Catequesis del Papa Francisco sobre la Oración
3. El misterio de la creación
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Continuamos nuestra catequesis sobre la oración, meditando sobre el misterio
de la Creación. La vida, el simple hecho de existir, abre el corazón del ser
humano a la oración.
La primera página de la Biblia se parece a un gran himno de acción de
gracias. El relato de la Creación está ritmado por ritornelos donde se
reafirma continuamente la bondad y la belleza de todo lo que existe. Dios,
con su palabra, llama a la vida, y todas las cosas entran en la existencia.
Con la palabra, separa la luz de las tinieblas, alterna el día y la noche,
intervala las estaciones, abre una paleta de colores con la variedad de las
plantas y de los animales. En este bosque desbordante que rápidamente
derrota al caos, el hombre aparece en último lugar. Y esta aparición provoca
un exceso de exultación que amplifica la satisfacción y el gozo: «Vio Dios
cuanto había hecho, y todo estaba muy bien» (Gn 1,31). Bueno, pero también
bello: se ve la belleza de toda la Creación.
La belleza y el misterio de la Creación generan en el corazón del hombre el
primer movimiento que suscita la oración (cf. Catecismo de la Iglesia
Católica, 2566). Así dice el Salmo octavo que hemos escuchado al principio:
«Al ver tu cielo, hechura de tus dedos, la luna y las estrellas que fijaste
tú, ¿qué es el hombre para que de él te acuerdes, el hijo de Adán, para que
de él te cuides?» (vv. 4-5). El hombre orante contempla el misterio de la
existencia a su alrededor, ve el cielo estrellado que lo cubre —que los
astrofísicos nos muestran hoy en día en toda su inmensidad— y se pregunta
qué diseño de amor debe haber detrás de una obra tan poderosa... Y, en esta
inmensidad ilimitada ¿qué es el hombre? “Qué poco”, dice otro salmo (cf.
89,48): un ser que nace, un ser que muere, una criatura fragilísima. Y, sin
embargo, en todo el universo, el ser humano es la única criatura consciente
de tal profusión de belleza. Un ser pequeño que nace, muere, hoy está y
mañana ya no, es el único consciente de esta belleza. ¡Nosotros somos
conscientes de esta belleza!.
La oración del hombre está estrechamente ligada al sentimiento de asombro.
La grandeza del hombre es infinitesimal cuando se compara con las
dimensiones del universo. Sus conquistas más grandes parecen poca cosa...
Pero el hombre no es nada. En la oración, se afirma rotundamente un
sentimiento de misericordia. Nada existe por casualidad: el secreto del
universo reside en una mirada benévola que alguien cruza con nuestros ojos.
El Salmo afirma que somos poco menos que un Dios, que estamos coronados de
gloria y de esplendor (cf. 8,6). La relación con Dios es la grandeza del
hombre: su entronización. Por naturaleza no somos casi nada, pequeños, pero
por vocación, por llamada, ¡somos los hijos del gran Rey!
Esta es una experiencia que muchos de nosotros ha tenido. Si la trama de la
vida, con todas sus amarguras, corre a veces el riesgo de ahogar en nosotros
el don de la oración, basta con contemplar un cielo estrellado, una puesta
de sol, una flor..., para reavivar la chispa de la acción de gracias. Esta
experiencia es quizás la base de la primera página de la Biblia.
Cuando se escribió el gran relato bíblico de la Creación, el pueblo de
Israel no estaba atravesando días felices. Una potencia enemiga había
ocupado su tierra; muchos habían sido deportados, y se encontraban ahora
esclavizados en Mesopotamia. No había patria, ni templo, ni vida social y
religiosa, nada.
Y sin embargo, partiendo precisamente de la gran historia de la Creación,
alguien comenzó a encontrar motivos para dar gracias, para alabar a Dios por
la existencia. La oración es la primera fuerza de la esperanza. Tú rezas y
la esperanza crece, avanza. Yo diría que la oración abre la puerta a la
esperanza. La esperanza está ahí, pero con mi oración le abro la puerta.
Porque los hombres de oración custodian las verdades basilares; son los que
repiten, primero a sí mismos y luego a todos los demás, que esta vida, a
pesar de todas sus fatigas y pruebas, a pesar de sus días difíciles, está
llena de una gracia por la que maravillarse. Y como tal, siempre debe ser
defendida y protegida.
Los hombres y las mujeres que rezan saben que la esperanza es más fuerte que
el desánimo. Creen que el amor es más fuerte que la muerte, y que sin duda
un día triunfará , aunque en tiempos y formas que nosotros no conocemos. Los
hombres y mujeres de oración llevan en sus rostros destellos de luz: porque
incluso en los días más oscuros el sol no deja de iluminarlos. La oración te
ilumina: te ilumina el alma, te ilumina el corazón y te ilumina el rostro.
Incluso en los tiempos más oscuros, incluso en los tiempos de dolor más
grande.
Todos somos portadores de alegría. ¿Lo habiaís pensado? ¿Qué eres un
portador de alegría? ¿O prefieres llevar malas noticias, cosas que
entristecen? Todos somos capaces de portar alegría. Esta vida es el regalo
que Dios nos ha dado: y es demasiado corta para consumirla en la tristeza,
en la amargura. Alabemos a Dios, contentos simplemente de existir. Miremos
el universo, miremos sus bellezas y miremos también nuestras cruces y
digamos: “Pero, tú existes, tú nos hiciste así, para ti”. Es necesario
sentir esa inquietud del corazón que lleva a dar gracias y a alabar a Dios.
Somos los hijos del gran Rey, del Creador, capaces de leer su firma en toda
la creación; esa creación que hoy nosotros custodiamos, pero en esa creación
está la firma de Dios que lo hizo por amor. Qué el Señor haga que lo
entendamos cada vez más profundamente y nos lleve a decir “gracias”: y ese
“gracias” es una hermosa oración.
Saludos:
Saludo cordialmente a los fieles de lengua española que siguen esta
catequesis a través de los medios de comunicación social. Que Jesús
resucitado, con la fuerza de su Espíritu Santo, nos haga portadores de
alegría, afiance en nosotros la esperanza y también la certeza de que el
amor es más fuerte que la muerte y que triunfa siempre. Que Dios los
bendiga.