Escuela de Oración - Catequesis de Benedicto XVI: La oración en la liturgia de la Iglesia
3 de octubre de 2012
" Hoy quiero que nos preguntemos: ¿reservo en mi vida un espacio suficiente
a la oración? Y, sobre todo, ¿qué lugar ocupa en mi relación con Dios la
oración litúrgica, especialmente la santa misa, como participación en la
oración común del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia?"
Queridos hermanos y hermanas:
En la última catequesis comencé a hablar de una de las fuentes privilegiadas
de la oración cristiana: la sagrada liturgia, que —como afirma el Catecismo
de la Iglesia católica— es «participación en la oración de Cristo, dirigida
al Padre en el Espíritu Santo. En la liturgia toda oración cristiana
encuentra su fuente y su término» (n. 1073). Hoy quiero que nos preguntemos:
¿reservo en mi vida un espacio suficiente a la oración? Y, sobre todo, ¿qué
lugar ocupa en mi relación con Dios la oración litúrgica, especialmente la
santa misa, como participación en la oración común del Cuerpo de Cristo, que
es la Iglesia?
Al responder a esta pregunta debemos recordar ante todo que la oración es la
relación viva de los hijos de Dios con su Padre infinitamente bueno, con su
Hijo Jesucristo y con el Espíritu Santo (cf. ibid., 2565). Por lo tanto, la
vida de oración consiste en estar de manera habitual en presencia de Dios y
ser conscientes de ello, vivir en relación con Dios como se viven las
relaciones habituales de nuestra vida, con los familiares más queridos, con
los verdaderos amigos. Es más, la relación con el Señor es la que dona luz
al resto de todas nuestras relaciones. Esta comunión de vida con Dios, uno y
trino, es posible porque por medio del Bautismo hemos sido injertados en
Cristo, hemos comenzado a ser una sola cosa con él (cf. Rm 6, 5).
Sólo en Cristo, en efecto, podemos dialogar con Dios Padre como hijos, de lo
contrario no es posible, pero en comunión con el Hijo podemos incluso decir
nosotros como dijo él: «Abbá». En comunión con Cristo podemos conocer a Dios
como verdadero Padre (cf. Mt 11, 27). Por esto, la oración cristiana
consiste en mirar constantemente y de manera siempre nueva a Cristo, hablar
con él, estar en silencio con él, escucharlo, obrar y sufrir con él. El
cristiano redescubre su verdadera identidad en Cristo, «primogénito de toda
criatura», en quien residen todas las cosas (cf. Col 1, 15ss). Al
identificarme con él, al ser una cosa sola con él, redescubro mi identidad
personal, la de hijo auténtico que mira a Dios como a un Padre lleno de
amor.
No olvidemos que a Cristo lo descubrimos, lo conocemos como Persona viva, en
la Iglesia. La Iglesia es «su Cuerpo». Esa corporeidad puede ser comprendida
a partir de las palabras bíblicas sobre el hombre y sobre la mujer: los dos
serán una sola carne (cf. Gn 2, 24; Ef 5, 30ss.; 1 Co 6, 16s). El vínculo
inseparable entre Cristo y la Iglesia, a través de la fuerza unificadora del
amor, no anula el «tú» y el «yo», sino que los eleva a su unidad más
profunda. Encontrar la propia identidad en Cristo significa llegar a la
comunión con él, que no me anula, sino que me eleva a una dignidad más alta,
la dignidad de hijo de Dios en Cristo: «La historia de amor entre Dios y el
hombre consiste precisamente en que esta comunión de voluntad crece en la
comunión del pensamiento y del sentimiento, de modo que nuestro querer y la
voluntad de Dios coinciden cada vez más» (Deus caritas est, 17). Rezar
significa elevarse a la altura de Dios mediante una transformación necesaria
y gradual de nuestro ser.
Así, participando en la liturgia, hacemos nuestra la lengua de la madre
Iglesia, aprendemos a hablar en ella y por ella. Esto sucede, naturalmente,
como ya he dicho, de modo gradual, poco a poco. Debo sumergirme
progresivamente en las palabras de la Iglesia, con mi oración, con mi vida,
con mi sufrimiento, con mi alegría, con mi pensamiento. Es un camino que nos
transforma.
Pienso, entonces, que estas reflexiones nos permiten responder a la pregunta
que nos hemos planteado al comienzo: ¿cómo aprendo a rezar? ¿Cómo crezco en
mi oración? Mirando el modelo que nos enseñó Jesús, el Padrenuestro, vemos
que la primera palabra es «Padre» y la segunda es «nuestro». La respuesta,
por lo tanto, es clara: aprendo a rezar, alimento mi oración, dirigiéndome a
Dios como Padre y orando-con-otros, orando con la Iglesia, aceptando el don
de sus palabras, que poco a poco llegan a ser para mí familiares y ricas de
sentido. El diálogo que Dios establece en la oración con cada uno de
nosotros, y nosotros con él, incluye siempre un «con»; no se puede rezar a
Dios de modo individualista. En la oración litúrgica, sobre todo en la
Eucaristía, y —formados por la liturgia— en toda oración, no hablamos sólo
como personas individuales, sino que entramos en el «nosotros» de la Iglesia
que ora. Debemos transformar nuestro «yo» entrando en este «nosotros».
