Vía Crucis 2017 que presidió el Santo Padre en el Coliseo
Escrito por la biblista francesa Anne Marie Pelletier
Introducción
La hora ha llegado. El caminar de Jesús por los caminos
polvorientos de Galilea y Judea al encuentro de los que sufren en su cuerpo
y en su corazón, empujado por la urgencia de anunciar el Reino, ese caminar
suyo termina hoy, aquí. En la colina del Gólgota. Hoy la cruz cierra el
camino. Jesús no irá más allá. Imposible andar más allá.
El amor de Dios alcanza aquí su medida más alta, sin medida. Hoy, el amor
del Padre, que quiere que todos los hombres se salven a través del Hijo,
llega hasta el extremo, allí donde nosotros no tenemos ya palabras, donde
estamos desorientados, donde la grandeza del plan de Dios supera nuestra
religiosidad.
En el Gólgota, en efecto, aunque parezca lo contrario, se trata de vida. Y
de gracia. Y de paz. Se trata, no del reino del mal que conocemos demasiado
bien, sino de la victoria del amor.
Y precisamente bajo esa cruz, se trata de nuestro mundo, con todas sus
caídas y dolores, sus demandas y sus rebeliones, todo lo que hoy clama a
Dios desde las tierras de miseria o de guerra, en las familias desgarradas,
en las cárceles, en las embarcaciones sobrecargadas de emigrantes…
Tantas lágrimas, tanta miseria en el cáliz que el Hijo bebe por nosotros.
Tantas lágrimas, tanta miseria, que no se han de perder en el océano del
tiempo, sino que él las recoge para transfigurarlas con el misterio de un
amor que devora el mal.
El Gólgota tiene que ver con la fidelidad indestructible de Dios a la
humanidad. Lo que allí se cumple es un nacimiento. Debemos tener el valor de
decir que la alegría del Evangelio es la verdad de ese momento.
Si no llegamos a entender esa verdad, entonces quedaremos atrapados en las
redes del sufrimiento y de la muerte. Y la Pasión de Cristo no dará fruto en
nosotros.
Oración
Señor, nuestros ojos no tienen luz. Y, ¿cómo acompañarte hasta tan lejos?
«Misericordia» es tu nombre. Pero este nombre es una locura.
Que se rompan los odres viejos de nuestros corazones.
Sana nuestros ojos para que se llenen de luz con la buena noticia del
Evangelio, cuando estemos al pie de la Cruz de tu Hijo.
Y así celebraremos «lo ancho, lo largo, lo alto y lo profundo» (Ef 3,18) del
amor de Cristo, con el corazón consolado e iluminado.
Primera Estación: Jesús es condenado a muerte
Lectura del santo Evangelio según san Lucas
Cuando se hizo de día, se reunieron los ancianos del pueblo, con los jefes
de los sacerdotes y los escribas; lo condujeron ante su Sanedrín (22,66).
Lectura del santo Evangelio según san Marcos
Y todos lo declararon reo de muerte. Algunos se pusieron a escupirlo y,
tapándole la cara, lo abofeteaban y le decían: «Profetiza». Y los criados le
daban bofetadas (14,64-65).
Meditación
No tuvieron que discutir mucho los miembros del Sanedrín para pronunciarse.
Desde hacía ya mucho tiempo la causa estaba decidida. Jesús debe morir.
Así pensaban ya aquellos que querían despeñarlo desde lo alto de la colina,
aquel día en que, en la sinagoga de Nazaret, Jesús había desenrollado el
libro proclamando en primera persona las palabras del libro de Isaías: «El
Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido, […] para proclamar
el año de gracia del Señor» (Lc 4,18.19).
Desde que curó al paralítico en la piscina de Betesda, inaugurando el sábado
de Dios que libera de toda esclavitud, las murmuraciones homicidas se
desataron contra él (cf. Jn 5,1-18).
Y en la última parte del camino, cuando subía hacia Jerusalén para la
Pascua, el nudo de la soga se fue estrechando inexorablemente: no escaparía
más a sus enemigos (cf. Jn 11,45-57).
Pero hemos de remontarnos más lejos en el recuerdo. Desde Belén, desde el
día de su nacimiento, Herodes había decretado su muerte. La espada de los
esbirros del rey usurpador exterminó a los niños de Belén. En aquella
ocasión, Jesús escapó a su furia. Pero sólo por un poco de tiempo. Él ya no
era más que una vida en suspenso. En el llanto de Raquel por sus hijos, que
ya no están, resuena, sollozando, la profecía del dolor que Simeón anunciará
a María (cf. Mt 2,16-18; Lc 2,34-35).
Oración
Señor Jesús, Hijo predilecto, que viniste a visitarnos caminando entre
nosotros y haciendo el bien, devolviendo a la vida a los que habitaban en
sombras de muerte, tú conoces nuestros corazones retorcidos.
Nosotros decimos que amamos el bien y queremos la vida. Pero somos pecadores
y cómplices de la muerte.
Nos proclamamos discípulos tuyos, pero emprendemos caminos que se pierden
lejos de tus designios, lejos de tu justicia y de tu misericordia.
No nos abandones a nuestra violencia. Que tu paciencia con nosotros no se
agote. Líbranos del mal.
Pater Noster
«Pueblo mío, ¿qué te he hecho?, ¿en qué te he molestado? ¡Respóndeme!»
