Escuela de Oración - Catequesis de Benedicto XVI: La oración de María
14 de marzo de 2012
"Venerar a la Madre de Jesús en la Iglesia, significa entonces aprender de
ella a ser una comunidad que ora: esta es una de las características
esenciales de la primera descripción de la comunidad cristiana descrita en
los Hechos de los Apóstoles (cf. 2,42). La oración está a menudo referida a
situaciones difíciles, de problemas personales que llevan a dirigirse a su
vez al Señor para tener luz, consuelo y ayuda".
Queridos hermanos y hermanas:
Con la catequesis de hoy me gustaría empezar a hablar de la oración en los
Hechos de los Apóstoles y en las cartas de San Pablo. San Lucas nos ha dado,
como sabemos, uno de los cuatro evangelios, dedicado a la vida terrena de
Jesús, pero también nos ha dejado aquello que se ha denominado el primer
libro sobre la historia de la Iglesia, es decir, los Hechos de los
Apóstoles. En estos dos libros, uno de los elementos recurrentes es
justamente la oración, sea la de Jesús, sea la de María, de los discípulos,
de las mujeres y de la comunidad cristiana. El camino inicial de la Iglesia
está marcado principalmente por la acción del Espíritu Santo, que transforma
a los apóstoles en testigos de Cristo resucitado hasta el derramamiento de
sangre, y de la rápida difusión de la palabra de Dios en oriente y
occidente. Sin embargo, antes que la proclamación del evangelio se propague,
Lucas narra la historia de la ascensión del Resucitado (cf. Hch. 1,6-9). A
los discípulos el Señor les entrega su programa de vida, dedicada a la
evangelización, y les dice: "Recibirán la fuerza del Espíritu Santo, que
vendrá sobre ustedes, y serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y
Samaria, y hasta los confines de la tierra". (Hch. 1,8). En Jerusalén, los
apóstoles que eran once, por la traición de Judas Iscariote, se reunieron en
la casa a orar, y justamente en oración esperan el don prometido de Cristo
resucitado, el Espíritu Santo.
En este contexto de espera, entre la ascensión y Pentecostés, san Lucas
menciona por última vez a María, la madre de Jesús, y su familia (v. 14). A
María le ha dedicado los inicios de su Evangelio, desde el anuncio del ángel
hasta el nacimiento y la infancia del Hijo de Dios hecho hombre. Con María
comienza la vida terrena de Jesús y con María comienzan también los primeros
pasos de la Iglesia; en ambas ocasiones el clima es de escucha de Dios, de
recogimiento. Hoy, por lo tanto, quisiera detenerme sobre esta presencia
orante de la Virgen en el grupo de los discípulos, que serán la primera
Iglesia naciente. María siguió con discreción todo el camino de su Hijo
durante la vida pública, hasta el pie de la cruz, y ahora continúa
siguiendo, con una oración silenciosa, el camino de la Iglesia. En la
anunciación, en la casa de Nazaret, María recibe al ángel de Dios, y atenta
a sus palabras, lo acoge y responde al designio divino, expresando su total
disponibilidad: "He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu
palabra" (cf. Lc 1,38). María, por la misma actitud interior de escucha, es
capaz de leer su propia historia, reconociendo con humildad que es el Señor
el que actúa. En la visita a su pariente Isabel, prorrumpe en una oración de
alabanza y de alegría, de celebración de la gracia divina que ha llenado su
corazón y su vida, haciéndola la Madre del Señor (cf. Lc. 1,46-55).
Alabanza, acción de gracias, alegría: en el cántico del Magnificat, María no
ve solo lo que Dios ha hecho en ella, sino también a lo que hizo y hace
continuamente en la historia. San Ambrosio, en un famoso comentario sobre el
Magnificat, invita a tener el mismo espíritu en la oración y dice: "Que en
cada uno esté el espíritu de María para alabar al Señor, y esté en cada uno
el espíritu individual de María para exultar a Dios" (Expositio Evangelii
secundum Lucam 2, 26: PL 15, 1561).
Incluso en el cenáculo de Jerusalén, en la "habitación del piso alto, donde
solían reunirse" los discípulos de Jesús (cf. Hch. 1,13), en un clima de
escucha y de oración, ella está presente, antes de que las puertas se abran
de par en par y comiencen a anunciar a Cristo el Señor a todos los pueblos,
enseñándoles a guardar todo lo que les había mandado (cf. Mt. 28,19-20). Las
etapas del camino de María, de la casa de Nazaret a la de Jerusalén, a
través de la cruz donde su Hijo la encomienda al apóstol Juan, se
caracterizan por la capacidad de mantener un clima persistente de
recogimiento, para meditar cada evento en el silencio de su corazón frente a
Dios (cf. Lc. 2,19-51) y en la meditación delante de Dios, hasta entender su
voluntad y ser capaz de aceptarla en su interior. La presencia de la Madre
de Dios con los once, después de la Ascensión, no es sólo un registro
histórico de una cosa del pasado, sino que adquiere un significado de gran
valor, porque Ella comparte con ellos lo más valioso: la memoria viva de
Jesús, en la oración; comparte esta misión de Jesús: preservar la memoria de
Jesús y así mantener su presencia.
