Catequesis del Papa Francisco sobre la Oración
18. La oración de súplica
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Continuamos con nuestras reflexiones sobre la oración. La oración cristiana
es plenamente humana —nosotros rezamos como personas humanas, como lo que
somos—, incluye la alabanza y la súplica. De hecho, cuando Jesús enseñó a
sus discípulos a rezar, lo hizo con el “Padrenuestro”, para que nos pongamos
con Dios en la relación de confianza filial y le dirijamos todas nuestras
necesidades. Suplicamos a Dios por los dones más sublimes: la santificación
de su nombre entre los hombres, el advenimiento de su señoría, la
realización de su voluntad de bien en relación con el mundo. El Catecismo
recuerda: «Hay una jerarquía en las peticiones: primero el Reino, a
continuación lo que es necesario para acogerlo y para cooperar a su venida»
(n. 2632). Pero en el “Padrenuestro” rezamos también por los dones más
sencillos, por los dones más cotidianos, como el “pan de cada día” —que
quiere decir también la salud, la casa, el trabajo, las cosas de todos los
días; y también quiere decir por la Eucaristía, necesaria para la vida en
Cristo—; así como rezamos por el perdón de los pecados —que es algo
cotidiano; siempre necesitamos perdón—, y por tanto la paz en nuestras
relaciones; y finalmente que nos ayude en las tentaciones y nos libre del
mal.
Pedir, suplicar. Esto es muy humano. Escuchamos una vez más el Catecismo:
«Mediante la oración de petición mostramos la conciencia de nuestra relación
con Dios: por ser criaturas, no somos ni nuestro propio origen, ni dueños de
nuestras adversidades, ni nuestro fin último; pero también, por ser
pecadores, sabemos, como cristianos, que nos apartamos de nuestro Padre. La
petición ya es un retorno hacia Él» (n. 2629).
Si uno se siente mal porque ha hecho cosas malas —es un pecador— cuando reza
el Padrenuestro ya se está acercando al Señor. A veces podemos creer que no
necesitamos nada, que nos bastamos nosotros mismos y vivimos en la
autosuficiencia más completa. ¡A veces sucede esto! Pero antes o después
esta ilusión se desvanece. El ser humano es una invocación, que a veces se
convierte en grito, a menudo contenido. El alma se parece a una tierra
árida, sedienta, como dice el Salmo (cf. Sal 63,2). Todos experimentamos, en
un momento u otro de nuestra existencia, el tiempo de la melancolía o de la
soledad. La Biblia no se avergüenza de mostrar la condición humana marcada
por la enfermedad, por las injusticias, la traición de los amigos, o la
amenaza de los enemigos. A veces parece que todo se derrumba, que la vida
vivida hasta ahora ha sido vana. Y en estas situaciones aparentemente sin
escapatoria hay una única salida: el grito, la oración: «¡Señor, ayúdame!».
La oración abre destellos de luz en la más densa oscuridad. «¡Señor,
ayúdame!». Esto abre el camino, abre la senda.
Nosotros los seres humanos compartimos esta invocación de ayuda con toda la
creación. No somos los únicos que “rezamos” en este universo exterminado:
cada fragmento de la creación lleva inscrito el deseo de Dios. Y San Pablo
lo expresó de esta manera. Dice así: «Pues sabemos que la creación entera
gime hasta el presente y sufre dolores de parto. Y no solo ella, también
nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, nosotros mismos gemimos
en nuestro interior anhelando el rescate de nuestro cuerpo» (Rm 8,22-24). En
nosotros resuena el gemido multiforme de las creaturas: de los árboles, de
las rocas, de los animales… Todo anhela la realización. Escribió Tertuliano:
«Ora toda la creación, oran los animales domésticos y los salvajes, y doblan
las rodillas y, cuando salen de sus establos o guaridas, levantan la vista
hacia el cielo y con la boca, a su manera, hacen vibrar el aire.También las
aves, cuando despiertan, alzan el vuelo hacia el cielo y extienden las alas,
en lugar de las manos, en forma de cruz y dicen algo que asemeja una
oración» (De oratione, XXIX). Esta es una expresión poética para hacer un
comentario a lo que San Pablo dice “que toda la creación gime, reza”. Pero
nosotros, somos los únicos que rezamos conscientemente, que sabemos que nos
dirigimos al Padre, y que entramos en diálogo con el Padre.
Por tanto, no tenemos que escandalizarnos si sentimos la necesidad de rezar,
no tener vergüenza. Y sobre todo cuando estamos en la necesidad, pedir.
