el Sacramento
no es el más apto para cubrir esta laguna. Es preciso que esto se haga, con
sabiduría pastoral, en la fase de preparación anterior, ofreciendo las
indicaciones fundamentales que permitan a cada uno confrontarse con la
verdad del Evangelio. En todo caso, el confesor no dejará de aprovechar el
encuentro sacramental para intentar que el penitente vislumbre de algún modo
la condescendencia misericordiosa de Dios, que le tiende su mano no para
castigarlo, sino para salvarlo.
Por lo demás, ¿cómo ocultar las dificultades objetivas que crea la cultura
dominante en nuestro tiempo a este respecto? También los cristianos maduros
encuentran en ella un obstáculo en su esfuerzo por sintonizar con los
mandamientos de Dios y con las orientaciones expresadas por el magisterio de
la Iglesia, sobre la base de los mandamientos. Éste es el caso de muchos
problemas de ética sexual y familiar, de bioética, de moral profesional y
social, pero también de problemas relativos a los deberes relacionados con
la práctica religiosa y con la participación en la vida eclesial. Por eso se
requiere una labor catequética que no puede recaer sobre el confesor en el
momento de administrar el Sacramento. Esto debería intentarse más bien
tomándolo como tema de profundización en la preparación a la confesión. En
este sentido, pueden ser de gran ayuda las celebraciones penitenciales
preparadas de manera comunitaria y que concluyen con la confesión
individual.
Para perfilar bien todo esto, el «icono bíblico» de Zaqueo ofrece también
una indicación importante. En el Sacramento, antes de encontrarse con «los
mandamientos de Dios», se encuentra, en Jesús, con «el Dios de los
mandamientos». Jesús mismo es quien se presenta a Zaqueo: «me he de quedar
en tu casa». Él es el don para Zaqueo y, al mismo tiempo, la «ley de Dios»
para Zaqueo. Cuando se encuentra a Jesús como un don, hasta el aspecto más
exigente de la ley adquiere la «suavidad» propia de la gracia, según la
dinámica sobrenatural que hizo decir a Pablo: «si sois conducidos por el
Espíritu, no estáis bajo la ley» (Ga 5, 18). Toda celebración de la
penitencia debería suscitar en el ánimo del penitente el mismo sobresalto de
alegría que las palabras de Cristo provocaron en Zaqueo, el cual «se
apresuró a bajar y le recibió con alegría» (Lc19, 6).
8. La precedencia y superabundancia de la misericordia no debe hacer
olvidar, sin embargo, que ésta es sólo el presupuesto de la salvación, que
se consuma en la medida en que encuentra respuesta por parte del ser humano.
En efecto, el perdón concedido en el sacramento de la Reconciliación no es
un acto exterior, una especie de «indulto» jurídico, sino un encuentro
auténtico y real del penitente con Dios, que restablece la relación de
amistad quebrantada por el pecado. La «verdad» de esta relación exige que el
hombre acoja el abrazo misericordioso de Dios, superando toda resistencia
causada por el pecado.
Esto es lo que ocurre en Zaqueo. Al sentirse tratado como «hijo», comienza a
pensar y a comportarse como un hijo, y lo demuestra redescubriendo a los
hermanos. Bajo la mirada amorosa de Cristo, su corazón se abre al amor del
prójimo. De una actitud cerrada, que lo había llevado a enriquecerse sin
preocuparse del sufrimiento ajeno, pasa a una actitud de compartir que se
expresa en una distribución real y efectiva de su patrimonio: «la mitad de
los bienes» a los pobres. La injusticia cometida con el fraude contra los
hermanos es reparada con una restitución cuadruplicada: «Y si en algo
defraudé a alguien, le devolveré el cuádruplo» (Lc 19, 8). Sólo llegados a
este punto el amor de Dios alcanza su objetivo y se verifica la salvación:
«Hoy ha llegado la salvación a esta casa» (Lc 19, 9).
Este camino de la salvación, expresado de un modo tan claro en el episodio
de Zaqueo, ha de ofrecernos, queridos Sacerdotes, la orientación para
desempeñar con sabio equilibrio pastoral nuestra difícil tarea en el
ministerio de la confesión. Éste sufre continuamente la fuerza contrastante
de dos excesos: el rigorismo y el laxismo. El primero no tiene en cuenta la
primera parte del episodio de Zaqueo: la misericordia previa, que impulsa a
la conversión y valora también hasta los más pequeños progresos en el amor,
porque el Padre quiere hacer lo imposible para salvar al hijo perdido. «Pues
el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc
19, 10). El segundo exceso, el laxismo, no tiene en cuenta el hecho de que
la salvación plena, la que no solamente se ofrece sino que se recibe, la que
verdaderamente sana y reaviva, implica una verdadera conversión a las
exigencias del amor de Dios. Si Zaqueo hubiera acogido al Señor en su casa
sin llegar a una actitud de apertura al amor, a la reparación del mal
cometido, a un propósito firme de vida nueva, no habría recibido en lo más
profundo de su ser el perdón que el Señor le había ofrecido con tanta
premura.
