Catequesis del Papa Francisco sobre la Oración
21. La oración de alabanza
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Proseguimos la catequesis sobre la oración y damos espacio a la dimensión de
la alabanza.
Hacemos referencia a un pasaje crítico de la vida de Jesús. Después de los
primeros milagros y la implicación de los discípulos en el anuncio del Reino
de Dios, la misión del Mesías atraviesa una crisis. Juan Bautista duda y le
hace llegar este mensaje —Juan está en la cárcel—: «¿Eres tú el que ha de
venir, o debemos esperar a otro?» (Mt 11,3). Él siente esta angustia de no
saber si se ha equivocado en el anuncio. En la vida siempre hay momentos
oscuros, momentos de noche espiritual, y Juan está pasando este momento. Hay
hostilidad en los pueblos del lago, donde Jesús había realizado tantos
signos prodigiosos (cf. Mt 11,20-24). Ahora, precisamente en este momento de
decepción, Mateo relata un hecho realmente sorprendente: Jesús no eleva al
Padre un lamento, sino un himno de júbilo: «Yo te bendigo, Padre, Señor del
cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e
inteligentes, y se las has revelado a pequeños» (Mt 11,25). Es decir, en
plena crisis, en plena oscuridad en el alma de tanta gente, como Juan el
Bautista, Jesús bendice al Padre, Jesús alaba al Padre. ¿Pero por qué?
Sobre todo lo alaba por lo que es: «Padre, Señor del cielo y de la tierra».
Jesús se regocija en su espíritu porque sabe y siente que su Padre es el
Dios del universo, y viceversa, el Señor de todo lo que existe es el Padre,
“Padre mío”. De esta experiencia de sentirse “el hijo del Altísimo” brota la
alabanza. Jesús se siente hijo del Altísimo.
Y después Jesús alaba al Padre porque favorece a los pequeños. Es lo que Él
mismo experimenta predicando en los pueblos: los “sabios” y los
“inteligentes” permanecen desconfiados y cerrados, hacen cálculos; mientras
que los “pequeños” se abren y acogen el mensaje. Esto solo puede ser
voluntad del Padre, y Jesús se alegra. También nosotros debemos alegrarnos y
alabar a Dios porque las personas humildes y sencillas acogen el Evangelio.
Yo me alegro cuando veo esta gente sencilla, esta gente humilde que va en
peregrinación, que va a rezar, que canta, que alaba, gente a la cual quizá
le faltan muchas cosas pero la humildad les lleva a alabar a Dios. En el
futuro del mundo y en las esperanzas de la Iglesia están siempre los
“pequeños”: aquellos que no se consideran mejores que los otros, que son
conscientes de los propios límites y de los propios pecados, que no quieren
dominar sobre los otros, que, en Dios Padre, se reconocen todos hermanos.
Por lo tanto, en ese momento de aparente fracaso, donde todo está oscuro,
Jesús reza alabando al Padre. Y su oración nos conduce también a nosotros,
lectores del Evangelio, a juzgar de forma diferente nuestras derrotas
personales, las situaciones en las que no vemos clara la presencia y la
acción de Dios, cuando parece que el mal prevalece y no hay forma de
detenerlo. Jesús, que también recomendó mucho la oración de súplica,
precisamente en el momento en el que habría tenido motivo de pedir
explicaciones al Padre, sin embargo lo alaba. Parece una contradicción, pero
está ahí, la verdad.
¿A quién sirve la alabanza? ¿A nosotros o a Dios? Un texto de la liturgia
eucarística nos invita a rezar a Dios de esta manera, dice así. «Aunque no
necesitas nuestra alabanza, tú inspiras en nosotros que te demos gracias,
para que las bendiciones que te ofrecemos nos ayuden en el camino de la
salvación por Cristo, Señor nuestro» (Misal Romano, Prefacio común IV).
Alabando somos salvados.
