Catequesis del Papa Francisco sobre la Oración
10. La oración de los salmos. 1
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Leyendo la Biblia nos encontramos continuamente con oraciones de distinto
tipo. Pero encontramos también un libro compuesto solo de oraciones, libro
que se ha convertido en patria, lugar de entrenamiento y casa de
innumerables orantes. Se trata del Libro de los Salmos. Son 150 salmos para
rezar.
Forma parte de los libros sapienciales, porque comunica el “saber rezar” a
través de la experiencia del diálogo con Dios. En los salmos encontramos
todos los sentimientos humanos: las alegrías, los dolores, las dudas, las
esperanzas, las amarguras que colorean nuestra vida. El Catecismo afirma que
cada salmo «es de una sobriedad tal que verdaderamente pueden orar con él
los hombres de toda condición y de todo tiempo» (CIC, 2588). Leyendo y
releyendo los salmos, nosotros aprendemos el lenguaje de la oración. Dios
Padre, de hecho, con su Espíritu los ha inspirado en el corazón del rey
David y de otros orantes, para enseñar a cada hombre y mujer cómo alabarle,
cómo darle gracias y suplicarle, cómo invocarle en la alegría y en el dolor,
cómo contar las maravillas de sus obras y de su Ley. En síntesis, los salmos
son la palabra de Dios que nosotros humanos usamos para hablar con Él.
En este libro no encontramos personas etéreas, personas abstractas, gente
que confunde la oración con la experiencia estética o alienante. Los salmos
no son textos nacidos en la mesa; son invocaciones, a menudo dramáticas, que
brotan de la vida de la existencia. Para rezarles basta ser lo que somos. No
tenemos que olvidar que para rezar bien tenemos que rezar así como somos, no
maquillados. No hay que maquillar el alma para rezar. “Señor, yo soy así”, e
ir delante del Señor como somos, con las cosas bonitas y también con las
cosas feas que nadie conoce, pero nosotros, dentro, conocemos. En los salmos
escuchamos las voces de orantes de carne y hueso, cuya vida, como la de
todos, está plagada de problemas, de fatigas, de incertidumbres. El salmista
no responde de forma radical a este sufrimiento: sabe que pertenece a la
vida. Sin embargo, en los salmos el sufrimiento se transforma en pregunta.
Del sufrir al preguntar.
Y entre las muchas preguntas, hay una que permanece suspendida, como un
grito incesante que atraviesa todo el libro de lado a lado. Una pregunta,
que nosotros la repetimos muchas veces: “¿Hasta cuándo, Señor? ¿Hasta
cuándo?”. Cada dolor reclama una liberación, cada lágrima invoca un
consuelo, cada herida espera una curación, cada calumnia una sentencia
absolutoria. “¿Hasta cuándo, Señor, debo sufrir esto? ¡Escúchame, Señor!”:
cuántas veces nosotros hemos rezado así, con “¿hasta cuándo?”, ¡basta Señor!
Planteando continuamente preguntas de este tipo, los salmos nos enseñan a no
volvernos adictos al dolor, y nos recuerdan que la vida no es salvada si no
es sanada. La existencia del hombre es un soplo, su historia es fugaz, pero
el orante sabe que es valioso a los ojos de Dios, por eso tiene sentido
gritar. Y esto es importante. Cuando nosotros rezamos, lo hacemos porque
sabemos que somos valiosos a los ojos de Dios. Es la gracia del Espíritu
Santo que, desde dentro, nos suscita esta conciencia: de ser valiosos a los
ojos de Dios. Y por esto se nos induce a orar.
La oración de los salmos es el testimonio de este grito: un grito múltiple,
porque en la vida el dolor asume mil formas, y toma el nombre de enfermedad,
odio, guerra, persecución, desconfianza… Hasta el “escándalo” supremo, el de
la muerte. La muerte aparece en el Salterio como la más irracional enemiga
del hombre: ¿qué delito merece un castigo tan cruel, que conlleva la
aniquilación y el final? El orante de los salmos pide a Dios intervenir
donde todos los esfuerzos humanos son vanos. Por esto la oración, ya en sí
misma, es camino de salvación e inicio de salvación.
Todos sufren en este mundo: tanto quien cree en Dios, como quien lo rechaza.
Pero en el Salterio el dolor se convierte en relación: grito de ayuda que
espera interceptar un oído que escuche. No puede permanecer sin sentido, sin
objetivo. Tampoco los dolores que sufrimos pueden ser solo casos específicos
de una ley universal: son siempre “mis” lágrimas. Pensad en esto: las
lágrimas no son universales, son “mis” lágrimas. Cada uno tiene las propias.
“Mis” lágrimas y “mi” dolor me empujan a ir adelante con la oración. Son
“mis” lágrimas que nadie ha derramado nunca antes que yo. Sí, muchos han
llorado, muchos. Pero “mis” lágrimas son mías, “mi” dolor es mío, “mi”
sufrimiento es mío.
