Catequesis del Papa Francisco sobre la Oración
2. La oración del cristiano
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy damos el segundo paso en el camino de la catequesis
sobre la oración que comenzó la semana pasada.
La oración pertenece a todos: a la gente de cualquier
religión, y probablemente también a aquellos que no profesan ninguna. La
oración nace en el secreto de nosotros mismos, en ese lugar interior que los
autores espirituales suelen llamar “corazón” (cf. Catecismo de la Iglesia
Católica, 2562-2563). Lo que reza, entonces, en nosotros no es algo
periférico, no es una facultad secundaria y marginal nuestra, sino que es el
misterio más íntimo de nosotros mismos. Este misterio es el que reza. Las
emociones rezan, pero no se puede decir que la oración es sólo emoción. La
inteligencia reza, pero rezar no es sólo un acto intelectual. El cuerpo
reza, pero se puede hablar con Dios incluso en la más grave discapacidad.
Por lo tanto, es todo el hombre el que reza, si su “corazón” reza.
La oración es un impulso, es una invocación que va más
allá de nosotros mismos: algo que nace en lo profundo de nuestra persona y
se proyecta, porque siente la nostalgia de un encuentro. Esa nostalgia que
es más que una necesidad: es un camino. La oración es la voz de un “yo” que
se tambalea, que anda a tientas, en busca de un “Tú”. El encuentro entre el
“yo” y el “Tú” no se puede hacer con las calculadoras: es un encuentro
humano y muchas veces se va a tientas para encontrar el “Tú” que mi “yo”
estaba buscando.
La oración del cristiano nace, en cambio, de una
revelación: el “Tú” no ha permanecido envuelto en el misterio, sino que ha
entrado en relación con nosotros. El cristianismo es la religión que celebra
continuamente la “manifestación” de Dios, es decir, su epifanía. Las
primeras fiestas del año litúrgico son la celebración de este Dios que no
permanece oculto, sino que ofrece su amistad a los hombres. Dios revela su
gloria en la pobreza de Belén, en la contemplación de los Reyes Magos, en el
bautismo en el Jordán, en el milagro de las bodas de Caná. El Evangelio de
Juan concluye el gran himno del Prólogo con una afirmación sintética: «A
Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre,
él lo ha contado». Fue Jesús el que nos reveló a Dios.
La oración del cristiano entra en relación con el Dios
de rostro más tierno, que no quiere infundir miedo alguno a los hombres.
Esta es la primera característica de la oración cristiana. Si los hombres
estaban acostumbrados desde siempre a acercarse a Dios un poco intimidados,
un poco asustados por este misterio, fascinante y terrible, si se habían
acostumbrado a venerarlo con una actitud servil, similar a la de un súbdito
que no quiere faltar al respeto a su señor, los cristianos se dirigen en
cambio a Él atreviéndose a llamarlo con confianza con el nombre de “Padre”.
Todavía más, Jesús usa otra palabra: “papá”.
El cristianismo ha desterrado del vínculo con Dios
cualquier relación “feudal”. En el patrimonio de nuestra fe no hay
expresiones como “sometimiento”, “esclavitud” o “vasallaje”, sino palabras
como “alianza”, “amistad”, “promesa”, "comunión", “cercanía”. En su largo
discurso de despedida a los discípulos, Jesús dice así: «No os llamo ya
siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he
llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a
conocer. No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a
vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y que vuestro
fruto permanezca; de modo que todo lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo
conceda» (Jn 15, 15-16). Pero este es un cheque en blanco: “Todo lo que
pidáis al Padre en mi nombre os lo concedo”.
Dios es el amigo, el aliado, el esposo. En la oración
podemos establecer una relación de confianza con Él, tanto que en el “Padre
Nuestro” Jesús nos ha enseñado a hacerle una serie de peticiones. A Dios
podemos pedirle todo, todo, explicarle todo, contarle todo. No importa si en
nuestra relación con Dios nos sentimos en defecto: no somos buenos amigos,
no somos hijos agradecidos, no somos cónyuges fieles. Él sigue amándonos. Es
lo que Jesús demuestra definitivamente en la última cena, cuando dice: «Este
cáliz es la nueva alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros» (Lc
22,20). En ese gesto Jesús anticipa en el Cenáculo el misterio de la Cruz.
Dios es un aliado fiel: si los hombres dejan de amar, Él sigue amando,
aunque el amor lo lleve al Calvario. Dios está siempre cerca de la puerta de
nuestro corazón y espera que le abramos. Y a veces llama al corazón pero no
es invadente: espera. La paciencia de Dios con nosotros es la paciencia de
un papá, de uno que nos quiere mucho. Yo diría que es la paciencia junta de
un papá y de una mamá. Siempre cerca de nuestro corazón, y cuando llama lo
hace con ternura y con tanto amor.
Tratemos todos de rezar de esta manera, entrando en el
misterio de la Alianza. A meternos en la oración entre los brazos
misericordiosos de Dios, a sentirnos envueltos por ese misterio de felicidad
que es la vida trinitaria, a sentirnos como invitados que no se merecían
tanto honor. Y a repetirle a Dios, en el asombro de la oración: ¿Es posible
que Tu sólo conozcas el amor? El no conoce el odio. El es odiado, pero no
conoce el odio. Conoce solo amor. Este es el Dios al que rezamos. Este es el
núcleo incandescente de toda oración cristiana. El Dios de amor, nuestro
Padre que nos espera y nos acompaña.
Saludos:
Saludo cordialmente a los fieles de lengua española que
siguen esta catequesis a través de los medios de comunicación social. Los
animo a entablar esa relación filial, de amistad y confianza con el Señor,
pidiéndole lo que necesitan para su vida y, de manera particular, por
aquellos que están a nuestro lado y sabemos que están necesitados, para que
Dios, como Padre bueno, haga brillar su rostro sobre ellos y les conceda la
paz.
Que Nuestra Señora de Fátima, cuya memoria celebramos
hoy, interceda por cada uno de ustedes.
Que Dios los bendiga.