Catequesis del Papa Francisco sobre la Oración
12. Jesús, hombre de oración
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy, en esta audiencia, como hemos hecho en las audiencias precedentes,
permaneceré aquí. A mí me gustaría mucho bajar, saludar a cada uno, pero
tenemos que mantener las distancias, porque si yo bajo se hace una
aglomeración para saludar, y esto está contra los cuidados, las precauciones
que debemos tener delante de esta “señora” que se llama Covid y que nos hace
tanto daño. Por eso, perdonadme si yo no bajo a saludaros: os saludo desde
aquí pero os llevo a todos en el corazón. Y vosotros, llevadme a mí en el
corazón y rezad por mí. A distancia, se puede rezar uno por otro; gracias
por la comprensión.
En nuestro itinerario de catequesis sobre la oración, después de haber
recorrido el Antiguo Testamento, llegamos ahora a Jesús. Y Jesús rezaba. El
inicio de su misión pública tiene lugar con el bautismo en el río Jordán.
Los evangelistas coinciden al atribuir importancia fundamental a este
episodio. Narran que todo el pueblo se había recogido en oración, y
especifican que este reunirse tuvo un claro carácter penitencial (cfr. Mc 1,
5; Mt 3, 8). El pueblo iba donde Juan para bautizarse para el perdón de los
pecados: hay un carácter penitencial, de conversión.
El primer acto público de Jesús es por tanto la participación en una oración
coral del pueblo, una oración del pueblo que va a bautizarse, una oración
penitencial, donde todos se reconocían pecadores. Por esto el Bautista quiso
oponerse, y dice: «Soy yo el que necesita ser bautizado por ti, ¿y tú vienes
a mí?» (Mt 3, 14). El Bautista entiende quién era Jesús. Pero Jesús insiste:
el suyo es un acto que obedece a la voluntad del Padre (v. 15), un acto de
solidaridad con nuestra condición humana. Él reza con los pecadores del
pueblo de Dios. Metamos esto en la cabeza: Jesús es el Justo, no es pecador.
Pero Él ha querido descender hasta nosotros, pecadores, y Él reza con
nosotros, y cuando nosotros rezamos Él está con nosotros rezando; Él está
con nosotros porque está en el cielo rezando por nosotros. Jesús siempre
reza con su pueblo, siempre reza con nosotros: siempre. Nunca rezamos solos,
siempre rezamos con Jesús. No se queda en la orilla opuesta del río —“Yo soy
justo, vosotros pecadores”— para marcar su diversidad y distancia del pueblo
desobediente, sino que sumerge sus pies en las mismas aguas de purificación.
Se hace como un pecador. Y esta es la grandeza de Dios que envió a su Hijo
que se aniquiló a sí mismo y apareció como un pecador.
Jesús no es un Dios lejano, y no puede serlo. La encarnación lo reveló de
una manera completa y humanamente impensable. Así, inaugurando su misión,
Jesús se pone a la cabeza de un pueblo de penitentes, como encargándose de
abrir una brecha a través de la cual todos nosotros, después de Él, debemos
tener la valentía de pasar. Pero la vía, el camino, es difícil; pero Él va,
abriendo el camino. El Catecismo de la Iglesia Católica explica que esta es
la novedad de la plenitud de los tiempos. Dice: «La oración filial, que el
Padre esperaba de sus hijos va a ser vivida por fin por el propio Hijo único
en su Humanidad, con los hombres y en favor de ellos» (n. 2599). Jesús reza
con nosotros. Metamos esto en la cabeza y en el corazón: Jesús reza con
nosotros.
Ese día, a orillas del río Jordán, está por tanto toda la humanidad, con sus
anhelos inexpresados de oración. Está sobre todo el pueblo de los pecadores:
esos que pensaban que no podían ser amados por Dios, los que no osaban ir
más allá del umbral del templo, los que no rezaban porque no se sentían
dignos. Jesús ha venido por todos, también por ellos, y empieza precisamente
uniéndose a ellos, a la cabeza.
Sobre todo el Evangelio de Lucas destaca el clima de oración en el que tuvo
lugar el bautismo de Jesús: «Sucedió que cuando todo el pueblo estaba
bautizándose, bautizado también Jesús y puesto en oración, se abrió el
cielo» (3, 21). Rezando, Jesús abre la puerta de los cielos, y de esa brecha
desciende el Espíritu Santo. Y desde lo alto una voz proclama la verdad
maravillosa: «Tú eres mi Hijo; yo hoy te he engendrado» (v. 22). Esta
sencilla frase encierra un inmenso tesoro: nos hace intuir algo del misterio
de Jesús y de su corazón siempre dirigido al Padre. En el torbellino de la
vida y el mundo que llegará a condenarlo, incluso en las experiencias más
duras y tristes que tendrá que soportar, incluso cuando experimenta que no
tiene dónde recostar la cabeza (cfr. Mt 8, 20), también cuando el odio y la
persecución se desatan a su alrededor, Jesús no se queda nunca sin el
refugio de un hogar: habita eternamente en el Padre.