Jesús hablando de un hombre deshonesto, que debe hacer cuentas con su
patrón, dice esto: “Pedir, me avergüenzo”. Y muchos de nosotros tenemos este
sentimiento: tenemos vergüenza de pedir; de pedir ayuda, de pedir a alguien
que nos ayude a hacer algo, a llegar a esa meta, y también vergüenza de
pedir a Dios. No hay que tener vergüenza de rezar y de decir: “Señor,
necesito esto”, “Señor, estoy en esta dificultad”, “¡Ayúdame!”. Es el grito
del corazón hacia Dios que es Padre. Y tenemos que aprender a hacerlo
también en los tiempos felices; dar gracias a Dios por cada cosa que se nos
da, y no dar nada por descontado o debido: todo es gracia. El Señor siempre
nos da, siempre, y todo es gracia, todo. La gracia de Dios. Sin embargo, no
reprimamos la súplica que surge espontánea en nosotros. La oración de
petición va a la par que la aceptación de nuestro límite y de nuestra
creaturalidad. Se puede incluso llegar a no creer en Dios, pero es difícil
no creer en la oración: esta sencillamente existe; se presenta a nosotros
como un grito; y todos tenemos que lidiar con esta voz interior que quizá
puede callar durante mucho tiempo, pero un día se despierta y grita.
Hermanos y hermanas, sabemos que Dios responderá. No hay orante en el Libro
de los Salmos que levante su lamento y no sea escuchado. Dios responde
siempre: hoy, mañana, pero siempre responde, de una manera u otra. Siempre
responde. La Biblia lo repite infinidad de veces: Dios escucha el grito de
quien lo invoca. También nuestras peticiones tartamudeadas, las que quedan
en el fondo del corazón, que tenemos también vergüenza de expresar, el Padre
las escucha y quiere donarnos el Espíritu Santo, que anima toda oración y lo
transforma todo. Es cuestión de paciencia, siempre, de soportar la espera.
Ahora estamos en tiempo de Adviento, un tiempo típicamente de espera para la
Navidad. Nosotros estamos en espera. Esto se ve bien. Pero también toda
nuestra vida está en espera. Y la oración está en espera siempre, porque
sabemos que el Señor responderá. Incluso la muerte tiembla cuando un
cristiano reza, porque sabe que todo orante tiene un aliado más fuerte que
ella: el Señor Resucitado. La muerte ya ha sido derrotada en Cristo, y
vendrá el día en el que todo será definitivo, y ella ya no se burlará más de
nuestra vida y de nuestra felicidad.
Aprendamos a estar en la espera del Señor. El Señor viene a visitarnos, no
solo en estas fiestas grandes — la Navidad, la Pascua —, sino que el Señor
nos visita cada día en la intimidad de nuestro corazón si nosotros estamos a
la espera. Y muchas veces no nos damos cuenta de que el Señor está cerca,
que llama a nuestra puerta y lo dejamos pasar. “Tengo miedo de Dios cuando
pasa; tengo miedo de que pase y yo no me dé cuenta”, decía san Agustín. Y el
Señor pasa, el Señor viene, el Señor llama. Pero si tú tienes los oídos
llenos de otros ruidos, no escucharás la llamada del Señor.
Hermanos y hermanas, estar en espera: ¡esta es la oración!
Saludos:
Saludo cordialmente a los fieles de lengua española. Hoy conmemoramos a san
Juan Diego, a quien Nuestra Señora de Guadalupe escogió como su enviado. Que
a través de su intercesión presente a la Virgen los países de América
Latina, damnificados por la pandemia y los desastres naturales, para que
ella, como Madre, salga al encuentro de sus hijos y los cubra con su manto.
Pidamos además al Señor que infunda en nosotros su Espíritu Santo para que
vivifique nuestra oración y transforme nuestro corazón, abriéndolo al
servicio de la caridad. Que el Señor los bendiga a todos.
Resumen leído por el Santo Padre en español
Queridos hermanos y hermanas:
La oración cristiana es plenamente humana porque abraza la alabanza y la
súplica. Encontramos esta realidad en la oración que Jesús nos enseñó, el
“Padrenuestro”, modelo de toda oración. Nos dirigimos a Dios como hijos y
con confianza filial le presentamos todas nuestras necesidades. Le
suplicamos los dones más sublimes, empezando por la santificación de su
nombre y la venida de su reino, y también los dones más sencillos, como el
pan de cada día, que incluye salud, casa, comida, necesarios para nuestra
vida corporal, y también la Eucaristía, alimento para nuestra vida
espiritual.
Pedir, suplicar es algo muy humano, ya que como creaturas no somos
autónomos, sino que dependemos de la bondad del Señor. Prueba de ello es la
precariedad de nuestra condición humana, marcada por la enfermedad, por las
injusticias, la soledad y el sufrimiento. Cuando parece que todo está
perdido, sentimos la necesidad de rezar a Dios. La oración ilumina la
oscuridad interior que nos angustia y nos abre a la esperanza.
Nosotros, seres humanos, compartimos esta “invocación de ayuda al Señor” con
toda la creación, que lleva impreso el anhelo de Dios y ansía alcanzar su
realización. Y nuestro consuelo es la seguridad de que Él escucha siempre
nuestras súplicas y responde a nuestros ruegos como Padre amoroso.