Catequesis del Papa Francisco sobre la Oración
16. La oración de la Iglesia naciente
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Los primeros pasos de la Iglesia en el mundo estuvieron marcados por la
oración. Los escritos apostólicos y la gran narración de los Hechos de los
Apóstoles nos devuelven la imagen de una Iglesia en camino, una Iglesia
trabajadora, pero que encuentra en las reuniones de oración la base y el
impulso para la acción misionera. La imagen de la comunidad primitiva de
Jerusalén es punto de referencia para cualquier otra experiencia cristiana.
Escribe Lucas en el Libro de los Hechos: «Acudían asiduamente a la enseñanza
de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones»
(2,42). La comunidad persevera en la oración.
Encontramos aquí cuatro características esenciales de la vida eclesial: la
escucha de la enseñanza de los apóstoles, primero; segundo, la custodia de
la comunión recíproca; tercero, la fracción del pan y, cuarto, la oración.
Estas nos recuerdan que la existencia de la Iglesia tiene sentido si
permanece firmemente unida a Cristo, es decir en la comunidad, en su
Palabra, en la Eucaristía y en la oración. Es el modo de unirnos, nosotros,
a Cristo. La predicación y la catequesis testimonian las palabras y los
gestos del Maestro; la búsqueda constante de la comunión fraterna preserva
de egoísmos y particularismos; la fracción del pan realiza el sacramento de
la presencia de Jesús en medio de nosotros: Él no estará nunca ausente, en
la Eucaristía es Él. Él vive y camina con nosotros. Y finalmente la oración,
que es el espacio del diálogo con el Padre, mediante Cristo en el Espíritu
Santo.
Todo lo que en la Iglesia crece fuera de estas “coordenadas”, no tiene
fundamento. Para discernir una situación tenemos que preguntarnos cómo, en
esta situación, están estas cuatro coordenadas: la predicación, la búsqueda
constante de la comunión fraterna —la caridad—, la fracción del pan —es
decir la vida eucarística— y la oración. Cualquier situación debe ser
valorada a la luz de estas cuatro coordenadas. Lo que no entra en estas
coordenadas está privado de eclesialidad, no es eclesial. Es Dios quien hace
la Iglesia, no el clamor de las obras. La Iglesia no es un mercado, la
Iglesia no es un grupo de empresarios que van adelante con esta nueva
empresa. La Iglesia es obra del Espíritu Santo, que Jesús nos ha enviado
para reunirnos. La Iglesia es precisamente el trabajo del Espíritu en la
comunidad cristiana, en la vida comunitaria, en la Eucaristía, en la
oración, siempre. Y todo lo que crece fuera de estas coordenadas no tiene
fundamento, es como una casa construida sobre arena (cfr. Mt 7, 24-27). Es
Dios quien hace la Iglesia, no el clamor de las obras. Es la palabra de
Jesús la que llena de sentido nuestros esfuerzos. Es en la humildad que se
construye el futuro del mundo.
A veces, siento una gran tristeza cuando veo alguna comunidad que, con buena
voluntad, se equivoca de camino porque piensa que hace Iglesia en mítines,
como si fuera un partido político: la mayoría, la minoría, qué piensa este,
ese, el otro… “Esto es como un Sínodo, un camino sinodal que nosotros
debemos hacer”. Yo me pregunto: ¿dónde está el Espíritu Santo, ahí? ¿Dónde
está la oración? ¿Dónde el amor comunitario? ¿Dónde la Eucaristía? Sin estas
cuatro coordenadas, la Iglesia se convierte en una sociedad humana, un
partido político —mayoría, minoría—, los cambios se hacen como si fuera una
empresa, por mayoría o minoría… Pero no está el Espíritu Santo. Y la
presencia del Espíritu Santo está precisamente garantizada por estas cuatro
coordenadas. Para valorar una situación, si es eclesial o no es eclesial,
preguntémonos si están estas cuatro coordenadas: la vida comunitaria, la
oración, la Eucaristía… [la predicación], cómo se desarrolla la vida en
estas cuatro coordenadas. Si falta esto, falta el Espíritu, y si falta el
Espíritu nosotros seremos una bonita asociación humanitaria, de
beneficencia, bien, bien, también un partido, digamos así, eclesial, pero no
está la Iglesia. Y por esto la Iglesia no puede crecer por estas cosas:
crece no por proselitismo, como cualquier empresa, crece por atracción. ¿Y
quién mueve la atracción? El Espíritu Santo. No olvidemos nunca esta palabra
de Benedicto XVI. “La Iglesia no crece por proselitismo, crece por
atracción”. Si falta el Espíritu Santo, que es lo que atrae a Jesús, ahí no
está la Iglesia. Hay un bonito club de amigos, bien, con buenas intenciones,
pero no está la Iglesia, no hay sinodalidad.