Esta es la grandeza única de la oración de Jesús: el Espíritu Santo toma
posesión de su persona y la voz del Padre atestigua que Él es el amado, el
Hijo en el que Él se refleja plenamente.
Esta oración de Jesús, que a orillas del río Jordán es totalmente personal –
y así será durante toda su vida terrena –, en Pentecostés se convertirá por
gracia en la oración de todos los bautizados en Cristo. Él mismo obtuvo este
don para nosotros, y nos invita a rezar como Él rezaba.
Por esto, si en una noche de oración nos sentimos débiles y vacíos, si nos
parece que la vida haya sido completamente inútil, en ese instante debemos
suplicar que la oración de Jesús se haga nuestra. “Yo no puedo rezar hoy, no
sé qué hacer: no me siento capaz, soy indigno, indigna”. En ese momento, es
necesario encomendarse a Él para que rece por nosotros. Él en este momento
está delante del Padre rezando por nosotros, es el intercesor; hace ver al
Padre las llagas, por nosotros. ¡Tenemos confianza en esto! Si nosotros
tenemos confianza, escucharemos entonces una voz del cielo, más fuerte que
la que sube de los bajos fondos de nosotros mismos, y escucharemos esta voz
susurrando palabras de ternura: “Tú eres el amado de Dios, tú eres hijo, tú
eres la alegría del Padre de los cielos”. Precisamente por nosotros, para
cada uno de nosotros hace eco la palabra del Padre: aunque fuéramos
rechazados por todos, pecadores de la peor especie. Jesús no bajó a las
aguas del Jordán por sí mismo, sino por todos nosotros. Era todo el pueblo
de Dios que se acercaba al Jordán para rezar, para pedir perdón, para hacer
ese bautismo de penitencia. Y como dice ese teólogo, se acercaban al Jordán
“desnuda el alma y desnudos los pies”. Así es la humildad. Para rezar es
necesario humildad. Ha abierto los cielos, como Moisés había abierto las
aguas del mar Rojo, para que todos pudiéramos pasar detrás de Él. Jesús nos
ha regalado su propia oración, que es su diálogo de amor con el Padre. Nos
lo dio como una semilla de la Trinidad, que quiere echar raíces en nuestro
corazón. ¡Acojámoslo! Acojamos este don, el don de la oración. Siempre con
Él. Y no nos equivocaremos.
Saludos:
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española. Que el Señor Jesús
nos conceda la gracia de hacer que su oración, que es diálogo de amor con el
Padre, se convierta también en nuestra, con la seguridad de que Dios nos
ama, nos perdona y nos invita a vivir como hijos e hijas suyos en intimidad
con Él. Que Dios los bendiga a todos.
LLAMAMIENTO
Me uno al dolor de las familias de los jóvenes estudiantes brutalmente
asesinados el sábado pasado en Kumba, en Camerún. Siento un gran
desconcierto por un acto tan cruel e insensato, que ha arrebatado la vida de
los pequeños inocentes mientras estaban en clase en el colegio. ¡Qué Dios
ilumine los corazones, para que gestos similares no se repitan nunca más y
para que las atormentadas regiones del noroeste y suroeste del país puedan
finalmente encontrar la paz! Espero que las armas se callen y se pueda
garantizar la seguridad de todos y el derecho de cada joven a la educación y
al futuro. Expreso a las familias, a la ciudad de Kumba y a todo Camerún mi
afecto e invoco el consuelo que solo Dios puede dar.
Resumen leído por el Santo Padre en español
Queridos hermanos y hermanas:
En nuestras catequesis sobre la oración, después de haber recorrido los
testimonios del Antiguo Testamento, hoy fijamos nuestra atención en Jesús,
que quiso comenzar su misión pública en el río Jordán, donde el pueblo
reunido en espíritu de oración recibía de Juan un bautismo de penitencia. Y
aunque Jesús no lo necesitaba, quiso ser bautizado en obediencia a la
voluntad del Padre y en solidaridad con nuestra condición humana.
Jesús no es un Dios lejano, no tomó distancia del pueblo pecador y
desobediente, sino que se unió a su oración, y se sumergió en las mismas
aguas de purificación, no por sí mismo, sino por todos nosotros, pecadores.
Ya desde el inicio de su misión, quiso ponerse a la cabeza del pueblo
penitente, para abrirle camino e invitarlo a seguirlo. Esta es la novedad de
la plenitud de los tiempos: el Hijo de Dios bajó del cielo por todos
nosotros, hombres y mujeres, haciéndose nuestro hermano, y continúa elevando
su oración filial al Padre junto con la humanidad y por toda la humanidad.
San Lucas evidencia el clima de oración en el que se dio el bautismo:
mientras Jesús estaba en oración, se abrió el cielo y descendió el Espíritu
Santo, y se oyó la voz del Padre, que proclamó la verdad sobre Él: «Tú eres
mi Hijo, el amado, en ti me complazco». Por eso, en todos los momentos de la
vida terrenal de Jesucristo, incluso en los más duros y amargos, Él no
estaba sólo y sin refugio: Él vivía en el Padre, y su oración personal se
transformará, en Pentecostés, en la oración de todos los bautizados.