Catequesis del Papa Francisco sobre la Oración
5. La oración de Abraham
:
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos
días!
Hay una voz que de improviso resuena en la vida de
Abraham. Una voz que le invita a emprender un camino que suena absurdo: una
voz que le incita a desarraigarse de su patria, de las raíces de su familia,
para ir hacia un futuro nuevo, un futuro diferente. Y todo sobre la base de
una promesa, de la que sólo hay que fiarse. Y fiarse de una promesa no es
fácil, hace falta valor. Y Abraham se fió.
La Biblia guarda silencio sobre el pasado del primer
patriarca. La lógica de las cosas sugiere que adoraba a otras divinidades;
tal vez era un hombre sabio, acostumbrado a mirar el cielo y las estrellas.
El Señor, en efecto, le promete que sus descendientes serán tan numerosos
como las estrellas que salpican el cielo.
Y Abraham parte. Escucha la voz de Dios y se fía de su
palabra. Esto es importante: se fía de la palabra de Dios. Y con esta
partida nace una nueva forma de concebir la relación con Dios; es por eso
por lo que el patriarca Abraham está presente en las grandes tradiciones
espirituales judía, cristiana e islámica como el perfecto hombre de Dios,
capaz de someterse a Él, incluso cuando su voluntad es difícil, si no
incluso incomprensible.
Abraham es, por lo tanto, el hombre de la Palabra.
Cuando Dios habla, el hombre se convierte en el receptor de esa Palabra y su
vida en el lugar donde pide encarnarse. Esta es una gran novedad en el
camino religioso del hombre: la vida del creyente comienza a concebirse como
una vocación, es decir, como llamada, como un lugar donde se cumple una
promesa; y él se mueve en el mundo no tanto bajo el peso de un enigma, sino
con la fuerza de esa promesa, que un día se cumplirá. Y Abraham creyó en la
promesa de Dios. Creyó y salió. sin saber adonde iba —así dice la Carta a
los Hebreos (cf. 11,8)—. Pero se fió.
Leyendo el libro del Génesis, descubrimos cómo Abraham
vivió la oración en continua fidelidad a esa Palabra, que periódicamente se
aparecía en su camino. En resumen, podemos decir que en la vida de Abraham
la fe se hace historia: la fe se hace historia. Todavía más, Abraham, con su
vida, con su ejemplo, nos enseña este camino, esta vía en la que la fe se
hace historia. Dios ya no se ve sólo en los fenómenos cósmicos, como un Dios
lejano que puede infundir terror. El Dios de Abraham se convierte en “mi
Dios”, el Dios de mi historia personal, que guía mis pasos, que no me
abandona; el Dios de mis días, el compañero de mis aventuras; el Dios
Providencia. Yo me pregunto y os pregunto: ¿nosotros tenemos esta
experiencia de Dios? ¿“Mi Dios”, el Dios que me acompaña, el Dios de mi
historia personal, el Dios que guía mis pasos, que no me abandona, el Dios
de mis días? ¿Tenemos esta experiencia? Pensémoslo.
Esta experiencia de Abraham está también atestiguada
por uno de los textos más originales en la historia de la espiritualidad: el
Memorial de Blaise Pascal. Comienza así: «Dios de Abraham, Dios de Isaac,
Dios de Jacob, no de los filósofos y de los sabios. Certeza, certeza.
Sentimiento. Alegría. Paz. Dios de Jesucristo». Este memorial, escrito en un
pequeño pergamino, y encontrado después de su muerte cosido dentro de un
traje del filósofo, expresa no una reflexión intelectual que un hombre sabio
puede concebir sobre Dios, sino el sentido vivo, experimentado, de su
presencia. Pascal anota incluso el momento preciso en el que sintió esa
realidad, habiéndola encontrado finalmente: la noche del 23 de noviembre de
1654. No es el Dios abstracto o el Dios cósmico, no. Es el Dios de una
persona, de una llamada, el Dios de Abraham, de Isaac, de Jacob, el Dios que
es certeza, que es sentimiento, que es alegría.
«La oración de Abraham se expresa primeramente con
hechos: hombre de silencio, en cada etapa construye un altar al Señor»
(Catecismo de la Iglesia Católica, 2570). Abraham no edifica un templo, sino
que esparce el camino con piedras que recuerdan el tránsito de Dios. Un Dios
sorprendente, como cuando lo visita en la figura de tres huéspedes, a los
que él y Sara acogen con esmero y que les anuncian el nacimiento de su hijo
Isaac (cf. Gn 18, 1-15). Abraham tenía cien años, y su mujer noventa, más o
menos. Y creyeron, se fiaron de Dios. Y Sara, su mujer concibió. ¡A esa
edad! Este es el Dios de Abraham, nuestro Dios, que nos acompaña.
Así Abraham se familiariza con Dios, capaz también de
discutir con Él, pero siempre fiel. Habla con Dios y discute. Hasta la
prueba suprema, cuando Dios le pide que sacrifique a su propio hijo Isaac,
el hijo de la vejez, el único heredero. Aquí Abraham vive su fe como un
drama, como un caminar a tientas en la noche, bajo un cielo esta vez
desprovisto de estrellas. Y tantas veces nos pasa también a nosotros,
caminar en la oscuridad, pero con la fe. Dios mismo detendrá la mano de
Abraham que ya está lista para golpear, porque ha visto su disponibilidad
verdaderamente total (cf. Gn 22, 1-19).
Hermanos y hermanas, aprendamos de Abraham. Aprendamos
a rezar con fe: a escuchar al Señor, a caminar, a dialogar hasta discutir.
¡No tengamos miedo de discutir con Dios! Voy a decir algo que parecerá una
herejía. Tantas veces he escuchado gente que me dice: “Sabe, me ha pasado
esto y me he enfadado con Dios”.— “¿Tú has tenido el valor de enfadarte con
Dios?”— “Sí, me he enfadado”.— “Pero esa es una forma de oración”. Porque
solamente un hijo es capaz de enfadarse con su papá y luego reencontrarlo.
Aprendamos de Abraham a rezar con fe, a dialogar, a discutir, pero siempre
dispuestos a aceptar la palabra de Dios y a ponerla en práctica. Con Dios
aprendamos a hablar como un hijo con su papá: escucharlo, responder,
discutir. Pero transparente, como un hijo con su papá. Así nos enseña a
rezar Abraham. Gracias.
Saludos:
Saludo cordialmente a los fieles de lengua española que
siguen esta catequesis a través de los medios de comunicación social.
Pidamos al Señor que nos conceda aprender a orar con la misma fe de Abraham,
que seamos dóciles y disponibles a acoger su voluntad y a ponerla en
práctica, como hijos e hijas que confían en su providencia paterna. Que Dios
los bendiga.