Hay que estar siempre atentos a mantener el justo equilibrio para no
incurrir en ninguno de estos dos extremos. El rigorismo oprime y aleja. El
laxismo desorienta y crea falsas ilusiones. El ministro del perdón, que
encarna para el penitente el rostro del Buen Pastor, debe expresar de igual
manera la misericordia previa y el perdón sanador y pacificador. Basándose
en estos principios, el sacerdote está llamado a discernir, en el diálogo
con el penitente, si éste está preparado para la absolución sacramental.
Ciertamente, lo delicado del encuentro con las almas en un momento tan
íntimo y a menudo atormentado, impone mucha discreción. Si no consta lo
contrario, el sacerdote ha de suponer que, al confesar los pecados, el
penitente siente verdadero dolor por ellos, con el consiguiente propósito de
enmendarse. Ésta suposición tendrá un fundamento ulterior si la pastoral de
la reconciliación sacramental ha sabido preparar subsidios oportunos,
facilitando momentos de preparación al Sacramento que ayuden cada uno a
madurar en sí una suficiente conciencia de lo que viene a pedir. No
obstante, está claro que si hubiera evidencia de lo contrario, el confesor
tiene el deber de decir al penitente que todavía no está preparado para la
absolución. Si ésta se diera a quien declara explícitamente que no quiere
enmendarse, el rito se reduciría a pura quimera, sería incluso como un acto
casi mágico, capaz quizás de suscitar una apariencia de paz, pero
ciertamente no la paz profunda de la conciencia, garantizada por el abrazo
de Dios.
9. A la luz de lo dicho, se ve también mejor por qué el encuentro personal
entre el confesor y el penitente es la forma ordinaria de la reconciliación
sacramental, mientras que la modalidad de la absolución colectiva tiene un
carácter excepcional. Como es sabido, la praxis de la Iglesia ha llegado
gradualmente a la celebración privada de la penitencia, después de siglos en
que predominó la fórmula de la penitencia pública. Este desarrollo no sólo
no ha cambiado la sustancia del Sacramento –y no podía ser de otro modo–
sino que ha profundizado en su expresión y en su eficacia. Todo ello no se
ha verificado sin la asistencia del Espíritu, que también en esto ha
desarrollado la tarea de llevar la Iglesia «hasta la verdad completa» (Jn
16, 13).
En efecto, la forma ordinaria de la Reconciliación no sólo expresa bien la
verdad de la misericordia divina y el consiguiente perdón, sino que ilumina
la verdad misma del hombre en uno de sus aspectos fundamentales: la
originalidad de cada persona que, aun viviendo en un ambiente relacional y
comunitario, jamás se deja reducir a la condición de una masa informe. Esto
explica el eco profundo que suscita en el ánimo el sentirse llamar por el
nombre. Saberse conocidos y acogidos como somos, con nuestras
características más personales, nos hace sentirnos realmente vivos. La
pastoral misma debería tener en mayor consideración este aspecto para
equilibrar sabiamente los momentos comunitarios en que se destaca la
comunión eclesial, y aquellos en que se atiende a las exigencias de la
persona individualmente. Por lo general, las personas esperan que se las
reconozca y se las siga, y precisamente a través de esta cercanía sienten
más fuerte el amor de Dios.
En esta perspectiva, el sacramento de la Reconciliación se presenta como uno
de los itinerarios privilegiados de esta pedagogía de la persona. En él, el
Buen Pastor, mediante el rostro y la voz del sacerdote, se hace cercano a
cada uno, para entablar con él un diálogo personal hecho de escucha, de
consejo, de consuelo y de perdón. El amor de Dios es tal que, sin descuidar
a los otros, sabe concentrarse en cada uno. Quien recibe la absolución
sacramental ha de poder sentir el calor de esta solicitud personal. Tiene
que experimentar la intensidad del abrazo paternal ofrecido al hijo pródigo:
«Se echó a su cuello y le besó efusivamente» (Lc 15, 20). Debe poder
escuchar la voz cálida de amistad que llegó al publicano Zaqueo llamándole
por su nombre a una vida nueva (cf. Lc 19, 5).
