Escuela de Oración - Catequesis de Benedicto XVI: La intercesión de Moisés por su pueblo (Ex 32, 7-14)
1 de junio de 2011
Queridos hermanos y hermanas:
Leyendo el Antiguo Testamento, resalta una figura entre las demás: la de
Moisés, precisamente como hombre de oración. Moisés, el gran profeta y
caudillo del tiempo del Éxodo, desempeñó su función de mediador entre Dios e
Israel haciéndose portador, ante el pueblo, de las palabras y de los
mandamientos divinos, llevándolo hacia la libertad de la Tierra Prometida,
enseñando a los israelitas a vivir en la obediencia y en la confianza hacia
Dios durante la larga permanencia en el desierto, pero también, y diría
sobre todo, orando. Reza por el faraón cuando Dios, con las plagas, trataba
de convertir el corazón de los egipcios (cf. Ex 8–10); pide al Señor la
curación de su hermana María enferma de lepra (cf. Nm 12, 9-13); intercede
por el pueblo que se había rebelado, asustado por el relato de los
exploradores (cf. Nm 14, 1-19); reza cuando el fuego estaba a punto de
devorar el campamento (cf. Nm 11, 1-2) y cuando serpientes venenosas hacían
estragos (cf. Nm 21, 4-9); se dirige al Señor y reacciona protestando cuando
su misión se había vuelto demasiado pesada (cf. Nm 11, 10-15); ve a Dios y
habla con él «cara a cara, como habla un hombre con su amigo» (cf. Ex 24,
9-17; 33, 7-23; 34, 1-10.28-35).
También cuando el pueblo, en el Sinaí, pide a Aarón que haga el becerro de
oro, Moisés ora, explicando de modo emblemático su función de intercesor. El
episodio se narra en el capítulo 32 del Libro del Éxodo y tiene un relato
paralelo en el capítulo 9 del Deuteronomio. En la catequesis de hoy quiero
reflexionar sobre este episodio y, en particular, sobre la oración de Moisés
que encontramos en el relato del Éxodo. El pueblo de Israel se encontraba al
pie del Sinaí mientras Moisés, en el monte, esperaba el don de las tablas de
la Ley, ayunando durante cuarenta días y cuarenta noches (cf. Ex 24, 18; Dt
9, 9). El número cuarenta tiene valor simbólico y significa la totalidad de
la experiencia, mientras que con el ayuno se indica que la vida viene de
Dios, que es él quien la sostiene. El hecho de comer, en efecto, implica
tomar el alimento que nos sostiene; por eso, en este caso ayunar,
renunciando al alimento, adquiere un significado religioso: es un modo de
indicar que no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de
la boca del Señor (cf. Dt 8, 3). Ayunando, Moisés muestra que espera el don
de la Ley divina como fuente de vida: esa Ley revela la voluntad de Dios y
alimenta el corazón del hombre, haciéndolo entrar en una alianza con el
Altísimo, que es fuente de la vida, es la vida misma.
Pero, mientras el Señor, en el monte, da a Moisés la Ley, al pie del monte
el pueblo la transgrede. Los israelitas, incapaces de resistir a la espera y
a la ausencia del mediador, piden a Aarón: «Anda, haznos un dios que vaya
delante de nosotros, pues a ese Moisés que nos sacó de Egipto no sabemos qué
le ha pasado» (Ex 32, 1). Cansado de un camino con un Dios invisible, ahora
que también Moisés, el mediador, ha desaparecido, el pueblo pide una
presencia tangible, palpable, del Señor, y encuentra en el becerro de metal
fundido hecho por Aarón, un dios que se ha vuelto accesible, manipulable, al
alcance del hombre. Esta es una tentación constante en el camino de fe:
eludir el misterio divino construyendo un dios comprensible, correspondiente
a sus propios esquemas, a sus propios proyectos. Lo que acontece en el Sinaí
muestra toda la necedad y la ilusoria vanidad de esta pretensión porque,
como afirma irónicamente el Salmo 106, «cambiaron su gloria por la imagen de
un toro que come hierba» (Sal 106, 20). Por eso, el Señor reacciona y ordena
a Moisés que baje del monte, revelándole lo que el pueblo estaba haciendo y
terminando con estas palabras: «Deja que mi ira se encienda contra ellos
hasta consumirlos. Y de ti haré un gran pueblo» (Ex 32, 10). Como hizo a
Abraham a propósito de Sodoma y Gomorra, también ahora Dios revela a Moisés
lo que piensa hacer, como si no quisiera actuar sin su consentimiento (cf.