La oración de alabanza nos sirve a nosotros. El Catecismo la define así:
«Participa en la bienaventuranza de los corazones puros que le aman en la fe
antes de verle en la gloria» (n. 2639). Paradójicamente debe ser practicada
no solo cuando la vida nos colma de felicidad, sino sobre todo en los
momentos difíciles, en los momentos oscuros cuando el camino sube cuesta
arriba. También es ese el tiempo de la alabanza, como Jesús que en el
momento oscuro alaba al Padre. Para que aprendamos que a través de esa
cuesta, de ese sendero difícil, ese sendero fatigoso, de esos pasajes
arduos, se llega a ver un panorama nuevo, un horizonte más abierto. Alabar
es como respirar oxígeno puro: te purifica el alma, te hace mirar a lo
lejos, no te deja encerrado en el momento difícil y oscuro de las
dificultades.
Hay una gran enseñanza en esa oración que desde hace ocho siglos no ha
dejado nunca de palpitar, que San Francisco compuso al final de su vida: el
“Cántico del hermano sol” o “de las criaturas”. El Pobrecillo no lo compuso
en un momento de alegría, de bienestar, sino al contrario, en medio de las
dificultades. Francisco está ya casi ciego, y siente en su alma el peso de
una soledad que nunca antes había sentido: el mundo no ha cambiado desde el
inicio de su predicación, todavía hay quien se deja destrozar por las riñas,
y además siente que se acercan los pasos de la muerte. Podría ser el momento
de la decepción, de esa decepción extrema y de la percepción del propio
fracaso. Pero Francisco en ese instante de tristeza, en ese instante oscuro
reza, ¿Cómo reza?: “Laudato si’, mi Señor…”. Reza alabando. Francisco alaba
a Dios por todo, por todos los dones de la creación, y también por la
muerte, que con valentía llama “hermana”, “hermana muerte”. Estos ejemplos
de los Santos, de los cristianos, también de Jesús, de alabar a Dios en los
momentos difíciles, nos abren las puertas de un camino muy grande hacia el
Señor y nos purifican siempre. La alabanza purifica siempre.
Los santos y las santas nos demuestran que se puede alabar siempre, en las
buenas y en las malas, porque Dios es el Amigo fiel. Este es el fundamento
de la alabanza: Dios es el Amigo fiel, y su amor nunca falla. Él siempre
está junto a nosotros, Él nos espera siempre. Alguno decía: “Es el centinela
que está cerca de ti y te hace ir adelante con seguridad”. En los momentos
difíciles y oscuros, encontramos la valentía de decir: “Bendito eres tú, oh
Señor”. Alabar al Señor. Esto nos hará mucho bien.
Saludos:
Saludo cordialmente a los fieles de lengua española. Pidamos al Señor que
nos conceda la gracia de ser humildes y de alabarlo en cualquier situación
de nuestra vida, también en este tiempo de pandemia, porque sabemos que Él
es el amigo fiel que nunca nos abandona y que nos ama sin medida. Que Dios
los bendiga.
Resumen leído por el Santo Padre en español
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy meditamos sobre la oración de alabanza. San Mateo nos relata en su
Evangelio que la misión de Jesús, a un cierto punto —después de haber
realizado los primeros milagros y haber enviado a sus discípulos para
anunciar el Reino de Dios— atraviesa una crisis. Jesús ve surgir en su
entorno hostilidad y desilusión. En medio de esta dificultad, Él no se queja
con el Padre, sino que lo glorifica con un himno de júbilo.
En su oración, Jesús exulta de alegría, en primer lugar, por lo que Dios es:
Él es su Padre y Señor del universo. Su alabanza brota precisamente de su
experiencia de sentirse “hijo del Altísimo”. Y también lo alaba porque
escoge a los “pequeños”. No se fija en los “sabios” y “prudentes” que,
desconfiando de Él, lo rechazan, sino en los “pequeños”, los “sencillos” que
están bien dispuestos a acoger su mensaje con un corazón limpio y humilde.
Ellos, los pequeños, no se consideran mejores que los demás, son conscientes
de sus propios límites y pecados, no tratan de dominar a los otros, sino
que, en Dios Padre, se reconocen hermanos de todos.
La oración de alabanza nos ayuda, no sólo cuando nos sentimos felices, sino
sobre todo en los momentos difíciles. Lo vemos, por ejemplo, en el “Cántico
de las criaturas”, que san Francisco compuso al final de su vida, cuando
experimentó la soledad, el fracaso y todo tipo de privaciones. En esa
circunstancia, Francisco alaba a Dios por todo, por la creación e incluso
por la muerte, a la que con valentía llega a llamar “hermana”.