10. De aquí se deriva también la necesidad de una adecuada preparación del
confesor a la celebración de este Sacramento. Ésta debe desarrollarse de tal
modo que haga brillar, incluso en las formas externas de la celebración, su
dignidad de acto litúrgico, según las normas indicadas por el Ritual de la
Penitencia. Eso no excluye la posibilidad de adaptaciones pastorales
dictadas por las circunstancias donde se viera su necesidad por verdaderas
exigencias de la condición del penitente, a la luz del principio clásico
según el cual la salus animarum es la suprema lex de la Iglesia. Dejémonos
guiar en esto por la sabiduría de los Santos. Actuemos también con valentía
en proponer la confesión a los jóvenes. Estemos en medio de ellos
haciéndonos sus amigos y padres, confidentes y confesores. Necesitan
encontrar en nosotros las dos figuras, las dos dimensiones.
Sintamos la exigencia rigurosa de estar realmente al día en nuestra
formación teológica, sobre todo teniendo en cuenta los nuevos desafíos
éticos y siendo siempre fieles al discernimiento del magisterio de la
Iglesia. A veces sucede que los fieles, a propósito de ciertas cuestiones
éticas de actualidad, salen de la confesión con ideas bastante confusas, en
parte porque tampoco encuentran en los confesores la misma línea de juicio.
En realidad, quienes ejercen en nombre de Dios y de la Iglesia este delicado
ministerio tienen el preciso deber de no cultivar, y menos aún manifestar en
el momento de la confesión, valoraciones personales no conformes con lo que
la Iglesia enseña y proclama. No se puede confundir con el amor el faltar a
la verdad por un malentendido sentido de comprensión. No tenemos la facultad
de expresar criterios reductivos a nuestro arbitrio, incluso con la mejor
intención. Nuestro cometido es el de ser testigos de Dios, haciéndonos
intérpretes de una misericordia que salva y se manifiesta también como
juicio sobre el pecado de los hombres. «No todo el que me diga: "Señor,
Señor", entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de
mi Padre celestial» (Mt 7, 21).
11. Queridos Sacerdotes. Sentidme particularmente cercano a vosotros
mientras os reunís en torno a vuestros Obispos en este Jueves Santo del año
2002. Todos hemos vivido un renovado impulso eclesial en el alba del nuevo
milenio bajo la consigna de «caminar desde Cristo» (cf. Novo millennio
ineunte, 29 ss.). Fue deseo de todos que eso coincidiera con una nueva era
de fraternidad y de paz para la humanidad entera. En cambio, hemos visto
correr nueva sangre. Hemos sido aún testigos de guerras. Sentimos con
angustia la tragedia de la división y el odio que devastan las relaciones
entre los pueblos.
Además, en cuanto sacerdotes, nos sentimos en estos momentos personalmente
conmovidos en lo más íntimo por los pecados de algunos hermanos nuestros que
han traicionado la gracia recibida con la Ordenación, cediendo incluso a las
peores manifestaciones del mysterium iniquitatis que actúa en el mundo. Se
provocan así escándalos graves, que llegan a crear un clima denso de
sospechas sobre todos los demás sacerdotes beneméritos, que ejercen su
ministerio con honestidad y coherencia, y a veces con caridad heroica.
Mientras la Iglesia expresa su propia solicitud por las víctimas y se
esfuerza por responder con justicia y verdad a cada situación penosa, todos
nosotros –conscientes de la debilidad humana, pero confiando en el poder
salvador de la gracia divina– estamos llamados a abrazar el mysterium Crucis
y a comprometernos aún más en la búsqueda de la santidad. Hemos de orar para
que Dios, en su providencia, suscite en los corazones un generoso y renovado
impulso de ese ideal de total entrega a Cristo que está en la base del
ministerio sacerdotal.
Es precisamente la fe en Cristo la que nos da fuerza para mirar con
confianza el futuro. En efecto, sabemos que el mal está siempre en el
corazón del hombre y sólo cuando el hombre se acerca a Cristo y se deja
«conquistar» por Él, es capaz de irradiar paz y amor en torno a sí. Como
ministros de la Eucaristía y de la Reconciliación sacramental, a nosotros
nos compete de manera muy especial la tarea de difundir en el mundo
esperanza, bondad y paz.
Os deseo que viváis en la paz del corazón, en profunda comunión entre
vosotros, con el Obispo y con vuestras comunidades, este día santo en que
recordamos, con la institución de la Eucaristía, nuestro «nacimiento»
sacerdotal. Con las palabras dirigidas por Cristo a los Apóstoles en el
Cenáculo después de la Resurrección, e invocando a la Virgen María, Regina
Apostolorum y Regina pacis, os acojo a todos en un abrazo fraterno: Paz, paz
a todos y a cada uno de vosotros. ¡Feliz Pascua!
Vaticano, 17 de marzo, V Domingo de Cuaresma de 2002, vigésimo cuarto de mi
Pontificado.