Segunda Estación: Jesús es negado por Pedro
Lectura del santo Evangelio según san Lucas
Y pasada cosa de una hora, otro insistía diciendo: «Sin duda, este también
estaba con él, porque es galileo». Pedro dijo: «Hombre, no sé de qué me
hablas». Y enseguida, estando todavía él hablando, cantó un gallo. El Señor,
volviéndose, le echó una mirada a Pedro, y Pedro se acordó de la palabra que
el Señor le había dicho: «Antes de que cante hoy el gallo, me negarás tres
veces». Y, saliendo afuera, lloró amargamente (22,59-62).
Meditación
Alrededor de un fuego, en el patio del Sanedrín, Pedro y alguno más buscan
calentarse en aquellas frías horas de la noche, atravesada por un febril ir
y venir de gente. Dentro, la suerte de Jesús está a punto de decidirse en el
cara a cara con sus acusadores. Pedirán su muerte.
Como una marea que sube, la hostilidad va creciendo a su alrededor. Con la
misma rapidez con que arde la estopa, el odio crece y se multiplica. Muy
pronto una muchedumbre vociferante exigirá a Pilato la gracia para Barrabás
y la condena de Jesús.
Es difícil declararse amigo de un condenado a muerte sin sentirse
estremecido por el miedo. La fidelidad intrépida de Pedro sucumbe ante las
palabras recelosas de la sierva, la portera de la casa.
Reconocerse discípulo del rabí galileo sería darle más importancia a la
fidelidad a Jesús que a la propia vida. Cuando se exige tener un valor
semejante, la verdad no encuentra fácilmente testigos… Los hombres están
hechos de tal manera que muchos prefieren la mentira a la verdad; y Pedro
pertenece a nuestra humanidad. Traiciona por tres veces. Después se cruza
con la mirada de Jesús. Y sus lágrimas caen amargas y sin embargo dulces,
como agua que lava la suciedad.
Muy pronto, después de algunos días, cerca de otro fuego, en la orilla del
lago, Pedro reconocerá a su Señor resucitado, que le confiará el cuidado de
sus ovejas. Pedro aprenderá el perdón sin medida que el Resucitado proclama
sobre todas nuestras traiciones. Y empezará a vivir una fidelidad que, desde
ese momento, le llevará a aceptar su propia muerte como una ofrenda unida a
la de Cristo.
Oración
Señor, Dios nuestro, tú has querido que fuera Pedro, el discípulo renegado y
perdonado, el que recibiera el encargo de guiar a tu grey. Graba en nuestros
corazones la confianza y la alegría de saber que, contigo, podemos atravesar
los precipicios del miedo y la infidelidad.
Haz que, instruidos por Pedro, todos tus discípulos sean testigos de tu
mirada sobre nuestras caídas. Que nunca nuestras resistencias y nuestras
desesperaciones hagan que la Resurrección de tu Hijo sea en vano.
Pater Noster
Cristo muerto por nuestros pecados,
Cristo resucitado para vida nuestra,
te rogamos, ten piedad de nosotros.
Tercera Estación: Jesús y Pilato
Lectura del santo Evangelio según san Marcos
Apenas se hizo de día, los sumos sacerdotes con los ancianos, los escribas y
el Sanedrín en pleno, hicieron una reunión. Llevaron atado a Jesús y lo
entregaron a Pilato. Y los sumos sacerdotes lo acusaban de muchas cosas.
Pilato, queriendo complacer a la gente, les soltó a Barrabás; y a Jesús,
después de azotarlo, lo entregó para que lo crucificaran (15,1.3.15).
Lectura del santo Evangelio según san Mateo
Al ver Pilato que todo era inútil y que, al contrario, se estaba formando un
tumulto, tomó agua y se lavó las manos ante la gente, diciendo: «Soy
inocente de esta sangre. ¡Allá vosotros!» (27,24).
Lectura del libro del profeta Isaías
Todos errábamos como ovejas, cada uno siguiendo su camino; y el Señor cargó
sobre él todos nuestros crímenes (53,6).
Meditación
La Roma de César Augusto, la nación civilizadora, cuyas legiones se proponen
la misión de conquistar a los pueblos para llevarles los beneficios de su
justo orden.
Roma, presente también en la Pasión de Jesús en la persona de Pilato, el
representante del Emperador, el garante del derecho y de la justicia en
tierra extranjera.
Y, sin embargo, el mismo Pilato, que afirma no haber encontrado ninguna
culpa en Jesús, es el que ratifica su condena a muerte. En el pretorio,
donde Jesús es procesado, la verdad resplandece: la justicia de los paganos
no es superior a la del Sanedrín de los Judíos.
Verdaderamente este Justo, que extrañamente atrae sobre sí los propósitos
homicidas del corazón humano, reconcilia a judíos y paganos. Pero lo lleva a
cabo, por ahora, haciendo que los dos sean cómplices en su muerte. Sin
embargo, llega la hora, es más, está ya cerca, en que este Justo los
reconciliará de otro modo, por medio de la Cruz y de un perdón que alcanzará
a todos, judíos y paganos, los curará de sus cobardías y los librará de su
violencia.
