Catequesis del Papa Francisco sobre la Oración
11. La oración de los salmos. 2
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy tendremos que cambiar un poco la forma de realizar esta audiencia por
causa del coronavirus. Vosotros estáis separados, también con la protección
de la mascarilla y yo estoy aquí un poco distante y no puedo hacer lo que
hago siempre, acercarme a vosotros, porque sucede que cada vez que yo me
acerco, vosotros venís todos juntos y se pierde la distancia y está el
peligro para vosotros del contagio. Siento hacer esto pero es por vuestra
seguridad. En vez de ir cerca de vosotros y darnos la mano y saludar, nos
saludamos desde lejos, pero sabed que yo estoy cerca de vosotros con el
corazón. Espero que entendáis por qué hago esto. Por otro lado, mientras
leían los lectores el pasaje evangélico, me ha llamado la atención ese niño
o niña que lloraba. Yo veía a la madre que le acunaba y le amamantaba y he
pensado: “así hace Dios con nosotros, como esa madre”. Con cuánta ternura
trataba de mover al niño, de amamantar. Son imágenes bellísimas. Y cuando en
la iglesia sucede esto, cuando un niño llora, se sabe que ahí está la
ternura de una madre, como hoy, está la ternura de una madre que es el
símbolo de la ternura de Dios con nosotros. No mandéis nunca callar a un
niño que llora en la iglesia, nunca, porque es la voz que atrae la ternura
de Dios. Gracias por tu testimonio.
Completamos hoy la catequesis sobre la oración de los Salmos. Ante todo
notamos que en los Salmos aparece a menudo una figura negativa, la del
“impío”, es decir aquel o aquella que vive como si Dios no existiera. Es la
persona sin ninguna referencia al trascendente, sin ningún freno a su
arrogancia, que no teme juicios sobre lo que piensa y lo que hace.
Por esta razón el Salterio presenta la oración como la realidad fundamental
de la vida. La referencia al absoluto y al trascendente —que los maestros de
ascética llaman el “sagrado temor de Dios”— es lo que nos hace plenamente
humanos, es el límite que nos salva de nosotros mismos, impidiendo que nos
abalancemos sobre esta vida de forma rapaz y voraz. La oración es la
salvación del ser humano.
Cierto, existe también una oración falsa, una oración hecha solo para ser
admirados por los otros. Ese o esos que van a misa solamente para demostrar
que son católicos o para mostrar el último modelo que han comprado, o para
hacer una buena figura social. Van a una oración falsa. Jesús ha advertido
fuertemente sobre esto (cfr. Mt 6, 5-6; Lc 9, 14). Pero cuando el verdadero
espíritu de la oración es acogido con sinceridad y desciende al corazón,
entonces esta nos hace contemplar la realidad con los ojos mismos de Dios.
Cuando se reza, todo adquiere “espesor”. Esto es curioso en la oración,
quizá empezamos en una cosa sutil pero en la oración esa cosa adquiere
espesor, adquiere peso, como si Dios la tomara en sus manos y la
transformase. El peor servicio que se puede prestar, a Dios y también al
hombre, es rezar con cansancio, como si fuera un hábito. Rezar como los
loros. No, se reza con el corazón. La oración es el centro de la vida. Si
hay oración, también el hermano, la hermana, también el enemigo, se vuelve
importante. Un antiguo dicho de los primeros monjes cristianos dice así:
«Beato el monje que, después de Dios, considera a todos los hombres como
Dios» (Evagrio Póntico, Tratado sobre la oración, n. 123). Quien adora a
Dios, ama a sus hijos. Quien respeta a Dios, respeta a los seres humanos.
Por esto, la oración no es un calmante para aliviar las ansiedades de la
vida; o, de todos modos, una oración de este tipo no es seguramente
cristiana. Más bien la oración responsabiliza a cada uno de nosotros. Lo
vemos claramente en el “Padre nuestro”, que Jesús ha enseñado a sus
discípulos.
Para aprender esta forma de rezar, el Salterio es una gran escuela. Hemos
visto cómo los salmos no usan siempre palabras refinadas y amables, y a
menudo llevan marcadas las cicatrices de la existencia. Sin embargo, todas
estas oraciones han sido usadas primero en el Templo de Jerusalén y después
en las sinagogas; también las más íntimas y personales. Así se expresa el
Catecismo de la Iglesia Católica: «Las múltiples expresiones de oración de
los Salmos se hacen realidad viva tanto en la liturgia del templo como en el
corazón del hombre» (n. 2588). Y así la oración personal toma y se alimenta
de la del pueblo de Israel, primero, y de la del pueblo de la Iglesia,
después.