La última mención de María en los dos escritos de san Lucas se dan en el
sábado: el día del descanso de Dios después de la creación, el día de
silencio después de la muerte de Jesús y de la espera de su Resurrección. Y
en este episodio tiene sus raíces la tradición de Santa María en sábado.
Entre la Ascensión del Resucitado y el primer pentecostés cristiano, los
apóstoles y la Iglesia se reúnen con María para esperar con ella el don del
Espíritu Santo, sin el cual no se puede llegar a ser testigos. Ella, que ya
lo ha recibido por haber generado el Verbo encarnado, comparte con toda la
Iglesia la espera del mismo don, para que en el corazón de cada creyente
"sea formado Cristo" (cf. Ga. 4,19). Si no hay Iglesia sin Pentecostés, no
hay tampoco Pentecostés sin la Madre de Jesús, porque ella ha vivido de una
forma única, lo que la Iglesia experimenta cada día bajo la acción del
Espíritu Santo. San Cromacio de Aquilea comenta así el registro de los
Hechos de los Apóstoles: "Se reunió por lo tanto la Iglesia, en la
habitación del piso superior junto con María, la Madre de Jesús, y junto a
sus hermanos. Por consiguiente, no se puede hablar de Iglesia si no está
presente María, la Madre del Señor... La iglesia de Cristo está allí donde
se predica la Encarnación de Cristo en la Virgen, y, donde predican los
apóstoles, que son los hermanos del Señor, allí se escucha el evangelio"
(Sermo 30,1: SC 164, 135).
El Concilio Vaticano II ha querido poner de relieve, en particular, este
vínculo que se manifiesta visiblemente en el orar junto con María y con los
Apóstoles, en el mismo lugar, a la espera del Espíritu Santo. La
constitución dogmática Lumen Gentium afirma: "Por no haber querido Dios
manifestar solemnemente el misterio de la salvación humana antes de derramar
el Espíritu prometido por Cristo, vemos que los Apóstoles, antes del día de
Pentecostés, «perseveraban unánimes en la oración con algunas mujeres, con
María, la Madre de Jesús, y con los hermanos de éste» (Hch 1, 14), y que
también María imploraba con sus oraciones el don del Espíritu, que en la
Anunciación ya la había cubierto a ella con su sombra." (n. 59). El lugar
privilegiado de María es la Iglesia, que es "proclamada como miembro
excelentísimo y enteramente singular…, tipo y ejemplar acabadísimo de la
misma en la fe y en la caridad, (ib., n. 53).
Venerar a la Madre de Jesús en la Iglesia, significa entonces aprender de
ella a ser una comunidad que ora: esta es una de las características
esenciales de la primera descripción de la comunidad cristiana descrita en
los Hechos de los Apóstoles (cf. 2,42). La oración está a menudo referida a
situaciones difíciles, de problemas personales que llevan a dirigirse a su
vez al Señor para tener luz, consuelo y ayuda. María nos invita a abrir las
dimensiones de la oración, a dirigirnos a Dios no solo en la necesidad y no
solo para sí mismo, sino de modo unánime, perseverante, fiel, con un "solo
corazón y una sola alma" (cf. Hch. 4,32 ).
Queridos amigos, la vida humana atraviesa diversas etapas de transición, a
menudo difíciles y exigentes, que requieren decisiones obligatorias,
renuncias y sacrificios. La Madre de Jesús ha sido colocada por el Señor en
momentos decisivos de la historia de la salvación y ha sabido responder
siempre con plena disponibilidad, fruto de una profunda relación con Dios,
madurada en la oración asidua e intensa. Entre el viernes de la Pasión y el
domingo de la Resurrección, a ella se le confió el discípulo amado, y con él
a toda la comunidad de los discípulos (cf. Jn. 19,26). Entre la Ascensión y
Pentecostés, ella está con y en la Iglesia en oración (cf. Hch. 1,14). Madre
de Dios y Madre de la Iglesia, María ejerce su maternidad hasta el final de
la historia. Le encomendamos todas las fases del paso de nuestra existencia
personal y eclesial, no menos que la de nuestro tránsito final. María nos
enseña la necesidad de la oración y nos muestra que sólo con un vínculo
constante, íntimo, lleno de amor con su hijo, podemos salir de "nuestra
casa", de nosotros mismos, con coraje, para llegar a los confines del mundo
y proclamar en todas partes al Señor Jesús, salvador del mundo.