La única condición para tener parte en este don será confesar la inocencia
del único Inocente, el Cordero de Dios inmolado por el pecado del mundo;
renunciar a la presunción que murmura dentro de nosotros: «Soy inocente de
la sangre de este hombre»; declararse culpables, con la seguridad de que un
amor infinito nos envuelve a todos, judíos y paganos, y de que Dios nos
llama a todos a ser sus hijos.
Oración
Señor, Dios nuestro, ante Jesús entregado y condenado, no sabemos hacer otra
cosa que disculparnos y acusar a los demás. Durante mucho tiempo los
cristianos hemos cargado sobre tu pueblo Israel el peso de tu condena a
muerte. Durante mucho tiempo hemos ignorado que todos debíamos reconocernos
cómplices en el pecado, para poder ser salvados por la sangre de Jesús
crucificado.
Concédenos reconocer en tu Hijo al Inocente, el único de toda la historia.
Él, que ha aceptado hacerse «pecado en favor nuestro» (cf. 2 Co 5,21), para
que por él tú pudieras encontrarnos de nuevo, humanidad recreada en la
inocencia con la que nos creaste, y en la que nos haces hijos tuyos.
Pater Noster
Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
Cuarta estación: Jesús rey de la gloria
Lectura del santo Evangelio según san Marcos
Los soldados se lo llevaron al interior del palacio —al pretorio— y
convocaron a toda la compañía. Lo visten de púrpura, le ponen una corona de
espinas, que habían trenzado, y comenzaron a hacerle el saludo: «¡Salve, rey
de los judíos!» (15,16-18).
Lectura del libro del profeta Isaías
Creció en su presencia como brote, como raíz en tierra árida, sin figura,
sin belleza. Lo vimos sin aspecto atrayente, despreciado y evitado de los
hombres, como un hombre de dolores, acostumbrado a sufrimientos, ante el
cual se ocultaban los rostros, despreciado y desestimado. Él soportó
nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores; nosotros lo estimamos
leproso, herido de Dios y humillado (53,2-4).
Meditación
Banalidad del mal. Son innumerables los hombres, las mujeres, incluso los
niños violentados, humillados, torturados, asesinados, por todas partes y en
todas las épocas de la historia.
Sin refugiarse en su propia condición divina, Jesús se incluye en el
terrible cortejo de los sufrimientos que el hombre inflige al hombre. Conoce
el abandono de los humillados y de los más marginados.
Pero, ¿de qué nos sirve el sufrimiento de otro inocente más?
Aquel, que es uno como nosotros, es antes de nada el Hijo predilecto del
Padre, que con su obediencia cumple toda justicia.
Y, de repente, todos los signos se invierten. Las palabras y los gestos de
burla de sus torturadores nos desvelan —oh absoluta paradoja— una insondable
verdad, la de la auténtica y única realeza, que se ha manifestado como un
amor que no quiere conocer nada más que la voluntad del Padre y su deseo de
que todos los hombres se salven. «Tú no quieres sacrificios ni ofrendas,
[…]. Entonces yo digo: “Aquí estoy —como está escrito en mi libro— para
hacer tu voluntad”» (Sal 40,7-9).
Esta hora del Viernes Santo nos lo proclama: hay una sola gloria en este
mundo y en el otro, la de conocer y cumplir la voluntad del Padre. Ninguno
de nosotros puede ambicionar una dignidad más alta que la de ser hijo en
aquel que se ha hecho obediente por nosotros hasta la muerte en cruz.
Oración
Señor, Dios nuestro, te pedimos que en este día santo en el que se cumple tu
designio destruyas nuestros ídolos y los del mundo. Tú que conoces su poder
sobre nuestras mentes y nuestros corazones.
Destruye nuestras falsas figuras del éxito y de la gloria.
Destruye las imágenes que siempre resurgen en nosotros de un Dios a medida
de nuestros pensamientos, un Dios distante, tan alejado del rostro que se ha
revelado en la alianza y que se manifiesta hoy en Jesús, más allá de
cualquier previsión, por encima de toda esperanza. Él, que confesamos como
el «reflejo de [tu] gloria» (Hb 1,3).
Haz que entremos en el gozo eterno, que nos hace aclamar a Jesús, revestido
de púrpura y coronado de espinas, como el rey de la gloria que canta el
salmo: «¡Portones!, alzad los dinteles, que se alcen las antiguas
compuertas: va a entrar el Rey de la gloria» (24,9).
Pater Noster
¡Portones!, alzad los dinteles, que se alcen las antiguas compuertas: va a
entrar el Rey de la gloria.
Quinta estación: Jesús con la cruz a cuestas
Lectura del libro de las Lamentaciones
Vosotros, los que pasáis por el camino, mirad y ved si hay dolor como el
dolor que me atormenta, con el que el Señor me afligió el día de su ardiente
ira (1,12).
Salmo 146
Dichoso a quien auxilia el Dios de Jacob, el que espera en el Señor, su Dios
[…]. El Señor liberta a los cautivos, el Señor abre los ojos al ciego, el
Señor endereza a los que ya se doblan, […] el Señor guarda a los peregrinos,
sustenta al huérfano y a la viuda (5.7-8.9).
Meditación
Por el áspero camino del Gólgota, Jesús no ha llevado la cruz como un
trofeo. En nada se asemeja a los héroes de nuestra fantasía que triunfantes
derriban a sus malvados enemigos.