También los salmos en primera persona singular, que confían los pensamientos
y los problemas más íntimos de un individuo, son patrimonio colectivo, hasta
ser rezados por todos y para todos. La oración de los cristianos tiene esta
“respiración”, esta “tensión” espiritual que mantiene unidos el templo y el
mundo. La oración puede comenzar en la penumbra de una nave, pero luego
termina su recorrido por las calles de la ciudad. Y viceversa, puede brotar
durante las ocupaciones diarias y encontrar cumplimiento en la liturgia. Las
puertas de las iglesias no son barreras, sino “membranas” permeables, listas
para recoger el grito de todos.
En la oración del Salterio el mundo está siempre presente. Los salmos, por
ejemplo, dan voz a la promesa divina de salvación de los más débiles: «Por
la opresión de los humildes, por el gemido de los pobres, ahora me alzo yo,
dice Yahveh: auxilio traigo a quien por él suspira» (12, 6). O advierten
sobre el peligro de las riquezas mundanas, porque «el hombre en la opulencia
no comprende, a las bestias mudas se asemeja» (48, 21). O, también, abren el
horizonte a la mirada de Dios sobre la historia: «Yahveh frustra el plan de
las naciones, hace vanos los proyectos de los pueblos; mas el plan de Yahveh
subsiste para siempre, los proyectos de su corazón por todas las edades»
(33,10-11).
En resumen, donde está Dios, también debe estar el hombre. La Sagrada
Escritura es categórica: «Nosotros amemos, porque él nos amó primero» (1Jn
4, 19). Él siempre va antes que nosotros. Él nos espera siempre porque nos
ama primero, nos mira primero, nos entiende primero. Él nos espera siempre.
«Si alguno dice “Amo a Dios”, y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues
quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve»
(1Jn 4, 20). Si tú rezas muchos rosarios al día pero luego chismorreas sobre
los otros, y después tienes rencor dentro, tienes odio contra los otros,
esto es puro artificio, no es verdad. «Y hemos recibido de él este
mandamiento: quien ama a Dios, ame también a su hermano» (1Jn 4, 21). La
Escritura admite el caso de una persona que, incluso buscando sinceramente a
Dios, nunca logra encontrarlo; pero afirma también que las lágrimas de los
pobres no se pueden negar nunca, so pena de no encontrar a Dios. Dios no
sostiene el “ateísmo” de quien niega la imagen divina que está impresa en
todo ser humano. Ese ateísmo de todos los días: yo creo en Dios pero con los
otros mantengo la distancia y me permito odiar a los otros. Esto es el
ateísmo práctico. No reconocer la persona humana como imagen de Dios es un
sacrilegio, es una abominación, es la peor ofensa que se puede llevar al
templo y al altar.
Queridos hermanos y hermanas, que la oración de los salmos nos ayude a no
caer en la tentación de la “impiedad”, es decir de vivir, y quizá también de
rezar, como si Dios no existiera, y como si los pobres no existieran.
Saludos:
Saludo cordialmente a los fieles de lengua española. Pidamos al Señor que, a
través de la oración de los salmos, nos veamos libres de la tentación de la
impiedad, es decir: de vivir —e incluso rezar— como si Dios no existiera,
como si el hermano no existiera. La oración es el antídoto a toda
indiferencia. Que el Señor los bendiga.
Resumen leído por el Santo Padre en español
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy completamos nuestra catequesis sobre la oración en los salmos, con una
figura que presentan a menudo: el impío. Es aquél que vive como si Dios no
existiese y cerrado a la trascendencia. Por el contrario, los salmos nos
muestran la oración como algo fundamental, que nos abre al absoluto,
evitando que nos dejemos llevar por la voracidad predadora y poder así
llegar a ser plenamente humanos.
Existe por desgracia una oración falsa, en la que se busca ser admirados,
cubrir las propias necesidades o encontrar consuelo. Esa oración, en la que
el hermano no está presente, que es egoísta, no es una oración cristiana.
Como vemos en el Padrenuestro, el otro se hace importante y nosotros
responsables. Por eso, hallamos en los salmos tanto oraciones íntimas, como
comunitarias, de modo que la plegaria personal se alimenta de la litúrgica y
viceversa. Ambas se convierten en patrimonio de todos.
En definitiva, donde está Dios debe estar el prójimo. Quien dice amar a Dios
y no ama a su hermano es un mentiroso, y por eso los salmos nos los
presentan continuamente, para que veamos en ellos la imagen que Dios ha
impreso de sí mismo en cada uno de nosotros. Nos recuerdan que Dios escucha
el grito de los pobres, nos amonestan sobre el peligro de poner nuestra
confianza en las riquezas y abren nuestra mente a su diseño de salvación que
está por encima de los planes de las naciones.