Catequesis del Papa Francisco sobre la Oración
37. Perseverar en el amor
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En esta penúltima catequesis sobre la oración hablamos de la perseverancia
al rezar. Es una invitación, es más, un mandamiento que nos viene de la
Sagrada Escritura. El itinerario espiritual del Peregrino ruso empieza
cuando se encuentra con una frase de san Pablo en la primera carta a los
Tesalonicenses: «Orad constantemente. En todo dad gracias» (5,17-18). La
palabra del Apóstol toca a ese hombre y él se pregunta cómo es posible rezar
sin interrupción, dado que nuestra vida está fragmentada en muchos momentos
diferentes, que no siempre hacen posible la concentración. De este
interrogante empieza su búsqueda, que lo conducirá a descubrir la llamada
oración del corazón. Esta consiste en repetir con fe: “¡Señor Jesucristo,
Hijo de Dios, ten piedad de mí pecador!”. Una oración sencilla, pero muy
bonita. Una oración que, poco a poco, se adapta al ritmo de la respiración y
se extiende a toda la jornada. De hecho, la respiración no cesa nunca, ni
siquiera mientras dormimos; y la oración es la respiración de la vida.
¿Cómo es posible custodiar siempre un estado de oración? El Catecismo nos
ofrece citas bellísimas, tomadas de la historia de la espiritualidad, que
insisten en la necesidad de una oración continua, que sea el fulcro de la
existencia cristiana. Cito algunas de ellas.
Afirma el monje Evagrio Póntico: «No nos ha sido prescrito trabajar, vigilar
y ayunar constantemente —no, esto no se nos ha pedido— pero sí tenemos una
ley que nos manda orar sin cesar» (n. 2742). El corazón en oración. Hay por
tanto un ardor en la vida cristiana, que nunca debe faltar. Es un poco como
ese fuego sagrado que se custodiaba en los templos antiguos, que ardía sin
interrupción y que los sacerdotes tenían la tarea de mantener alimentado.
Así es: debe haber un fuego sagrado también en nosotros, que arda en
continuación y que nada pueda apagar. Y no es fácil, pero debe ser así.
San Juan Crisóstomo, otro pastor atento a la vida concreta, predicaba así:
«Conviene que el hombre ore atentamente, bien estando en la plaza o mientras
da un paseo: igualmente el que está sentado ante su mesa de trabajo o el que
dedica su tiempo a otras labores, que levante su alma a Dios: conviene
también que el siervo alborotador o que anda yendo de un lado para otro, o
el que se encuentra sirviendo en la cocina» (n. 2743). Pequeñas oraciones:
“Señor, ten piedad de nosotros”, “Señor, ayúdame”. Por tanto, la oración es
una especie de pentagrama musical, donde nosotros colocamos la melodía de
nuestra vida. No es contraria a la laboriosidad cotidiana, no entra en
contradicción con las muchas pequeñas obligaciones y encuentros, si acaso es
el lugar donde toda acción encuentra su sentido, su porqué y su paz.
Cierto, poner en práctica estos principios no es fácil. Un padre y una
madre, ocupados con mil cometidos, pueden sentir nostalgia por un periodo de
su vida en el que era fácil encontrar tiempos cadenciosos y espacios de
oración. Después, los hijos, el trabajo, los quehaceres de la vida familiar,
los padres que se vuelven ancianos… Se tiene la impresión de no conseguir
nunca llegar a la cima de todo. Entonces hace bien pensar que Dios, nuestro
Padre, que debe ocuparse de todo el universo, se acuerda siempre de cada uno
de nosotros. Por tanto, ¡también nosotros debemos acordarnos de Él!
Podemos recordar que en el monaquismo cristiano siempre se ha tenido en gran
estima el trabajo, no solo por el deber moral de proveerse a sí mismo y a
los demás, sino también por una especie de equilibrio, un equilibrio
interior: es arriesgado para el hombre cultivar un interés tan abstracto que
se pierda el contacto con la realidad. El trabajo nos ayuda a permanecer en
contacto con la realidad. Las manos entrelazadas del monje llevan los callos
de quien empuña pala y azada. Cuando, en el Evangelio de Lucas (cfr.
10,38-42), Jesús dice a santa Marta que lo único verdaderamente necesario es
escuchar a Dios, no quiere en absoluto despreciar los muchos servicios que
ella estaba realizando con tanto empeño.
En el ser humano todo es “binario”: nuestro cuerpo es simétrico, tenemos dos
brazos, dos ojos, dos manos… Así también el trabajo y la oración son
complementarios. La oración – que es la “respiración” de todo – permanece
como el fondo vital del trabajo, también en los momentos en los que no está
explicitada. Es deshumano estar tan absortos por el trabajo como para no
encontrar más el tiempo para la oración.
Al mismo tiempo, no es sana una oración que sea ajena de la vida. Una
oración que nos enajena de lo concreto de la vida se convierte en
espiritualismo, o, peor, ritualismo. Recordemos que Jesús, después de haber
mostrado a los discípulos su gloria en el monte Tabor, no quiere alargar ese
momento de éxtasis, sino que baja con ellos del monte y retoma el camino
cotidiano. Porque esa experiencia tenía que permanecer en los corazones como
luz y fuerza de su fe; también una luz y fuerza para los días venideros: los
de la Pasión. Así, los tiempos dedicados a estar con Dios avivan la fe, la
cual nos ayuda en la concreción de la vida, y la fe, a su vez, alimenta la
oración, sin interrupción. En esta circularidad entre fe, vida y oración, se
mantiene encendido ese fuego del amor cristiano que Dios se espera de
nosotros.
Y repetimos la oración sencilla que es tan bonito repetir durante el día,
todos juntos: “Señor Jesús, Hijo de Dios, ten piedad de mí pecador”.
Saludos:
Saludo cordialmente a los fieles de lengua española. En estos días en que
nos preparamos a celebrar la Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús,
pidamos al Señor que haga nuestros corazones semejantes al suyo: humildes,
misericordiosos y perseverantes en el amor, en la oración y en las buenas
obras. Que Dios los bendiga. Muchas gracias.
Resumen leído por el Santo Padre en español
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy reflexionamos sobre la perseverancia en la oración. “Orar
constantemente” es una invitación, más aún, una exhortación que nos hace la
Sagrada Escritura. Pero, ¿cómo es posible rezar sin interrupción? Esta fue
la búsqueda del Peregrino ruso, que descubrió la oración del corazón, una
oración breve que consiste en repetir, al ritmo de la respiración y durante
toda la jornada: «Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten misericordia de mí,
pecador». En efecto, en la vida necesitamos tanto de la oración como del
aire que respiramos.
En la historia de la espiritualidad encontramos diversos autores que
insisten en la necesidad de una oración perseverante y continua, que sea el
centro de la existencia cristiana, el pentagrama donde se apoye la melodía
de nuestra vida, el fuego sagrado que arda en nosotros sin cesar y que nada
lo pueda apagar.
Vivir estos principios no es fácil. Pero estamos llamados a hacerlos vida
manteniendo el equilibrio entre trabajo y oración, es decir, intentando que
el trabajo no nos absorba hasta el punto de no encontrar tiempo para orar y,
por otra parte, estando atentos a que nuestra oración no se convierta en un
espiritualismo, que nos aleje del contacto con la realidad. En definitiva,
la circularidad entre fe, vida y oración mantiene encendido en nosotros el
fuego del amor: los tiempos dedicados a estar con Dios reavivan nuestra fe,
y esto se traduce en nuestra vida concreta.