Am 3, 7). Dice: «Deja que mi ira se encienda contra ellos». En realidad, ese
«deja que mi ira se encienda contra ellos» se dice precisamente para que
Moisés intervenga y le pida que no lo haga, revelando así que el deseo de
Dios siempre es la salvación. Como en el caso de las dos ciudades del tiempo
de Abraham, el castigo y la destrucción, en los que se manifiesta la ira de
Dios como rechazo del mal, indican la gravedad del pecado cometido; al mismo
tiempo, la petición de intercesión quiere manifestar la voluntad de perdón
del Señor. Esta es la salvación de Dios, que implica misericordia, pero a la
vez denuncia de la verdad del pecado, del mal que existe, de modo que el
pecador, reconociendo y rechazando su pecado, deje que Dios lo perdone y lo
transforme. Así, la oración de intercesión hace operante, dentro de la
realidad corrompida del hombre pecador, la misericordia divina, que
encuentra voz en la súplica del orante y se hace presente a través de él
donde hay necesidad de salvación.
La súplica de Moisés está totalmente centrada en la fidelidad y la gracia
del Señor. Se refiere ante todo a la historia de redención que Dios comenzó
con la salida de Israel de Egipto, y prosigue recordando la antigua promesa
dada a los Padres. El Señor realizó la salvación liberando a su pueblo de la
esclavitud egipcia. ¿Por qué entonces —pregunta Moisés— «han de decir los
egipcios: “Con mala intención los sacó, para hacerlos morir en las montañas
y exterminarlos de la superficie de la tierra”?» (Ex 32, 12). La obra de
salvación comenzada debe ser llevada a término; si Dios hiciera perecer a su
pueblo, eso podría interpretarse como el signo de una incapacidad divina de
llevar a cabo el proyecto de salvación. Dios no puede permitir esto: él es
el Señor bueno que salva, el garante de la vida; es el Dios de misericordia
y perdón, de liberación del pecado que mata. Así Moisés apela a Dios, a la
vida interior de Dios contra la sentencia exterior. Entonces —argumenta
Moisés con el Señor—, si sus elegidos perecen, aunque sean culpables, él
podría parecer incapaz de vencer el pecado. Y esto no se puede aceptar.
Moisés hizo experiencia concreta del Dios de salvación, fue enviado como
mediador de la liberación divina y ahora, con su oración, se hace intérprete
de una doble inquietud, preocupado por el destino de su pueblo, y al mismo
tiempo preocupado por el honor que se debe al Señor, por la verdad de su
nombre. El intercesor, de hecho, quiere que el pueblo de Israel se salve,
porque es el rebaño que le ha sido confiado, pero también para que en esa
salvación se manifieste la verdadera realidad de Dios. Amor a los hermanos y
amor a Dios se compenetran en la oración de intercesión, son inseparables.
Moisés, el intercesor, es el hombre movido por dos amores, que en la oración
se sobreponen en un único deseo de bien.