Leyendo los Hechos de los Apóstoles descubrimos entonces cómo el poderoso
motor de la evangelización son las reuniones de oración, donde quien
participa experimenta en vivo la presencia de Jesús y es tocado por el
Espíritu. Los miembros de la primera comunidad —pero esto vale siempre,
también para nosotros hoy— perciben que la historia del encuentro con Jesús
no se detuvo en el momento de la Ascensión, sino que continúa en su vida.
Contando lo que ha dicho y hecho el Señor —la escucha de la Palabra—,
rezando para entrar en comunión con Él, todo se vuelve vivo. La oración
infunde luz y calor: el don del Espíritu hace nacer en ellos el fervor.
Al respecto, el Catecismo tiene una expresión muy profunda. Dice así: «El
Espíritu Santo, que recuerda así a Cristo ante su Iglesia orante, conduce a
ésta también hacia la Verdad plena, y suscita nuevas formulaciones que
expresarán el insondable Misterio de Cristo que actúa en la vida, los
sacramentos y la misión de su Iglesia» (n. 2625). Esta es la obra del
Espíritu en la Iglesia: recordar a Jesús. Jesús mismo lo ha dicho: Él os
enseñará y os recordará. La misión es recordar a Jesús, pero no como un
ejercicio mnemónico. Los cristianos, caminando por los senderos de la
misión, recuerdan a Jesús haciéndolo presente nuevamente; y de Él, de su
Espíritu, reciben el “impulso” para ir, para anunciar, para servir. En la
oración, el cristiano se sumerge en el misterio de Dios que ama a cada
hombre, ese Dios que desea que el Evangelio sea predicado a todos. Dios es
Dios para todos, y en Jesús todo muro de separación es definitivamente
derrumbado: como dice San Pablo, Él es nuestra paz, es decir «el que de los
dos pueblos hizo uno» (Ef 2,14). Jesús ha hecho la unidad.
Así la vida de la Iglesia primitiva está marcada por una sucesión continua
de celebraciones, convocatorias, tiempos de oración tanto comunitaria como
personal. Y es el Espíritu que concede fuerza a los predicadores que se
ponen en viaje, y que por amor de Jesús surcan los mares, enfrentan
peligros, se someten a humillaciones.
Dios dona amor, Dios pide amor. Esta es la raíz mística de toda la vida
creyente. Los primeros cristianos en oración, pero también nosotros que
venimos varios siglos después, vivimos todos la misma experiencia. El
Espíritu anima todo. Y todo cristiano que no tiene miedo de dedicar tiempo a
la oración puede hacer propias las palabras del apóstol Pablo: «La vida que
vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y
se entregó a sí mismo por mí» (Gal 2, 20). La oración te hace consciente de
esto. Solo en el silencio de la adoración se experimenta toda la verdad de
estas palabras. Tenemos que retomar el sentido de la adoración. Adorar,
adorar a Dios, adorar a Jesús, adorar al Espíritu. El Padre, el Hijo y el
Espíritu: adorar. En silencio. La oración de la adoración es la oración que
nos hace reconocer a Dios como principio y fin de toda la historia. Y esta
oración es el fuego vivo del Espíritu que da fuerza al testimonio y a la
misión. Gracias.
Saludos:
Saludo cordialmente a los fieles de lengua española. El próximo domingo
iniciará el Adviento, tiempo litúrgico que nos ayuda a prepararnos para la
Navidad. Los animo, por lo tanto, a dedicar momentos a la oración, meditando
a la luz de la Palabra de Dios, para que el Espíritu Santo que la habita
vaya iluminando el camino a seguir y transformando el corazón, en la espera
del Nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo. Que Dios los bendiga.
Resumen leído por el Santo Padre en español
Queridos hermanos y hermanas:
En esta catequesis reflexionamos sobre la oración en las primeras
comunidades cristianas. Encontramos en el libro de los Hechos de los
Apóstoles y en otros escritos apostólicos cuatro características esenciales
de la vida de la Iglesia: la escucha de la predicación de los apóstoles, la
comunión recíproca, la fracción del pan y la oración.
Estas cuatro “coordenadas” nos recuerdan que la existencia de la Iglesia
tiene sentido si permanece unida a Cristo. Todo lo que crece fuera de esto
carece de fundamento, es como una casa que se construye sobre arena. Los
primeros cristianos experimentaron que la oración es el espacio del diálogo
con el Padre, mediante Cristo en el Espíritu Santo y descubrieron que el
encuentro con Jesús no era algo histórico, sino que continúa en la propia
vida, infunde paz, luz y calor a la existencia y es el motor de la
evangelización.
La vida de la Iglesia, desde los comienzos, está marcada por celebraciones,
reuniones y momentos de oración personal y comunitaria. En los encuentros de
oración, los cristianos se sumergen en el misterio de Dios —que da amor y
pide amor—, y hallan en Él el fundamento y el impulso para la acción
misionera. Esta es la raíz mística de toda la vida del creyente.