Catequesis del Papa Francisco sobre la Oración
28. Rezar en comunión con los santos
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy quisiera reflexionar sobre la relación entre la oración y la comunión de
los santos. De hecho, cuando rezamos, nunca lo hacemos solos: aunque no lo
pensemos, estamos inmersos en un majestuoso río de invocaciones que nos
precede y continúa después de nosotros.
En las oraciones que encontramos en la Biblia, y que a menudo resuenan en la
liturgia, vemos la huella de historias antiguas, de liberaciones
prodigiosas, de deportaciones y tristes exilios, de regresos conmovidos, de
alabanzas derramadas ante las maravillas de la creación... Y así estas voces
se difunden de generación en generación, en una relación continua entre la
experiencia personal y la del pueblo y la humanidad a la que pertenecemos.
Nadie puede desprenderse de su propia historia, de la historia de su propio
pueblo, siempre llevamos esta herencia en nuestras costumbres y también en
la oración. En la oración de alabanza, especialmente en la que brota del
corazón de los pequeños y los humildes, resuena algo del cántico del
Magnificat que María elevó a Dios ante su pariente Isabel; o de la
exclamación del anciano Simeón que, tomando al Niño Jesús en sus brazos,
dijo así: «Ahora Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se
vaya en paz» (Lc 2,29).
Las oraciones —las buenas— son “difusivas”, se propagan continuamente, con o
sin mensajes en las redes sociales: desde las salas del hospital, desde las
reuniones festivas y hasta desde los momentos en que se sufre en silencio...
El dolor de cada uno es el dolor de todos, y la felicidad de uno se derrama
sobre el alma de los demás. El dolor y la felicidad son parte de la única
historia: son historias que se convierten en historia en la propia vida. Se
revive la historia con palabras propias, pero la experiencia es la misma.
Las oraciones siempre renacen: cada vez que juntamos las manos y abrimos
nuestro corazón a Dios, nos encontramos en compañía de santos anónimos y
santos reconocidos que rezan con nosotros, y que interceden por nosotros,
como hermanos y hermanas mayores que han pasado por nuestra misma aventura
humana. En la Iglesia no hay duelo solitario, no hay lágrima que caiga en el
olvido, porque todo respira y participa de una gracia común. No es una
casualidad que en las iglesias antiguas las sepulturas estuvieran en el
jardín alrededor del edificio sagrado, como para decir que la multitud de
los que nos precedieron participa de alguna manera en cada Eucaristía. Están
nuestros padres y abuelos, nuestros padrinos y madrinas, los catequistas y
otros educadores… Esa fe transmitida, que hemos recibido: con la fe se ha
transmitido también la forma de orar, la oración.
Los santos todavía están aquí, no lejos de nosotros; y sus representaciones
en las iglesias evocan esa “nube de testigos” que siempre nos rodea (cf. Hb
12, 1). Hemos escuchado al principio la lectura del pasaje de la Carta a los
Hebreos. Son testigos que no adoramos —por supuesto, no adoramos a estos
santos—, pero que veneramos y que de mil maneras diferentes nos remiten a
Jesucristo, único Señor y Mediador entre Dios y el hombre. Un santo que no
te remite a Jesucristo no es un santo, ni siquiera cristiano. El Santo te
recuerda a Jesucristo porque recorrió el camino de la vida como cristiano.
Los santos nos recuerdan que también en nuestra vida, aunque débil y marcada
por el pecado, la santidad puede florecer. Leemos en los Evangelios que el
primer santo “canonizado” fue un ladrón y fue “canonizado” no por un Papa,
sino por el mismo Jesús. La santidad es un camino de vida, de encuentro con
Jesús, ya sea largo, corto, o un instante, pero siempre es un testimonio. Un
santo es el testimonio de un hombre o una mujer que han conocido a Jesús y
han seguido a Jesús. Nunca es tarde para convertirse al Señor, bueno y
grande en el amor (cf. Sal 102, 8).
El Catecismo explica que los santos «contemplan a Dios, lo alaban y no dejan
de cuidar de aquéllos que han quedado en la tierra. […] Su intercesión es su
más alto servicio al plan de Dios. Podemos y debemos rogarles que intercedan
por nosotros y por el mundo entero» (CCE, 2683). En Cristo hay una
solidaridad misteriosa entre los que han pasado a la otra vida y nosotros
los peregrinos en esta: nuestros seres queridos fallecidos continúan
cuidándonos desde el Cielo. Rezan por nosotros y nosotros rezamos por ellos,
y rezamos con ellos.