Antes de entrar en el Aula, he visto a los padres del sacerdote de la
diócesis de Como que fue asesinado; precisamente fue asesinado en su
servicio para ayudar. Las lágrimas de esos padres son “sus” lágrimas y cada
uno de ellos sabe cuánto ha sufrido en el ver este hijo que ha dado la vida
en el servicio de los pobres. Cuando queremos consolar a alguien, no
encontramos las palabras. ¿Por qué? Porque no podemos llegar a su dolor,
porque “su” dolor es suyo, “sus” lágrimas son suyas. Lo mismo es para
nosotros: las lágrimas, “mi” dolor es mío, las lágrimas son “mías” y con
estas lágrimas, con este dolor me dirijo al Señor.
Todos los dolores de los hombres para Dios son sagrados. Así reza el orante
del salmo 56: «Tú has anotado los pasos de mi destierro; recoge mis lágrimas
en tu odre: ¿acaso no está todo registrado en tu Libro?» (v. 9). Delante de
Dios no somos desconocidos, o números. Somos rostros y corazones, conocidos
uno a uno, por nombre.
En los salmos, el creyente encuentra una respuesta. Él sabe que, incluso si
todas las puertas humanas estuvieran cerradas, la puerta de Dios está
abierta. Si incluso todo el mundo hubiera emitido un veredicto de condena,
en Dios hay salvación.
“El Señor escucha”: a veces en la oración basta saber esto. Los problemas no
siempre se resuelven. Quien reza no es un iluso: sabe que muchas cuestiones
de la vida de aquí abajo se quedan sin resolver, sin salida; el sufrimiento
nos acompañará y, superada la batalla, habrá otras que nos esperan. Pero, si
somos escuchados, todo se vuelve más soportable.
Lo peor que puede suceder es sufrir en el abandono, sin ser recordados. De
esto nos salva la oración. Porque puede suceder, y también a menudo, que no
entendamos los diseños de Dios. Pero nuestros gritos no se estancan aquí
abajo: suben hasta Él, que tiene corazón de Padre, y que llora Él mismo por
cada hijo e hija que sufre y que muere. Os diré una cosa: a mí me ayuda, en
los momentos duros, pensar en los llantos de Jesús, cuando lloró mirando
Jerusalén, cuando lloró delante de la tumba de Lázaro. Dios ha llorado por
mí, Dios llora, llora por nuestros dolores. Porque Dios ha querido hacerse
hombre —decía un escritor espiritual— para poder llorar. Pensar que Jesús
llora conmigo en el dolor es un consuelo: nos ayuda a ir adelante. Si nos
quedamos en la relación con Él, la vida no nos ahorra los sufrimientos, pero
se abre un gran horizonte de bien y se encamina hacia su realización. Ánimo,
adelante con la oración. Jesús siempre está junto a nosotros.
Saludos:
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española. Mañana celebramos
la memoria de santa Teresa de Jesús, maestra de oración. Que a través de su
intercesión y ejemplo podamos descubrir la oración, como ese “trato de
amistad —como afirmaba ella— con quien sabemos que nos ama”. Estando con
Dios nada nos podrá turbar ni espantar, pues “sólo Dios basta”. Que el Señor
los bendiga a todos. Gracias.
Resumen leído por el Santo Padre en español
Queridos hermanos y hermanas:
En la Biblia encontramos el libro de los salmos que está compuesto solamente
de oraciones; nos “enseña a rezar” a través de la experiencia del diálogo
con Dios. Al leer los salmos, aprendemos el lenguaje de la oración; y
encontramos en ellos la Palabra de Dios que los humanos usamos para
comunicarnos con Él.
Los salmos son invocaciones, a menudo dramáticas, que brotan de nuestra
existencia. Rezando con ellos, el sufrimiento se transforma en pregunta.
Entre las muchas preguntas, hay una que está siempre presente: «¿Hasta
cuándo?». Es un grito que surge de la enfermedad, o de la persecución, o de
la muerte. Cuando la oración se hace pregunta ya es camino y principio de
salvación.
El sufrimiento es algo común a todos, creyentes o no creyentes. En el
salterio el dolor se convierte en relación: un grito de auxilio que espera
ser escuchado por un oído atento. Ante Dios no somos extraños, ni somos
números; nos conoce a cada uno por nuestro nombre y nuestros dolores son
sagrados para Él.
En la oración nos basta saber que “el Señor nos escucha”. En ocasiones, los
problemas no se resuelven, pero los que rezan saben que muchas cuestiones de
la vida quedan sin una solución. Sin embargo, siendo conscientes de que Dios
nos escucha todo se vuelve más llevadero. Si permanecemos en relación con
Él, ante nosotros se abre un horizonte de bien y de esperanza.