Camina paso a paso, el cuerpo siempre más pesado y más lento. Siente su
carne destrozada por el leño del suplicio, las piernas debilitadas bajo la
carga.
De generación en generación, la Iglesia ha meditado sobre esta vía llena de
tropiezos y caídas.
Jesús cae, se levanta, vuelve a caer, retoma el agotador camino,
probablemente bajo los golpes de los guardias que lo escoltan, porque así es
como son tratados, maltratados, los condenados en este mundo.
Él, que levantó a los cuerpos postrados, que enderezó a la mujer encorvada,
que arrancó del lecho de la muerte a la hija de Jairo y puso en pie a los
afligidos, hoy está ahí, hundido en el polvo.
El Altísimo está en el suelo.
Fijemos la mirada en Jesús. A través de él, el Altísimo nos enseña que es,
al mismo tiempo —increíblemente—, el más Humilde, dispuesto a descender
hasta nosotros, incluso más abajo si fuera necesario, de modo que ninguno se
pierda en los bajos fondos de su propia miseria.
Oración
Señor, Dios nuestro, tú desciendes a la profundidad de nuestra noche, sin
poner límites a tu humillación, porque es allí que encuentras la tierra a
menudo ingrata, y a veces devastada, de nuestra vida.
Te suplicamos que ayudes a tu Iglesia para que sepa mostrar cómo el Altísimo
y el más Humilde son en ti un único rostro. Concédele que lleve la buena
noticia del Evangelio a todos los que tropiezan y caen, que no hay caída que
pueda apartarnos de tu misericordia; que no hay extravío ni abismo
suficientemente profundo en el que no puedas encontrar a quien se ha
perdido.
Pater Noster
He aquí que vengo para hacer tu voluntad.
Sexta estación: Jesús y Simón de Cirene
Lectura del santo Evangelio según san Lucas
Mientras lo conducían, echaron mano de un cierto Simón de Cirene, que volvía
del campo, y le cargaron la cruz, para que la llevase detrás de Jesús
(23,26).
Lectura del santo Evangelio según san Mateo
«Señor, ¿cuándo te vimos con hambre y te alimentamos, o con sed y te dimos
de beber?; ¿cuándo te vimos forastero y te hospedamos, o desnudo y te
vestimos?; ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte?»
(25,37-39).
Meditación
Jesús tropieza por el camino, la espalda aplastada bajo el peso de la cruz.
Pero es necesario continuar, caminar, seguir caminando, porque la meta del
pelotón de soldados, que apremia a Jesús, es el Gólgota, el siniestro «lugar
de la Calavera», fuera de los muros de la ciudad.
En ese momento, pasa por ahí un hombre, de brazos fuertes. Parece ajeno a lo
ocurrido aquel día. Está volviendo a casa, sin saber lo que le ha sucedido
al «rabí» Jesús, cuando los guardias le ordenan que lleve la cruz.
¿Qué sabría de aquel condenado que los guardias empujaban al suplicio? ¿Qué
conocería de aquel que «no parecía hombre» (52,14), como el siervo
desfigurado de Isaías?
Nada se nos dice de su sorpresa, de su posible rechazo inicial, del
sentimiento de compasión que lo invadió. El Evangelio sólo ha conservado la
memoria de su nombre, Simón, oriundo de Cirene. Pero el Evangelio ha querido
hacernos llegar el nombre de este libio y su humilde gesto de ayuda para
enseñarnos cómo Simón, aliviando el dolor de un condenado a muerte, ha
aliviado el dolor de Jesús, el Hijo de Dios, con el que se cruzó en su
camino, en esa condición de esclavo que había asumido por nosotros, por él,
por la salvación del mundo. Sin que él lo supiese.
Oración
Señor, Dios nuestro, tú nos revelaste en cada pobre que está desnudo,
prisionero, sediento, tú nos visitas y que en él es a ti a quien acogemos,
visitamos, vestimos, calmamos la sed: «Fui forastero y me hospedasteis,
estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y
vinisteis a verme» (Mt 25,35-36). Misterio de tu encuentro con nuestra
humanidad. Así llegas a cada hombre. Ninguno está excluido de este
encuentro, si acepta ser un hombre de compasión.
Como una ofrenda santa, nosotros te presentamos todos los gestos de bondad,
de acogida, de dedicación que cada día se realizan en este mundo. Dígnate
reconocerlos como la verdad de nuestra humanidad, que habla más fuerte que
todos los gestos de rechazo y de odio. Dígnate bendecir a los hombres y a
las mujeres de compasión que te dan gloria, aun cuando no saben todavía
pronunciar tu nombre.
Pater Noster
Cristo muerto por nuestros pecados, Cristo resucitado para nuestra vida, Te
rogamos, ten piedad de nosotros.
Séptima estación: Jesús y las hijas de Jerusalén
Lectura del santo Evangelio según san Lucas
Lo seguía un gran gentío del pueblo, y de mujeres que se golpeaban el pecho
y lanzaban lamentos por él. Jesús se volvió hacia ellas y les dijo: «Hijas
de Jerusalén, no lloréis por mí, llorad por vosotras y por vuestros hijos,
[…] porque, si esto hacen con el leño verde, ¿qué harán con el seco?»
(23,27-28.31).