Quiero poner de relieve otro aspecto importante. En el Catecismo de la
Iglesia católica leemos: «En la Liturgia de la Nueva Alianza, toda acción
litúrgica, especialmente la celebración de la Eucaristía y de los
sacramentos es un encuentro entre Cristo y la Iglesia» (n. 1097); por lo
tanto, quien celebra es el «Cristo total», toda la comunidad, el Cuerpo de
Cristo unido a su Cabeza. La liturgia, entonces, no es una especie de
«auto-manifestación» de una comunidad, sino que es, en cambio, salir del
simple «ser-uno-mismo», estar encerrado en sí mismo, y acceder al gran
banquete, entrar en la gran comunidad viva, en la cual Dios mismo nos
alimenta. La liturgia implica universalidad y este carácter universal debe
entrar siempre de nuevo en la conciencia de todos. La liturgia cristiana es
el culto del templo universal que es Cristo resucitado, cuyos brazos están
extendidos en la cruz para atraer a todos en el abrazo del amor eterno de
Dios. Es el culto del cielo abierto. Nunca es sólo el acontecimiento de una
sola comunidad, con su ubicación en el tiempo y en el espacio. Es importante
que cada cristiano se sienta y esté realmente insertado en este «nosotros»
universal, que proporciona la base y el refugio al «yo» en el Cuerpo de
Cristo, que es la Iglesia.
En esto debemos tener presente y aceptar la lógica de la Encarnación de
Dios: él se hizo cercano, presente, entrando en la historia y en la
naturaleza humana, haciéndose uno de nosotros. Y esta presencia continúa en
la Iglesia, su Cuerpo. La liturgia, entonces, no es el recuerdo de
acontecimientos pasados, sino que es la presencia viva del Misterio pascual
de Cristo que trasciende y une los tiempos y los espacios. Si en la
celebración no emerge la centralidad de Cristo no tendremos la liturgia
cristiana, totalmente dependiente del Señor y sostenida por su presencia
creadora. Dios obra por medio de Cristo y nosotros no podemos obrar sino por
medio de él y en él. Cada día debe crecer en nosotros la convicción de que
la liturgia no es un «hacer» nuestro o mío, sino que es acción de Dios en
nosotros y con nosotros.
Por lo tanto, no es la persona sola —sacerdote o fiel— o el grupo quien
celebra la liturgia, sino que la liturgia es primariamente acción de Dios a
través de la Iglesia, que tiene su historia, su rica tradición y su
creatividad. Esta universalidad y apertura fundamental, que es propia de
toda la liturgia, es una de las razones por la cual no puede ser ideada o
modificada por la comunidad o por los expertos, sino que deber ser fiel a
las formas de la Iglesia universal.
Incluso en la liturgia de la más pequeña comunidad está siempre presente
toda la Iglesia. Por ello, no existen «extranjeros» en la comunidad
litúrgica. En cada celebración litúrgica participa junta toda la Iglesia,
cielo y tierra, Dios y los hombres. La liturgia cristiana, incluso si se
celebra en un lugar y un espacio concreto, y expresa el «sí» de una
determinada comunidad, es católica por naturaleza, procede del todo y
conduce al todo, en unidad con el Papa, con los obispos, con los creyentes
de todas las épocas y de todos los lugares. Cuanto más una celebración está
animada por esta conciencia, tanto más fructuosamente se realiza en ella el
sentido auténtico de la liturgia.
Queridos amigos, la Iglesia se hace visible de muchas maneras: en la acción
caritativa, en los proyectos de misión y en el apostolado personal que cada
cristiano debe realizar en el propio ambiente. Pero el lugar donde se la
experimenta plenamente como Iglesia es en la liturgia: la liturgia es el
acto en el cual creemos que Dios entra en nuestra realidad y nosotros lo
podemos encontrar, lo podemos tocar. Es el acto en el cual entramos en
contacto con Dios: él viene a nosotros, y nosotros somos iluminados por él.
Por ello, cuando en las reflexiones sobre la liturgia sólo centramos nuestra
atención en cómo hacerla atrayente, interesante y bella, corremos el riesgo
de olvidar lo esencial: la liturgia se celebra para Dios y no para nosotros
mismos; es su obra; él es el sujeto; y nosotros debemos abrirnos a él y
dejarnos guiar por él y por su Cuerpo, que es la Iglesia.
Pidamos al Señor aprender cada día a vivir la sagrada liturgia,
especialmente la celebración eucarística, rezando en el «nosotros» de la
Iglesia, que dirige su mirada no a sí misma, sino a Dios, y sintiéndonos
parte de la Iglesia viva de todos los lugares y de todos los tiempos.
Gracias.