Catequesis del Papa Francisco sobre la Oración
6. La oración de Jacob
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Continuamos nuestra catequesis sobre el tema de la oración. El libro del
Génesis, a través de las vivencias de hombres y mujeres de épocas lejanas
nos cuenta historias en las que podemos reflejar nuestra vida. En el ciclo
de los patriarcas encontramos también la de un hombre que había hecho de la
astucia su mejor cualidad: Jacob. El relato bíblico nos habla de la difícil
relación que Jacob tenía con su hermano Esaú. Desde pequeños hay rivalidad
entre ellos y nunca la superarán. Jacob es el segundo hijo —eran gemelos—,
pero mediante engaños consigue arrebatar a su padre Isaac la bendición y el
don de la primogenitura (cf. Génesis 25,19-34). Es solo el primero de una
larga serie de ardides de los que este hombre sin escrúpulos es capaz.
También el nombre de “Jacob” significa alguien que se mueve con astucia.
Obligado a huir lejos de su hermano, en su vida parece tener éxito en todo
lo que emprende. Es hábil en los negocios: se enriquece mucho,
convirtiéndose en propietario de un rebaño enorme. Con tenacidad y paciencia
consigue casarse con la hija más hermosa de Labán, de la que estaba
realmente enamorado. Jacob —diríamos con lenguaje moderno— es un hombre que
“se ha hecho a sí mismo”, con ingenio, astucia, es capaz de conquistar todo
lo que desea. Pero le falta algo. Le falta la relación viva con sus raíces.
Y un día siente la llamada del hogar, de su antigua patria, donde todavía
vivía Esaú, el hermano con el que siempre había mantenido una pésima
relación. Jacob parte y lleva a cabo un largo viaje con una caravana
numerosa de personas y animales, hasta que llega a la última etapa, al vado
de Yabboq. Aquí el libro del Génesis nos ofrece una página memorable (cf.
32,23-33). Relata que el patriarca, después de haber hecho atravesar el río
a toda su gente y a todo el ganado —que era mucho—, se queda solo en la
orilla extranjera. Y piensa: ¿Qué lo espera para el mañana? ¿Qué actitud
tomará su hermano Esaú, al que había robado la primogenitura? La mente de
Jacob es un torbellino de pensamientos… Y, mientras oscurece, de repente un
desconocido lo aferra y comienza a luchar con él. El Catecismo explica: «La
tradición espiritual de la Iglesia ha tomado de este relato el símbolo de la
oración como un combate de la fe y una victoria de la perseverancia» (CIC,
2573).
Jacob luchó durante toda la noche, sin soltar nunca a su oponente. Al final
es vencido, golpeado por su rival en el nervio ciático, y desde entonces
será cojo para toda la vida. Aquel misterioso luchador pregunta el nombre al
patriarca y le dice: «En adelante no te llamarás Jacob sino Israel; porque
has sido fuerte contra Dios y contra los hombres, y le has vencido» (v. 29).
Como diciendo: nunca serás el hombre que camina así, sino recto. Le cambia
el nombre, le cambia la vida, le cambia la actitud. Te llamarás Israel.
Entonces también Jacob pregunta al otro: «Dime por favor tu nombre». Aquel
no se lo revela, pero, en compensación, lo bendice. Y Jacob entiende que ha
encontrado a Dios «cara a cara» (cf. vv. 30-31).
Luchar con Dios: una metáfora de la oración. Otras veces Jacob se había
mostrado capaz de dialogar con Dios, de sentirlo como una presencia amiga y
cercana. Pero en esa noche, a través de una lucha que duró mucho tiempo y
que casi lo vio sucumbir, el patriarca salió cambiado. Cambio de nombre,
cambio del modo de vivir y cambio de la personalidad: sale cambiado. Por una
vez ya no es dueño de la situación —su astucia no sirve—, ya no es el hombre
estratega y calculador; Dios lo devuelve a su verdad de mortal que tiembla y
tiene miedo, porque Jacob en la lucha tiene miedo. Por una vez Jacob no
tiene otra cosa que presentar a Dios más que su fragilidad y su impotencia,
también sus pecados. Y es este Jacob el que recibe de Dios la bendición, con
la cual entra cojeando en la tierra prometida: vulnerable y vulnerado, pero
con el corazón nuevo. Una vez escuché decir a un anciano —buen hombre, buen
cristiano, pero pecador que tenía tanta confianza en Dios— decía: “Dios me
ayudará; no me dejará solo. Entraré en el paraíso, cojeando, pero entraré”.