Después, Moisés apela a la fidelidad de Dios, recordándole sus promesas:
«Acuérdate de tus siervos, Abraham, Isaac e Israel, a quienes juraste por ti
mismo: “Multiplicaré vuestra descendencia como las estrellas del cielo, y
toda esta tierra de que he hablado se la daré a vuestra descendencia para
que la posea para siempre”» (Ex 32, 13). Moisés recuerda la historia
fundadora de los orígenes, recuerda a los Padres del pueblo y su elección,
totalmente gratuita, en la que únicamente Dios tuvo la iniciativa. No por
sus méritos habían recibido la promesa, sino por la libre elección de Dios y
de su amor (cf. Dt 10, 15). Y ahora, Moisés pide al Señor que continúe con
fidelidad su historia de elección y de salvación, perdonando a su pueblo. El
intercesor no presenta excusas para el pecado de su gente, no enumera
presuntos méritos ni del pueblo ni suyos, sino que apela a la gratuidad de
Dios: un Dios libre, totalmente amor, que no cesa de buscar a quien se ha
alejado, que permanece siempre fiel a sí mismo y ofrece al pecador la
posibilidad de volver a él y de llegar a ser, con el perdón, justo y capaz
de fidelidad. Moisés pide a Dios que se muestre más fuerte incluso que el
pecado y la muerte, y con su oración provoca este revelarse divino. El
intercesor, mediador de vida, se solidariza con el pueblo; deseoso
únicamente de la salvación que Dios mismo desea, renuncia a la perspectiva
de llegar a ser un nuevo pueblo grato al Señor. La frase que Dios le había
dirigido, «Y de ti haré un gran pueblo», ni siquiera es tomada en cuenta por
el «amigo» de Dios, que en cambio está dispuesto a asumir sobre sí no sólo
la culpa de su gente, sino todas sus consecuencias. Cuando, después de la
destrucción del becerro de oro, volverá al monte a fin de pedir de nuevo la
salvación para Israel, dirá al Señor: «Ahora, o perdonas su pecado o me
borras del libro que has escrito» (v. 32). Con la oración, deseando lo que
es deseo de Dios, el intercesor entra cada vez más profundamente en el
conocimiento del Señor y de su misericordia y se vuelve capaz de un amor que
llega hasta el don total de sí. En Moisés, que está en la cima del monte
cara a cara con Dios y se hace intercesor por su pueblo y se ofrece a sí
mismo —«o me borras»—, los Padres de la Iglesia vieron una prefiguración de
Cristo, que en la alta cima de la cruz realmente está delante de Dios, no
sólo como amigo sino como Hijo. Y no sólo se ofrece —«o me borras»—, sino
que con el corazón traspasado se deja borrar, se convierte, como dice san
Pablo mismo, en pecado, lleva sobre sí nuestros pecados para salvarnos a
nosotros; su intercesión no sólo es solidaridad, sino identificación con
nosotros: nos lleva a todos en su cuerpo. Y así toda su existencia de hombre
y de Hijo es un grito al corazón de Dios, es perdón, pero perdón que
transforma y renueva.
Creo que debemos meditar esta realidad. Cristo está delante del rostro de
Dios y pide por mí. Su oración en la cruz es contemporánea de todos los
hombres, es contemporánea de mí: él ora por mí, ha sufrido y sufre por mí,
se ha identificado conmigo tomando nuestro cuerpo y el alma humana. Y nos
invita a entrar en esta identidad suya, haciéndonos un cuerpo, un espíritu
con él, porque desde la alta cima de la cruz él no ha traído nuevas leyes,
tablas de piedra, sino que se trajo a sí mismo, trajo su cuerpo y su sangre,
como nueva alianza. Así nos hace consanguíneos con él, un cuerpo con él,
identificados con él. Nos invita a entrar en esta identificación, a estar
unidos a él en nuestro deseo de ser un cuerpo, un espíritu con él. Pidamos
al Señor que esta identificación nos transforme, nos renueve, porque el
perdón es renovación, es transformación.
Quiero concluir esta catequesis con las palabras del apóstol san Pablo a los
cristianos de Roma: «¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Dios es el que
justifica. ¿Quién condenará? ¿Acaso Cristo Jesús, que murió, más todavía,
resucitó y está a la derecha de Dios y que además intercede por nosotros?
¿Quién nos separará del amor de Cristo? (…) Ni muerte, ni vida, ni ángeles,
ni principados, (…) ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de
Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rm 8, 33-35.38.39).