Meditación
El llanto que Jesús confía a las hijas de Jerusalén como un gesto de
compasión, este llanto de las mujeres no falta nunca en este mundo.
Baja silenciosamente por las mejillas de las mujeres. Y, probablemente más a
menudo, de forma invisible en su corazón, como las lágrimas de sangre de las
que hablaba Catalina de Siena.
No es que las lágrimas correspondan de forma exclusiva a las mujeres, como
si su destino en la historia fuese el de llorar, pasiva e impotentemente,
mientras que son los hombres los que la escriben.
En efecto, sus llantos son también, y sobre todo, aquellos que ellas recogen
lejos de toda mirada y de todo reconocimiento, en un mundo en el que hay
mucho que llorar. El llanto de los niños aterrorizados, de los heridos en el
campo de batalla que llaman a su madre, el llanto solitario de los enfermos
y moribundos en el umbral de lo desconocido. El llanto de perdición que
corre por el rostro de este mundo, que fue creado en el primer día por
lágrimas de alegría, mientras el hombre y la mujer exultaban de júbilo.
Y también Etty Hillesum, mujer fuerte de Israel que se mantuvo en pie en
medio de la tempestad de la persecución nazi, y que defendió hasta el fin la
bondad de la vida, nos susurra al oído este secreto, que ella intuye al
final de su camino: en el rostro de Dios hay lágrimas que consolar, cuando
llora por la miseria de sus hijos. En el infierno que invade el mundo, ella
se atreve a orar a Dios: «Voy a tratar de ayudarte», le dice. Qué audacia
tan femenina y tan divina.
Oración
Señor, Dios nuestro, Dios de ternura y de piedad, Dios lleno de amor y
fidelidad, enséñanos, en los días felices, a no despreciar las lágrimas de
los pobres que claman a ti y que nos piden ayuda. Enséñanos a no pasar
indiferentes junto a ellos. Enséñanos a tener el valor de llorar con ellos.
Enséñanos también, en la noche de nuestros sufrimientos, de nuestras
soledades, de nuestras desilusiones, a escuchar la palabra de gracia que tú
nos revelaste en el monte: «Bienaventurados los que lloran, porque ellos
serán consolados» (Mt 5,5).
Pater Noster
Cristo muerto por nuestros pecados, Cristo Resucitado para vida nuestra,
te rogamos, ten piedad de nosotros
Octava estación: Jesús es despojado de sus vestiduras
Lectura del santo Evangelio según san Juan
Los soldados, cuando crucificaron a Jesús, tomaron su ropa, haciendo cuatro
partes, una para cada soldado, y apartaron la túnica. Era una túnica sin
costura, tejida toda de una pieza de arriba abajo (19,23).
Lectura del libro de Job
«Desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo volveré a él» (1,21).
Meditación
El cuerpo humillado de Jesús queda desnudo. Expuesto a las miradas de burla
y desprecio. El cuerpo de Jesús plagado de heridas y destinado al suplicio
extremo de la crucifixión. Humanamente, ¿qué otra cosa se puede hacer sino
bajar los ojos para no aumentar su vergüenza?
Pero el Espíritu nos ayuda en nuestra confusión. Nos enseña a entender el
lenguaje de Dios, el lenguaje de la kenosis, este abajamiento de Dios para
llegar hasta donde estamos nosotros. De este lenguaje de Dios nos habla el
teólogo ortodoxo Cristos Yanarás: «El lenguaje de la kenosis: Jesús recién
nacido, desnudo en el pesebre, desnudo en el río mientras recibe el bautismo
como un siervo, colgado en el árbol de la cruz, desnudo, como un malhechor.
Por medio de todo esto, él ha manifestado su amor por nosotros».
Adentrándonos en este misterio de gracia, podemos volver a mirar el cuerpo
martirizado de Jesús. Entonces comenzamos a descubrir aquello que nuestros
ojos no pueden ver: su desnudez resplandece con aquella misma luz que
irradiaba su túnica en el momento de la Transfiguración.
Luz que aleja toda tiniebla. Luz irresistible del amor hasta el extremo.
Oración
Señor, Dios nuestro, ponemos ante tus ojos la inmensa multitud de hombres
que sufren la tortura, la asombrosa muchedumbre de cuerpos maltratados,
temblando de angustia ante la amenaza de los golpes, muriendo en barrios
miserables.
Te suplicamos, recoge su gemido. El mal nos deja sin voz e indefensos.
Pero tú sabes hacer lo que nosotros no sabemos. Sabes encontrar una salida
en el caos y en la oscuridad del mal. Sabes hacer que la vida de la
resurrección brille ya en la pasión de tu Hijo amado. ¡Aumenta nuestra fe!
Te presentamos también la locura de los torturadores y de los que les
mandan. También esta nos deja sin palabras… excepto para rezarte e
implorarte entre lágrimas con las palabras de la oración que nos enseñaste:
«Líbranos del mal».
Pater Noster
Cristo muerto por nuestros pecados, Cristo Resucitado para vida nuestra,
te rogamos, ten piedad de nosotros
Novena estación: Jesús es crucificado
Lectura del santo Evangelio según san Lucas
Y cuando llegaron al lugar llamado «La Calavera», lo crucificaron allí, a él
y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Jesús decía:
«Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (23,33-34).
Lectura del libro del Profeta Isaías
Nuestro castigo saludable cayó sobre él, sus cicatrices nos curaron (53,5).