Antes era alguien que estaba seguro de sí mismo, confiaba en su propia
sagacidad. Era un hombre impermeable a la gracia, refractario a la
misericordia; no conocía lo que es la misericordia. “¡Aquí estoy yo, mando
yo!”, no consideraba que necesitaba misericordia. Pero Dios salvó lo que
estaba perdido. Le hizo entender que estaba limitado, que era un pecador que
necesitaba misericordia y lo salvó.
Todos nosotros tenemos una cita en la noche con Dios, en la noche de nuestra
vida, en las muchas noches de nuestra vida: momentos oscuros, momentos de
pecados, momentos de desorientación. Ahí hay una cita con Dios, siempre. Él
nos sorprenderá en el momento en el que no nos lo esperemos, en el que nos
encontremos realmente solos. En aquella misma noche, combatiendo contra lo
desconocido, tomaremos conciencia de ser solo pobres hombres —me permito
decir “pobrecitos”—, pero, precisamente entonces, no deberemos temer: porque
en ese momento Dios nos dará un nombre nuevo, que contiene el sentido de
toda nuestra vida; nos cambiará el corazón y nos dará la bendición reservada
a quien se ha dejado cambiar por Él. Esta es una hermosa invitación a
dejarnos cambiar por Dios. Él sabe cómo hacerlo, porque conoce a cada uno de
nosotros. “Señor, Tú me conoces”, puede decirlo cada uno de nosotros.
“Señor, Tú me conoces. Cámbiame”.
Saludos:
Saludo cordialmente a los fieles de lengua española, que siguen esta
catequesis a través de los medios de comunicación social. Pidamos al Señor
que nos dé la fortaleza para dejarnos sorprender por su misericordia, para
aceptar nuestra fragilidad sin temor, sabiendo que, aunque sea de noche y
estemos solos, combatiendo contra lo desconocido, Dios puede dar sentido a
toda nuestra vida y regalarnos la bendición que reserva a quien se deja
trasformar por Él. Que Dios los bendiga.
Llamamiento
El próximo viernes 12 de junio se celebra el Día Mundial contra el Trabajo
Infantil, un fenómeno que priva a los niños y niñas de su infancia y pone en
peligro su desarrollo integral. En la situación actual de emergencia
sanitaria, en varios países muchos niños y jóvenes están obligados a
realizar trabajos inadecuados a su edad, para ayudar a sus familias en
condiciones de extrema pobreza. En no pocos casos se trata de formas de
esclavitud y reclusión que causan sufrimientos físicos y psicológicos. Todos
nosotros somos responsables de ello.
Hago un llamamiento a las instituciones a esforzarse al máximo para proteger
a los menores, colmando las brechas económicas y sociales que constituyen la
base de la distorsionada dinámica en la que, desgraciadamente, se ven
envueltos. Los niños son el futuro de la familia humana: nos corresponde a
todos la tarea de favorecer su crecimiento, su salud y su serenidad.
Resumen leído por el Santo Padre en español
Queridos hermanos y hermanas:
Seguimos la catequesis sobre la oración, y lo hacemos con la historia del
patriarca Jacob, un hombre que había hecho de la astucia su mejor arma.
Estuvo enfrentado siempre con su hermano Esaú y consiguió con sutilezas la
bendición de su padre que pertenecía al hermano, al primogénito. Fue esta la
primera de una larga serie de argucias, que harán de él un hombre rico, que
se hizo a sí mismo con tenacidad y paciencia.
Pero un día sintió el deseo de volver a casa, y se puso en camino. Al llegar
a la última etapa de este viaje de regreso hizo pasar a toda su familia y a
su ganado el torrente que delimitaba las tierras de su hermano. Era de
noche, estaba solo, y un torbellino de pensamientos lo envolvía. En ese
momento se produjo su encuentro con Dios, que es descrito como una lucha con
un desconocido en medio de la oscuridad; es símbolo del combate de la fe y
de la victoria de la perseverancia.
En esa pelea Jacob no se mostró como el hombre calculador, el fino estratega
que había vencido a todos con su astucia. A pesar de su esfuerzo, aquel ser
desconocido lo hirió en el muslo y lo dejó cojo, mostrándole así su
verdadera condición de fragilidad y vulnerabilidad. Pero, al mismo tiempo,
ese combate le manifestó la forma de “luchar” con Dios. A ese Jacob herido,
Dios lo bendijo y le dio un nombre nuevo, haciéndole entrar en su tierra con
el corazón renovado. Quien antes era “impermeable” a la gracia y a la
misericordia a causa de su presunción, Dios lo salvó de su extravío y lo
miró con ternura.