Este vínculo de oración entre nosotros y los santos, es decir, entre
nosotros y personas que han alcanzado la plenitud de la vida, este vínculo
de oración lo experimentamos ya aquí, en la vida terrena: oramos los unos
por los otros, pedimos y ofrecemos oraciones... La primera forma de rezar
por alguien es hablar con Dios de él o de ella. Si lo hacemos con
frecuencia, todos los días, nuestro corazón no se cierra, permanece abierto
a los hermanos. Rezar por los demás es la primera forma de amarlos y nos
empuja a una cercanía concreta. Incluso en los momentos de conflicto, una
forma de resolver el conflicto, de suavizarlo, es rezar por la persona con
la que estoy en conflicto. Y algo cambia con la oración. Lo primero que
cambia es mi corazón, es mi actitud. El Señor lo cambia para hacer posible
un encuentro, un nuevo encuentro y para evitar que el conflicto se convierta
en una guerra sin fin.
La primera forma de afrontar un momento de angustia es pedir a los hermanos,
a los santos sobre todo, que recen por nosotros. ¡El nombre que nos dieron
en el Bautismo no es una etiqueta ni una decoración! Suele ser el nombre de
la Virgen, de un santo o de una santa, que no desean más que “echarnos una
mano” en la vida, echarnos una mano para obtener de Dios las gracias que más
necesitamos. Si en nuestra vida las pruebas no han superado el colmo, si
todavía somos capaces de perseverar, si a pesar de todo seguimos adelante
con confianza, quizás todo esto, más que a nuestros méritos, se lo debemos a
la intercesión de tantos santos, unos en el Cielo, otros peregrinos como
nosotros en la tierra, que nos han protegido y acompañado porque todos
sabemos que aquí en la tierra hay gente santa, hombres y mujeres santos que
viven en santidad. Ellos no lo saben, nosotros tampoco lo sabemos, pero hay
santos, santos de todos los días, santos escondidos o como me gusta decir
los “santos de la puerta de al lado”, los que viven con nosotros en la vida,
que trabajan con nosotros y llevan una vida de santidad.
Bendito sea Jesucristo, único Salvador del mundo, junto con este inmenso
florecimiento de santos y santas, que pueblan la tierra y que han hecho de
su vida una alabanza a Dios. Porque —como afirmaba san Basilio— «el santo es
para el Espíritu un lugar propio, ya que se ofrece a habitar con Dios y es
llamado templo suyo» (Liber de Spiritu Sancto, 26, 62: PG 32, 184A; cf. CCE,
2684).
Saludos:
Saludo cordialmente a los fieles de lengua española. En esta octava de
Pascua pedimos a Cristo resucitado, por intercesión de todos los santos y
santas del Señor, que nos conceda las gracias que más necesitamos para
superar los momentos difíciles y hacer de nuestra vida, en comunión con toda
la Iglesia, una alabanza agradable a Él. Que Dios los bendiga. Muchas
gracias.
LLAMAMIENTOS
Deseo asegurar mi recuerdo en la oración por las víctimas de las
inundaciones que azotaron Indonesia y Timor Oriental en los últimos días.
Que el Señor acoja a los muertos, consuele a sus familias y sostenga a
quienes han perdido sus hogares.
Ayer fue el Día Internacional del Deporte para el Desarrollo y la Paz,
proclamado por las Naciones Unidas. Espero que pueda relanzar la experiencia
del deporte como un evento de equipo, para fomentar el diálogo solidario
entre diferentes culturas y pueblos.
En esta perspectiva, me complace animar a la Athletica Vaticana a continuar
su compromiso de difundir la cultura de la fraternidad en el deporte,
prestando mucha atención a las personas más frágiles, convirtiéndose así en
testigos de paz.
Resumen leído por el Santo Padre en español
Queridos hermanos y hermanas:
Reflexionamos hoy sobre la relación entre la oración y la comunión de los
santos. Cuando rezamos nunca estamos solos, sino en compañía de otros
hermanos y hermanas en la fe, tanto de los que nos han precedido como de los
que aún peregrinan a nuestro lado. En esta comunión, los santos —sean
reconocidos o anónimos, “de la puerta de al lado”— rezan e interceden por y
con nosotros. Junto a ellos, estamos inmersos en un mar de invocaciones y
súplicas que se elevan al Padre.
En las oraciones que encontramos en la Biblia, y que a menudo resuenan en la
liturgia, podemos reconocer las voces de muchas personas que han vivido la
misma aventura humana. Esas oraciones, que pueden ser de petición, de acción
de gracias o de alabanza —como el Magníficat, el Benedictus— se difunden de
generación en generación. Y así, cada vez que juntamos las manos y abrimos
el corazón para rezar, nos unimos a la oración del único santo Pueblo fiel
de Dios.
Vivimos la comunión en la oración cuando rezamos unos por otros, cuando
pedimos y ofrecemos plegarias por diversas necesidades. El primer modo de
rezar por alguien es hablarle a Dios de esa persona. Si lo hacemos con
frecuencia, cada día, nuestro corazón no se cierra, sino que permanece
abierto a los demás. Rezar por otras personas es el primer modo de amarlas y
de estarles cerca de manera concreta.