Meditación
En verdad, Dios está donde no debería estar.
El Hijo predilecto, el Santo de Dios, es ese cuerpo expuesto en una cruz de
infamia, abandonado al deshonor, en medio de dos malhechores. Hombre de
dolores ante quien se vuelve el rostro; a decir verdad, igual que se hace
con tantos seres humanos desfigurados que encontramos por nuestras calles.
El Verbo de Dios, por quien todo fue creado, ya no es más que carne muda y
sufriente. La crueldad de nuestra humanidad se ha cebado con él y ha
vencido. Sí, Dios está allí donde no debería estar, y sin embargo
necesitamos que esté allí.
Vino para compartir con nosotros su vida. «Tomad», dijo sin cesar mientras
ofrecía la salud a los enfermos, su perdón a los corazones extraviados, su
cuerpo en la cena pascual.
Pero ha caído en nuestras manos, en territorio de muerte y de violencia: la
de cada día en el mundo, que nos deja atónitos; y la que se insinúa dentro
de cada uno de nosotros.
Lo sabían bien los monjes asesinados en Tibhirine, los cuales, a la oración
«desármalos» añadían la petición «desármanos».
Era necesario que la dulzura de Dios visitase nuestro infierno, era el único
modo de librarnos del mal.
Era necesario que Jesucristo trajese la infinita ternura de Dios al corazón
del pecado del mundo.
Era necesario esto, para que la muerte, puesta ante la vida de Dios, se
retirase y cayese, como un enemigo que encuentra un rival más fuerte que él
y se dispersa en la nada.
Oración
Señor, Dios nuestro, acoge nuestra alabanza silenciosa.
Como los reyes que se quedan sin palabras ante la obra del Siervo revelada
por el profeta Isaías (cf. 52,15), nos quedamos estupefactos ante el cordero
inmolado por nuestra vida y la del mundo, y confesamos que por tus llagas
hemos sido curados. «¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Te
ofreceré un sacrificio de alabanza, invocando el nombre del Señor» (Sal
116,12.17).
Pater Noster
Cristo muerto por nuestros pecados, Cristo Resucitado para vida nuestra,
te rogamos, ten piedad de nosotros.
Décima estación: Jesús en la cruz es humillado
Lectura del santo Evangelio según san Lucas
El pueblo estaba mirando, pero los magistrados le hacían muecas, diciendo:
«A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el
Elegido». Se burlaban de él también los soldados, que se acercaban y le
ofrecían vinagre, diciendo: «Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti
mismo». Había también por encima de él un letrero: «Este es el rey de los
judíos». Uno de los malhechores crucificados lo insultaba, diciendo: «¿No
eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros» (23,35-39).
«Si eres Hijo de Dios, di a esta piedra que se convierta en pan». […] «Si
eres Hijo de Dios, tírate de aquí abajo, porque está escrito: […] (los
ángeles) te sostendrán en sus manos» (4,3.9-11).
Meditación
¿No habría podido Jesús bajarse de la cruz? A duras penas nos atrevemos a
hacernos esta pregunta. ¿Acaso el Evangelio no la pone en boca de los
impíos?
Y sin embargo, ella nos persigue en la medida en que aún seguimos formando
parte del mundo de la tentación a la que Jesús se enfrentó durante los
cuarenta días en el desierto, preludio e inicio de su ministerio: «Si eres
Hijo de Dios, di a esta piedra que se convierta en pan, tírate desde la
parte superior del templo, porque Dios cuida del que es su amigo». Pero en
la medida en que bautizados en su muerte y resurrección seguimos a
Jesucristo en su camino, el desafío del Maligno ya no tiene poder sobre
nosotros, se reduce a nada, su mentira queda desenmascarada.
Es entonces cuando se descubre la importancia absoluta de aquel «era
necesario» (Lc 24,26), que Jesús enseña con paciencia y ardor a los
caminantes de Emaús.
«Era necesario» que Cristo entrara en esta obediencia y en esta impotencia,
para llegar hasta nosotros en esa impotencia a la que nos ha llevado nuestra
desobediencia.
Comenzamos así a comprender que «sólo el Dios que sufre puede salvarnos»,
como escribió el pastor Dietrich Bonhoeffer unos meses antes de morir
asesinado, de tal manera que, experimentando en profundidad el poder del
mal, pudo resumir en esta verdad, simple y vertiginosa, la profesión de fe
cristiana.
Oración
Señor, Dios nuestro, ¿quién nos librará de las insidias del poder mundano?
¿Quién nos librará de la tiranía de la mentira, que nos lleva a enaltecer a
los poderosos y buscar a la vez las falsas glorias?
Sólo tú puedes convertir nuestros corazones.
Sólo tú puedes hacernos amar los senderos de la humildad.
Sólo tú…, que nos revelas que la única victoria es la del amor y que todo lo
demás no es más que paja que dispersa el viento, ilusión que desaparece
frente a tu verdad.
Te rogamos, Señor, disipa las mentiras que pretenden reinar en nuestros
corazones y en el mundo.
Haznos vivir según tus caminos, para que el mundo reconozca el poder de la
Cruz.
Pater Noster
Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
Undécima estación: Jesús y su Madre
Lectura del santo Evangelio según San Juan
Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María, la
de Cleofás, y María, la Magdalena. Jesús, al ver a su madre y junto a ella
al discípulo al que amaba, dijo a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo».
Luego, dijo al discípulo: «Ahí tienes a tu madre». Y desde aquella hora, el
discípulo la recibió como algo propio (19,25-27).
Meditación
También María ha llegado al final del camino. Ha llegado aquel día del que
hablaba el anciano Simeón. Cuando tomó en sus brazos temblorosos al niño y
su acción de gracias continuó con palabras misteriosas, que entrelazaban
contemporáneamente drama y esperanza, dolor y salvación.
«Este —había dicho— ha sido puesto para que muchos en Israel caigan y se
levanten; y será como un signo de contradicción —y a ti misma una espada te
traspasará el alma—, para que se pongan de manifiesto los pensamientos de
muchos corazones» (Lc 2,34-35).
Ya la visita del ángel había hecho resonar en su corazón un anuncio
increíble: Dios había escogido su vida para hacer florecer la novedad
prometida a Israel, que «ni el ojo vio, ni el oído oyó» (1 Co 2,9; cf. Is
64,3). Y ella aceptó ese proyecto divino que comenzó a transformar su cuerpo
y, que más tarde, condujo por caminos impredecibles al hijo nacido de sus
entrañas.
En los días ocultos de Nazaret y luego también en el tiempo de la vida
pública, cuando llegó la exigencia de hacerle sitio a la otra familia —la de
los discípulos, esos desconocidos que Jesús decía que eran sus hermanos,
hermanas y madres—, ella conservó todas estas cosas en su corazón, las
confió a la gran paciencia de su fe.
Hoy es el tiempo del cumplimiento. La lanza que atraviesa el costado del
Hijo traspasa también su corazón. También María se sumerge en la confianza
sin apoyo, en la que Jesús vive totalmente su obediencia al Padre.
De pie, ella no huye. Stabat Mater. En la oscuridad, pero convencida, sabe
que Dios cumple sus promesas. En la oscuridad, pero convencida, sabe que
Jesús es la promesa y su cumplimiento.
Oración
María, Madre de Dios y mujer de nuestra estirpe, tú que nos engendras
maternalmente en aquel que has engendrado, sostén nuestra fe en las horas de
oscuridad, enséñanos a esperar contra toda esperanza.
Haz que toda la Iglesia se mantenga en una espera fiel, a imagen de tu
fidelidad, humildemente dócil a los proyectos de Dios, que nos llevan hacia
donde no pensábamos ir; y que, más allá de toda expectativa, nos asocian a
la obra de la salvación.
Pater Noster
Salve, Regina, Mater Misericordiae; vita, dulcedo et spes nostra, salve.
Duodécima estación: Jesús muere en la cruz
Lectura del santo Evangelio según san Juan
[Jesús] dijo: «Tengo sed». Había allí un jarro lleno de vinagre. Y,
sujetando una esponja empapada en vinagre a una caña de hisopo, se la
acercaron a la boca. Jesús, cuando tomó el vinagre, dijo: «Está cumplido».
E, inclinando la cabeza, entregó el espíritu. […] Pero al llegar a Jesús,
viendo que ya había muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los
soldados, con la lanza, le traspasó el costado, y al punto salió sangre y
agua. El que lo vio da testimonio, y su testimonio es verdadero, y él sabe
que dice verdad, para que también vosotros creáis (19,28-30.33-35).
Meditación
Ahora todo está cumplido. La misión de Jesús está concluida. Vino desde el
Padre para la misión de la misericordia. La cumplió con una fidelidad que lo
llevó hasta el extremo del amor. Todo está cumplido. Jesús encomienda su
espíritu en las manos de Padre.
Es verdad, aparentemente todo parece hundirse en el silencio de la muerte
que desciende sobre el Gólgota y las tres cruces levantadas. En este día de
la Pasión, que llega a su fin, quien pasa por ese camino sólo puede ver la
derrota de Jesús, el fracaso de una esperanza que había alentado a muchos,
consolado a los pobres, levantado a los humillados, que hizo vislumbrar a
los discípulos que había llegado el tiempo en que Dios cumpliría las
promesas anunciadas por los profetas. Todo eso parecía perdido, destruido,
derrumbado.
Sin embargo, en medio de tanta decepción, el evangelista Juan hace que
pongamos los ojos en un pequeño detalle, y se detiene en él con solemnidad.
Agua y sangre brotan del costado del crucificado. ¡Oh maravilla! La herida
abierta por la lanza del soldado hace que salga el agua y la sangre que nos
hablan de vida y de nacimiento.
El mensaje es extremadamente discreto, pero muy elocuente para los corazones
que tienen un poco de memoria. Del cuerpo de Jesús brota el manantial que el
profeta vio salir del templo. El manantial que crece y se convierte en un
río caudaloso, cuyas aguas sanan y fecundan todo lo que tocan a su paso. ¿No
había Jesús dicho un día que su cuerpo es el nuevo templo? Y la «sangre de
la alianza» acompaña el agua. ¿No había Jesús hablado de su carne y su
sangre como alimento para la vida eterna?
Oración
Señor Jesús, en estos días santos del misterio pascual renueva en nosotros
el gozo de nuestro bautismo.
Al contemplar el agua y la sangre que brotan de tu costado, enséñanos a
reconocer en qué fuente se engendra nuestra vida, de qué caridad está
edificada tu Iglesia, para qué esperanza, que compartir con el mundo, tú nos
has elegido y enviado.
Aquí está la fuente de vida que lava todo el universo, que brota de la
herida de Cristo. Que nuestro bautismo sea para nosotros la única gloria,
con una acción de gracias llena de asombro.
Pater Noster
Digno es el Cordero degollado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría,
la fuerza,
el honor, la gloria y la alabanza por los siglos de los siglos.
Decimotercera estación: Jesús es bajado de la cruz
Lectura del santo Evangelio según san Lucas
[José de Arimatea], bajándolo de la cruz, lo envolvió en una sábana y lo
colocó en un sepulcro excavado en la roca, donde nadie había sido puesto
todavía (23,53).
Meditación
Gestos de atención y de honor para el cuerpo profanado y humillado de Jesús.
Algunos hombres y mujeres se encuentran al pie de la cruz. José, oriundo de
Arimatea, hombre «bueno y justo» (Lc 23,50), que pide el cuerpo a Pilato,
como refiere san Lucas; Nicodemo, aquel que fue a encontrar a Jesús de
noche, añade san Juan; y algunas mujeres que, tenazmente fieles, observaban.
La meditación de la Iglesia ha querido añadir a la Virgen María, que estaba
ciertamente también presente en este momento.
María, Madre de piedad, que recibe en sus brazos el cuerpo nacido de su
carne y que ha acompañado tiernamente, discretamente durante sus años de
vida, como madre que siempre cuida de su hijo. Ahora es un cuerpo inmenso el
que ella recoge, a medida de su dolor, a medida de la nueva creación que
nace de la pasión del amor que ha atravesado el corazón del hijo y de la
madre.
En el gran silencio que se creó después del griterío de los soldados, de las
burlas de los que pasaban y del murmullo de la crucifixión, los gestos son
ahora de dulzura, una caricia de respeto. José baja el cuerpo que se
abandona entre sus brazos. Lo envuelve en una sábana, lo pone dentro de un
sepulcro completamente nuevo, que espera a su huésped, en el jardín que está
al lado.
Jesús ha sido arrancado de las manos de sus verdugos. Ahora, muerto, se
encuentra entre aquellas de la ternura y de la compasión. La violencia de
los hombres homicidas ha pasado. La dulzura ha vuelto al lugar del suplicio.
Dulzura de Dios y de los suyos, esos corazones mansos a los que Jesús
promete un día que poseerán la tierra. Dulzura originaria de la creación y
del hombre a imagen de Dios. Dulzura del final, cuando toda lágrima será
enjugada, cuando el lobo habitará con el cordero, porque está lleno el país
del conocimiento del Señor (cf. Is 11, 6.9).
Canto a María
Oh María, no llores más: tu hijo, nuestro Señor, duerme en paz. Y su Padre,
en la gloria, abre las puertas de la vida.
Oh María, alégrate: Jesús resucitado venció a la muerte.
Pater Noster
En paz me acuesto y enseguida me duermo; me despierto y Tú me sostienes.
Decimocuarta estación: Jesús en el sepulcro y las mujeres
Lectura del santo Evangelio según san Lucas
Las mujeres que lo habían acompañado desde Galilea lo siguieron, y vieron el
sepulcro y cómo había sido colocado su cuerpo. Al regresar, prepararon
aromas y mirra. Y el sábado descansaron de acuerdo con el precepto
(23,55-56).
Meditación
Las mujeres se han marchado. Ya no está el que habían acompañado, caminando
premurosas e incansables por los caminos de Galilea. En esta tarde, les deja
únicamente por compañía el recuerdo de la visión del sepulcro y de la sábana
donde ahora reposa. Pobre y precioso recuerdo de los intensos días pasados.
Soledad y silencio. Por otra parte, se acerca el shabbat, que invita a
Israel a concluir el trabajo, como también hizo Dios cuando completó la
creación, llevándola a plenitud con su bendición.
Hoy se trata de otra plenitud; por ahora escondida e impenetrable.
Un Shabbat para quedarse hoy quietos con el corazón recogido y la memoria
oscurecida por las lágrimas. Para preparar también los perfumes y los aromas
con los que ellas mañana, al amanecer, rendirán el último tributo a su
cuerpo.
Sin embargo, con este gesto, ¿se preparan solamente a embalsamar su
esperanza? ¿Y si Dios hubiera predispuesto una respuesta a su solicitud que
ellas no logran ni siquiera prever, imaginar, intuir? El descubrimiento de
una tumba vacía…, el anuncio de que él ya no está allí, porque ha destruido
las puertas de la muerte…
Oración
Señor, Dios nuestro, dígnate ver y bendecir todos los gestos de las mujeres
que honran en este mundo la fragilidad del cuerpo humano, que ellas rodean
de dulzura y de honor.
Y a nosotros, que te hemos acompañado en este camino de amor hasta el final,
dígnate protegernos, junto a las mujeres del Evangelio, en la oración y en
la espera que han sido colmadas con la resurrección de Jesús, y que tu
Iglesia se dispone a celebrar en el júbilo de la noche pascual.
Pater Noster
A quien corresponden la gloria y el poder por los siglos de los siglos.
Amén.